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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (44 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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—¿De verdad crees que nuestra situación es tan crítica? Me han llegado rumores de que la matriarca ha muerto.

—Sólo son rumores. Todavía no lo sabemos a ciencia cierta. De todos modos, querrán apoderarse de Tume antes de proseguir hasta Bar-Khos. Sería un riesgo enorme dejarnos intactos en su retaguardia.

Vanichios tomó aire y se llenó los pulmones.

—Esta ciudadela lleva en pie más de trescientos años, Marsalas. Quinientos hombres componen mi guardia; hombres aguerridos que lucharán a muerte.

—Esta ciudadela fue construida para otros tiempos. Pensada para ejércitos con balistas y demagogos. Con los cañones del imperio tirarán abajo las puertas en cuestión de horas. Ya lo sabes, viejo amigo.

—Ésa no es la cuestión —replicó el principari—. Tume ha sido el hogar de mi familia durante nueve generaciones, Marsalas. No puedo abandonarla sin más.

—Si no lo haces, morirás aquí.

Un silencio tenso se instaló entre ellos.

—No debería haber permitido que se llevaran los cañones de la ciudad —aseveró Vanichios—. Ahora no estaríamos en este aprieto, ojalá me hubiera negado.

—Entonces el Escudo habría caído. No es el momento para lamentarse por lo que se pudo o no se pudo haber hecho.

—El Escudo todavía no se ha salvado. Sigue siendo objeto de ataques despiadados. El general Tanserine está haciendo frente a una gran presión para defender la muralla de Kharnost.

Había llegado el turno de Creed de estremecerse. Tanserine era el más bravo general que tenían. Si él estaba teniendo dificultades para mantener su posición, debía de tratarse del ataque más brutal que habían recibido jamás.

Las puertas del salón se abrieron y una ráfaga de aguanieve se coló dentro. Creed sintió la caricia de la brisa en la nuca.

Los hombres maldijeron y bramaron que se cerrara las puertas. Por un momento, mientras los recién llegados bregaban con ellas para cerrarlas, pudo oírse el lejano sonido de los cañones. El puñado lastimoso de piezas de artillería del ejército estaba disparando hacia la orilla.

—No hay tiempo que perder —dijo Creed, aunque él mismo era incapaz de reunir las fuerzas para levantarse.

—Lo sé —afirmó Vanichios sin inmutarse.

Creed miró a su alrededor con la intención de requerir la presencia de Bahn, pero entonces recordó que esta vez no estaba a su lado, que había muerto.

Se frotó la cara y los ojos como abstrayéndose del mundo por unos instantes impagables. El dolor por los hombres que había perdido seguía instalado en su alma, pero también halló un motivo de consuelo: su plan había funcionado. Milagrosamente, de algún modo, había conseguido llevarlos a la batalla y sacarlos de ella sin perderlos a todos.

La emoción que había despertado en su interior se hizo tan intensa que le empezaron a temblar los dedos y a escocer los ojos.

—¿Te encuentras bien, Marsalas?

—Sólo estoy cansado —respondió Creed. De repente se sintió perdido. Viejo.

—La guerra es para los jóvenes y para los fanáticos vanidosos ansiosos por conquistar el mundo —dijo Vanichios.

—Cierto.

—¡Bueno, a la mierda con ellos! —exclamó el principari, y sus ojos brillaron una repentina ferocidad preñada de orgullo.

Esa mirada hizo retroceder a Creed quince años en su memoria. Se le hizo un nudo en la garganta y sintió un arrebato de afecto en el corazón.

Acababa de comprender que su amigo estaba preparándose para la muerte.

Ash se tapó la cabeza con la capa a pesar de que le molestaba el roce con la hinchazón de la herida cosida. Hacía un sobreesfuerzo para no toser y evitar el dolor que de lo contrario le causaba. El zel avanzaba con paso lento y cansino por el suelo entarimado del paseo junto al lago de Tume, y Ash, en su duermevela, se dejaba mecer por su cadencia y advertía todo lo que sucedía a su alrededor como si se tratara de un sueño inconexo.

El diplomático marchaba delante con las riendas cogidas en una mano enguantada. A su alrededor, el paseo estaba atiborrado de gente que, cargada con todo lo que podía, se dirigía al canal que se extendía en paralelo a la vía principal. Embarcaciones de todos los tamaños partían de la orilla para adentrarse en el lago o se hundían un poco más en el agua a medida que iban llenándose de gente y de todo tipo de objetos. Desde la cercana ciudadela llegaba el sonido continuo de un cuerno y el tañido de las campanas de los templos, que sólo conseguían acentuar la sensación de urgencia.

Ash nunca se había sentido tan exhausto en su vida. Su vista se fijó en un niño de cuatro o cinco años que estaba solo en mitad de la calle, con las mejillas rojas estriadas por las lágrimas, estremecido por el miedo del abandono. El anciano roshun intentó hablarle cuando pasó dando bandazos por su lado, pero tenía la boca seca y entumecida, y sólo pudo toser un par de veces mientras echaba la vista atrás y veía la figura diminuta engullida por un pelotón de soldados que intentaba establecer algo cercano al orden.

