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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (37 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Toro embistió con su charta al gigante en una acción desesperada. La punta de la lanza rebotó en su enorme escudo rectangular y Toro volvió a coger impulso para asestarle otro golpe.

Otras chartas trataron de alcanzar al gigante. «Vamos… Que alguien le abra un maldito tajo.»

Toro intentó hallar un hueco donde hundirle la lanza al otro lado del enorme escudo, pero un hombre a su derecha lo empujó y desvió su acometida.

Wicks cayó al suelo con grito ahogado y un estrepitoso ruido metálico.

Toro se adelantó, pasando por encima del muchacho, e embistiendo con su charta mientras avanzaba para proteger a Wicks. Toro era el hombre más alto de toda la chartassa, y sin embargo al lado de aquellos tres gigantes del norte —que parecían hermanos— su figura se empequeñecía. Se tomó un momento para recuperar el aliento y vio que una silueta negra se encaraba con él y le mostraba los dientes en una sonrisa de oreja a oreja.

Un hombre se derrumbó contra su costado izquierdo y Toro estuvo a punto de perder el equilibrio. Levantó el escudo y soltó un tajo a ciegas. La punta de su lanza atravesó el escudo del gigante y le arañó la armadura. El gigante levantó su martillo y lo descargó sobre la charta de Toro; la partió en dos y arrancó de la mano de Toro el trozo con el que se había quedado. El ex luchador notó un movimiento entre sus piernas. Wicks seguía vivo allí abajo.

Toro desenfundó la espada y afirmó los pies en el barro.

—¡Corre, chico! —gritó escupiendo saliva dirigiéndose a Wicks—. ¡Corre!

Curl seguía a Kris por el suelo helado con la bolsa del botiquín golpeteándole la cadera, atravesando a la carrera la masa de Voluntarios y de infantería ligera de la Guardia Roja que protegía los flancos y la retaguardia de la formación mientras ésta progresaba lentamente. Los soldados situados en esas formaciones menos densas, alejadas de la protección que procuraba el cuerpo principal, estaban más expuestos al enemigo, y las bajas crecían vertiginosamente.

Kris señaló a un herido y siguió corriendo sin volverse atrás para comprobar si Curl se había percatado del gesto o no.

Una bengala surcó el cielo nocturno haciendo su ruido característico justo cuando Curl se agachaba junto al voluntario herido. El escenario quedó iluminado durante unos segundos con crudas tonalidades de verde. El soldado tenía los ojos en blanco y la sangre manaba de su cadera justo por debajo del borde de su coraza. Curl fue incapaz de adivinar qué había causado la herida. Por lo que sabía, el soldado podía tener una bala alojada allí.

—¡Kris! —bramó Curl.

Pero su compañera ya había desaparecido entre los grupos de hombres que proseguían la lucha.

«Esto es una locura —pensó con los ojos clavados en la herida—. No sé qué hacer con esto. Aún no estoy preparada para esto.»

Permaneció agachada junto al herido, petrificada en medio del caos, con los alaridos agónicos de los hombres resonando en sus oídos y rodeada de violencia por todas partes. Odió esa violencia con toda su alma; odió esa necesidad de los hombres de luchar y de conquistar, de partir el mundo en dos para saciar sus deseos pueriles.

El soldado herido gimió de dolor y masculló algo con los labios secos. Curl se lo quedó mirando. Era un hombre de mediana edad con el rostro cubierto por la barba. Debía de ser padre. Debía de ser esposo. Curl recordó de pronto lo que se esperaba de ella.

Le tomó el pulso y comprobó que el corazón todavía le latía con fuerza. Hurgó apresuradamente en su bolsa médica buscando el bote de semilla de san. Forzó al herido a abrir la boca y dejó caer sobre su lengua unas gotitas con el cuentagotas.

El soldado volvió a gemir, y ella le vertió en la boca un poco de agua de su cantimplora.

—Gracias —dijo jadeando el herido, y trató de girar el cuerpo para ponerse de costado.

—No te muevas —dijo Curl, que sacó un vendaje y lo apretó contra la herida.

A su alrededor, la infantería ligera se veía obligada a retroceder ante la llegada de una formación de soldados imperiales. Los hombres disparaban dardos, granadas y flechas al enemigo. Los pelotones pasaban a toda velocidad por su lado con la intención de rodear la masa de mannianos que se aproximaba. Una explosión desgarró la noche, y un hombre se desplomó de bruces a una decena de pasos de Curl.

—¡Aprieta fuerte! —gritó al voluntario herido cogiéndole la mano velluda y presionándosela contra el vendaje.

El soldado volvió a poner los ojos en blanco y luego los fijó en ella.

—¡Aprieta! —repitió Curl.

El herido parpadeó una vez para confirmarle que la había entendido.

Curl cogió una de las varillas de madera que llevaba en la aljaba colgada a la espalda. Escarbó un poco en la nieve y hundió la varilla en el suelo hasta que aguantó firme. Luego desplegó la banderita blanca prendida en la punta para que a los camilleros resultara más sencillo dar con el herido.

