Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—Señor director —dijo Bahn arrimándose un poco más a la puerta—, ahora mismo hay un ejército compuesto por cuarenta mil mannianos en la bahía de la Perla. Usted mismo puede oír cómo el IV Ejército bombardea el Escudo como preámbulo para un asalto a gran escala. Necesitamos a todos los hombres que puedan luchar, independientemente de los crímenes que hayan cometido y de su salud mental.
—¡Pero estos hombres son unos desequilibrados! ¡Son un peligro!
—Aun así, las instrucciones son esas. Ahora abra las puertas.
Todo el mundo permaneció inmóvil unos segundos.
—¡Ábralas! —gritó Bahn, pues se le había acabado la paciencia.
Paseó la mirada por los carceleros congregados al otro lado de la verja hasta que uno dio un paso al frente que rápidamente fue secundado por los demás.
Las puertas se abrieron, y Bahn y la Guardia Roja entraron en el patio central perseguidos por el director de la institución y sus protestas.
—¡El consejo se enterará de esto! —bramó el director.
Pero Bahn dio media vuelta y lo adelantó de camino a la entrada del edificio.
—No me cabe la menor duda —replicó por encima del hombro.
Se llegaba a la celda a través de un largo pasadizo dividido en tramos por una serie de puertas oxidadas, que soltaban partículas de herrumbre cada vez que las cerraban con llave. Las paredes rezumaban humedad en aquel silencioso sótano, iluminado únicamente por la lámpara de aceite que llevaba uno de los carceleros.
—Pero si es un psicópata —insistió el director de la institución con su irritante voz.
—Lo conozco perfectamente. Luché a su lado durante los primeros años del asedio.
—Pero es un asesino, un torturador… ¡Es más probable que lo mate a usted que al enemigo! ¿Es que ha perdido la cabeza?
—Es el único hombre con el que todavía no he hablado. Al menos intercambiaré un par de palabras con él.
La oscuridad los acechaba desde todos lados y parecía perseguir a su tenue haz de luz mientras caminaban en silencio por el pasillo, donde sólo se oía el goteo del agua y el roce de sus pies en el suelo de piedra.
Les acompañaban cuatro carceleros vestidos con mandiles de cuero y con unos guantes que les cubrían los brazos hasta las axilas, armados con unas duras porras que oscilaban despreocupadamente en sus manos. No abrían la boca y mantenían la mirada fija al frente. Parecían estar mentalizándose durante los momentos previos a una pelea.
Bahn seguía a los carceleros. No le gustaba la sensación de claustrofobia que le provocaba aquel lugar recóndito. Era incapaz de imaginarse encarcelado allí; en menos de una hora se pondría a escarbar en los muros para escapar.
La puerta de la celda estaba construida con una pieza de madera de tiq maciza endurecida al fuego y recubierta con planchas de hierro. Uno de los carceleros se adelantó y abrió una ventanita que había en la puerta.
Bahn se inclinó para echar un vistazo dentro.
En el centro de la celda con el techo abovedado había una vela encendida que despedía un halo cálido. La llama alumbraba el cuerpo desnudo de un hombre corpulento encadenado por el cuello a la pared frente a la que estaba sentado. Tenía una pierna estirada y la otra flexionada, con una mano apoyada en la rodilla; su rostro aparecía como una sombra difuminada, y sus ojos miraban con un brillo manifiestamente hostil a los ojos asomados a la ventanita de la puerta.
«Toro —pensó Bahn—. ¿Por qué siempre supe que acabarías así?»
Bahn retrocedió y dos carceleros abrieron la puerta, que giró sobre los goznes con un chirrido quejumbroso.
—Manténgase fuera del radio de la cadena —le aconsejó el carcelero con la lámpara—. Dejó ciego a un compañero hace un par de meses. Con los pulgares.
El carcelero se agachó para entrar en la celda con la porra presta. Bahn lo siguió dentro y sus tobillos chocaron con una cadena que atravesaba flácida el diminuto espacio de la celda. Se colocó el yelmo debajo del brazo y trató de ponerse derecho enfundado en la armadura y con la capa roja colgada a la espalda.
El prisionero se llevó las manos a la pieza de hierro que le envolvía el cuello y se puso en pie, haciendo alarde de su imponente cuerpo desnudo, con la colección de cicatrices que se apreciaba en su torso musculoso. Se apoyó un tramo de cadena en el brazo para repartir el peso en un gesto que resultó de lo más curioso, pues dio la impresión de que estuviera componiéndose una delicada túnica de oficial.
«Has envejecido», pensó Bahn cuando reparó en los estragos que había sufrido su rostro y en las entradas en las sienes, donde tenía tatuados un par de cuernos.
