Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Toro estaba tan débil que sentía náuseas. Arrojó el odre con agua hacia Chilanos, el sargento del estado mayor, que tampoco abrió la boca y le agradeció el gesto con un leve parpadeo. El hombre que había al lado del sargento cogió el odre cuando éste hubo bebido. Aquella agua tibia era todo con lo que contaban, y la tomaban a sorbitos como si fuera el más delicioso de los vinos.
El reducido grupo llevaba tres días sin poder satisfacer las necesidades más esenciales. No se permitía hablar a los soldados, aunque lo hacían de todos modos, furtivamente, cuando el aburrimiento acababa superando el miedo. Tampoco les dejaban dormir, y los guardias que los vigilaban les tiraban piedrecitas cuando cerraban los ojos. Por la noche los soldados se meaban encima de ellos cuando se acurrucaban vencidos por el cansancio.
Toro estuvo un tiempo buscando entre los soldados que solían merodear cerca del pozo al hombretón de la tribu del norte que le había salvado la vida. Se moría de ganas de gritarle: «¡Mira! ¡Mira para qué me salvaste!» Sin embargo no había ni rastro de él, y Toro estaba seguro de que había muerto por las heridas recibidas.
A menudo, un pelotón de fornidos soldados imperiales bajaba al agujero por una escalera y elegía arbitrariamente a alguno de los prisioneros para apalearlo con sus bastones de madera. Al principio los cautivos se quejaron de aquellas acciones, pero cada vez que protestaban la emprendían contra todos con la misma brutalidad, hasta que Toro ya no pudo soportarlo y al resto le pareció que era más sensato quedarse sentado y limitarse a escuchar las palizas.
En los momentos más aciagos, Toro empleaba el humor para hacer más llevadera la situación a sus compañeros, cuando alguno se arrastraba a gatas por el suelo después de ser apaleado o cuando otro meaba sangre en el balde.
Después de tres días sufriendo esos tormentos parecía como si el mundo estuviera envuelto por una extraña película transparente y Toro pudiera atravesarla con los dedos para penetrar en una realidad alternativa. El hedor dentro del pozo se había vuelto insoportable, ya que compartían un único balde donde aliviar sus necesidades fisiológicas y sólo lo vaciaban por la mañana. Bahn lo sobrellevaba mejor que otros hombres. Después de todo, estaba acostumbrado a las privaciones de la cautividad. Se había convertido en el faro en medio de un mar castigado por la tempestad.
Oyeron un traqueteo sobre sus cabezas y Toro levantó la mirada hacia la oscura reja de madera que cubría la boca del pozo. Los rostros mugrientos del resto de los prisioneros se volvieron hacia él en busca de un gesto tranquilizador.
Los guardias estaban desatando la puerta del agujero. La levantaron y soltaron la escalera.
Toro decidió que esta vez, si era él el elegido para recibir la paliza, se rebelaría.
Cuatro soldados bajaron armados con sus bastones y pasearon la mirada por los hombres tirados en el suelo. El mayor de los cuatro se fijó en Bahn, que miraba fijamente la pared, y lo señaló con su porra.
—¡Arriba! —espetó.
Bahn hizo caso omiso a la orden.
Los otros soldados agarraron al khosiano y lo levantaron a la fuerza. Las cadenas tintinearon. Le cubrieron rápidamente la cabeza con un saco y lo arrastraron hasta la escalera.
Toro hizo un esfuerzo para levantarse deslizando la espalda por la pared de piedra.
—¿A dónde lo lleváis? —preguntó con su voz rasposa.
—¡Está prohibido hablar! —gritó el soldado mayor, y descargó el bastón contra Toro.
El ex luchador lo agarró con sus manos encadenadas y se las ingenió para asestarle un golpe en la cabeza con la frente. Se sintió satisfecho al ver la sangre manando de la herida del manniano y se conformó con que los acontecimientos siguieran su curso natural mientras lo apaleaban. Toro escuchó el ruido sordo de los golpes. Se negaba a irse al suelo, como si eso tuviera alguna importancia, como si hubiera viajado en el tiempo hasta sus días como luchador, acorralado contra la pared privado de todo tipo de medios para presentar una defensa decente.
Sin embargo, al final acabó con sus huesos en el suelo. Cayó desplomado y mostró su amplia sonrisa a los soldados mannianos mientras éstos cargaban con Bahn por la escalera. Éste no movió un músculo mientras lo sacaban del agujero como un saco de patatas.
Chilanos abrió la boca y empezó a cantar cuando los soldados cerraron el pozo. Había elegido
La canción de los olvidados
, y los célebres versos sonaron altos y sacudieron las profundidades del agujero.
Toro se puso de rodillas como buenamente pudo acompañado por el tintineo de sus cadenas.
—¡Diles lo que quieran saber! —gritó—. ¿Me has oído, Bahn? ¡Responde todas sus preguntas!
Sparus era un hombre abatido mientras descendía por la escalera de caracol hacia las entrañas del peñón sobre el que se erigía la ciudadela.