—Se marchan —le gritó Ché—. ¡Se marchan!

Ash se limitó a mirar al diplomático. Inspiró una bocanada de aire seco y volvió a toser en la mano que se había llevado a la boca. El sonido de su tos era áspero y ronco.

—Está bien —dijo Ché—. Lo que diga usted.

Torcieron para entrar en una calle lateral y atravesaron un distrito de edificios de pisos de madera oscura. El zel avanzaba con cautela por una estrecha pasarela entarimada flanqueada por matorrales marrones de hierbas del lago. Examinada de cerca, aquella vegetación tenía aspecto de algas; constaba de unas hojas planas con unos furúnculos rellenos de aire a lo largo de ellas. La gente atajaba por las superficies resbaladizas haciendo equilibrio con los brazos extendidos.

Cruzaron canales más estrechos y calles hasta que llegaron a las inmediaciones de la costa occidental de la isla y entraron en una zona de casas más elegantes, en su mayoría mansiones de tres plantas rodeadas por unos muros que cercaban la propiedad. Todas tenían las puertas cerradas a cal y canto; también las ventanas estaban cerradas. Y en ninguna de ellas se veía luz en el interior. La calle estaba desierta, pero al fondo se veía una amplia vía que se extendía de norte a sur. Y detrás de ella, bajo la cortina de aguanieve, se vislumbraban marañas de hierbas del lago que, como playas grasientas, se internaban en el lago Hirviente, cuya superficie, en ese momento mate por la acción de la luz crepuscular, se extendía hasta la orilla brumosa de oscuras arboledas.

Ché empezó a inquietarse junto a la puerta cerrada de una casa mientras Ash contemplaba las embarcaciones que se alejaban de la isla sin preguntarse demasiado qué significaría eso.

El diplomático maldijo su suerte y sacudió las manos para hacerlas entrar en calor. Echó un vistazo a Ash, pero no se atrevió a comentar nada. El roshun levantó la mirada hacia la casa que se elevaba delante de ellos y se preguntó si estaría soñando. Se trataba de una elegante casa de campo khosiana, con cristales de primera calidad en las ventanas y el tejado en forma de campana; los aleros sobresalían considerablemente de la estructura y luego se combaban en los bordes para formar intrincados canalones. Debajo de cada una de las esquinas había una cisterna que recogía el agua de la lluvia.

Las puertas se abrieron con un chirrido y Ché los condujo por el interior de los terrenos de la casa. Dejó el zel parado y se acercó a la puerta principal. Una ráfaga de viento golpeó a Ash en la cara y le devolvió algo de vida al maltrecho anciano, que vio cómo Ché abría la puerta de la vivienda y dejaba al descubierto el interior penumbroso.

El roshun intentó desmontar, pero el cuerpo no le respondía y se derrumbó en el suelo, donde permaneció jadeando. Ché lo levantó por las axilas y murmuró algo sobre los lamentables ancianos extranjeros de tierras remotas mientras lo arrastraba al interior de la casa.

—Allí —exclamó Halahan mirando a través del catalejo—. A la derecha. En el hombro.

Hoon escudriñó por la mira de su rifle entrecerrando el ojo. Apuntaba hacia el extremo del puente a través de una cortina de viento a la luz crepuscular. Por las tablas de madera se arrastraba lentamente una hilera de escudos para asedio empujados por comandos imperiales, parapetados detrás de ellos.

Hoon desvió ligeramente la mira.

—Lo tengo —dijo. Espiró y apretó el gatillo.

En otro tiempo, el estallido ensordecedor del rifle habría estado retiñendo en los oídos de Halahan durante días, pero ahora apenas advirtió el estruendo, pues sus oídos estaban «habituados a los disparos», como solía decirse. Observó la imagen ampliada a través del catalejo, que tremolaba levemente por el temblor de sus manos ateridas, y vio cómo aparecía una nubecita de humo oscuro en el hombro del comando cobijado detrás del escudo de la derecha antes de que el guerrero desapareciera de su vista.

—Confirmado —masculló, envuelto todavía por el persistente tufo a pólvora.

Hoon abrió la recámara del rifle, sacó el cartucho disparado y lo guardó en su bolsa para la munición gastada. Luego sopló en el hueco por pura superstición y extrajo uno nuevo de la cartuchera.

Estaban arrodillados en el balcón de la torrecilla de la derecha de la torre de entrada a la ciudadela de Tume. Sus hombres estaban cansados, aunque aquellos que habían estado a su lado en la cresta de la colina habían podido arañar unas horas al sueño después de que los skuds los hubieran dejado en la ciudad. Halahan había ordenado que se les proporcionara aceite de junco para que se mantuvieran alerta y se había asegurado de que comían bien.

Encima de ellos, en la azotea de la torre de entrada, uno de los cañones de campaña disparó una ráfaga de metralla dirigida al extremo opuesto del puente. Las cadenas fustigaron y arañaron las tablas de madera y arrancaron la barandilla antes de caer sin fuerza en el agua.

