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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (32 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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La respiración de Alarum se había calmado. Volvió a frotarse el labio con la túnica y miró la sangre que teñía la tela.

—Está hablando de ideales, general —replicó el embajador—. Palabras huecas sobre esto y lo otro. Yo hablo de algo mucho más real. Hablo del poder, que al final no necesita nada que lo defienda. El poder siempre habla por sí mismo; siempre someterá lo débil. No importa lo que crea o deje de creer usted.

—Ya lo sé. La vieja historia del dominio. Y del asesinato. Y de la violación. Y del robo. Cosas que la gente decente desprecia y veta en sus vidas cuando se les da la opción de hacerlo. Porque elige creer en la capacidad del hombre para ser mejor.

Se miraron y pestañearon como si estuvieran separados por un abismo. Bahn apenas si advertía en las facciones impávidas del general la cólera que lo consumía por dentro. No había duda de que Creed sabía ocultarla muy bien.

—Ahora, embajador, si es tan amable de perderse de mi vista… —gruñó Creed.

Alarum aceptó la invitación a marcharse con una reverencia cortés, y pareció ligeramente satisfecho cuando los guardias lo echaron con brusquedad de la tienda.

—No entiendo —dijo al cabo Bahn mientras examinaba de nuevo la daga que sujetaba en las manos.

Creed no le prestó atención y continuó con la mandíbula apretada y los ojos clavados en la puerta de lona de la tienda, que seguía ondeando.

—La daga es una hoja para las ceremonias de Mann —explicó Halahan.

—¿Y para qué la utilizan?

—Para quitarse la vida.

Capítulo 21

La ciudad de Aguja en llamas

Cuando se cumplía el quinto día de la marcha, la fuerza expedicionaria imperial descendió hasta el paraje conocido como Las Ruinas, donde se toparon con las aguas turbulentas del río Canela procedentes del deshielo.

Al norte se elevaban altísimas montañas negras, sus picos cubiertos de nieve se recortaban en el cielo pálido. Al oeste, el territorio de Las Ruinas se extendía hacia el horizonte, y más allá se divisaban arrozales, huertos y viñedos, que continuaban sinuosamente por la Racha de Viento y se adentraban en la mitad llana de la isla, donde se acumulaba la mayor parte de su población y donde los trigales se extendían ondulantes hasta el mar Sargassi.

El ejército se dirigió hacia el suroeste siguiendo el Canela; su objetivo era llegar al Valle Silencioso y las tierras de la Cuenca, y una vez allí, poner rumbo a la ancestral ciudad de Tume. Probablemente, la ciudad flotante ya debía estar fuertemente guarnecida. Todo el mundo sabía que era un escollo ineludible antes de continuar hacia Bar-Khos, al sur.

Fue allí, siguiendo el cauce del Canela, donde las ansiosas fuerzas imperiales se cruzaron con la primera ciudad khosiana. Los exploradores informaron de que se trataba de Aguja, y cuando el ejército puso sus ojos en ella nadie hubo de preguntar por el motivo. La ciudad se asentaba sobre un afloramiento rocoso que sobresalía de las tierras llanas del valle del Canela. Estaba cercada por una muralla y formada por edificios encalados, con multitud de agujas de granito pálido que se erguían como lanzas petrificadas.

Al anochecer, las puertas de la ciudad ya exhibían las brechas abiertas por los cañonazos, y la infantería imperial penetró por ellas y se adentró por el laberinto de calles como una marea. Las tropas defensoras —en su mayoría soldados del principari de la ciudad, aunque también había civiles entre ellos— no se daban por vencidas, y arrojaban piedras desde las azoteas o plantaban cara a los invasores parapetadas en las barricadas que bloqueaban las calles. La mayor parte de la población ya había huido hacia el oeste, acosada por las unidades de refriega imperiales.

Una aeronave khosiana se aventuró a sobrevolar un rato la ciudad durante el saqueo, e incluso intentó aterrizar entre los chapiteles de la ciudadela para evacuar a los defensores, pero las tres pesadas aeronaves imperiales la hicieron desistir rápidamente.

Ché desmontó de su zel, a la luz pálida del anochecer, a las puertas de la tienda de mando de Sasheen, quien estaba cómodamente sentada en una silla de campaña junto al archigeneral Sparus. A su alrededor había miembros del séquito de la matriarca repantigados, comiendo fruta robada de los huertos que cubrían la superficie del valle al sureste de la ciudad. Sus rostros brillaban con el reflejo de las llamas que quemaban la ciudad y que se elevaban en el cielo crepuscular.

Junto a Sasheen había una silla de campaña vacía. Según se acercaba, Ché vislumbró la cabeza de Lucian apoyada en ella: una imagen grotesca, casi cómica en aquellas circunstancias.

Sasheen esbozó una sonrisa cuando vio acercarse a Ché.

—¿Has visto algo interesante durante tu excursión?