Creed había escapado. Ya no cabía duda. Se lo había confirmado el principari de Tume, que se había mofado de él al darle la noticia, a pesar de estar agonizando por las heridas recibidas.
Y ahora encima le decían que la salud de la matriarca estaba empeorando.
Sparus podía notar cómo empezaba a descomponerse todo a su alrededor; esta invasión estúpida inspirada en los planes de su predecesor Mokabi. Ni siquiera la caída de Tume tenía importancia dentro de sus parámetros para juzgar el éxito de la expedición. A menos que marcharan sobre Bar-Khos ya mismo, el resultado podía acabar siendo desastroso para sus fuerzas… y para él.
Deseó más que nunca haber rechazado el mando de la expedición. Todos esos años pasados en polvorientas campañas en el extranjero, trepando los peldaños resbaladizos de la jerarquía militar para conseguir lo que había pensado que era imposible: el grado de archigeneral de Mann. Y ahora esta campaña temeraria de la invasión de Khos y la reputación de toda una vida pendiendo de su resultado. ¿Cómo sería recordado en los documentos y en los libros de historia si fracasaba?
Sólo pensarlo le hacía hervir la sangre.
El Palacio Sumergido, situado en las profundidades de la ciudadela, consistía en un complejo de cámaras amplias profusamente iluminadas por faroles de cristal que colgaban de un número incontable de candelabros. Las paredes exteriores eran unos grandes ventanales de vidrio grueso donde la guardia de honor de Sasheen permanecía en posición de firmes. Detrás de ellos resplandecían las aguas cristalinas del lago, ensombrecidas por las plataformas construidas con hierbas del lago de la ciudad que se extendía encima, por entre cuyos canales abiertos se desparramaba la luz. Desde todas las ventanas se veía bancos de peces que se deslizaban de un lado a otro pasando de las zonas en penumbra a las soleadas. Del fondo oscuro del lago brotaban burbujas; algunas estallaban en la superficie, otras rodaban y erraban por debajo de las plataformas.
—¡Ah! Archigeneral, tengo que hablar con usted, si tiene un momento —dijo Klint deteniéndose junto a Sparus.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó en un tono de impaciencia.
Klint lo condujo hasta una cámara vacía, un salón con asientos reclinables y viejos retratos colgados de las paredes. El hombre se humedeció los labios y paseó la mirada en derredor para asegurarse de que estaban solos.
—Creo que la Santa Matriarca ha sido envenenada —dijo en un susurro apresurado.
—¿Envenenada? ¿Cómo?
—A través de la herida. Creo que la bala contenía una toxina.
—¿Está seguro?
—Lo revela el olor de la herida, si se tiene el olfato adiestrado para ese tipo de cosas. Además está el tema de los síntomas… Al principio pensé que la sangre estaba contaminada. Ahora… —Meneó la cabeza—. He comprobado que hay algo más. Parece una espora de pie negro.
Sparus cerró el ojo y lo mantuvo así unos segundos. «Aquí lo tienes —pensó—. El desastre que sabías que llegaría.»
—Creía que los khosianos no empleaban esas cosas —dijo Sparus, cuyas fosas nasales recibieron el olor nauseabundo del perfume de Klint cuando éste se acercó un poco más a él.
—Y no lo hacen. Sólo la orden Élash produce ese tipo de toxinas. Y sólo nuestros diplomáticos la utilizan.
El archigeneral Sparus entornó su ojo sano y escrutó detenidamente el rostro de su interlocutor.
—¿Está sugiriendo que uno de los nuestros le ha hecho eso?
Klint hizo un gesto preciso encogiendo los hombros.
—Yo sólo soy médico. Y sólo puedo informar de mis descubrimientos.
Sparus se frotó el caballete de la nariz con los dedos mugrientos. No encontraba el sentido a lo que Klint estaba contándole.
—¿Puede salvarla?
El médico bajó la mirada y la clavó en sus pies.
—Es difícil asegurarlo. Estoy tratándola con Leche Real, pero la Leche… Nuestra única fuente es el tarro que contiene la cabeza de Lucian, y la matriarca monta en cólera si la utilizo.
—No piense en ese idiota de Lucian. Use toda la que sea necesaria. Tiene mi permiso expreso.
—Se lo agradezco, pero aun así, la Leche ya no es fresca, se ha reutilizado demasiadas veces, y conserva pocas cualidades aparte de la de la preservación. Necesitamos una nueva partida, y aun en ese caso… Verá, los diplomáticos utilizan el pie negro precisamente porque la Leche Real no puede emplearse como antídoto con seguridad. No por otra cosa lo llaman «el desvelo del rey».
Sparus sintió que el médico estaba tratándolo con condescendencia porque lo suponía un ignorante en la materia. Aun así contuvo su irritación y se concentró en el problema que estaban tratando.
—¿Y si consiguiera una partida nueva de Leche?
Klint meneó desesperanzado la cabeza.