Halahan no quitaba el ojo del catalejo y seguía con la mirada clavada en los escudos de asedio que habían interrumpido su avance por el puente y ahora eran utilizados como parapeto por los francotiradores. Brotaron nubes de humo y un instante después se oyó el chasquido de las detonaciones. Halahan lo observaba todo con una sensación de lejanía, que no lo abandonó ni siquiera cuando una bala atravesó la almena revestida de piedra que lo protegía a él y a sus hombres y el joven Cyril cayó muerto con un agujero del tamaño de una moneda en la frente. Los Chaquetas Grises continuaron arrodillados, repartidos por el pretil sin prestar atención al muchacho muerto, disparando al enemigo con la cabeza agachada y sin perder los nervios.

—Rápido —farfulló Halahan mientras enfocaba la lente para escrutar una escena que estaba desarrollándose mucho más cerca: la Guardia de la Casa de Tume, con sus soldados, envueltos en sus capas de color habano, estaba desplegando sus propios escudos de asedio en una línea irregular por el puente.

Ya habían recorrido la mitad del puente, y continuaron avanzando bajo el fuego sostenido del muro de escudos opuesto y de los francotiradores de la segunda línea posicionados en la orilla. En su progreso, la Guardia de Tume iba dejando una estela de muertos y heridos. Otro grupo de soldados empujaba tinajas llenas de aceite montadas sobre carretones que iban arrastrando a su paso los cuerpos desparramados por el puente.

Halahan observó que el muro de escudos de las tropas defensoras se detenía y los hombres que los habían empujado desenfundaban las espadas y anclaban las flechas a la cuerda de los arcos.

Dirigió el catalejo hacia los escudos de asedio enemigos y enfocó la lente.

Había movimiento. Los comandos salían en tropel del cobijo de los parapetos y enfilaban por el extenso tramo de puente que mediaba entre ellos y la Guardia de Tume. Halahan contó cuatro escuadrones según iban distribuyéndose en pelotones más o menos dispersos que buscaban resguardo en las barandillas.

Uno de ellos cayó cuando los francotiradores apostados en la torrecilla izquierda abrieron fuego. Los hombres congregados en su balcón los imitaron y empezaron a disparar. Encima, los cañones daban sacudidas y arrojaban sus balas. Los comandos avanzaban bajo los disparos con una determinación inquebrantable.

Halahan volvió a enfocar con su anteojo a la Guardia de Tume. Uno de los sargentos se había dado la vuelta y hacía señas a los hombres que acarreaban las tinajas de aceite. Todavía lo separaba una distancia considerable del que tenía más cerca; aun así, el soldado se detuvo y echó un vistazo hacia sus compañeros, que avanzaban en fila india detrás de él. El sargento gritó algo. El soldado desenfundó la espada y partió de un tajo la boca de la tinaja; y el aceite se desparramó por el puente.

—Todavía no, idiotas —dijo entre dientes Halahan, y entonces vio que el resto de los soldados también sacaba las espadas y partía las tinajas. Y mientras mordisqueaba la boquilla de su pipa apagada, el peor de sus presagios se desplegaba ante sus ojos.

Una granada cayó delante de los escudos de asedio de las tropas defensivas, y los hombres se agacharon envueltos por una humareda.

El sargento emergió dando tumbos de la nube de humo, insistiendo en las señas que hacía con las manos y en los gritos. Un arquero probó fortuna y disparó una flecha contra los comandos mientras los soldados de la Guardia de Tume se posicionaban a empellones detrás de los escudos.

Se produjo otra explosión, en esta ocasión detrás del muro de escudos, y salieron hombres disparados en todas direcciones. En ese mismo momento, un objeto llameante se dirigió rodando hacia el más adelantado de los soldados que estaban vaciando las tinajas. El hombre se quedó boquiabierto mirando el objeto que cruzaba el charco de aceite botando y le prendía fuego. Las lenguas azules de las llamas se tornaron rápidamente furiosas llamaradas rojas y amarillas que se propagaron por las maderas del puente. El soldado dio media vuelta para huir, pero el fuego ya se había adueñado de su cuerpo, así que echó a correr como una antorcha humana hacia la barandilla y se arrojó en picado al agua cristalina, agitando los brazos como un poseso.

Halahan siguió mordisqueando su pipa mientras observaba cómo una sandalia llameante se quedaba flotando en la superficie mientras su dueño se hundía hacia las profundidades del lago.

—Por el amor del Necio —entonó Hoon, enderezándose para levantar la vista de la mira de su fusil.

Halahan bajó su preciado catalejo y examinó el puente directamente con los ojos. La construcción estaba en llamas, al menos la mitad más cercana a la ciudadela; y los hombres chillaban y se arrojaban al agua convertidos en bolas de fuego. Los soldados de la Guardia de Tume apostados tras los escudos se empleaban a fondo para contener a los comandos, acuciados por su ataque y por las llamas que rugían a su espalda.

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