Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Volvió a toser. Escupió la flema y se limpió los labios. En el cielo estaban congregándose lentamente nubes densas llegadas del norte. Tal vez empezara a llover otra vez. Los nubarrones ocultarían las lunas de cera y la oscuridad reinaría en el suelo.
«Una noche ideal para que sea así», pensó Ash.
—¿Se ve algo interesante desde ahí arriba?
Ash olió su perfume con olor a almizcle antes incluso de que se sentara en la arena y se ciñera el vestido a las piernas mientras las gruesas algas quedaban aplastadas debajo de la prenda. Ash miró a la señora Cheer mientras ésta le ponía en las manos una botella de rhulika.
Él le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y tomó un trago largo para entrar en calor.
—Poco a poco. Es la última botella.
Ash le devolvió la botella con una sonrisa fugaz en los labios.
—Gracias. Hacía mucho tiempo que no bebía algo decente.
A su espalda, en la pequeña depresión rodeada de dunas e iluminada por la hoguera donde habían montado su campamento, se oían las riñas y las risas de las chicas. La brisa jugueteaba con las puntas del cabello de la señora Cheer, que se apretó un poco más el chal alrededor de la cabeza.
—Cuénteme otra vez a qué se dedicaba su anterior jefe.
Ash dio unos golpecitos con la uña en el tapón de la botella que la señora Cheer sostenía en la manos.
—¿Al alcohol?
—Embarcó una pequeña fortuna en bebida en la flota. Aunque a mí apenas me dejó probarla.
Ash pensó que era una mentira un poco burda, y dudó que la señora Cheer lo creyera.
La mujer desvió la mirada hacia el horizonte y las llamas de las hogueras de los campamentos centellearon en sus ojos. La brisa traía consigo canciones y risas procedentes de otros rincones de las dunas donde la gente disfrutaba animada de la noche.
Por encima de todo ese ruido se oía el oleaje cadencioso del mar.
—Estamos muy lejos de casa —dijo la señora Cheer en un tono nostálgico.
Ash asintió lentamente con la cabeza.
Ella se volvió de nuevo hacia el roshun.
—Algunos más que otros, supongo. ¿Nunca lo echa de menos? Me refiero a Honshu.
—Sí. A veces.
—Claro que lo echa de menos —repuso la señora Cheer como reprendiéndose por la pregunta—. Claro que lo echa de menos.
Ash se fijó en que la masa de nubes estaba acercándose a las lunas. Muy pronto caería un manto de oscuridad sobre la playa, suficiente para emprender una excursión furtiva.
—¿Sabe? Tiene la mirada más triste que he visto jamás. Y le aseguro que he visto unas cuantas a lo largo de mi vida.
Ash frunció el ceño. Sintió la necesidad de levantarse y alejarse de aquella mujer y de sus preguntas indiscretas. Pero entonces ella se acercó un poco más a él para apretarse contra su costado en busca de calor, y Ash decidió que la sensación que le producía el contacto con ella le gustaba lo suficiente para quedarse.
La señora Cheer lo miró a los ojos como esperando que dijera algo. Sin embargo Ash no tenía nada que decirle.
—Bueno, la cama está llamándome. Ya es hora también de que las chicas descansen un poco. —La señora Cheer se levantó y se sacudió la arena del vestido—. ¿Usted no está cansado?
Ash advirtió la afabilidad de sus palabras, la oferta velada que contenían, y recorrió con la mirada las curvas de su cuerpo oculto bajo el vestido. Nada le hubiera gustado más que estar en condiciones de aceptar la oferta.
—Creo que me quedaré levantado un rato más vigilando el campamento.
La señora Cheer ocultó su decepción clavando la mirada en la arena.
—Es por la cicatriz, ¿verdad?
—En absoluto —respondió Ash—. De verdad. Sólo estoy demasiado cansado.
Ella asintió, aunque no lo creyó.
—Buenas noches, entonces —dijo la señora Cheer, que dio media vuelta y descendió con dificultad por la pendiente de la duna.
Ash espero otra hora para asegurarse de que las chicas y la señora Cheer dormían profundamente. Algunas hogueras seguían ardiendo entre las dunas, y pequeños grupos de gente charlaban mientras las chispas se elevaban por el aire junto con el humo. En la playa, las cuadrillas de trabajadores seguían descargando suministros en la orilla.
Suponía un riesgo dejar desprotegidas a las chicas, pero tenía que correrlo. Se quitó la pesada capa, cogió la espada y se internó sigilosamente en la noche.
Ríndete y serás libre
—Tengo que ir —dijo Bahn a su esposa mientras ataba el último elemento de su equipo a la silla de montar.
Marlee asintió con frialdad. A su espalda, envuelto por las sombras nocturnas, un hombre con muletas y con un trozo de pellejo colgando de donde había tenido el pie pasaba renqueando por la calle, por lo demás desierta. El hombre tenía prisa, como si lo persiguiera el ruido de los cuernos que aullaban por toda la ciudad desde las torres anunciando la partida del último contingente de tropas.