Bahn había luchado al lado de aquel hombre durante los primeros y desesperados años de la guerra, antes de que Toro fuera seleccionado para formar parte de la infantería pesada de la chartassa. Ya entonces Toro estaba como una cabra; tenía una personalidad violenta e imprevisible, y disfrutaba luchando más que cualquier otro hombre que Bahn hubiera conocido jamás. De modo que no le sorprendió que acabara perdiendo los estribos con la persona equivocada: su oficial superior. Casi lo había matado de un solo tortazo, y todo porque el tipo había cometido el error de llamarlo por su verdadero nombre.
Lo condenaron a pasar dos años en la prisión militar y lo expulsaron del ejército. Desde entonces, Bahn apenas si había seguido su ascenso a los laureles como campeón de lucha de foso. Se decía que era uno de los mejores de toda Khos.
Y entonces llegó el día que Bahn y toda la ciudad se despertaron con la noticia de la muerte de Adrianos, el héroe de la incursión en Nomarl, el último comandante que había liderado una ofensiva victoriosa contra el IV Ejército Imperial. El héroe nacional había sido encontrado descuartizado en su lujoso apartamento de los aledaños del Gran Bazar. Había sido amordazado, golpeado y torturado, y se había hallado partes desolladas de su cuerpo.
Toro había sido encontrado sentado junto al cadáver con el cuerpo cubierto únicamente por la sangre de su víctima.
—Hola, hermano —dijo Bahn en un susurro.
Toro dio un paso hacia él.
—¿Bahn? —preguntó con incredulidad.
—Sí.
Toro se acercó un poco más. La cadena se tensó a su espalda y se le desenredó del brazo. El carcelero que estaba al lado de Bahn se movió con inquietud y cerró el puño alrededor de la porra. Toro no le prestó atención y centró su interés en Bahn. Tenía uno de sus poderosos brazos apoyados contra el estómago, con los nudillos de la mano desfigurados por las hinchazones, pelados y ensangrentados.
—Dime, ¿qué te trae por aquí? ¿Te has perdido? —dijo con una voz áspera, como si hiciera mucho que no hablaba con nadie—. Explícate —gruñó—. Dudo que se trate de una visita de cortesía. ¿A qué se debe?
De pronto, mientras escuchaba el tono cantarín que había adquirido la voz de Toro y contemplaba sus ojos oscuros sobre aquellos pómulos afilados, Bahn recordó un episodio de los primeros días de la guerra: él estaba agazapado detrás de un parapeto mientras Toro exhibía una sonrisa de oreja a oreja y le palmeaba la espalda para que dejara de toser y disfrutara del momento, el cabrón chalado machacador de cortezas.
—Los mannianos han desembarcado en la bahía de la Perla.
Toro entornó los ojos y estiró el cuello para escrutar de cerca el rostro de Bahn.
—He venido a examinar a los veteranos y determinar si alguno está en condiciones de incorporarse a la tropa.
—Vaya, otro juicio —espetó Toro, poniéndose de perfil respecto a Bahn.
—¿Qué quieres decir? ¿Crees que no tuviste un juicio justo?
La cadena se tensó por completo cuando Toro se encaró con él. Bahn reprimió el impulso de retroceder.
—Tranquilo —dijo el carcelero dando unos golpecitos con la porra a Toro en el torso desnudo.
Toro seguía con la mirada clavada en Bahn y sin prestar atención al carcelero.
—No, supongo que no puedo quejarme de eso. Pero tampoco Adrianos. ¿Entiendes a qué me refiero? Cuando yo lo juzgué.
—Te llaman «el Asesino», ¿lo sabías? Un monstruo cuyo único destino posible es pasar el resto de su vida encadenado en un agujero.
El gesto de Toro no variaba, y seguía expresando curiosidad y cólera a partes iguales.
—¿Lucharás con nosotros? ¿Pelearás por tus compatriotas?
—¿Mis compatriotas? —preguntó con incredulidad.
—Eso es. Por la gente de Bar-Khos, como tu padre. Y por los compatriotas de tu madre de la Racha de Viento.
Una sonrisa como el tajo de un cuchillo escindió de pronto su rostro. Bahn se fijó en que le faltaban dos dientes de delante; el resto parecían picados.
—Yo no debo lealtad a nadie, y menos aún al pueblo de BarKhos.
—¿Lucharás por nosotros?
—¿Qué estás ofreciéndome a cambio? ¿El indulto?
—Sí, si ése es el precio que pides.
—¿Y lo único que tengo que hacer es matar a un puñado de mannianos en nombre de mis compatriotas? ¿Lo estoy entendiendo bien? ¿Meterás al asesino entre tus soldados, a pesar de que es un cabrón machacador de cortezas y un asesino despiadado? ¿Es eso lo que no me estás diciendo, Bahn?
Bahn meció unos instantes el cuerpo embutido en la armadura. Se sentía exhausto y totalmente fuera de lugar.
—Créeme, Toro —dijo a su viejo camarada sin andarse con rodeos—. Donde vamos necesitaremos como el comer hombres como tú.
