Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Los Chaquetas Grises se enfrentaban a la primera contraofensiva ordenada desde que se habían apoderado de la posición en lo alto de la loma, desde donde se dominaba el campamento imperial. En las laderas cubiertas por magros pinos amarillos, los cuerpos retorcidos de los soldados imperiales que habían acometido los primeros intentos desorganizados de recuperar la cresta yacían allí donde habían caído. Desde entonces, las fuerzas imperiales se habían limitado a arrojarles proyectiles, dispararles con los rifles, los arcos y las ballestas y lanzarles alguna que otra granada.
Una parte de los hombres de Halahan se había desplegado en una delgada línea defensiva alrededor de la punta más occidental de la cresta, y estaban respondiendo al fuego manniano parapetados tras los cadáveres y los escudos afirmados en el suelo.
Otro grupo de los Chaquetas Grises manejaba los morteros que habían arrebatado al enemigo en el centro de la cresta. Los hombres manipulaban los proyectiles con sumo cuidado y concentración, y les retiraban los envoltorios impermeables como si fueran unos bebés recién nacidos. La munición de los morteros parecía cartuchos de rifle gigantes, aunque de su parte superior abierta, de papel grueso, sobresalía una mecha corta. Los artilleros empapaban la mecha con el agua de sus cantimploras y rápidamente dejaban caer el proyectil por el cañón ancho y corto del mortero, tras lo cual se cobijaban detrás de unas pantallas de mimbre colocadas allí con ese objeto. Un instante después, la carga era perforada por un percutor colocado en el fondo del tubo del cañón, la pólvora prendía por la repentina exposición a la humedad y el proyectil —simplemente una granada de mayor tamaño— salía disparado con un bramido seco, tan rápido que la vista no podía seguirlo.
Halahan observó a los artilleros un rato. Sin embargo, tenía asuntos más apremiantes de los que ocuparse en ese momento: el asalto enemigo a la cresta de la loma, por ejemplo.
—¡Fuego! —espetó el sargento del estado mayor Jay a los hombres apostados en el centro de la cresta.
La descarga de los soldados impactó en la primera línea de la infantería que progresaba en su dirección, y media docena de los soldados profesionales de Ghazni cayeron. Los que venían por detrás pasaron por encima de sus cuerpos, y los huecos que habían dejado en la formación enseguida fueron cubiertos.
Los oficiales imperiales bramaban órdenes para mantener el orden de la línea y continuar con el avance.
Otra descarga de los rifles de los Chaquetas Grises provocó una nueva oleada de caídas de hombres ensangrentados. Sin embargo, los soldados imperiales seguían acortando la distancia.
Cuando sólo les separaban tres metros de los chaquetas grises, la infantería asaltante cargó contra ellos con un rugido ensordecedor, y las dos líneas de hombres y escudos chocaron. Halahan observaba la escena a través de la nube de humo que despedía su pipa.
La impresión de una colisión así habría bastado para conmocionar a algunos hombres y dejarlos petrificados meándose en los pantalones o algo peor. A veces, cuando los reclutas estaban muy verdes, incluso podían tirar las armas, levantar las manos hacia los asaltantes y gritarles que se detuvieran, que tuvieran un poco de cordura, o suplicarles una tregua.
Dos soldados inexpertos reaccionaron así: primero se quedaron inmóviles por el espanto y luego se desmoronaron. Enseguida fueron tres. Y después, cuatro.
Halahan no parecía excesivamente preocupado mientras observaba al personal médico acudiendo rápidamente junto a ellos para ayudarlos. Al principio siempre ocurría lo mismo. En cuanto a los hombres que habían caído de verdad, esos que no se recuperarían, que dejarían seres queridos llorando… Halahan no tenía tiempo para ese tipo de sentimentalismos. Había que dejarlos para el final. Dejarlos para la botella.
Un quinto hombre cayó. Tenía un muñón en el brazo del que salía la sangre a borbotones. La línea se combó hacia dentro.
—¡Sargento Jay…! ¡Ordene que la mitad del primer pelotón refuerce al segundo!
El sargento del estado mayor Jay, recorrió encorvado y toda velocidad, la línea de los Chaquetas Grises situada en el borde sur de la cresta y fue dando palmadas en la espalda uno a uno a los hombres. A medida que recibían la indicación del sargento, se ponían en pie, desenfundaban la espada y corrían para incorporarse a la lucha.
La línea había estado a punto de quebrarse, pero consiguió mantenerse firme con la oportuna llegada de los refuerzos y lentamente logró enderezarse.
Halahan enfiló a trancos hacia el borde de la cresta donde los tiradores de los Chaquetas Grises continuaban disparando tumbados bocabajo. Los proyectiles cortaban el aire silbando o impactaban en las rocas de la cresta con un chasquido. Halahan no hizo caso de ellos; era demasiado orgulloso y testarudo como para obrar de otro modo.