—Recuerda lo que te he dicho. Envía un mensaje a Reese. Dile que puede venir y quedarse contigo. Dile que siento no haber podido esperarla para vernos. —Bahn se pasó atropelladamente los dedos por la cabellera mientras recordaba la última vez que había visto a su cuñada, cuando le había contado en un hilo de voz que su hijo se había marchado de la ciudad—. Maldita sea, ni siquiera podré preguntarle por Nico. ¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
—No te preocupes —le dijo en un tono tranquilizador su mujer a su espalda—.Yo se lo explicaré. Reese lo entenderá.
Sus palabras, sin embargo, no consiguieron apaciguarlo. Bahn se sentía en cierta manera responsable de Reese y de su hijo desde que su hermano Cole los había abandonado.
Ajustó la cincha de cuero con un último tirón brusco en el que volcó toda su frustración. Examinó el resultado y respiró hondo antes de volverse a su mujer.
—Ha llegado el momento de partir.
Marlee asintió con el gesto inmutable. Se esforzaba en mantener la compostura por el bien de ambos.
Durante las últimas semanas se había sentido incómodo en compañía de su mujer. Su presencia solía despertarle un sentimiento de culpa que le hacía pensar en Curl, y eso lo violentaba, como si temiera que de algún modo su esposa pudiera leerle el pensamiento.
La miró fijamente a los ojos, sin pestañear. Marlee entrelazó las manos alrededor de su cuello mientras él la cogía por su cintura de avispa.
—Te quiero —dijo él.
—Y yo a ti, amor.
Los ojos de Marlee brillaban con las lágrimas incipientes.
Bahn la abrazó más fuerte, aplastándola contra la armadura. No podía soltarla.
«No la merezco», pensó con amargura.
Los niños ya estaban durmiendo en casa. Bahn había besado en la frente a su hijita dormida y había intercambiado un par de palabras con su hijo con los ojos empañados de lágrimas arropado en la cama.
No podía sacarse de la cabeza lo que había visto en las calles durante su regreso apresurado a casa. La gente se agolpaba para vitorear a las columnas de soldados y de veteranos molaris que marchaban hacia las puertas del norte. Los transeúntes les ponían en las manos amuletos, paquetes de comida y botellas de licor. Había quien lloraba sólo de verlos, incluso ancianos, emocionados por la expresión de determinación que exhibían los hombres y que se sumaba al conocimiento del destino hacia el que marchaban.
«¡Podemos conseguirlo! —había pensado Bahn contagiado aquel espíritu colectivo—. ¡Si nos mantenemos unidos, podemos salir de ésta!»
Pero entonces, cuando había atajado por calles secundarias para avanzar más rápido, se había cruzado con un número incontable de personas que se dirigían al puerto a toda prisa cargadas con sus pertenencias con la esperanza de conseguir un billete que los sacara de la isla, y él las había mirado pasar con un atisbo de envidia en el corazón.
En las paredes habían aparecido pintadas que parecían hechas con sangre y que rezaban: «La carne es fuerte» o «Ríndete y serás libre». Sin duda obra de los agitadores simpatizantes de los mannianos que volvían a asomar la cabeza justo cuando la ciudad era realmente vulnerable y el grueso de las tropas destinadas en ella la abandonaba.
Ahora que tenía a Marlee rodeada con sus brazos, Bahn volvió a sentir el impulso de agarrar a su esposa, zarandearla y decirle: «¡Por lo que más quieras, coge a los niños y busca la manera de salir de aquí!» Pero esas palabras sólo las escuchaba él, pues nunca hallaba el valor para pronunciarlas en voz alta. No a Marlee, su pilar, la mujer cuyo padre había muerto el primer día del asedio durante la defensa de la ciudad. Ella le respondería que no, un no rotundo, y luego lo despreciaría como marido y como hombre.
—Cuida de ellos —fue todo lo que pudo decir con la boca hundida en la sedosa espesura de su cabello.
—Claro —suspiró ella—.Y tú prométeme que tendrás cuidado.
—Lo tendré.
Y, a pesar de las palabras tranquilizadoras que se habían dicho, se fundieron en un beso largo, intenso y desesperado, como si supieran que jamás volverían a verse.
Ash se hallaba en lo alto de la colina que seguía ardiendo, entre las cenizas y los escombros que componían los restos de un pequeño pueblo pesquero, contemplando una hilera de penes dispuestos en la penumbra como si fueran las piezas olvidadas de un juego infantil.
No muy lejos de allí, sobre los escombros de un establo derrumbado, yacían los cuerpos carbonizados y descoyuntados de sus dueños. Ash había atisbado cuerpos de menor tamaño entre ellos, de niños e incluso de bebés.
