Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—¿Todavía no has encontrado una puta?
—No —respondió Toro—. Ninguna querrá tocarme.
—Probablemente pensarán que vas a estrangularlas en la cama.
A Wicks se le escapó una risita de beodo imaginándose la escena.
—No te rías de mí, muchacho. Te sacaré los ojos como lo hagas.
El joven pareció recuperar súbitamente la sobriedad por un momento y su sonrisa se esfumó. Se tumbó desmañadamente y soltó un eructo del que él mismo se sorprendió.
—No aguantas una broma, campeón. Ése es tu problema.
Toro se sintió en un principio herido por las palabras del chico, pero sabía que en el fondo tenía razón.
No pudo evitar sentir simpatía por aquel mocoso que le recordaba a su hermano pequeño: irresponsable y sin miedo a nadie. Había sido uno de los pocos que se habían acercado a él y le había hablado durante la marcha. Le había confesado que no era más que un vulgar ladrón jugando a ser soldado mientras le mostraba la cicatriz del hierro de marcar en la muñeca. Le había explicado que lo habían soltado de una prisión militar el día que se había reunido el ejército en las afueras de Bar-Khos.
—Pensaba que estabas pelado —dijo Toro con los ojos fijos en el odre de vino que sostenía el muchacho—. ¿Has estado robando otra vez?
—Salí a nadar —respondió Wicks—. Por los alrededores de los templos. Si vas cuando el sol todavía está alto puedes ver monedas en el fondo del río.
—Idiota —gruñó Toro—. Trae mala suerte robar las ofrendas de los demás. ¿Quieres que alguien te eche mal de ojo?
—¿Y qué más da? —espetó el muchacho haciendo un gesto despectivo con la mano—. Tiran las monedas y ya no las vuelven a ver.
No tenía sentido intentar explicárselo. Simplemente desconocía los conceptos de la tradición y de la fe.
Toro se levantó pesadamente.
—¿Adónde vas? —le preguntó Wicks con un interés repentino.
—A pelear un rato —respondió dejando caer la capa—. ¿Te vienes?
—Espera un momento —repuso Wicks, que intentó en vano ponerse en pie. Al final Toro tuvo que ayudarlo—. Deberíamos hacer un fondo común con las monedas que tenemos. Apostaré por ti.
—Wicks —dijo Toro con una sonrisa de oreja a oreja que se esfumó de repente—, ¿en serio crees que alguien va a apostar contra mí?
Bahn caminaba con más soltura esa noche. El dolor que le causaba en las pantorrillas y en la espalda pasar todo el día a lomos de su zel ya no era tan espantoso como en las noches previas desde que habían forzado la marcha, pues ya había vuelto a habituarse a la silla. Con el paso que llevaban estaban cubriendo veinte laqs al día. Era lo máximo que el general Creed se atrevía a exigir al ejército, pues todavía les quedaban varias jornadas de viaje por delante. El Señor Protector quería que los hombres estuvieran en buen estado físico cuando llegara el momento de luchar.
El general y Halahan caminaban juntos a trancos por delante de él. Esa noche estaban de buen humor, dado que habían llegado a la Balsa de Juno en la fecha prevista. Allí se habían reunido con el par de millares de hombres de los hoo. También los hombres parecían estar con el ánimo especialmente alto. Habían vadeado el Chilos y ahora afrontaban la marcha por las tierras de la Cuenca para aproximarse al enemigo. Esa noche la realidad de la situación empezaba a mostrarse con toda su crudeza, de modo que necesitaban distraerse un poco.
Bahn olía la hierba de hazii que se consumía en la pipa de Halahan mientras caminaban. Él normalmente no la fumaba, pero esa noche habría dado de buen grado unas caladas a un cigarrillo de hazii. Ahora que había cruzado el Chilos, también él experimentaba la fría sensación de la realidad recorriéndole el cuerpo.
—Según nuestros exploradores, están llegando a la ciudad de Aguja siguiendo el Canela, tal como esperábamos —dijo Creed—. Dentro de uno o dos días entrarán en el Valle Silencioso. Los esperaremos allí, antes de que alcancen Tume. Si las cosas se nos tuercen podemos replegarnos y reagruparnos en Tume.
—Vanichios se alegrará de verte —dijo arrastrando las palabras Halahan, que con su comentario se ganó una mirada fulminante de Creed.
Bahn desenterró de su memoria aquel nombre. Entre el general y el principari de Tume existía cierta tirantez, aunque no recordaba bien el motivo. Algo sobre un duelo.
—¿Cuándo se supone que las reservas de Al-Khos alcanzarán Tume? —inquirió Halahan, torciendo el gesto bajo el ala ancha de su sombrero de paja.
Su pierna ortopédica estaba provocándole una cojera más marcada de lo habitual esa noche porque, según había explicado, su rodilla estaba quejándose de la caída en picado de la temperatura.
—Si han imprimido la velocidad necesaria en la marcha ya deberían haber cubierto la mitad del camino. Eso, claro está, siempre y cuando ese idiota de Kincheko no se haya relajado.
