Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Tomó otro largo trago del brebaje y contempló las estrellas de las constelaciones, cuyo brillo había perdido intensidad por culpa de las hogueras de los campamentos repartidos por el valle. El Ojo de Ninshi refulgía implacable y rojo bajo su capucha, sin pestañear.
Se acordó de Nico, de una noche como ésa en las estribaciones de Cheem. Recordó cuando se emborracharon junto a una hoguera.
Y tomó otro trago de la botella.
El Valle Silencioso
Ché se había levantado temprano y se aplicaba, acurrucado en su tienda, el ungüento de camomila que le había dado su madre en las costras del brazo. No había dormido bien —tenía demasiadas cosas en la cabeza— y había pasado toda la noche con el cuello estirado, mirando por la puerta de lona de la tienda abierta, deseando ver aparecer de una vez la luz vaporosa del alba y el valle cubierto por un manto de nieve.
No había prisa. Con el tiempo que hacía, el ejército y los civiles que lo acompañaban tardarían una eternidad en estar listos para reanudar la marcha esa mañana. Fuera, un viento glacial agitaba las tiendas de campaña de lona del campamento. Hojas caídas y basura revoloteaban en el aire. Los zels estaban nerviosos, y se apretaban en los corrales buscando un sitio en las cálidas y protegidas posiciones centrales de las reducidas manadas. Un puñado de personas caminaba con pasos amortiguados en dirección a las letrinas, con las cabezas cubiertas con gorros o capuchas.
Ché divisó por la puerta abierta a los mellizos Swan y Guan, que pasaron a trancos por delante de su tienda. Guan le lanzó una mirada inexpresiva, fría. Swan, sin embargo, le obsequió con una sonrisa fugaz.
Ché dejó el tarro del ungüento en la cama, se bajó las mangas arremangadas y se quedó meditando unos instantes.
Comprobó que el cuchillo enfundado que llevaba asido al tobillo continuaba en su sitio y se levantó para salir. Una vez fuera vio que los mellizos entraban en uno de los corrales. Su tienda no estaba demasiado alejada de la de Ché, y éste enfiló hacia ella y se deslizó dentro.
Examinó el espacio ordenado y se abalanzó sobre las mochilas apoyadas contra los catres. En la primera bolsa encontró un fardo prensado de ropa de civil atado con un cordel, una copia de
El libro de las mentiras
con infinidad de anotaciones, un diario con dibujos y observaciones de Khos y, en el fondo, una minúscula cajita de madera con equipo para envenenamientos idéntica a la suya y cuyo descubrimiento lo dejó helado.
El diplomático echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que seguía solo en la tienda y rápidamente hurgó en la otra mochila. Sacó una bolsa de lona en cuyo interior encontró un frasquito diminuto. Lo cogió y lo examinó a la luz del sol. Contenía un denso líquido dorado. Le quitó el tapón y lo olfateó con cautela.
Acto seguido apretó el puño alrededor del frasquito y abandonó escopeteado la tienda.
Los mellizos seguían en el corral, cepillando el lomo de los zels con manojos de hierba, cuando Ché fue a encararse con ellos. Guan masculló algo a su hermana cuando vio que el diplomático se les acercaba, y ella esbozó una sonrisita e inmediatamente recuperó el gesto serio.
—¡Sé lo que sois! —espetó Ché, plantando el frasquito en la mano de Guan.
Guan se quedó mirando el frasquito y luego se volvió a su hermana.
Ella se echó a reír, se agarró a un mechón de la crin de su zel y se encaramó al lomo de la montura. Un segundo después, Guan hacía lo mismo.
—Ven a dar un paseo con nosotros —dijo Swan.
Y antes de que Ché pudiera responder, ella espoleó su zel, salió al galope y salvó la valla del corral de un salto con su hermano en su estela.
Ché soltó un gruñido prolongado. Se agarró a la crin del zel más cercano y se subió de un brinco a su lomo; lo espoleó y saltó la valla del corral a toda velocidad para emprender la persecución de los mellizos, que abandonaron el terreno cercado por la empalizada y enfilaron por el campamento de los acólitos. De los cascos de sus monturas salían despedidos terrones de nieve que revoloteaban en el aire como una bandada de pájaros dispersándose en su estela.
El terreno más allá del campamento era idóneo para cabalgar, si bien el viento soplaba con fuerza y le arrancaba lágrimas de los ojos. Medio cegado y con la cabeza agachada, azuzó al zel para que corriera más mientras los mellizos se internaban en un pequeño bosque. Le cayó la capucha sobre la espalda y le quedó la cabeza expuesta. Se encorvó un poco más mientras se deslizaba serpenteando entre los troncos retorcidos de los árboles y notaba en la cara los arañazos de las hojas y de las ramas. Delante, los mellizos saltaron por encima de un arroyo y torcieron para continuar en paralelo a él. Ché viró para atajar, obligó a su montura a saltar el riachuelo y se colocó detrás de ellos, al galope.
