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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (3 page)

«O tal vez la vejiga», pensó Ash, que gruñó y se dijo que era un viejo idiota.

Un tintineo contra el cristal lo alertó de que se había dejado llevar en exceso por su curiosidad y de que estaba salpicando una esquina del tragaluz. El flujo de orina cesó de repente en cuanto la mujer levantó los ojos.

Ash contuvo la respiración y permaneció inmóvil. Estaba prácticamente seguro de que la mujer no podía verle con aquella luz, aunque por un momento casi deseó que no fuera así.

La mujer devolvió la mirada a la mesa y depositó de nuevo su atención en su exigua comida. Ash sacudió las últimas gotas y se limpió las manos en la túnica. Dirigió un silencioso gesto de buenas noches con la cabeza a la mujer y dio media vuelta para volver sobre sus pasos.

Pero justo entonces un parpadeo de la luz de las velas le llamó la atención. Una palomilla incandescente empezó a revolotear alrededor de la llama de la vela como si estuviera cortejándola, y ésta osciló agitada por el más leve de los roces. Ash y la viuda se quedaron paralizados cuando la criatura cayó presa de la llama. Un ala de la palomilla se quedó rápidamente adherida a la cera derretida y empezó a arrugarse y a crepitar mientras ardía; entretanto, la palomilla sacudía la otra ala mientras el fuego se extendía por todo su cuerpo y la reducía a una figura que bregaba para no morir quemada en una minúscula pira crepitante.

Ash apartó la mirada con un resabio amargo en la boca. No fue capaz de volver a echar un vistazo a la escena. Trepó por la pared de obra tan rápido como pudo, como si quisiera huir de las repentinas imágenes no deseadas que asomaban en el rabillo de su ojo.

Sin embargo, las imágenes aparecieron, y, mientras superaba el pretil, por un instante lo único que vio fue a un muchacho bregando por escapar de otra pira: su aprendiz, el joven Nico.

Ash inspiró una bocanada de aire como haría quien recibe un golpe duro e inesperado, y su mirada se dirigió hacia el Templo de los Suspiros, cuya sombra alargada estaba recubierta de hileras de ventanas iluminadas. La matriarca estaba allí dentro, en algún lugar, llorando su propia pérdida; muy probablemente en la Cámara de las Tormentas, situada en la cúspide del edificio y ahora profusamente iluminada. Llevaba así las últimas cuatro noches, las mismas que Ash llevaba vigilando.

Se echó el aliento en las manos y se las frotó para calentárselas. Siempre le afectaba más el frío en días así. Se percató de que le temblaba la mano izquierda; la derecha permanecía firme. Apretó el puño izquierdo como si quisiera ocultarse el temblor.

Se sentó sobre lo que usaba como cama y se puso cómodo delante del catalejo montado sobre el trípode y dirigido invariablemente hacia la Cámara de las Tormentas. Agarró el odre de fuego de Cheem, lo descorchó y le dio un pequeño trago. «Para el frío —se dijo—.Y para ayudarme a dormir.» Arrojó el odre junto a la espada, que permanecía de pie apoyada contra la mano de hormigón, y la pequeña ballesta a la que había quitado las cuerdas dobles para que no sufrieran las inclemencias del tiempo. Entrecerró un ojo para mirar a través del catalejo y vio pasar brevemente una silueta por los amplios ventanales de la Cámara de las Tormentas.

Ash se preguntó hasta cuándo tendría que seguir esperando en aquellas condiciones, cobijado en las alturas de una ciudad de dos millones de extraños en el corazón mismo del imperio de Mann. Paciencia era lo único de lo que no carecía; había pasado la mayor parte de su vida sentado esperando un suceso, una oportunidad para aparecer. Después de todo, ésa era la ocupación principal de los roshuns cuando no estaban arriesgando su vida en la fase final de una
vendetta
.

No obstante, esta espera se le hacía en cierto modo distinta. Al fin y al cabo no formaba parte de una
vendetta
roshun. Estaba solo, no contaba con apoyos; ni siquiera tenía un hogar a donde regresar en el caso de que viera la culminación de aquella venganza personal. Y era evidente que su salud estaba deteriorándose.

Había recibido con sorpresa la sensación de soledad que se había abierto paso entre la tristeza profunda y el sentimiento de culpa que lo asolaban. Había ocurrido la primera noche que se había encontrado solo en la ciudad de Q’os, después de que Baracha, Aléas y Sèrese hubieran emprendido el regreso al monasterio roshun de Cheem tras cumplir la
vendetta
contra el hijo de la matriarca, cuyas órdenes expresas habían significado la muerte del aprendiz de Ash. Esa noche se le había hecho eterna, envuelto en su capa y acurrucado en la posición elevada más segura que había podido encontrar para vigilar el templo, en la azotea de aquel teatro, embargado por una funesta desolación.