Una bengala trepó por el cielo, emitiendo un ruido estridente como de fuegos artificiales mientras se elevaba por encima del humo de su estela, y arrojó un manto de luz de tonos verdosos sobre la batalla arrebatada. También iluminó un lejano pájaro de guerra al este del campamento. Otra aeronave lo perseguía, disparando su cañón de proa contra la envoltura de la nave manniana.
La cresta de la loma se extendía de este a oeste a lo largo del campamento imperial y ofrecía una vista panorámica del campo de batalla. Halahan pudo comprobar que allí abajo las cosas pintaban mal. La formación khosiana se estiraba ante sus ojos y se desplegaba en una línea delgada y larga, rodeada por una masa oscura de formaciones cuadradas enemigas integradas por miles de hombres y en las que brillaban centenares de antorchas. En algunos tramos la línea khosiana estaba combándose hacia dentro o directamente escindiéndose. Halahan vio que a su derecha, las primeras líneas de la formación habían frenado en seco su avance. A ese ritmo el ejército no duraría otra media hora.
El coronel dudó que pudiera aguantar en la cresta la mitad de ese tiempo.
Entornó los ojos mientras calculaba la distancia que debía haber entre la cresta y la formación khosiana y llamó al cabo del pelotón que manejaba los morteros.
—Curtz —dijo cuando el cabo larguirucho se detuvo a su lado—, ¿cree que los morteros podrían alcanzar desde aquí aquellas líneas enemigas que acosan a nuestra chartassa? —preguntó señalando la primera línea de batalla entre los khosianos y los mannianos.
El hombre calculó la distancia a ojo y luego alzó la nariz para recabar información sobre la brisa. Curtz había sido sargento de artillería en el ejército pathiano, y sabía hacer su trabajo.
—Eh… Creo que sí, coronel. Aunque tendremos que andarnos con mucho ojo.
—En ese caso transmita las instrucciones. Apunte los morteros a las líneas mannianas desplegadas delante de nuestra chartassa.
La orden fue transmitida. Curtz se encargó personalmente de efectuar el primer disparo, ajustando la elevación del mortero y anotando los datos de la posición. Empapó las mechas y dejó caer el proyectil por el tubo del cañón, y permaneció agachado allí mientras sus hombres retrocedían para cobijarse detrás de la pantalla más cercana.
El proyectil salió disparado con un estruendo seco, y Curtz se quedó mirando la llanura, esperando. Después de unos largos instantes apareció el brillo de las llamas entre la masa oscura de la predoré, a escasa distancia de la primera línea khosiana. Un disparo extraordinario.
Curtz se volvió hacia Halahan.
—No puedo hacerlo mejor.
Halahan mordisqueó la boquilla de la pipa.
—¡Sigan disparando!
Cuando Ash llegó por fin al campamento de la matriarca, éste estaba prácticamente desierto, de modo que decidió seguir a una columna de túnicas blancas que marchaba bajo el estandarte imperial en dirección al escenario de la batalla. Delante de ellos también ondeaba el estandarte del cuervo de Sasheen.
Ash se detuvo cuando llegó a un puesto médico profusamente iluminado dentro del campamento principal. El flujo de camilleros que llegaban era constante, y los cadáveres se exponían en la nieve detrás de la tienda principal. No había centinelas a la vista.
Ash enfiló con todo el descaro del mundo hacia el cadáver de un acólito y le quitó la túnica y la máscara. Vio de refilón a un cirujano en plena faena dentro de la tienda, cosiendo la herida de una extremidad mientras el paciente farfullaba presa del delirio.
El roshun no se entretuvo y siguió a la matriarca en su camino hacia la batalla.
Las bajas empezaban a ser considerables. El mismo Bahn estaba herido. Una flecha le había atravesado el antebrazo y —según pensó, puesto que no podía cerrar por completo el puño izquierdo— desgarrado los tendones. Sentía un dolor abrasador, y seguía al general Creed con los dientes apretados y sin abrir la boca ni una sola vez para quejarse mientras un miembro del equipo médico le trataba apresuradamente la herida.
No todo estaba perdido, pues volvían a avanzar. Al parecer, los hombres de Halahan apostados en la cresta estaban disparando fuego de mortero contra las primeras líneas imperiales. Los proyectiles habían mermado su número, así que la chartassa había podido reanudar su progreso. Creed estaba eufórico por la evolución de la situación, como si sus plegarias al cielo hubieran recibido respuesta. El general contemplaba la lucha de la chartassa ansioso por avanzar.
—¡No mueva el brazo! —gritó la sanitaria a Bahn mientras le limpiaba la herida con alcohol.
Transido de dolor, Bahn miró a la joven vestida con la ropa de cuero de los Especiales y advirtió, a pesar de las circunstancias, que no era más que una muchacha; y también que era guapa, de una manera sutil y frágil. La lengua le asomaba por la comisura de los labios mientras se aplicaba en limpiarle la herida, y tenía el cabello del color de la miel manchado y hecho un revoltijo aplastado.