Un dolor abrasador le recorría los muslos cuando por fin alcanzó a Swan. Ella lo fustigó con una ramita y rompió a reír de nuevo cuando vio que Ché intentaba esquivar los golpes con el brazo.
Entonces apareció Guan por su izquierda, enarbolando una rama con la intención de descargarla contra su cabeza. Ché se encogió y notó en el cuero cabelludo la ráfaga de viento producida por la rama, que cortó el aire encima de su cabeza.
Tiró con fuera de la crin del zel hasta que la montura frenó, dio un par de pasos vacilantes y se detuvo por completo, despidiendo nubes de vaho por los orificios del hocico. Ché permaneció inmóvil sentado sobre el lomo del animal mientras los mellizos daban media vuelta y enfilaban de nuevo hacia él, trazando órbitas separadas para mantenerse en los flancos del diplomático.
Ché se limitó esperar, mirando primero a uno y luego al otro.
Al cabo los mellizos llegaron juntos y se detuvieron delante de él. En medio de un silencio inquietante, los zels dejaron caer la cabeza y se pusieron a mordisquear la hierba que sobresalía de la nieve.
—Jugo de árbol salvaje para controlar los reflejos de una glándula pulsátil —dijo Ché sacudiendo la cabeza hacia Guan.
Sus palabras sólo provocaron una expresión de regocijo en los mellizos.
—Vamos, hombre —replicó Swan tomando la palabra en nombre de su hermano—. ¿Creías que eras el único diplomático en todo el contingente?
—Eso me hicieron creer —respondió Ché con acritud—. ¿La matriarca está al tanto?
—¡Por supuesto! —gruñó Guan.
—¿Y cuáles son vuestras disposiciones?
Hubo un momento de silencio. El viento silbaba en sus oídos.
—Hemos venido como unidad de apoyo. Eso es todo —respondió Guan.
Swan lanzó una mirada inescrutable a su hermano.
Ché se puso derecho sobre el zel y miró a primero a uno de los mellizos y luego al otro. Intentó respirar hondo y despejar la mente.
«No me han preguntado por mi misión.»
—Conocéis la tarea que me han encomendado —concluyó en voz alta.
Guan abrió la boca para hablar, pero Swan espoleó su montura, que dio unos pasos hacia delante apartando a la de su hermano.
—Pareces preocupado por tu tarea, Ché —apuntó la melliza—. ¿Te mantiene en vela durante la noche, dando vueltas en la cama?
Ché escudriñó el rostro de Swan y se percató de que las hermosas facciones de la muchacha habían desaparecido en aquel paraje azotado por el viento sustituidas por una expresión de implacable desprecio.
—Seguimos las instrucciones que nos han dado —insistió Swan—.Te iría bien hacer lo mismo.
—¿Cómo? ¿Estás poniendo en duda que cumpla mis órdenes llegado el momento? ¿Es eso?
—Se te ve dubitativo. ¿Tú que opinas, Guan?
—Tal vez su devoción flaquea un poco. Tal vez ya no la siente en el corazón —respondió su hermano, masticando algo en la boca.
—¡He demostrado mi lealtad! —espetó acaloradamente Ché, arrepintiéndose de sus palabras mientras las pronunciaba.
—¡Oh, por favor! —exclamó Swan—. Como si la Sección confiara alguna vez en la lealtad. Tendrías que saber tan bien como cualquiera lo que ocurre cuando un diplomático se desvía de su misión. Tu madre es una sentiate, ¿no es cierto? Bueno, pues no hay nada más fácil que hacer desaparecer a una puta.
Ché parpadeó, el único gesto que exteriorizaba la ira que clamaba por emerger de su interior. La intensidad de su cólera le insufló fuerzas y le agudizó la capacidad de concentración.
El diplomático se inclinó hacia Swan con los ojos convertidos en dos finas grietas.
—Si venís por mí —dijo sin andarse con rodeos—, tú serás la primera en probar mi acero.
Esa mañana el sol se alzó sobre una llanura blanca y desolada. La gente emergía de sus refugios cubiertos de nieve como un ejército de muertos vivientes levantándose del suelo helado.
Ash veía su propio aliento en el aire antes de que el viento lo dispersara. Se encorvó para protegerse de las rachas gélidas y pensó: «Aún es jodidamente pronto para la nieve.»
Los dolores de cabeza se habían atenuado por fin y ahora sólo sentía una molestia punzante, aunque todavía persistía la resaca de la noche anterior. Regresó tranquilamente al campamento y distinguió unos alaridos de dolor mezclados con los ruidos habituales de la mañana. Habían muerto algunas personas durante la noche, en su mayoría civiles que acompañaban al ejército, ancianos y gente que arrastraba enfermedades desde hacía algún tiempo. Algunos hombres cavaban con gran esfuerzo sepulturas en el suelo endurecido.