Se tumbó sobre la espalda y tiró de la capa para taparse el cuerpo aterido. Posó la cabeza sobre una bota y entrecruzó los dedos encima del estómago, bajo la tela basta de la capa. Era la primera noche con el cielo despejado desde que había establecido la vigilancia. Las lunas gemelas ya se habían puesto en el oeste, mientras que la Gran Rueda avanzaba como siempre, con la misma lentitud y la naturalidad de una marea. A la derecha, baja en el cielo, la constelación del Gran Necio, con sus pies sabios sostenidos en el aire, rozando la superficie. Encima, un poco más a la derecha, la Capucha de Ninshi continuaba velando por todo.

Ash se dio cuenta de que estaba mirando intensamente las estrellas que formaban el rostro debajo de la capucha. Tenía la mirada fija sobre todo en el único ojo, que brillaba con una gran intensidad, despidiendo una luz como de rubí: el Ojo de Ninshi. Esa estrella era distinta de todas las demás. A veces desaparecía por completo mientras sus compañeras seguían brillando y reaparecía horas después, recuperando lentamente su fulgor anterior.

Según afirmaban los antiguos hechiceros de Honshu, cuando alguien presenciaba el «guiño» del ojo de Ninshi quedaba absuelto de sus peores fechorías.

Ash contempló el Ojo sin pestañear. Siguió contemplándolo largo rato, imperturbable, hasta que los ojos empezaron a escocerle y le hicieron chiribitas; aun así, no apartó la mirada, con la esperanza de ver desaparecer la estrella, y no se dio cuenta de que su mano derecha se movía hasta el frasquito de arcilla lleno de ceniza que colgaba de su cuello y de que lo apretaba con fuerza.

Capítulo 2

Ché

El hogar familiar, los amigos, los allegados… no son más que la renuncia colectiva de los débiles en respuesta a la verdad fundamental de nuestra existencia: que cada uno de nosotros no es más que un esclavo de los impulsos en interés propio.

»He ahí, pues, el porqué de que los débiles aborrezcan las acusaciones de egoísmo. El porqué de que siempre ofrezcan caridad y buena voluntad cuando les conviene. El porqué de que hablen con inmensa convicción del espíritu de una sociedad justa.

»Entonces elegid a uno. Decidle que podría salvarse si matara a un prójimo. Ofrecedle una hoja de acero.

»Observad cómo toma el cuchillo de vuestra mano y comete el acto.»

El diplomático Ché se llevó una mano a la boca para contener un bostezo de aburrimiento, y las palabras del
Libro de las mentiras
fueron sonando cada vez más lejanas en sus oídos hasta desaparecer. La acólita que tenía más próxima le lanzó una mirada a través de los orificios de la máscara, y él se la sostuvo con frialdad, sin pestañear, hasta que ella acabó apartando los ojos.

Ché paseó entonces perezosamente la mirada en derredor, por la amplia cámara sin ventanas atestada de humo y generosamente iluminada por las lámparas de gas, y levantó los ojos hacia el invisible techo abovedado que se elevaba decenas de metros sobre sus cabezas, de tal modo que tuvo la impresión de hallarse en el fondo de un pozo. Finalmente depositó su atención en el mar de cabezas afeitadas congregadas allí la víspera del día de Augere el Mann, pertenecientes a los centenares de oficiantes sacerdotales del Caucus que escuchaban atentamente las palabras sagradas de Nihilis, el primer patriarca de Mann.

Ché no podía afirmar que siguiera creyendo en aquellas enseñanzas, ni siquiera que siguiera respetando el concepto de «creencia» en sí, pues, en el fondo, ¿qué significaba aparte de representar una especie de permiso para ver el mundo como realmente querías verlo, a través de la experiencia personal, las inclinaciones y las opiniones propias? Rara vez parecía acercarte a la verdad, a no ser que fuera por casualidad o acarreando el cumplimiento de sus propias profecías; más bien era un camino que conducía a los reinos de la desilusión, de un fanatismo de miras estrechas.

Ché, por el contrario, disfrutaba recordando la frase inicial de la sátira prohibida de Chunaski
Los gitanos del mar
: «Las creencias son como el culo, todos tenemos uno.»

Se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el frío mosaico de la pared, dejando que todo el peso de su cuerpo recayera en sus pies. El día había sido largo y su final todavía parecía lejano. Lo que más deseaba era que terminara de una vez para poder volver a su apartamento y relajarse en soledad.

Buscó el rostro al que debía prestar atención esa noche. La asamblea de sacerdotes colmaba la cámara repartida en siete delgadas cuñas de bancos: cinco reservados para las ciudades de Lanstrada —en el interior de Mann—, con Q’os en el centro, y otros dos para las regiones de Markesh y Ghazni y los territorios de los márgenes. El hombre a quien Ché debía vigilar, Deajit, estaba sentado entre los representantes de la ciudad interior de Skul, varias hileras por detrás de la única silla situada en el ápice de la composición, de cara al estrado central y ocupada por el sumo sacerdote de Skul, Du Chulane, que guardaba un silencio solitario. Ché perdió de vista momentáneamente al sumo sacerdote, pero entonces un sacerdote ladeó la cabeza para susurrar algo al oído de su vecino y Ché volvió a verlo fugazmente. El joven sacerdote tenía los ojos clavados en el suelo y ocultos bajo la capucha, como si estuviera dormido o inmerso en una profunda meditación.

