Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—Lo que quiere decir el abogado es lo siguiente: podemos negarnos a entregarle la pólvora para los cañones que quiera llevarse al campo de batalla. Así consta en los artículos de la ley marcial.
Creed se quedó mudo unos instantes.
—¿Permitirían que saliéramos a su encuentro sin cañones?
—Más bien tenemos la esperanza de que el hecho de no disponer de ellos lo convenza para no salir.
El primer ministro observó a Creed con sus ojos hundidos bajo sus cejas pobladas y se inclinó hacia delante.
—Lo conozco, Marsalas. Ya se ha hartado de estar ahí sentado sin hacer nada detrás del Escudo. Está ansioso por asestarles el golpe que merecen por todo lo que nos han hecho sufrir, por las vidas que nos han arrebatado, por la memoria de su propio padre, que murió luchando contra ellos lejos de nuestra patria. Siente que esta es la última oportunidad que tendrá para enfrentarse a ellos en el escenario abierto de una guerra y derrotarlos. Pero lo que se propone es una auténtica locura. Le ruego que lo reconsidere.
El general Creed se dejó caer contra el respaldo de la silla. Estaba indefenso contra la verdad que subyacía en las palabras del primer ministro.
No era una persona propensa a dudar de sus decisiones, pero por un momento contempló la posibilidad de que realmente fuera él quien estaba equivocado y de que Chonas tuviera razón y estuviera conduciéndolos a la aniquilación total. Desde que había recibido la noticia de la invasión sólo unas horas antes, y mientras todo el mundo a su alrededor parecía a punto de sufrir un ataque de nervios, él se había sentido excitado por el repentino nuevo rumbo que tomaba la guerra y la oportunidad de entrar en acción.
Los Michinè lo miraban fijamente mientras él paseaba la mirada por sus rostros uno a uno.
Empezó a pensar que la hostilidad que de pronto exhibían contra él no estaba causada por sus propios temores. Él era el primer Señor Protector en cuarenta años que adquiría los plenos poderes de su cargo bajo los términos de la Concordancia, el acuerdo forjado un siglo atrás entre los gobernantes Michinè y el comandante en jefe de su ejército. Ahora la balanza se había inclinado súbitamente hacia un lado. Con las tropas invasoras en suelo khosianos, Creed podía hacer lo que se le antojara con el ejército sin necesidad de escuchar lo que tuvieran que decir al respecto los Michinè. Como era de prever, aquellos nobles se mostraban intolerantes con el vuelco que habían dado los acontecimientos y que los había situado como colectivo un escalón por debajo en la jerarquía del poder. Por lo tanto, allí estaban ahora, dispuestos a disuadirlo de esas ideas antes de que se le presentara la oportunidad de hacer uso de los nuevos poderes adquiridos.
Creed recordó todas las veces que le habían echado abajo sus ambiciones, que le habían impedido enfrentarse cara a cara con el enemigo, más preocupados por mantener el estatus quo que por acabar con el asedio. Miró a Chonas, en cuya expresión de impaciencia destacaban sus cejas prominentes.
Sí, tal vez el primer ministro fuera un buen hombre, pero seguía siendo uno de ellos.
Creed se levantó lentamente. Era un hombre más grande que los Michinè que tenía delante, no por su estatura, pero sí por su complexión y su capacidad para la acción.
—No me quedaré de brazos cruzados mientras pasan al pueblo por el acero. Mis órdenes se mantienen. Partiremos mañana.
Alzó una mano para acallar a los Michinè, y experimentó una efímera sensación de satisfacción cuando éstos cerraron la boca a la vez.
—¡Gollanse! —gritó.
El anciano ordenanza pasó por delante del grupo de los Michinè arrastrando los pies acompañado por un hombre que también lucía el atuendo de los profesionales de la ciudad. El desconocido llevaba una cartera de piel debajo del brazo y unas gafas en su rostro anodino, de facciones afiladas y aire inteligente.
—Señores ministros, les presento a mi abogado, Charson Fay. Si desean tratar algún asunto legal relacionado con mis disposiciones, por favor, diríjanse a él. El señor Fray elaborará la documentación necesaria para que presentemos nuestro caso en una sesión abierta del tribunal a mi regreso.
El general cerró el cajón donde guardaba la pistola y salió de detrás del escritorio.
—Ahora, si me disculpan, tengo que preparar un ejército que ha de partir hacia el campo de batalla. Les deseo a todos que pasen un buen día.
Creed abandonó a trancos el despacho con el murmullo de descontento de los Michinè sonando en sus oídos como música celestial.
—¿Es cierto? —gritó una voz hacia Bahn cuando éste atravesó las puertas del Ministerio de la Guerra y se adentró entre la muchedumbre congregada fuera.
Desde el Estadio de Armas los cuernos convocaban con sus notas a los soldados, y sus aullidos apagados se confundían con las descargas de los cañones lejanos. Todos los perros de la ciudad parecían haberse puesto a ladrar.