Ash se compró un desayuno compuesto de pasta de hígado, pan duro y una taza de chee en un puesto de comida que regentaban un matrimonio. El puesto consistía en un carromato en cuya parte trasera almacenaban los productos y un toldo bajo el que cocinaban.
El río se había helado parcialmente durante la noche, y alrededor del roshun la gente comentaba en murmullos el cambio repentino del tiempo. Estaban preocupados por que fuera algo más que una ola de frío pasajera; por que tal vez el invierno se hubiera adelantado.
Al ejército le llevó más tiempo de lo normal aprestarse para reemprender la marcha.
Los primeros en salir fueron las unidades de refriega de la caballería ligera, que partieron mientras el resto del ejército seguía congregándose. De una en una, las compañías de infantería enfilaron por la carretera que cruzaba el valle del Canela, dejando un rastro de nieve pisoteada como prueba de su paso. La Santa Matriarca y sus acólitos salieron a continuación, protegidos por más escuadrones de caballería ligera. Cuando el tren de suministros por fin se puso en marcha, la columna del contingente se estiraba como en una delgada y larguísima hilera bajo los nubarrones que amenazaban con más nieve.
Siguiendo la carretera llegaron al fin al Valle Silencioso, que los condujo hacia el oeste en dirección a la ciudad de Tume y las ciénagas de la Cuenca. El valle alcanzaba una anchura máxima de cinco laqs, y las colinas y las montañas al sur apenas se distinguían más allá de la llanura plagada de tierras cultivadas y de granjas abandonadas atravesada por el Canela, con sus meandros y sus ensanchamientos. En el valle reinaba el silencio al que hacía referencia su nombre, únicamente roto por las ráfagas de viento que conferían al lugar un aspecto solitario, de vastedad inabarcable.
Entrada la tarde, la procesión empezó a ganar en densidad, pues los que marchaban en la retaguardia alcanzaron a los de la cabeza de la columna. Enseguida se propagaron hacia la cola los rumores de que delante se había avistado al ejército khoshiano.
La I Fuerza Expedicionaria se preparó para la batalla.
Un puñado de rancheros recibieron permiso para abandonar sus manadas y se adelantaron al galope para averiguar qué estaba ocurriendo en la parte delantera de la columna. Los jinetes espoleaban sus monturas agarrándose los sombreros de ala ancha y lanzando chiflidos.
El resto de los integrantes del tren de suministros se desplegó en un amplio círculo trazado con los carromatos. La gente se pertrechaba con todo lo que tenía a su alcance, y en menos de media hora el precio de las armas y de las municiones se había multiplicado por cinco. La tensión iba en aumento.
Los rancheros regresaron poco después y se detuvieron ante una masa compacta de gente ansiosa por conocer las noticias. Se trataba de un ejército, en efecto, pero dadas sus dimensiones no había motivos para inquietarse.
Un barullo de voces entusiasmadas se alzó del grupo de civiles.
—¿Cuándo empezará la lucha? —quiso saber alguien.
—Mañana por la mañana —respondió unos de los rancheros.
Esa noche descansarían y se prepararían para la batalla, y atacarían con la primera luz del alba.
—¿Y si ellos nos atacan primero? —preguntó con su voz gélida Ash desde las últimas filas de la muchedumbre.
Todo el mundo se echó a reír, pues se tomaron la pregunta como un chiste.
Los nervios se calmaron a medida que se propagó la información sobre la situación, y las conversaciones de los civiles comenzaron a girar en torno a los posibles beneficios, pues un campo de batalla después de la lucha podía ser un lugar de lucrativas ganancias. Y con los ojos ávidos, los integrantes del tren de suministros se sentaron a esperar alrededor del fuego.
La piel del oso
—Más bien muchos —apuntó despreocupadamente Halahan, dando una calada a su pipa bajo el sombrero de paja.
No parecía que el general Creed estuviera escuchándole. Situado en aquella atalaya desde donde se dominaba el valle y con su larga cabellera suelta sobre los hombros de su abrigo de piel, mantenía los ojos fijos en el lejano campamento imperial, donde ya brillaban centenares de hogueras.
Bahn y el resto de los oficiales aguardaban en silencio mientras los colores del día se apagaban lentamente. Las primeras estrellas ya titilaban en los escasos claros que abrían las nubes, que habían empezado a dispersarse durante la última hora sin arrojar más nieve.
El ejército imperial se había instalado para pasar la noche en un tramo de la carretera alrededor de una aldea llamada CheyWes. Hasta donde alcanzaba la vista, el campamento se extendía por la carretera y por la llanura del valle hasta el Canela y el lago Hermetes al norte; y al sur, hasta una delgada franja elevada de tierra, una de tantas que se sucedían en la depresión del valle como la columna vertebral de una ballena.
—No hay terraplenes alrededor de la fuerza principal —señaló Halahan, levantando una rama sobre la que se había estado apoyando para señalar el campamento enemigo. Unos copos de nieve se desprendieron de la punta—. Confían en su superioridad numérica.