De las mujeres no había ni rastro.
Ash se sobrecogió una vez más ante la constatación de que la muerte olía igual con independencia de que se tratara del cadáver de un hombre, de un zel o de un perro. Había visto ese tipo de atrocidades durante sus años en el Ejército Popular Revolucionario. La larga guerra había acabado por consumir la capacidad de compasión de muchos hombres. Amigos suyos habían terminado desquiciados por una pérdida o simplemente se habían insensibilizado y endurecido, como había sido su caso; mientras que los hombres dotados de una crueldad innata habían dado rienda suelta a sus instintos en un paisaje devastado por la guerra donde los límites de la decencia no tenían vigencia.
Su corazón se había hecho añicos la primera vez que había visto una atrocidad semejante, y había sentido una angustia similar a la de un corazón roto por la infidelidad de la persona amada. O quizá más devastadora aún; como si una gran mentira sepultada en el núcleo del mundo saliera de repente a la luz por medio de una vivisección horripilante.
—Ésta no es tu guerra —masculló Ash para sí fundido con la oscuridad de la noche.
No le hubiera extrañado oír la voz de Nico reprendiéndolo. Esa gente tirada en los escombros del establo era khosiana. Todo el país, incluida la familia del chico, se enfrentaba a la esclavitud o a un final similar al de esos cadáveres.
Sin embargo, Ash no recibió ninguna visita. No oyó la voz de su conciencia ni la de un espíritu incorpóreo. Únicamente tuvo la sensación inquietante de que él formaba parte de aquello como el que más, tanto si elegía tomar partido como si no.
El efímero claro que se había abierto entre las nubes volvió a cerrarse y la oscuridad lo envolvió. Ash, con la espada enfundada en la mano y con el rostro y las manos pintados con hollín, dio la espalda a las brutalidades que yacían en la penumbra.
Se apretó un dedo contra el ala de la nariz congestionada y se sonó los mocos. A continuación se alejó de las ruinas en dirección al borde de la colina, donde se tumbó boca abajo aplastando la hierba para observar las tiendas de campaña brillantes del campamento de la matriarca, que se extendía debajo.
Las tiendas eran visibles gracias a las lámparas que alumbraban el interior. El campamento estaba montado sobre una elevación del terreno amplia y llana, y rodeado por una empalizada de estacas afiladas y ligeramente inclinadas hacia fuera. La línea negra correspondiente a la zanja circundaba el campamento. Al otro lado de las estacas hacían guardia los centinelas con túnicas blancas, separados entre sí media docena de pasos. A su espalda, en un claro entre las tiendas, crepitaba una hoguera cuyas llamas iluminaban la bandera de la matriarca, que ondeaba alta.
Ash recorrió con la mirada los alrededores del campamento estudiando el otro asentamiento, mucho mayor, que se extendía alrededor de la empalizada del de la matriarca y que debía de albergar a cerca de un millar de acólitos. Ese campamento estaba rodeado a su vez por una franja oscura, y Ash forzó la vista para tratar de distinguir la doble línea de piquetes que sabía que estaban apostados fuera de la zona iluminada. No obstante, no conseguía verla, y sólo divisaba la luz oscilante de las hogueras, mucho más lejanas, siguiendo la línea de dunas, del campamento del grueso del ejército, que se extendía hasta perderse en la distancia.
Devolvió la atención al recinto imperial. Al parecer, la entrada principal se encontraba en el lado oeste de la empalizada, pero no la veía bien desde su posición, de modo que tendría que bajar si quería confirmar sus suposiciones.
Durante el transcurso de la siguiente media hora, Ash descendió hasta el perímetro exterior del campamento dando un pequeño rodeo. Se detuvo una vez para beber de un arroyo que manaba de una hendidura en la colina, y volvió a hacerlo cuando pisó suelo llano al oeste del campamento y calculó que estaba acercándose a la primera línea de centinelas, los piquetes que no había sido capaz de distinguir en la penumbra desde arriba.
Ash esperó hasta formarse una idea de lo que se desplegaba frente a él. Había un cordón de centinelas apostados en un amplio perímetro exterior. Podía olerlos; advertía su olor a sudor y a ajo. También los oía; hasta sus oídos llegó un carraspeo y el ruido del roce de una capa que alguien se ceñía con más fuerza para combatir el frío nocturno.
Cuando le pareció tener clara la posición exacta de los dos guardias más cercanos, Ash se arrastró sigilosamente por el espacio que mediaba entre ellos. Así de simple.
Delante se encontraba la línea interior de piquetes. Ash veía claramente sus siluetas recortadas en el fuego de las numerosas hogueras. Los guardias estaban apostados cada quince pasos. La experiencia le decía que era una distancia excesiva; y el hecho de estar en la penumbra a contraluz los hacía más vulnerables, pues se les distinguía claramente y ellos apenas veían.