—¿Crees que lo hará?
Creed meneó la cabeza.
—Se puede esperar cualquier cosa de ese idiota. Es capaz de perder un par de días sólo por demostrar su desprecio a mis instrucciones.
—El mayor idiota de todos fue quien lo nombró principari de Al-Khos.
—Sí, bueno. La sangre Michinè es más densa que el vino.
Los especialistas de un pelotón que acababa de llegar en una barcaza inclinaron la cabeza a modo de saludo cuando se cruzaron con el general. Los soldados caminaban pesadamente, cargados con sus mochilas y sus armas, repartidos en una hilera irregular. Uno de ellos era un conocido de Bahn, un viejo amigo de su hermano Cole, que sorprendió al lugarteniente del general con su abrazo afectuoso y sus deseos de buena suerte antes de salir corriendo para reincorporarse al pelotón.
—¿Qué ocurre ahí?
El general se había detenido y observaba a un grupo de hombres congregados en un claro entre los álamos en la orilla del río. Los hombres eran en su mayor parte miembros de los Chaquetas Grises y de los Voluntarios. Gritaban con entusiasmo y contemplaban entre empeñones cómo peleaban dos hombres con los torsos desnudos.
Un destacamento de la Guardia Roja comandado por un oficial montado en un zel intentaba disuadirlos, aunque los Voluntarios estaban increpando al oficial para que se marchara, abucheándolo a él y espantando a su montura agitando frenéticamente los brazos. El animal retrocedió y a punto estuvo de tirar al jinete de la silla. Otros Voluntarios se interponían para tratar de ocultar la escena. Bahn se fijó en que el general entrecerraba los ojos.
—Míralos, siempre aprovechando la menor oportunidad para despreciar la disciplina. Por eso los khosianos tienen la mejor chartassa de los Puertos Libres.
Halahan soltó una risita entre dientes.
—Sólo están divirtiéndose mientras aún pueden hacerlo.
—¿Divirtiéndose? No es diversión lo que necesitan, coronel. Somos el ejército, no una pandilla de granujas.
—Venga, no te lo tomes así. Cuando amanezca reanudaremos la marcha y serán mansos como unos gatitos.
Creed refunfuñó.
Continuaron su paseo. El general se dejó ver entre los hombres para comprobar con sus propios ojos cómo les iba. Habló con un par de cuidadores de zels en los corrales donde guardaban las monturas de batalla, y con el oficial de intendencia, que estaba nervioso por los suministros que estaban siendo trasladados de una orilla a la otra del río. Incluso se detuvieron en una de las aeronaves que había aterrizado para pasar la noche en tierra, y habían preguntado a la tripulación si necesitaban algo, poniendo mucho cuidado en no revelar su frustración por las pocas aeroanaves que acompañaban al ejército: sólo tres, más un puñado de skuds. Un número claramente insuficiente para controlar los cielos.
Creed divisó a Nidemes, el coronel que había luchado con él y con Tanserine en Coros, entre los Hoo, la elite de la chartassa.
El general conversó un rato en privado con el menudo y tranquilo oficial. Entretanto, Halahan charló con algunos de los hombres, veteranos todos ellos, mientras seguía fumando su pipa, con todo el peso de su cuerpo apoyado sobre la pierna buena. Bahn observó asombrado a los hombres, plagados de cicatrices y con las miradas endurecidas, que permanecían sentados al otro lado de la hoguera, envueltos en sus capas púrpura y en un silencio absoluto.
—Está preocupado —informó Creed a Halahan cuando se alejaron de los Hoo—. Quería conocer nuestro plan de ataque.
—¿Y qué le has dicho?
—La verdad. Que todavía estoy pensando en ello.
Halahan dejó escapar una risita seca entre dientes y, por algún motivo, el repentino sonido irritó sobremanera a Bahn.
—Estos hombres van a enfrentarse a un ejército de cuarenta mil soldados —dijo Bahn—, ¿y ustedes se ríen de que todavía no tienen un plan?
Halahan se quitó la pipa de la boca y miró a Bahn con sus ojos burlones.
—Y yo estaré allí con ellos, ¿no es cierto?
Bahn apretó los labios exasperado.
—¿Qué le preocupa, Bahn? —Preguntó el general—. Hable. Escúpalo, hombre.
—Es sólo que me da la impresión, general —repuso Bahn rebajando el tono de su voz—, de que estamos marchando hacia una derrota segura y ustedes parecen felices por ello.
Creed reemprendió la marcha, esta vez con más brío, y sus dos acompañantes se apresuraron a seguirlo.
—No hay nada seguro, Bahn —espetó Creed por encima del hombro.
—No, pero siempre hay que considerar qué alternativas se tienen.
—¡Uf! ¿Alternativas? Nosotros nos quedamos sin alternativas hace mucho tiempo.
Bahn renunció a insistir en el tema. Después de todo lo que había dicho y hecho, todavía conservaba una fe inquebrantable en aquel hombre.