—¿Nos han invadido, Bahn? —preguntó la misma voz mientras Bahn se abría paso entre la multitud.
El ayudante del general Creed vio que era Koolas, el corresponsal de guerra, quien lo interrogaba. Sin embargo, lo apartó de su camino con el brazo sin responderle. Koolas, no obstante, salió tras Bahn, que enfiló hacia el camino que bajaba a la ciudad desde el Monte de la Verdad. El corresponsal de guerra sudaba a pesar de la brisa fresca que llegaba desde el mar, pues le sobraban algunos kilos para llegar sin esfuerzo a la cima del monte. Su enorme panza daba botes debajo de la camisa mientras trataba de mantener el paso que llevaba Bahn. Pese a ello, Koolas todavía tenía fuerzas suficientes para reír con incredulidad mientras caminaban y para apartarse de la cara los mechones rizados de su pelo negro, empapado como si estuviera lloviendo.
—¡Entonces es cierto!
Bahn lo miró con cara de pocos amigos pero no le respondió. Koolas se ganaba la vida redactando noticias sobre la guerra para las imprentas de la ciudad y para los declamadores de las torres de los lamentos de los bazares. Bahn sabía que en menos de una hora la noticia se propagaría como un incendio descontrolado por toda la ciudad. Sin embargo, pensó que en fondo eso daba igual.
Dejaron atrás la colina y se adentraron en la avenida de las Mentiras. Los cuernos anunciaban la llamada a las armas. Todo el mundo podía oírlo, y en las calles ya se respiraba un ambiente rayano en el pánico. Los ciudadanos se gritaban unos a otros mientras regresaban apresuradamente a sus casas o a las tabernas locales; las madres arrancaban a sus hijos de las calles; y por todas partes se veía a miembros de la Guardia Roja dirigiéndose a toda velocidad al Estadio de Armas; también los veteranos retirados, los molaris, enfilaban hacia el estadio empuñando escudos polvorientos y largas chartas envueltas en fundas de lona tratadas con grasa.
—Venga, hombre —le dijo Koolas en un tono cordial—.Todo el mundo sabe ya que estamos en peligro. Lo único que quiero son algunos detalles para que su imaginación no los haga enloquecer. ¿A qué nos enfrentamos? ¿Es una mera incursión enemiga o se trata de una invasión total?
Bahn hizo señas al porteador de una calesa de dos ruedas para que se detuviera. Sin embargo, el hombre pasó de largo a toda velocidad y sin pasajeros en el vehículo. Bahn maldijo entre dientes y buscó otro por los alrededores hasta que logró por fin que uno se detuviera para recogerlo.
—Avenida Olson —dijo rápidamente al porteador, y justo antes de subirse al asiento cometió el grave error de volverse un momento hacia Koolas.
—¡Por las pelotas del Necio! —exclamó el corresponsal cuando captó la mirada de Bahn—. ¿Tan grave es?
Koolas parecía realmente horrorizado, y Bahn recordó por un instante que era algo más que un simple corresponsal persiguiendo una noticia. También era khosiano, nacido y crecido en la ciudad, y con familia y amigos por los que preocuparse. Bahn se encorvó embutido en la armadura.
—Espere un momento —dijo al porteador de la calesa, y se acercó a Koolas.
—Se trata de una invasión. Eso es todo lo que sabemos de momento.
—¿Cuántos hombres? ¿Qué ejército?
—Los informes afirman que se trata del VI Ejército, procedente de Lagos, más tropas auxiliares llegadas de Q’os.
Koolas se puso derecho.
—¿Cuántos hombres? —insistió.
Bahn se dio la vuelta como si fuera a marcharse, pero entonces se detuvo.
—Lo único que puedo decir es que estamos llamando a todos los hombres. Estamos vaciando las cárceles y las prisiones militares de veteranos. Incluso el Ojos.
—¿Cómo? ¿También a esos asesinos y psicópatas?
—A cualquiera que pueda empuñar un escudo. Sí.
—¿Y el consejo? ¿Cuál es su posición? Acababa de ver entrar una delegación en el ministerio.
—¿Acaso eso importa? Nos han invadido. El asunto ya no está en nuestras manos.
Koolas se frotó la cara atribulado.
—Sí. Y estoy convencido de que Creed se lo ha dejado más claro que el agua. Si conozco a alguien resentido es a él.
Bahn frunció el ceño y se marchó antes de que el corresponsal pudiera preguntarle más. Trepó a la calesa y se despidió de Koolas con una inclinación de la cabeza cuando el porteador lo rebasó.
Bahn ofreció al porteador una propina de cinco monedas de cobre si apretaba el paso y se hundió en el respaldo de la calesa para intentar recuperar la calma mientras el vehículo se abría paso entre el ajetreo y el tráfico de las calles.
La calesa se detuvo en una pequeña avenida del norte de la ciudad, flanqueada por cerezos teñidos de bronce por el otoño. Bahn bajó del vehículo, dio las gracias al porteador y entró en la casa que había sido el hogar de su familia durante los últimos siete años.
