Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—¡Cierre la puerta! —bramó un hombre gordo y calvo desde el otro lado de la barra—. ¡Está dejando pasar el frío!
Ash cerró la puerta, alabeada y que no encajaba en el marco, y sacudió la gabardina para secarla mientras a sus pies se formaba un charco de agua que se filtraba por los juncos que cubrían el suelo. Hacía calor en la angosta sala. Un tronco crepitaba de un modo irregular en la chimenea. Ash se quitó el sombrero y enfiló hacia la barra dejando un reguero de agua.
El propietario del local estaba jugando una partida de ylang con una mujer sentada en un taburete y con cara de aburrimiento. El hombre deslizó por el tablero uno de sus guijarros negros y levantó la mirada hacia Ash antes de que éste llegara.
—¿Qué le pongo?
—Fuego de Cheem, si tiene.
Al hombre se le iluminó la mirada.
—¡Está de suerte! Probablemente tenga la última caja de toda la ciudad.
Las botellas permanecían ocultas debajo de la barra, en una caja fuerte encadenada al suelo. El propietario buscó en un llavero que le colgaba del cinturón, abrió la caja fuerte y sacó una botella con un mimo sobreactuado. El corcho chirrió cuando lo arrancó con los dientes. Removió el contenido de la botella mientras el aroma ascendía hasta los orificios dilatados y peludos de su nariz.
—Aquí sólo servimos productos de la mejor calidad —dijo en un arrullo mientras servía la más diminuta de las cantidades en un vaso de cristal desportillado pero razonablemente limpio.
Estaba a punto de añadir un poco de agua cuando Ash tapó el vaso con la mano.
—Y deje la botella.
La suspicacia del propietario afloró de repente.
—Una botella de esto cuesta media águila. Todavía no está aguado… Sabe lo que quiero decir, ¿no?
La moneda se deslizó por la barra atrayendo la mirada de todos y cada uno de los presentes.
El propietario se relamió, cogió el águila de oro y la sopesó. Sacó la lengua le dio unos toquecitos con ella.
—Perfecto —dijo con satisfacción.
Dejó la botella donde estaba y sacó un cincel y un mazo de debajo de la barra. El águila —como todas las águilas— estaba acuñada con dos profundas líneas cruzadas en el rostro que lo dividían en cuatro partes. El propietario de la taberna alineó el cincel con uno de los surcos y le dio un golpe seco con el mazo. La moneda se partió en dos; él se quedó una mitad y devolvió la otra a Ash.
Ash removió el contenido del vaso, lo olfateó y lo apuró de un trago.
La mujer de tez morena examinaba a Ash con sus ojos perfilados con khol. Al roshun le pareció que debía de ser alhazií. Sus ojos revelaban que se sentía fascinada por el color de su piel.
—¿Qué le ha traído a Ciudad Pantoque? —preguntó la mujer.
Su voz era profunda y melodiosa, y evocó en Ash un anochecer.
—Los pies —respondió el roshun, que dejó caer el licor abrasador directamente por la garganta y rellenó el vaso hasta el borde.
Ash alquiló un cuarto para pasar la noche; un cubículo deprimente en la planta superior donde únicamente cabía un camastro polvoriento, sobre el que sólo dejó su espada. Luego regresó abajo, se sentó en un rincón del bar con su botella de fuego de Cheem y emprendió la lenta pero atractiva tarea de emborracharse hasta perder el conocimiento.
No habló con nadie durante toda esa larga noche; su aspecto dejaba claro que convenía dejarlo en paz. El fuego de Cheem le alivió el dolor de cabeza, pero sobre todo le había permitido tratarse con indiferencia. Cuando el propietario finalmente anunció la hora de cerrar, Ash todavía no quería arrastrarse hasta su cuarto vacío. La bebida lo había sumido en un estado de melancolía. Sabía que le costaría conciliar el sueño, y que cuando lo hiciera soñaría con cosas con las que no quería soñar.
Acabó el contenido de su vaso y lo estampó contra la mesa. Agarró la botella mientras cogía la gabardina del perchero, se puso el sombrero y abrió la puerta.
Fuera, la lluvia se había tornado aguanieve. El viento la arrastraba, de modo que le abrasaba la piel cuando impactaba contra su rostro. Hacía un frío insoportable incluso con la gabardina ceñida al cuerpo y abrochada y el cordón del sombrero ajustado a la cabeza. La marea empezaba a subir con el fuerte oleaje, y en buena parte de las zonas más bajas del Bajío las casas estaban sumergidas casi medio metro en las aguas revueltas. Ash aferró la botella de fuego de Cheem y enfiló hacia allí dando tumbos por el penumbroso camino de guijarros.
Siguió por el borde del mar, rodeando las casuchas que iba encontrándose a su paso. Trastabilló un par de veces, pero consiguió estabilizarse antes de caer al agua. Continuó caminado hasta que dejó atrás el poblado de chabolas y la pendiente terminó en un risco que descendía y se introducía en el mar.