A fin de cuentas, Bahn había luchado en el Escudo durante los primeros años de la guerra. Entonces el general Forias todavía era el Señor Protector de Khos; un decrépito noble que había conseguido el puesto gracias a los contactos de su familia. Antes incluso de que empezara el asedio, cuando los mannianos acababan de tomar Pathia al sur y los refugiados habían empezado a llegar en manada a Bar-Khos, había sido el general Creed, y no el vacilante Forias, quien había ordenado que se abrieran las puertas para que pudieran refugiarse dentro de la ciudad.
Durante el primer año del asedio, Forias había comandado la defensa de la ciudad y los khosianos habían estado retrocediendo a medida que las murallas iban cayendo una a una. El viejo Forias, sin embargo, no había sido un inepto absoluto como Señor Protector; él había ordenado que se levantaran las colinas de tierra pegadas a las murallas para proteger las defensas todavía en pie de los constantes cañonazos. A veces incluso había luchado en las mismas murallas junto a los hombres, arriesgando el pellejo con ellos. Aun así carecía del carisma y de la bravuconería necesarios, más que cualquier otra cosa, durante aquellos días funestos en los que la moral estaba por los suelos. Simplemente no había sido un líder que insuflara un sentimiento de esperanza en su pueblo en tiempos de guerra. Proliferaron las protestas públicas contra él. Las masas exigían su dimisión. Sin embargo, el viejo Forias, apoyado por el consejo de los Michinè, se negaba a abandonar el puesto.
Cuando llegó la noticia de que las fuerzas imperiales habían invadido también la lejana Coros con la intención de abrir un segundo frente contra los Puertos Libres, los Michinè accedieron a hacer un gesto de buena voluntad en la defensa desesperada de la isla por parte de la Liga. El general Creed, todavía visto con malos ojos por haber dado la orden de abrir las puertas a los refugiados —y sin duda considerado por entonces una figura prescindible—, fue enviado allí a la cabeza de un reducido contingente de chartassa khosiana. Durante su ausencia, y en un momento en que el asedio a Bar-Khos había perdido mucha intensidad, el Señor Protector Forias se retiró a su mansión privada con la excusa de que se encontraba enfermo y se quitó la vida, o murió mientras dormía, dependiendo de a quién se quisiera creer.
El espíritu derrotista se había extendido entonces sobre la ciudad como un manto de niebla.
Creed, sin embargo, cambió todo eso.
Había regresado de su victoria inesperada en Coros la misma semana que se celebraban los funerales de Forias. Fue recibido como un héroe y muchos lo vieron como el único salvador posible. Los ciudadanos salieron a las calles para exigir que fuera nombrado nuevo Señor Protector. Al final, el consejo de los Michinè no había tenido más remedio que contentar a las masas.
Y de ese modo Creed se puso manos a la obra para dar un vuelco a lo que, hasta el momento, parecía el curso natural de la guerra. Lanzó atrevidos contraataques contra el ejército imperial; desarrolló una nueva red de túneles debajo de las murallas para acabar con las socavas enemigas; alimentó las esperanzas de los soldados y del pueblo poniéndose a sí mismo como ejemplo. Poco a poco lograron contener las ofensivas enemigas, y el asedio se estancó durante años gracias a una resistencia que nadie se habría atrevido a pensar siquiera que fuera posible.
Ahora Bahn y el resto de los hombres aguardaban con esperanza otro milagro del general.
—¡General!
Creed y sus acompañantes se volvieron justo cuando ya llegaban a la tienda de mando. Dos exploradores de la caballería khosiana se les acercaron flanqueando a un jinete civil, un hombre con la cabeza cubierta con un pañuelo y una anilla de oro prendida de la oreja. Se detuvieron delante de Creed. Sus zels resollaban y despedían unas tenues nubes de vaho por los orificios del hocico.
—Es un emisario manniano, general —anunció uno de los exploradores—. Desea hablar con usted. Ya lo hemos registrado en busca de armas.
El trío formado por el general, Halahan y Bahn escrutó al civil con aire de bandolero sentado de mala manera sobre su silla de montar.
—Me han dado recuerdos para usted, Piel de Oso —dijo el emisario con una sonrisita compungida.
—¡Vamos! ¡Continúa!
—¡Déjalo ya! Me da vergüenza.
Curl reía junto con el resto de los hombres y mujeres que había en la tienda de la enfermería. Estaban sentados alrededor de la mesa de operaciones, cada uno con sus cartas y sus monedas enfrente. Sus rostros pálidos brillaban con la luz de la única lámpara que colgaba del techo.
Andolson estaba tocando su jitar en el fondo de la sala y cantando con voz suave algo obsceno y ridículo sobre el rey destronado de Pathia. Kris, por su parte, estaba de pie junto a una mesa auxiliar, delante de una colección de botellas de vino y de jarras de cuero, añadiendo con sumo cuidado unas gotitas del frasco de semilla de san. En cuanto al resto del personal médico, la mayoría charlaba y agitaba las manos encima de la mesa achispados por el alcohol, escindiendo las densas volutas de humo que despedía el hazii y que llenaban la tienda.