—Supongo que podríamos enviar una aeronave a Zanzahar, o a Bairat. Pero me temo que no tenemos tiempo para eso. Los efectos de la toxina están acelerándose.
—¿Le ha contado algo de esto a la matriarca?
—No. Creo que de momento es mejor no intranquilizarla y dejar que descanse.
—Doctor, si está muriéndose debería saberlo.
—Lo sé, pero quizá sea mejor no contarle la causa.
Sparus asintió. Compartía la postura del médico.
—Tengo que verla.
—Sí, claro. Sin embargo, deberá tomar algunas medidas de precaución.
Klint condujo al general hacia las cámaras reales. Se cruzaron con la sacerdotisa Sool, que parecía perdida en las entrañas del peñón. Una vez en la antecámara, el médico entregó a Sparus una máscara de seda para que se cubriera la boca y la nariz. La máscara olía a menta, aunque también despedía un olor más penetrante aún.
—¿Es contagioso? —preguntó Sparus a través de la máscara.
—En principio sí. Sobre todo cuando se ha instalado en el organismo. Con este tipo de cosas es mejor ser precavido.
El doctor le dio un par de mitones hechos con tripa de oveja.
Sasheen yacía en la cama del dormitorio principal, con las sábanas arrugadas cubriéndole el cuerpo tembloroso. La habitación estaba iluminada únicamente por el brillo azul parpadeante del lago que penetraba por la ventana curvada. La matriarca tenía fiebre y respiraba fatigosamente. Las cuentas de sudor refulgían en su cara, por otro lado hinchada; también los brazos y las manos lo estaban. Un fuerte olor a bilis impregnaba el aire del dormitorio.
—Matriarca —dijo Sparus cuando se detuvo junto al lecho.
Sasheen parpadeó, momentáneamente confundida, y apenas si pudo fijar su atención en el archigeneral.
—Sparus —dijo en un jadeo, e intentó moverse, aunque renunció a ello tras realizar un esfuerzo mínimo inicial—. Me han dicho que no debo tocar a nadie. Tengo miedo de coger algo dada la precariedad de mi salud.
Sparus vaciló, pero finalmente posó una mano sobre el dorso de la de la matriarca y notó el calor que desprendía a través del guante de tripa de oveja. Las sábanas tenían manchas amarillentas a la altura del cuello de Sasheen.
El doctor trajinaba alrededor de la cama. Tomó el pulso de la matriarca con sus manos enguantadas y examinó las lesiones de su cuerpo. Cuando retiró las sábanas por completo, Sparus vio el color negro que habían adquirido sus pies.
«Por el amor de…», se dijo atónito cuando comprendió lo lejos que se hallaba ya Sasheen.
—¿Tiene algún informe para mí, general?
Sparus carraspeó con la boca embozada con la máscara.
—Todavía estamos encontrando algunos focos de resistencia en el suroeste de la ciudad. Pero a estas horas ya deben de haber sido eliminados.
—¿Y Romano?
—Se queja de que todavía no se le haya permitido entrar en la ciudad con sus hombres.
—¿Sigue quejándose? —farfulló la matriarca.
Sparus se percató de la cólera que empezaba a apoderarse de Sasheen pese su estado. La matriarca jadeó un par de veces para aspirar el aire que necesitaba para seguir hablando.
—Deje que se queje. No correré el riesgo de permitirle la entrada en Tume con sus hombres. Sabe lo vulnerable que es mi situación. Eso sólo sería la invitación para un golpe de Estado.
Sparus inclinó la cabeza y se reservó su opinión. Le costaba mirar a la matriarca. En su cabeza ya estaba haciendo conjeturas sobre las posibles consecuencias que tendría para él el nuevo rumbo que iba a tomar la situación. Romano, con el respaldo de su familia, era el contendiente más fuerte en la pelea por el Patriarcado de Mann. Si Sasheen no se recuperaba, si moría allí mismo, en Tume, Romano se autoproclamaría Santo Patriarca independientemente del sucesor que nombrara ella. Exigiría liderar personalmente la fuerza expedicionaria y se llevaría la gloria de la conquista de Bar-Khos.
No le importaba que se quedara con todo el mérito, decidió Sparus, si eso significaba que él pudiera regresar a Q’os con su reputación intacta. Pero dudaba de que ni siquiera eso fuera posible. Romano reclamaría otra purga, y el nombre de Sparus perfectamente podría ser el primero de la lista.
«Podría acercarme a él y prometerle ahora mi lealtad», pensó, y se preguntó a quién podría encomendar una misión así.
Sasheen lo escrutaba detenidamente, recorriéndole el rostro con los ojos.
—Estoy muriéndome, ¿verdad, Sparus? —dijo con una voz débil y quebrada que parecía pertenecer a una niña pequeña.
«Mírame. Yo estoy urdiendo un plan para mi supervivencia mientras ella yace en la cama luchando por respirar.»
—Todavía hay esperanza —respondió Sparus—. Vamos a ir a por una nueva partida de Leche Real.
Sasheen dejó que la cabeza se le hundiera en los almohadones.