Ché suspiró y adoptó una postura todavía más cómoda. Prácticamente estaba más fuera que dentro del escenario, y contemplaba la situación desde los límites de la cámara, donde los sacerdotes de menor rango se entremezclaban con los escasos miembros del cuerpo de guardia de los acólitos, o iban y venían por las puertas que había al fondo. Todos los años se celebraba allí el Caucus durante la semana del Augere. Los asistentes pasaban en vela la noche como muestra de respeto a las viejas tradiciones de Mann, que databan de cuando no había sido más que una secta urbana secreta que tramaba el derrocamiento de la dinastía Q’osian. El acto se prolongaba hasta el amanecer.

Centenares de pies patearon el suelo con un estruendo trepidante, como de tormenta inminente, cuando el sermón llegó a su fin y los oficiantes aprovecharon la oportunidad para abandonar sus asientos y relajarse un poco. Algunos regresaron apresuradamente. Deajit permaneció sentado mientras el nuevo orador subía al estrado, un hombre que se presentó como oficiante de impuestos de Skansk. Deajit se incorporó en la silla como si se le hubiera despertado un interés repentino.

En nuevo orador se entregó a un discurso apasionado acerca del hundimiento de las cosechas en Ghazni. Los años del
boom
agrícola y del riego desmesurado de los campos en la región oriental habían acabado provocando un desplome en la productividad. Para mantener el nivel de ingresos, insistió el orador, se necesitaría incrementar los impuestos a partir del nuevo año y reducir en la medida de lo posible los gastos públicos. Aquello bastó para desencadenar una nueva tormenta de pies en estampida.

Ché se percató de que otra vez estaba rascándose distraídamente el cuello, justo debajo de la oreja derecha, donde todavía le palpitaba un pulso acelerado que no se correspondía con el suyo. Se trataba de la glándula pulsátil que le habían implantado debajo de la piel y que respondía a la acción de una glándula idéntica que habían implantado a uno de sus colegas diplomáticos presente en la cámara. Ya había examinado los rostros de varios sacerdotes intentando descubrir quién de ellos sería, o si de hecho habría más de uno. Sin embargo, no había modo de averiguarlo a menos que se acercara uno por uno a todos los presentes en la sala. Por lo tanto, dejó de rascarse y trató de olvidar el tema, si bien su mirada continuó errando por la cámara.

Su mente había iniciado un viaje interior, y sus pensamientos se sucedían mientras el tiempo pasaba.

Pensó en el nuevo y lujoso apartamento en el distrito al sur del Templo que le habían entregado recientemente tras su regreso de la misión en Cheem; al parecer una recompensa de la Sección por sus muestras de lealtad. Pensó también en las dos muchachas, Perl y Shale, a quienes había estado cortejando durante los últimos meses en busca de sexo y de compañía grata. Ché, como un gato jugando con el extremo de un cordón, caviló sobre a cuál de las dos llamaría la próxima vez que quisiera pasar una noche de diversión.

Un movimiento atrajo su mirada. Se trataba de Deajit, que se levantaba de su asiento tras una eternidad. Ché lo observó sin mover la cabeza mientras el joven sacerdote enfilaba tranquilamente hacia las puertas del fondo de la cámara.

Ché tomó impulso para separarse de la pared y salió con paso decidido detrás de él.

En medio del bullicio del pasillo principal, los latidos de la glándula pulsátil de Ché apenas si se advertían. El diplomático divisó a Deajit en la distancia, sirviéndose una copa de vino junto a una de las mesas para el banquete dispuestas a ambos lados de la estancia. Había criados repartidos a lo largo de las mesas que explicaban qué ingredientes componían los exóticos platos expuestos en ellas. Deajit probó una cucharadita de carne de langosta y luego degustó el gelatinoso tuétano del mamut de las nieves, mientras hacía gestos de aprobación con la cabeza.

Ché se detuvo y buscó cobijo en una estancia que contenía una estatua de bronce de tamaño natural de Nihilis. Vigilado por las facciones extraordinariamente adustas del primer patriarca —unas facciones más célebres ahora que cuando gozaba de vida—, Ché sacó un frasquito de un bolsillo de su túnica, desenroscó la tapa y lo puso del revés con el dedo índice taponando el orificio; luego volvió a cerrarlo con sumo cuidado y se pasó el dedo humedecido por los labios. Durante un instante notó un leve aroma tóxico asaltándole las fosas nasales.

Deajit estaba deambulando por una de las salas secundarias que jalonaban el pasillo principal, todavía con la copa en la mano. Ché también cogió una copa al paso junto a una de las mesas y siguió al joven sacerdote al interior de la sala.

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