Un negocio libre
Definitivamente la señora Cheer era una mujer que sabía buscarse las habichuelas. En el transcurso de un solo día, en medio de la confusión y la tensión que reinaban en la cabeza de playa, había conseguido para su uso particular un carromato y una mula, una carreta cargada con provisiones y todas las comodidades necesarias para montar un pequeño campamento para ella y sus chicas en la vertiente de las dunas que daba al mar.
Cuando cayó la noche ya se habían desplegado unos toldos desde dos lados del carromato hasta la arena cubierta de matas enrevesadas de hierba. Había taburetes donde sentarse y una hoguera despedía humo bajo una tetera y una olla, en las que estaban calentando agua y preparando un estofado. La señora Cheer incluso se había procurado tres tiendas de campaña que pidió a Ash que montara no demasiado lejos del carro pero sí lo suficiente para que gozaran de cierta intimidad.
Las chicas por fin se relajaron, y se acicalaban a la vista de los hombres desplegados alrededor del campamento. Y cuando su madama no podía oírlas reñían entre sí. Un par de ellas flirtearon despreocupadamente con Ash, bromeando sobre el color de su piel y la firmeza de su cuerpo pese a su edad. Él reía y les seguía el juego.
El roshun había oído de refilón que el nombre exacto de donde se hallaban era la bahía Afilada, una extensa cala dentro de la más amplia bahía de la Perla, en la costa oriental de Khos. Era un sitio bonito, con colinas al oeste, altas cumbres al norte y al sur y un islote rocoso y cubierto de gaviotas en el centro de la bahía. En muchos aspectos le recordaba el norte de Honshu, aunque la candidez del paisaje se echaba a perder en cierta manera por el barullo del ejército desplegado en la cabeza de playa y la masa formada por los millares de civiles que acompañaban a la fuerza invasora hasta Khos —como la misma señora Cheer— con la esperanza de sacar algún provecho.
La flota estaba fondeada en las aguas cristalinas más allá del bajío de la cala. Las naves arfaban en formación cerrada. Incluso desde la costa se apreciaba los estragos que había causado el temporal, pues se notaba que en los barcos faltaban palos, que se habían perdido o quedado partidos sobre montones de velas. Algunas naves se escoraban demasiado. La intensidad del trabajo no decaía con la llegada del crepúsculo, y daba la impresión de que todavía quedaba mucho por hacer y por desembarcar antes de que el ejército pudiera emprender la marcha por la mañana.
Ash descansó cuanto pudo. Ese día su tos había empeorado. Y sus extremidades se agitaban continuamente, como afectadas por un frío que nacía en su interior, a pesar de que por un bendito día tenía la ropa seca y llevaba la capa tratada con grasa ceñida al cuerpo. Además, se negaba a alejarse demasiado tiempo del calor del fuego.
La señora Cheer le dirigía de vez en cuando una de sus miradas mordaces y él se levantaba rezongando para sus adentros y deambulaba por el campamento con la espada enfundada bien visible en la mano, arrojando miradas desafiantes a los soldados y a los civiles que merodeaban por su pequeño oasis de perfumes, medias y risas femeninas.
Cuando por fin anocheció, la señora Cheer puso a las chicas a trabajar con unas sonoras palmadas y vociferándoles palabras de ánimo. No eran ni mucho menos las únicas prostitutas en la playa, aun así enseguida se formó una larga cola de soldados que esperaban su turno, borrachos y bulliciosos en aquella playa lejos de su hogar. Ash se encargaba de mantener el orden dentro del campamento mientras las chicas se turnaban para entrar con los clientes en las tiendas, donde no pasaban demasiado tiempo.
El roshun, sin embargo, tenía otras cosas en la cabeza mientras realizaba su trabajo. Al sur, donde el terreno se empinaba hacia las ruinas del pueblo carbonizado, divisó la empalizada y las tiendas del campamento de la matriarca, con su estandarte ondeando en lo alto como si quisiera reclamar su atención constantemente.
Apenas hubo de intervenir para controlar a los hombres esa noche. Ya era tarde cuando las voces de las chicas exigiendo un descanso se alzaron lo suficiente para que la señora Cheer hiciera caso de ellas y declarara concluida la jornada. Todavía había un buen número de soldados borrachos esperando turno, pero sus quejas se cortaron de cuajo en cuanto la señora Cheer se volvió hacia el adusto y silencioso extranjero de tierras remotas plantado a su lado.
En vez de prepararse para irse a dormir, las chicas montaron una pequeña fiesta.
Ash estaba agotado tras el largo día. Se disculpó y se alejó a regañadientes del calor del fuego. Encontró un lugar desde donde podía ver a las chicas al tiempo que disfrutaba de su soledad en la cima de una duna cercana, y se tendió acurrucado con la capa extendida encima y la espada al lado.
Observó las luces del lejano campamento de la matriarca y estudió el terreno que lo rodeaba, iluminado por las lunas. Buscó movimiento entre las numerosas hogueras que la distancia convertía en meros puntos brillantes y se lamentó por no tener consigo su catalejo, ni un par de ojos más jóvenes que los suyos.