Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—¡Sargento Jay! Ordene que cinco hombres de los morteros refuercen a los soldados apostados en el centro de la cresta. ¡Otros cinco a los del sur!
Era todo lo que podía hacer. Si relevaba más hombres de las cuadrillas de morteros, el daño que causarían en las líneas mannianas sería mínimo.
Halahan apoyó el peso sobre su pierna buena mientras encendía la pipa. Se preguntó si sería la última vez que disfrutaría del sencillo placer de fumar. Esperaba que no, pues estaba dejándole un resabio amargo en la boca.
Los resortes de su humor eran extraños.
Gruñó entre dientes. Parecía que estaba condenado a no derrotar jamás a aquella gente.
El sargento Jay estaba gritando algo desde el lado norte de la cresta. Halahan se volvió y vio que tropas imperiales estaban irrumpiendo por toda la línea. El sargento del estado mayor arremetía contra ellas a diestro y siniestro con su sable nathalés mientras gritaba hacia el coronel por encima del hombro.
Halahan apuntó y disparó, y el soldado enemigo que había al lado del sargento cayó rodando por el suelo. Se volvió por puro instinto al tiempo que sacaba otra pistola, la amartillaba y apuntaba por encima del hombro a otro soldado manniano que corría hacia él enarbolando una espada. Apretó el gatillo.
El arma produjo un ruido seco, pero no ocurrió nada.
Halahan era demasiado mayor como para quedarse petrificado por el hecho, de modo que esquivó una acometida brutal de la espada del manniano y hundió el cañón de la pistola en el cuello de su atacante. Si bien vio cómo caía éste, su mente ya estaba pendiente de la línea del sur.
También ésa estaba cediendo.
—¡Aguanten! —bramó con la boquilla de la pipa apretada entre los dientes, conteniendo el impulso de salir corriendo en auxilio de sus hombres. Descargó la quinta pistola en un soldado que atacaba a las cuadrillas de los morteros. La tiró a un lado y sacó la última pistola.
«Así que éste es el final —dijo con gravedad para sus adentros—. Al menos por una vez les hemos atacado nosotros a estos cabrones.»
—¡Coronel!
El sargento del estado mayor Jay estaba jadeando exhausto en el flanco norte. Todos los hombres que estaban junto a él jadeaban. Sus cuerpos despedían columnas de vaho y sus espadas goteaban sangre mientras ellos miraban fijamente la ladera de la loma. De algún modo habían conseguido repeler el ataque.
Halahan se olvidó del tumulto desesperado que había estado presenciando y enfiló hacia ellos.
En la ladera, entre los árboles, unas figuras vestidas de negro se abrían paso hacia la cima abatiendo los restos de las tropas imperiales que ascendían por ella. Eran Especiales.
Halahan sintió un atisbo de verdadera sorpresa.
Los Chaquetas Grises alargaron las manos para ayudarlos a coronar la cresta de la loma. Los rostros de los Especiales emergieron de la oscuridad de la noche, mugrientos, adustos y con los ojos completamente abiertos. En total debían de sumar una cuarentena; muchos de ellos estaban heridos.
—Me alegro de veros por aquí —dijo Halahan ayudando a una mujer a poner el pie en lo alto de la loma.
—Y nosotros de haber llegado —respondió sin aliento la especial.
—¿Algún oficial?
—Todos muertos.
Típico de los Especiales, ya que sus oficiales siempre lideraban a sus hombres desde la cabeza de la unidad. Halahan se volvió a los recién llegados.
—Ahora hay que darse prisa. Los que puedan luchar que se desplieguen por las líneas para reforzarlas. Tenemos instrucciones de conservar esta cresta el tiempo que nos esa posible.
Todos los Especiales se deslizaron hacia las posiciones defensivas, y en cuestión de segundos las líneas se estabilizaron y se repelieron los ataques que aún no habían sido neutralizados, salvo la ofensiva permanente contra el centro de la cresta. Al menos ahora estaban manteniendo las posiciones.
De todos los lados de la cresta se llevaban cuerpos rodando por el suelo para levantar unas murallas improvisadas que apuntalaran las defensas.
—Bien hecho, sargento.
—Gracias —dijo el viejo herrero, toqueteándose un corte que tenía en la frente.
—Conceda unos minutos de descanso a los hombres que lo necesiten. Eche una ojeada a los heridos y reparta un poco de agua.
El sargento asintió mientras observaba a los Especiales que se desplegaban entre los Chaquetas Grises y luego se inclinó hacia el coronel.
—Ya sabe que si nos vuelven a atacar seguimos estando escasos de medios, ¿verdad? —susurró.
—Sí. Pero eso que quede entre usted y yo, ¿eh?
Ahora que Curl se hallaba relativamente protegida en las entrañas del grueso de la fuerza khosiana y tenía tiempo para sí, para pensar y sentir, notó que el pánico empezaba a apoderarse de ella.