A continuación, paseó la mirada por el resto de los heridos que yacían en los alrededores y salió corriendo hacia ellos con la mano apretada contra la cabeza.

—¡General! —bramó Bahn mientras avanzaban en la primera línea de la chartassa—. ¡El general Reveres solicita refuerzos en el flanco izquierdo! Dice que la VII Chartassa se ha perdido y que la sexta está retrocediendo.

—¿Perdido?

—Por algún motivo desconocido se escindió de la fuerza principal. El general no sabe con seguridad dónde está.

Creed enfiló hecho una furia hacia Bahn seguido por su escolta. Su larga cabellera colgaba empapada sobre los hombros de su abrigo de piel de oso. La ira agrandaba su figura de un modo impensable.

—¡Malditos estúpidos! ¿A qué están jugando allí?

Bahn no tenía una respuesta.

Creed se puso derecho con un gruñido y se entrelazó las manos en la espalda. Echó la vista atrás, hacia los arqueros y los lanzadores de hondas situados en el largo pasillo que se extendía entre la formación apretada del ejército. Se trataba de unidades que carecían de escudos para protegerse del fuego enemigo, de modo que estaban sufriendo numerosas bajas. Detrás de ellos, más allá del personal médico y de los camilleros que corrían de un lado a otro, la oscuridad y la distancia eran excesivas para atisbar la infantería ligera que protegía la retaguardia de la formación, caminando hacia atrás al ritmo que marcaban los tambores. El general volvió a escudriñar la primera línea del frente.

Un dardo se hundió en uno de los escudos que lo protegían. El miembro de la escolta que lo blandía miró con escepticismo la punta que sobresalía de la cara interna de su escudo, el tercero que recibía hasta el momento. Los proyectiles habían empezado a caer como una lluvia torrencial.

A no más de media docena de pasos de Bahn, una lanza cayó del cielo y ensartó a un miembro del personal médico contra el suelo. El joven sanitario agitó los brazos y las piernas, gritando, con una espuma rosácea manando a borbotones de su herida.

Bahn jadeaba estupefacto por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El progreso de la chartassa se había ralentizado considerablemente. Todavía avanzaban, aunque de una manera inapreciable, y, al parecer, las fuerzas imperiales estaban obligándolos a retroceder con su presión en el flanco izquierdo. Peor aún, todo el ejército estaba rodeado y sin esperanza de escapar.

Los capitanes y los sargentos de paso vilipendiaban a sus chartassas y bramaban que siguieran empujando. Pegado a su izquierda, Bahn vio que un capitán empujaba literalmente a sus hombres y les gritaba obscenidades.

—¡Envíe un mensajero a Ocien, de la novena! —gritó Creed al oído de Bahn. Y, sacudiendo la cabeza hacia las diezmadas tropas de reserva de la chartassa que apenas se vislumbraba a su derecha, añadió—: ¡Dígale que envíe una chartassa para reforzar el flanco izquierdo!

Bahn se maravilló por enésima vez de la capacidad del general para recordar los nombres de todos y cada uno de los oficiales a su mando.

—¡Y, Bahn! —agregó Creed a voz en grito cuando su lugarteniente ya daba media vuelta para salir en busca de un mensajero—. ¡Informe al general Reveres de que si continúa cediendo terreno, iré personalmente a resolver sus asuntos!

—Sí, señor.

Bahn envió a un mensajero con las instrucciones para Ocien y se frotó la cara con la mano temblorosa. Una explosión cercana lo sobresaltó.

Nada podía preparar a un hombre para el fragor de una batalla en su momento álgido. Bahn recordó la primera vez que había oído algo así: el primer día del asalto de los mannianos al Escudo. Sus intestinos se habían diluido y su cerebro se había enfangado. Había sido como estar en medio de una tormenta: temblando hasta los huesos y con un dolor en los oídos peor aún que el de la garganta, que gritaba hasta los límites de su capacidad para hacerse oír.

El fragor procedente de las primeras líneas había alcanzado unas cotas inimaginables. Allí sólo había muertes atroces, y él veía la acción sólo cuando las consecuencias eran cuerpos que caían bajo las botas de las líneas que avanzaban. También el hedor era insoportable. La sangre impregnaba el suelo enlodado y se mezclaba con el resto de las sustancias que liberaban los cuerpos en ese tipo de situaciones; una masa apestosa y resbaladiza sobre la que ya había resbalado más de una vez.