Se sentó en la superficie plana de una roca con las piernas colgando sobre las olas. En las nalgas sentía el contacto terso y frío de la piedra. Contempló el mar embravecido y el aguanieve que parecía caer de ningún lugar. En la lejanía oscura, el istmo de Lans se extendía hacia el continente y las murallas del Escudo se alzaban altas y negras. De vez en cuando titilaba el resplandor de las explosiones, cuyos profundos quejidos llegaban a sus oídos unos segundos después.
Ash se preguntó cuánto tiempo les quedaría aún. Tenía la impresión de que había llegado el final; pero quizá lo que sentía sólo era su propio final.
«En ruinas, Ash. En ruinas.»
No podía dejar de pensar en Sato y en todos aquellos que habían sido asesinados en el asalto de los mannianos; sobre todo en el puñado de camaradas de la Revolución Popular que aún seguían vivos, hombres que habían compartido su destino como exiliado.
Debería estar sintiendo ira y, sin embargo, lo que sentía en realidad era desesperación y soledad; unas emociones que se intensificaban mientras asistía al bombardeo incesante de las murallas. Cuando esa ciudad sucumbiera como lo había hecho Sato, también la isla entera caería. Y a continuación se obligaría al resto de los Puertos Libres a rendirse a causa del hambre. La oscuridad finalmente habría conquistado la luz.
Se dijo que era extraño que sólo entonces sintiera ese vínculo de solidaridad con aquellas gentes, ahora que lo habían perdido todo a manos de Mann, ahora que miraban a la muerte a los ojos. Pero entonces pensó que quizá no era tan extraño. Le había ocurrido lo mismo con Nico. No había sido capaz de abrirse al chico, de comprometerse con lo que no estaba preparado para volver a perder. Como todo lo que le había importado en la vida desde que había sido expulsado de su vieja patria.
Vio el modo terrible en el que había desperdiciado su vida y apenas si pudo soportarlo.
«Tendríamos que habernos unido a los Few desde que empezamos a escribir a Osh.»
«Tendríamos que haber elegido un bando.»
Ash dedicó un brindis a los valientes ciudadanos de BarKhos y tomó un trago largo.
El viejo roshun entonó canciones tristes de Honshu mientras vaciaba la botella. cada vez estaba más cansado, más borracho y tenía más frío, y sobre todo se sentía más desanimado por ello. Al cabo, la botella vertió una única gota sobre su lengua.
Ash se apretó la botella contra el pecho y se puso a hablarle por la boca.
—Hola —dijo con una voz socarrona que ganó en profundidad al resonar en su interior—. Estoy varado. No tengo a dónde ir. Enviadme ayuda. Más alcohol.
Tras unos minutos de concentración consiguió ponerle de nuevo el tapón, la levantó y la lanzó tan lejos como pudo.
Se le cerraron los párpados. Estaba cansado. Era hora de irse a la cama.
Ash se tumbó sobre la roca, se hizo un ovillo y empezó a roncar.
El aguanieve arreció.
En su sueño, Ash ascendía por el valle en dirección al monasterio de Sato por un terreno que se empinaba un poco más a cada zancada.
Ash apretó el paso. Tenía prisa. Estaba ansioso por vislumbrar su hogar entre los malis mecidos por el viento.
Al principio no lo veía; ni siquiera a medida que iba acercándose. El pánico lo desbordaba mientras atravesaba a la carrera la arboleda. Y entonces se detuvo ante una montaña de ceniza humeante.
No lo comprendía. Es decir, no entendía lo que estaba viendo.
«Debe tratarse de un error —pensó—. La edad me ha hecho equivocarme de valle.»
Notaba la lluvia de ceniza en el rostro, extrañamente fría; y en los labios, insípida como el hielo.
Ash entornó los ojos y escudriñó las ruinas.
En el centro mismo de la montaña de ceniza crecía un mali joven. Sus hojas del color del bronce se agitaban sacudidas por una racha de viento que él ya no sentía. El viento ya estaba dispersando la ceniza alrededor de Ash y la montaña humeante desaparecía.
Una figura avanzaba bajo el aguanieve con las manos cargadas de troncos arrastrados hasta la costa por el oleaje. De vez en cuando se agachaba para coger otra rama o una tabla partida que las olas habían arrojado a tierra firme. La figura se detuvo cuando se topó con el cuerpo encogido que tiritaba y gemía en sueños tendido sobre la roca.
—Eh —dijo Meer, y le dio un empujoncito con la punta del pie.
El hombre dormido gruñó y se movió sin despertarse.
—Un viejo extranjero de tierras remotas chiflado —masculló Meer—. Se morirá de frío si se queda durmiendo aquí una noche como ésta.
Meer suspiró, soltó los troncos, levantó con un gruñido al viejo de la roca donde dormía y se lo echó al hombro. Equilibró el peso y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, dejando atrás el saliente rocoso y el poblado de chabolas.