Ya no era por la locura ni la violencia, ni porque estaba arriesgando su vida. No. Era por la proximidad de esos soldados de Mann desplegados al otro lado de la chartassa; algunos incluso estaban causando estragos en el seno mismo de la formación. Eran los mismos hombres que habían masacrado a sus compatriotas y habían reducido a cenizas su tierra.
Curl se avergonzaba del terror que le infundían. Era algo irracional, algo primario, como el temor a la oscuridad. Resultaba patético que todavía la dominaran con esa fuerza.
Colocó apresuradamente el cabestrillo para el brazo herido de Bahn. Se sentía bien a su lado; era reconfortante encontrar una cara conocida en medio de la tormenta. Él también estaba aterrorizado; lo notaba.
—Gracias —dijo Bahn examinando el cabestrillo.
—Ve a que te lo mire un médico cuando puedas.
Se miraron un momento y se dijeron cosas sin hablarse. Bahn abrió la boca para decir algo, pero entonces sus ojos se desviaron hacia un lado y ella también lo vio: un pelotón de soldados imperiales estaba detrás de sus líneas y uno de ellos lanzó una granada en su dirección. Alguien dio la voz de alarma. Bahn se abalanzó sobre Curl y la envolvió con sus brazos. Entonces una explosión descomunal anuló los sentidos de la muchacha y una ráfaga de viento gélido la embistió, seguida inmediatamente por un chorro de aire abrasador.
Estaba tendida boca arriba en el suelo con el viento rozándole el cuerpo y Bahn apretado contra ella.
—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.
Bahn, sin embargo, tenía los ojos cerrados, y ella no notaba su respiración.
Curl se lo quitó de encima de un empujón y lo tumbó de espaldas en el suelo. Bahn tenía la mejilla izquierda en carne viva, y la sangre se deslizaba del oído de ese lado. Había otro hombre tendido cerca de ellos con los ojos abiertos y la mirada fija en el cielo nocturno.
—¡Bahn! —gritó Curl mientras le tomaba el pulso. Le costó encontrarlo, pero ahí estaba. Su corazón latía débilmente.
Curl estaba hurgando en su bolsa cuando se le acercó a trancos el general Creed en persona seguido por su escolta, que se las veía y se las deseaba para mantenerle el paso.
—¿Está vivo?
—¡Por los pelos! —respondió Curl.
El general se volvió hacia un oficial que estaba gritando su nombre y rápidamente devolvió su atención al cuerpo de Bahn, despatarrado en el suelo.
—¡Cuida de él! ¿Me has oído?
Curl asintió con la cabeza.
Creed miró una última vez a Bahn y salió a grandes zancadas hacia el oficial.
—¡Cuida de él! ¿Me has oído?
—Matriarca —dijo el capitán de su guardia de honor—. Deberíamos retroceder hasta una posición más segura.
El capitán tenía razón. Sasheen se hallaba en una posición muy adelantada de las líneas imperiales; una decisión para la que tenía una razón de peso.
—Capitán, cuando gane esta batalla no quiero que me digan que me quedé sentada en la retaguardia contemplando la lucha. Sois mi escolta. Protegedme.
Ché escuchaba la conversación con interés. Se encontraban en un claro entre la multitud de formaciones que continuaban inmersas en la lucha, y las que tenían justo delante ya estaban participando en la acción.
Los khosianos estaban acercándose peligrosamente.
Hacía unos minutos que Sasheen había requerido la presencia del archigeneral Sparus, y éste apareció en ese momento caminando, seguido por su séquito de oficiales.
—¿No puede detenerlos, archigeneral? —inquirió Sasheen, sentada a horcajadas en su zel mientras contemplaba la escena que se desarrollaba frente a ella—. Tenía entendido que estaba a punto de aplastarlos.
Sparus levantó la mirada hacia la matriarca con los ojos inyectados en sangre, como un hombre que llevara horas preparado para meterse en la cama.
—Y lo estoy, matriarca. Pero tienen cuadrillas de morteros en una posición elevada en la cresta de la loma al sur. —Señaló hacia allí—. Están disparando sobre nuestras líneas y eso les permite avanzar.
—Entonces, recupere la cresta de la loma y acabemos de una vez.
—Eso intentamos, matriarca —respondió, ocultando perfectamente su fastidio—. No tardaremos en recuperarla.
Sasheen le ordenó que se retirara con un ademán despectivo y Sparus inclinó levemente la cabeza.
Ché dio la espalda a la escena. Detrás de ellos, la infantería esperaba con impaciencia que le llegara el turno de unirse a la lucha. También parecían ansiosos por poner fin de una vez a aquel asunto. Debían de tener frío con esas armaduras en aquel valle glacial. Muchos parecían estar sufriendo los estragos de la resaca, o al menos todavía estaban faltos de descanso después de haber visto su sueño interrumpido con tanta brusquedad.