Dentro hacía frío y reinaba la quietud. El aroma a incienso seguía flotando en el aire procedente del pequeño altar consagrado a Miri, la Gran Discípula que había llevado el Dao y las enseñanzas del Gran Necio al Midères.
Su hijo Juno debía de estar en la escuela. Oyó que en el piso de arriba su hija empezaba a llorar.
Encontró a Marlee en el patio trasero, removiendo la tierra de su pequeño huerto, obviamente ajena al sonido distante de los cuernos, si bien sus movimientos eran apresurados y cargados de frustración.
—Hola —dijo Bahn, rodeando con sus brazos la cintura de su esposa por la espalda. Marlee se enderezó. Estaba tensa—. ¿No la oyes?
—Claro que la oigo. Es la dentición.
—¿Necesitamos algo?
—No. Todavía queda un poco del aceite de madre. De todos modos no me atrevo a darle más. —Marlee se volvió y lo miró a los ojos. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa, Bahn? ¿A qué se deben las alarmas?
Bahn oyó el suspiro que se le escapaba por entre los labios.
—No tengo mucho tiempo. Ya debería estar en el estadio ayudando en los preparativos.
—¿Que preparativos?
Bahn le apretó el brazo. No podía hablar.
—Oh, Bahn —dijo Marlee, y sus ojos se humedecieron—. ¿Han desembarcado aquí?
Bahn asintió con el gesto rígido.
El llanto de Ariale empezó a sonar más alto. Ambos se habían quedado sin palabras. Marlee clavó la mirada en el suelo y respiró hondo. Luego volvió a alzar los ojos.
—Entraré para calmarla —dijo atropelladamente—. Luego podrás hablarme de la gravedad real de la situación.
Bahn alargó el brazo para detenerla.
—Iré yo —dijo con un rictus de amargura, y enfiló hacia el interior de la casa para consolar a su pequeña.
El alistamiento
Todavía era una niña —debía de tener cuatro años— cuando su madre había muerto al dar a luz a su hermana menor, Annalese. De hecho, era tan pequeña que ahora apenas recordaba el episodio, ni si había ocurrido de noche o de día, en verano o en invierno, si había sido una muerte rápida o lenta; ni siquiera se acordaba de quién se encontraba presente ni de quién no.
Curl sólo recordaba de verdad los instantes finales, y éstos se mantenían tan frescos en su memoria que todavía se le aceleraba el corazón de la emoción cuando los evocaba.
Su madre, pálida como la luz de la luna, consumida y ensangrentada en el lecho donde acababa de dar a luz, con la mirada perdida fija en el techo. Los rizos negros pegados alrededor de su cutis. Su pecho hinchándose apenas pese a sus esfuerzos por respirar a un ritmo ya prácticamente imperceptible. Sus pezones, oscuros y duros en sus pechos atravesados pos las estrías y abultados por la leche, con el amuleto —un delfín tallado en madera de jupe sin tratar— colgado entre ellos. La recién nacida chillando en la habitación contigua.
Al final su madre parecía no ser consciente de que Curl le agarraba la mano y vertía sus lágrimas sobre su cuerpo marchito y tendido boca abajo. Sólo una vez sus ojos se habían encontrado, y por un momento su madre había mirado a su hija como si la reconociera. Había apretado la manita de Curl hasta que a ésta le empezó a doler y la había mirado como si tratara de transmitirle algo trascendental durante sus últimos instantes en este mundo.
«Disfruta de la vida, hija mía —parecía aconsejarle para los años venideros con sus ojos—. ¡No sigas más camino que el tuyo propio!»
Y entonces se había dormido, y había muerto, y la habían enterrado.
También los años siguientes permanecían borrosos en la memoria de Curl, como si una especie de manto de olvido hubiera cubierto su mundo. Sólo recordaba algunos fragmentos inconexos de su vida.
Su padre, silencioso y consumido por el rencor, ya no era el hombre que había sido y se había refugiado en su trabajo como médico local. Una casa sin alegría ni felicidad ni risas. Aún parecía oír el crujido de las pisadas en el suelo de madera; todo el mundo se movía con sigilo. Y más allá de los confines de la tristeza familiar, los soldados que estaban de paso en el pueblo; los sacerdotes de Mann declamando a voz en grito sus sermones y censurando la fe antigua; rumores de guerra y de rebelión como truenos distantes.
Cuando Curl cumplió trece años, su tía y sus hermanas pequeñas celebraron su paso a la adultez.
Fue su tía, que siempre hablaba en susurros, que era sabia y hermosa de un modo sutil, quien les explicó el desarrollo de los ciclos de la luna en su organismo, quien les habló de todos los cambios que experimentarían para convertirse en mujeres. Durante esa noche de celebración, su tía regaló a Curl un simple trozo de madera y le explicó que era un nudo de un sauce caído.
—Tállalo esta noche —le dijo—, cuando estés sola. Acábalo antes de irte a dormir.