En el espacio abierto en el centro de la formación del ejército se apilaban los cuerpos de los muertos y los heridos. Los camilleros corrían de un lado al otro sobrepasados por el número de bajas, y trataban de trasladarlos a todos al mismo ritmo con que luchaba el ejército. Los monjes echaban una mano donde podían. El personal médico libraba sus propias batallas intentando mantener juntos a los hombres. Las heridas eran una visión espantosa para los ojos; incluso para los de Bahn, que habían visto su buena ración de vísceras en las murallas. Las heridas abiertas sangraban abundantemente, y la carne expuesta tenía un espantoso aspecto de ente vivo. En ocasiones, los pies resbalaban sobre intestinos grisáceos desperdigados sobre el barro. O trozos de piel ondeaban desprendidos del resto del cuerpo. Había órbitas oculares vacías. Y cuerpos mutilados que arrojaban chorros de sangre.

También había en el suelo hombres que parecían estar en perfectas condiciones y que simplemente sollozaban o tenían la mirada perdida. Un soldado estaba intentando quitarse la armadura. Llevaba así varios minutos y todavía no había conseguido completar la sencilla tarea de quitarse el peto. La peor parte se la llevaban aquéllos que no podían caminar. Algunos eran abandonados mientras la formación de ojiva avanzaba al unísono y sus cuerpos eran pisoteados por la retaguardia.

Bahn desvió la mirada de ese infierno y buscó la figura tranquilizadora y fornida del general Creed. Vio que Koolas, el corresponsal de guerra, se inclinaba junto al general para hablarle al oído.

—Parece que nos hemos estancado —dijo Koolas.

—¿Qué?

—¡He dicho que parece que nos hemos estancado! ¿Qué se puede hacer?

—¿Que qué se puede hacer? —respondió el general—. Si se pudiera hacer algo ya estaríamos haciéndolo.

Koolas torció el gesto como si hubiera esperado una respuesta más inspirada. Se volvió hacia Bahn y éste vio que el corresponsal estaba temblando ostensiblemente.

—Todavía contamos con una ventaja —declaró el general, y tanto Koolas como Bahn se inclinaron hacia él para oírlo mejor—. Dado que estamos rodeados, nuestros hombres no pueden escapar. En cualquier caso no huiremos de la batalla.

Bahn se lo quedó mirando atónito, y Creed le dio una palmada en el brazo que a punto estuvo de enviarlo al suelo de la fuerza que le imprimió.

—¡Ya tenemos agarrado al oso! Ahora debemos aguantar sus ataques mientras nos abrimos paso hasta su cuello.

Koolas tenía fresca en la memoria la historia del general a pesar de las circunstancias.

—¿Y si huye, general? Me refiero a la matriarca. ¿Qué haremos entonces?

—Entonces su propia gente acabará con ella por nosotros. Estos mannianos son muy exigentes con el valor de su líder.

—¿Y usted cree que si la matamos los mannianos abandonarán?

—Quizá. O quizá Sparus consiga mantenerlos unidos. Quién sabe.

Creed mostró fugazmente los dientes con una sonrisa. Un gesto insólito en el general. Quizá sólo lo había hecho pensando en quién era su interlocutor y en su pluma. Luego dio media vuelta y se puso a bramar otra retahíla de órdenes.

A pesar de las afirmaciones que acababa de realizar el general, los hombres habían empezado a desertar de las filas de la izquierda. Los oficiales derribaban a los soldados que trataban de huir o los reincorporaban a la formación a empellones y gritándoles a la cara.

«¿A dónde corréis? —imaginó Bahn que debían de gritar los oficiales—. ¿Es que creéis que hay algún lugar donde ir, idiotas?»

Koolas hacía gala de cierto saber estar, a pesar del temblor que le recorría todo el cuerpo. Bahn sintió en ese momento una pizca de compasión por el corresponsal y le dirigió un gesto de comprensión con la cabeza. Koolas se ciñó un poco más la capa sobre la barriga y salió a grandes zancadas hacia las apuradas filas.

Un mensajero llegó corriendo hasta Bahn desde la primera chartassa y se cuadró delante de él. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba agitadamente mientras trataba de recobrar el aliento con las mejillas encendidas.

—La III Chartassa… Un nuevo ataque… ha frenado su avance. Hablan de acólitos.

La III Chartassa, pensó Bahn con el estómago repentinamente encogido. Se trataba de un pelotón de Hoo en la vanguardia de la formación, justo en el centro. Eran sus mejores hombres.

¡Por Dao! Pero si ya ni siquiera estaban avanzando.

Respiró hondo antes de acercarse al general con la noticia.

—Acólitos —espetó Creed. Y buscó la inspiración en algún punto del firmamento nocturno, con los brazos en jarras y las piernas bien separadas.

Capítulo 26

La cresta

Un pelotón de la infantería imperial enfilaba por la cresta de la loma, con sus escudos entrelazados y empuñando espadas cortas: soldados profesionales de Gahazni, a decir por los penachos que sobresalían de sus yelmos.

—¡Aguanten firmes! —bramó Halahan a las dos líneas de los Chaquetas Grises dispuestas en el centro de la cresta; la primera cubriendo la retaguardia con escudos prestados del enemigo. Halahan no dudaba de que sus hombres aguantarían firmes. Únicamente había querido recordarles que él estaba allí, que no estaban solos.

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