En un principio no la reconoció. No allí. No en aquel lugar.
—¿Curl? —farfulló con sorpresa—. ¿Eres tú, Curl?
Sus miradas se encontraron fugazmente antes de que ella devolviera la suya a la tarea que tenía entre manos.
—No sabía si me reconocerías —dijo Curl respirando agitadamente.
—¿Qué estás haciendo aquí, por el amor del Necio?
—Curándote el brazo para que no te mueras desangrado.
—¿Estás bien?
Curl dejó por un momento lo que estaba haciendo y levantó la mirada.
—No —respondió meneando la cabeza, y sacó un vendaje de su bolsa—. ¿Lo estás tú?
Bahn vio que estaba lívida del terror y tenía una mirada ausente, como si hubiera visto cosas que se había prometido no volver a ver.
Bahn recordó que era lagosiana y que había sobrevivido a todos los crímenes que los mannianos habían perpetrado contra su pueblo. En ese momento, y con toda la intensidad del mundo, pensó: «Estos cabrones mannianos… si hay justicia en este mundo, de algún modo ganaremos esta batalla y aplastaremos a este ejército, y colgaremos a su Santa Matriarca de su cuello estirado.»
Se toparon con un cuerpo —muerto sin lugar a dudas— en su camino y ambos pasaron por encima de él sin detenerse. Curl apretó un vendaje contra la herida.
—Sujétalo un momento —dijo, y volvió a hurgar en su bolsa. Sacó otro vendaje y empezó a envolverle el brazo con él—. Ya puedes soltarlo.
Bahn alargó la mano hacia la cantimplora, le sacó el tapón de corcho con los dientes, se lo puso en la misma mano con la que sujetaba la cantimplora y tomó un trago corto de agua fresca. Estaba empezando a perder la noción del tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaban luchando?
—¿Quieres agua? —preguntó a Curl.
La muchacha abrió la boca y dejó que Bahn le vertiera un poco de agua. Cuando acabó de atarle el vendaje arrebató a Bahn el corcho de la mano, tapó la cantimplora y se la colgó del hombro por la correa.
—Yo la necesito más que tú. Para los heridos.
Bahn no tuvo la oportunidad de replicar. Creed había divisado algo delante y se adelantaba a trancos para escudriñar por entre el bosque de lanzas de las primeras líneas de la chartassa.
Bahn siguió la trayectoria de la mirada del general y no pudo creer lo que vio: el estandarte de la matriarca ondeaba justo delante de ellos. Sasheen se había sumado a la batalla.
«Por Dao, si aún conseguiremos llegar hasta ella.»
Los proyectiles de los morteros continuaban cayendo delante de sus líneas y sembrando la confusión entre los soldados enemigos. En Bahn volvió a renacer la esperanza.
«Ojalá Halahan consiga mantener la cresta.»
—¡Coronel Halahan!
—Ya lo veo, sargento.
Los mannianos se disponían a atacar por la otra vertiente de la cresta, al sur del campo de batalla. Doce hombres de los Chaquetas Grises estaban apostados en esa posición, agazapados tras un muro bajo de nieve sobre el que habían amontonado todo lo que habían encontrado en el suelo. Apuntaban sus armas y las disparaban contra las tropas enemigas, que trepaban hacia ellos por la ladera de la loma.
Se oyó el crujido de los rifles que respondían al fuego de los khosianos y un soldado de los Chaquetas Grises se derrumbó de espaldas. Los defensores consiguieron disparar otra descarga antes de desenfundar las espadas cortas para encarar el ataque.
En el resto de la cresta estaba viviéndose una escena similar, y los mannianos estaban presionando por todos los lados.
Los Chaquetas Grises que aún aguantaban en el flanco oriental formaban dos filas y soltaban tajos y empujaban a un número que parecía infinito de soldados profesionales de Ghazni. Estaban agotados y se veían obligados a retroceder paso a paso.
En el lado norte, la mayoría de los Chaquetas Grises luchaban cuerpo a cuerpo contra la infantería que ascendía a la loma. Detrás de ellos, en el centro de la cresta, las cuadrillas de morteros seguían disparando a toda velocidad, si bien las reservas de proyectiles menguaban rápidamente.
«Cuidado.»
Un manniano apareció por el flanco sur, por donde habían lanzado la última ofensiva, y el general Creed acabó con él de un tiro en el pecho. Recargó la pistola mientras estudiaba las líneas combadas buscando zonas de tensión y de debilidad, evaluando la elasticidad, los puntos de rotura, los nudos de fuerza, como un artesano examinaría su material de trabajo.
Las líneas eran jodidamenente delgadas. Otro par de soldados imperiales irrumpió en la cresta por el flanco sur. El coronel disparó la pistola y cogió otra con la otra mano, la amartilló y también la disparó. En cualquier momento se romperían las formaciones, y entonces la línea de los hombres apostados en el centro de la cresta se plegaría, y el resto sería historia.