Ché había cabalgado alrededor de la peña sobre la que ardía la ciudad de Aguja buscando un poco de soledad. Había recorrido la ruta que conducía a las puertas cerca de ellas, pero se había detenido ante los montones de cuerpos empalados colocados justo al otro lado de las puertas destrozadas y había olido el tufo a muerte y había oído los gritos y los alaridos que seguían retumbando más allá de las puertas.

Entonces había decidido dar media vuelta y se había cruzado con Romano. El joven general y su círculo llegaban dispuestos a disfrutar de la ciudad a su modo.

—Han salvado los graneros, creo —respondió a la matriarca—. Los carromatos están saliendo ahora.

Sparus asintió con satisfacción a su lado. El grano extra podía ser de gran ayuda para un general al mando de un ejército de aquellas proporciones.

—Siéntate —le dijo Sasheen—. Pareces agotado.

La matriarca se volvió a uno de sus asesores, que inmediatamente le dejó libre la silla.

Ché se sentó a regañadientes. Lo único que quería era volver a su tienda con sus libros. El calor que desprendía la ciudad llegaba incluso hasta allí. Sool y los tres inquisidores monbarris se encontraban entre el séquito presente, así como los mellizos Guan y Swan, si bien ninguno a los dos lo miró. Guan estaba contemplado la ciudad de Aguja, articulando con la boca una plegaria. En la mano sostenía una esfera de los devotos —una esfera con púas— que apretaba con todas sus fuerzas. Detrás de él, su hermana acariciaba un cachorrito acostado en su regazo.

Ché reparó en que esa noche no se servía vino. Por una vez el ambiente era sombrío, como si todos hubieran quedado hipnotizados por la visión de la ciudad en llamas.

De repente se oyó un gemido procedente de una silla cercana. Había sido Lucian, que fruncía la frente como en un rictus de dolor o de angustia.

—¿Dónde… estamos? —escupió lentamente. En sus ojos refulgía el reflejo de las llamas.

—Ya te lo he dicho —espetó Sasheen como si estuviera hablando con un niño—. Estamos en Khos. En una colina. En la ciudad de Aguja.

—Entonces. Lagos. No.

Sasheen rió entre dientes, un ruido que en ese momento sonó molesto en los oídos de Ché.

—Lagos ha desaparecido, Lucian. Tú te encargaste de que así fuera, ¿acaso no lo recuerdas?

La cabeza farfulló algo ininteligible, y Ché desvió la mirada.

Un jinete llegaba tirando de un segundo zel cargado con algo largo y envuelto en una lona. Según se acercó, Ché distinguió a Alarum, cuyo rostro enjuto aparecía sombreado por una barba incipiente. El jefe de los espías se detuvo y les dedicó un saludo con una mano alzada.

—Veo que han estado ocupados por aquí —dijo lanzando una mirada a la ciudad. Tenía un lado de la cara amoratado y la costra de una herida en el labio.

—Al parecer, usted también —señaló Sparus—. Así pues, ¿ha transmitido las condiciones del acuerdo?

Alarum asintió. Desmontó con cuidado de la silla y se puso derecho cuando sus piernas asumieron el peso de su cuerpo.

—¿A Creed personalmente?

—Por supuesto. Y, en efecto, su respuesta no fue ninguna sorpresa.

—¿Eso se lo ha hecho él? —inquirió Sasheen, todavía repantigada en su silla.

—No. Fue Halahan, de los Chaquetas Grises. Los provoqué hasta donde me pareció oportuno. Su humor adquirió un tono… —Movió una mano en el aire mientras intentaba dar con la palabra adecuada—… diáfano.

—¿Y? —preguntó Sparus.

—Primero un trago. Ha sido un viaje largo y agotador, y no he parado durante horas.

—Después. Antes quiero que me explique la entrevista.

Alarum enarcó las cejas y luego pasó cansinamente un brazo por encima de la silla de montar.

—Creed confía en sus posibilidades. No me preguntéis por qué, pues su ejército es tan reducido como decían los informes de los exploradores. De hecho, me atrevería a afirmar que está deseando enfrentarse con nosotros en el campo de batalla.

Sparus escuchaba con una atención absoluta cada palabra que decía el espía.

—¿Cómo está de salud? —inquirió el archigeneral.

—Parecía en forma. Listo para la batalla.

—¿Y qué me dice de mi regalo? —preguntó Sasheen—. ¿Cómo se lo tomó?

Alarum se sonrió, aunque más bien pareció un gesto de estremecimiento.

—¡Ah! Se lo tomó bien. Primero me golpearon un poco y luego me dieron una clase magistral sobre todos nuestros errores. Creed me dio esto como respuesta.

Alarum se acercó al segundo zel caminando como si tuviera las piernas de madera y desató el paquete alargado que el animal llevaba atado a las ijadas.

El jefe de los espías desenvolvió el objeto sobre la hierba enfrente de la matriarca. Ché lo miraba atentamente igual que todos.

Era una charta, la famosa lanza de las chartassas mercianas.

Todo el mundo guardó un instante de silencio. Sasheen y Sparus se limitaron a mirarlo con una expresión impertérrita en el rostro.

Sonó una especie de tos cerca. Era otra vez Lucian, que continuó haciendo ese ruidito hasta que adquirió cierta apariencia de risa.