Como roshun, y luego como diplomático, Ché había sido entrenado para fijarse primero en los detalles importantes. Y en ese momento algo atrapó su atención. Entornó los ojos para escudriñar al hombre que emergía de entre las formaciones de acólitos y enfilaba hacia la posición de la matriarca.
Ché sólo tardó un instante en darse cuenta de lo que fallaba en esa imagen: el acólito llevaba unas medias debajo de la túnica.
La mano del diplomático se deslizó hasta la empuñadura de su espada.
Ash estaba cerca.
Veía a la matriarca con una máscara dorada cubriéndole la cara sentada a horcajadas sobre su zel blanco, rodeada por túnicas blancas y su escolta montada. Su estandarte ondeaba sobre todos ellos.
El roshun entrecerró los ojos.
Enfiló por delante de una formación en cuadrado de hombres. Había tiendas pisoteadas y objetos del equipo de campaña diseminados por el suelo removido, que se había convertido en una papilla asquerosa. Atravesó los vestigios de una hoguera y, a su paso, levantó nubes de ceniza y esparció brasas todavía candentes. Apretó el puño alrededor de la empuñadura de su espada según se acercaba a la fila más externa de acólitos congregados alrededor de la matriarca.
Detrás de Sasheen, separado del resto de túnicas blancas, un joven acólito miraba fijamente a Ash.
El roshun se detuvo.
El acólito desenfundó su espada y se adelantó para encararse con él.
Mientras los khosianos proseguían su avance hacia la posición de la matriarca, la infantería ligera imperial de la LXXXI Predasa —tropas auxiliares recién llegadas de realizar labores de guarnición en las tierras del norte, con todos sus integrantes ya sobrios y agotados, que estaban luchando en primera línea junto a unos acólitos fanáticos— decidió que perder la mitad de sus unidades por fuego de mortero y granadas —incluidos la mayoría de sus oficiales— era algo intolerable para una sola noche y resolvió retroceder hasta una posición más segura.
De hecho, se retiró cuando el miembro más grande y más fiero de sus filas, Cunnse, de las tribus del norte —que estaba allí por dinero y poco más—, tiró el escudo y la espada y se abrió paso por entre sus compañeros gritando que ya estaba harto y que era el momento de que otros se ocuparan de la carnicería. Los demás no tardaron ni un segundo en seguir su ejemplo.
En un abrir y cerrar de ojos estaban corriendo en desbandada hacia las líneas más retrasadas, directamente hacia la posición de la matriarca. Otros mannianos de la primera línea del frente se les unieron y huyeron de los proyectiles que arrojaban los morteros desde la cresta de la loma.
Aquella marca de soldados embistió repentinamente a Ché por la espalda justo cuando se disponía a adelantarse. Cayó rodando por el barro, aunque recuperó rápidamente su espada. Cuando se puso de nuevo en pie vio una riada de hombres pasando alrededor de la matriarca. Sus acólitos y su escolta montada se afanaban por apartarlos o enviarlos de vuelta a la batalla. Las espadas surcaron el aire y abatieron a algunos de los soldados: muertos mejor que desertores.
Ché ya no veía al impostor en medio de aquella repentina muchedumbre.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.
Tenía asuntos más importantes de los que ocuparse. Los khosianos estaban acercándose rápidamente a la posición de la matriarca, que no salía de su asombro a lomos de su inquieto zel blanco con la cola teñida de un precioso color negro.
Ché quitó de en medio de un empujón a uno de los soldados, sacó la pistola con la bala envenenada y esperó a ver qué hacía Sasheen.
Bahn volvió en sí con un gemido y se encontró con que un soldado barbado lo llevaba arrastrando por el suelo.
Una mujer lo colmaba de atenciones.
—¿Marlee? —farfulló.
Sin embargo, se trataba de Curl, no de su esposa. La muchacha estaba inclinada sobre él y en la mano sostenía un frasquito con sales aromáticas. Parecía sorprendida de que hubiera despertado, e incluso consiguió hacer un gesto nervioso con los labios fruncidos.
—No te muevas dijo la muchacha—. Puedes tener una conmoción.
Bahn levantó la mirada hacia el rostro lleno de moratones y ensangrentado del soldado, que le hizo un gesto inclinando la cabeza y continuó arrastrándolo.
Bahn no recordaba cómo había llegado allí. Curl estaba curándole la herida del brazo cuando… oscuridad.
—¿Qué ha pasado? —masculló.
—Estás bien —le tranquilizó Curl—.Vas a ponerte bien.
—¿Me han dado?
—Te alcanzó la onda expansiva. Tienes suerte de continuar de una pieza.
Bahn se miró el cuerpo y comprobó que todo seguía en su sitio.
A su alrededor todavía rugía la batalla. La formación al completo seguía perseverando en su avance.
—Ayúdame a levantarme —dijo tendiéndole débilmente la mano.
Curl frunció el ceño, le agarró de la mano y ella y el soldado tiraron de él hasta levantarlo. Bahn se sentía sin fuerzas y con ganas de vomitar.