Ash se dijo que tenía que dejar de despertarse así: con tortícolis y en un lugar inesperado.
Era temprano por la mañana, a juzgar por la luz pálida que se filtraba desde detrás de él y que teñía de un verde azulado el humo del pequeño fuego que ardía rodeado por un círculo de piedras redondas.
Ash estaba acostado sobre una esterilla de carrizo, tapado con su gabardina y con la cabeza apoyada sobre una de sus botas. El lugar era una cueva con aspecto de haber sido excavada por el hombre. Las paredes curvas estaban recubiertas con yeso de color azul celeste, aunque la humedad había penetrado en él, de modo que en algunos tramos se había desprendido revelando la roca desnuda que se escondía detrás.
«Un santuario —pensó Ash—. Parece un santuario.»
En la pared de enfrente había varios enseres apilados: un platillo de mendigar de madera, una bolsa de lona, un palo lleno de nudos, una manta cuidadosamente doblada, un haz de pergaminos atados juntos demasiado fuerte con una tira de lona, un bote de tinta, algunas velas y una taza grande.
Ash gateó hasta la taza y miró dentro.
«Agua.»
Se bebió la mitad del contenido de la taza de un trago y casi se vertió más por encima de la guerrera. Soltó un gruñido cuando el agua gélida se estrelló contra su estómago e intentó volver a emerger al exterior.
Oyó un ruido pasos y lanzó una mirada por encima del hombro.
—Vaya, así que está vivo.
Las palabras retumbaron en su cabeza con todas sus sílabas y Ash se estremeció.
Quien las había pronunciado era, al parecer, un monje, ya que llevaba la cabeza afeitada, vestía una túnica negra y llevaba los pies calzados con sandalias. Ash le echó unos cuarenta años, pero sus ojos mostraban el brillo y la fascinación de los de un muchacho.
El monje soltó una brazada de leña junto al fuego, se levantó la túnica y dejó al descubierto unas piernas blancas y fuertes antes de sentarse a los pies de la hoguera para atizar el fuego con una rama.
Ash gateó hasta la entrada de la cueva con los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz del sol. Se encontraba en una posición elevada sobre la pared del acantilado, y paseó la mirada por la masa gris con crestas blancas del mar. Se asomó abajo y vio una escalera que descendía hasta un estrecho camino que se extendía por la parte inferior del acantilado.
Aspiró una bocanada del aire que llegaba del mar y trató de despabilarse.
—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó empleando el volumen de voz más bajo que pudo.
—¿Eh? Pero si llegó volando anoche, como una hoja arrastrada por el viento. He de decirle que me llevé un buen susto.
En otras circunstancias, Ash probablemente habría apreciado el sentido del humor de aquel hombre. Sin embargo, en ese momento lo pasó por alto, se sentó y emprendió el arduo y lento proceso de ponerse las botas mojadas.
—¿Qué es este sitio? ¿Un santuario?
Ash recuperó el aliento. Por delante todavía le quedaba el desafío de ponerse la otra bota.
—Sí —respondió el hombre paseando la mirada por el lúgubre espacio de la cueva—. Creo que es muy antiguo. Me contaron que en otro tiempo hubo aquí una estatua en bronce del Gran Necio. Estaba colocada aquí mismo, donde el fuego. —El monje se frotó las manos y las tendió con las palmas abiertas hacia la hoguera—. La gente de aquí dice que solían depositar ofrendas y plegarias escritas en papel de arroz. Pero, entonces, un día robaron la estatua, y tardaron mucho tiempo en recaudar el dinero para reemplazarla. Encadenaron la nueva al suelo, pero también se la llevaron los ladrones.
El monje se puso de rodillas en el suelo con la espalda recta y la mano derecha apoyada sobre la izquierda: la posición
chachen
de meditación.
—Cuando me instalé aquí el invierno pasado ocupé el lugar de la estatua. Y aquí espero todos los días a que vengan a robarme.
Ash gruñó y consiguió ponerse la otra bota con un esfuerzo final. Suspiró aliviado, aunque las botas estaban frías y húmedas y resultaban más bien un fastidio. Entonces se quedó mirando los finos cordones y le pareció una tarea demasiado compleja en ese momento. Torció el gesto con consternación y decidió que se quedaban así.
—Mi nombre es Meer, por cierto.
Ash apenas lo escuchaba. Los recuerdos se entremezclaban en su cabeza. Se acordaba de haber estado cantando sentado en una roca, de haber tirado una botella vacía al mar y de haberse tumbado hecho un ovillo a dormir. Había caído una buena tormenta de aguanieve la noche anterior.
—Gracias por haberme traído anoche.
Meer asintió con una sonrisa en los ojos.
—Usted es de Honshu, ¿verdad?
Ash hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Reparó en que el hombre había utilizado en nombre real de su tierra.
—En ese caso me encantaría que me contara cosas de su país. Nunca he estado allí, aunque me gustaría verlo con mis propios ojos. Soy un trotamundos, ¿sabe?