—He tardado lo mío en realizar el viaje de vuelta —dijo Alarum—. Estas cosas no están hechas para cargarlas en un zel.

Sparus no lo escuchaba. Había apartado la mirada de la charta como si ésta le resultara repugnante. Lucian prosiguió con su extraña risa hasta que Sasheen, con la cara roja de la ira, se volvió a su antiguo amante y dio una patada a la silla sobre la que yacía, de modo que la cabeza cayó rodando unos metros por la hierba hasta detenerse boca arriba y con una hoja parda pegada a la mejilla.

—Lleváoslo de vuelta a su sitio —ordenó sin dirigirse a nadie en particular.

Ché aprovechó la oportunidad para levantase. Pasó por encima de la charta, se detuvo junto a la cabeza y la asió del pelo. Pesaba más de lo que esperaba. Atravesó las colgaduras de la entrada de la tienda y se adentró en la penumbra del interior, directo al fondo, donde estaba la hornacina en la que se guardaba el tarro de Leche Real. Depositó con cuidado la cabeza sobre el pedestal y desenroscó la tapa del tarro.

A continuación levantó la cabeza de modo que sus miradas se encontraran. Los ojos de Lucian tenían un ligero tono amarillento.

—¿Cómo está? —preguntó Ché.

Lucian fijó la mirada en su rostro.

—Cansado —respondió—. No. Puedo. Dormir.

—Quizá ya esté dormido. Quizá esto sólo sea una pesadilla.

La cabeza parpadeó como si recuperara la mitad de la capacidad de sus sentidos.

—Acabar. Mi. Humillación.

Ché suspiró y frunció el ceño, pero no se inmutó.

—Te. Suplico.

Ché alargó una mano y le quitó la hoja adherida a la mejilla. Su piel estaba fría. Con sumo cuidado metió la cabeza en el tarro de Leche Real. Lucian continuaba mirándolo mientras se sumergía en el líquido.

Ché permaneció unos instantes allí, contemplando el puñado de burbujas que ascendían hasta la superficie. Se lamió lentamente las yemas de los dedos, saboreando la Leche, y empezó a agitarse repentinamente mientras una oleada de vitalidad le recorría el cuerpo.

Dio media vuelta y dejó allí el tarro, sepultado en las sombras. Era de noche y Ash estaba sentado solo, recorriendo con la mirada las tiendas del tren de suministros y el campamento del ejército imperial a los pies de las ruinas de la ciudad de Aguja, que seguía ardiendo.

Los hombres del ejército estaban armando un buen barullo esa noche, embriagados por la acción acometida durante el día y por el botín del saqueo. Ya estaban intercambiando los productos adquiridos con las prostitutas y los comerciantes del tren de suministros; y las personas que habían apresado eran conducidas en hileras silenciosas hasta los comerciantes de esclavos y sus carromatos con jaulas.

Ash meditaba sobre la actitud desafiante de la ciudad. No le encontraba sentido, pues era evidente que no tenían ninguna posibilidad contra los cañones del ejército imperial. Aun así, el reducido contingente de soldados de la ciudad había guarnecido las murallas y luchado mientras había podido.

Tal vez su única intención era retrasar el avance de los invasores un par de días. Tal vez con su muerte habían ganado algo de tiempo para los demás; para que los civiles huyeran al oeste; para el ejército khosiano, del que se rumoreaba que ya había emprendido la marcha para enfrentarse a los mannianos en el campo de batalla.

Las ciudades de la Revolución Popular habían hecho lo mismo en el pasado, al menos algunas de ellas. Habían intentado retrasar el avance de las fuerzas del cacique mientras el Ejército Revolucionario reunía sus unidades para la batalla definitiva en el Mar de Viento y Hierba. Al final, sin embargo, su sacrificio, su larga guerra de resistencia, había sido en vano.

—En vano —gruñó Ash en voz alta, agitando su vasija hacia la ciudad arrasada.

Le rechinaron los dientes por el alcohol ingerido y se volvió a sentar. Estaba temblando. Cerca de allí las oscuras aguas nocturnas de un arroyo se precipitaban entre las rocas. Las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza estaban en plenilunio y colgaban henchidas de sangre en el cielo sobre la ciudad en llamas. Un mal augurio, pensó Ash.

El roshun sentía una profunda admiración por lo que se había conseguido en los Puertos Libres. Se había superado de largo lo que la gente de Honshu había soñado lograr jamás. Si bien una parte de él siempre había sabido que antes o después llegaría un día como aquél. Era plenamente consciente de la auténtica fragilidad de la libertad, que no era más que una llama solitaria protegida por las manos de un niño en un mundo donde las tinieblas se alimentaban de luz.

Apresó el dolor terrible que le asolaba la cabeza con un gruñido. Los dolores habían regresado con el saqueo de la ciudad, y junto con ellos, el temblor de sus manos. Antes de haberse retirado a la ribera cubierta de hierba del arroyo, Ash había pagado una pequeña fortuna por una botella de fuego de Cheem con al intención de mantenerse caliente y calmar los dolores.

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