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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi

 

20 de mayo de 1964: en la empapada y traicionera arena de la plaza de toros de Las Ventas —la más grande de todo Madrid— el célebre, controvertido y mejor pagado torero de la historia de España se enfrenta al momento de su consagración como matador de toros con un animal especialmente bravo y peligroso: el toro es tuerto. A las seis de la tarde, veinte millones de españoles —entre ellos el general Franco—, esperan ante los aparatos de televisión la entrada del ídolo de las nuevas generaciones, Manuel Benítez
El Cordobés
.

Para millones de sus compatriotas, este joven, cuya extraordinaria ascensión desde la absoluta pobreza hasta actualmente sus inmensas propiedades, su flota de vehículos, sus inmuebles, su avión particular, simbolizaba todo lo que el país había soportado durante el último cuarto de siglo y los profundos cambios que se avecinaban: la España de la invasión turística, de los bares yéyé, de la televisión y de las minifaldas.

Veintiocho años antes, en la primavera de 1936, nacía Manuel Benítez el último de los cinco hijos de una familia pobre de Andalucía («Vivíamos en el segundo piso… únicamente había una habitación… y una ventana que daba a la calle…»), en el pequeño pueblo de Palma del Río, sólo pocos meses antes de que su familia, el pueblo —y toda España— se sumergiera en la violencia de la Guerra Civil.

Entre estas dos fechas se inscribe el destino de un hombre y uno de los períodos más trágicos que haya conocido España. A través del camino hacia la gloria y la fortuna del pequeño huérfano de la Guerra Civil, este libro cuenta la historia de la España contemporánea.

Un relato producto de una minuciosa y larga investigación periodística e historiográfica que narra con detalle la vida del matador «El Cordobés», desde su nacimiento en 1936 hasta 1967, ya en la cumbre de su popularidad, usando como telón de fondo la apasionante historia de España durante ese mismo período.
…O llevarás luto por mí
es una obra en la que se entremezclan las consecuencias de la guerra civil, la miseria del franquismo y el universo taurino con «El Cordobés» como protagonista.

Dominique Lapierre y Larry Collins

…O llevarás
luto por mi

ePUB v1.0

Natg
02.11.12

Título original:
I´ll dress you in mourning

Dominique Lapierre y Larry Collins, 1967.

Traducción: J. Ferrer Aleu

Diseño/retoque portada: Ledo

Editor original: Natg (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

L
a ciudad de Ronda se asienta, en precario equilibrio, sobre los rocosos hombros de una profunda barranca, a doscientos kilómetros del mar Mediterráneo, cerca de la punta meridional de España, en el borde de la orgullosa región llamada Andalucía. Ronda es llamada «nido de águilas», tanto por la rapacidad de sus moradores como por su encumbrado asiento. Allí, durante el ocaso de la Era de Oro española, era en que sus galeones habían llevado la guerra de conquista y la Cruz a un mundo abierto a sus audaces proas, los nobles de Ronda, durante los largos años de paz, se mantenían en forma para la guerra mediante un peligroso y sanguinario pasatiempo: montados a caballo, mataban toros bravos
.

El lugar del ejercicio era el campo de equitación de la Real Maestranza de Caballería. Su objetivo, en Ronda como en el resto de España, era fomentar el valor de los hombres de pro y proporcionar de paso un espectáculo a los pobres que acudían a mirar y a llevarse a rastras los toros muertos en la plaza
.

Durante uno de estos espectáculos, a comienzos del siglo
XVIII
, un noble y su caballo fueron derribados por la embestida del toro. El noble quedó apresado bajo su montura, indefenso ante los cuernos del toro al que había querido matar. Al disponerse éste a hundir las astas en su cuerpo, uno de los pobres lugareños alquilados para el servicio de la plaza de la Real Maestranza, saltó al ruedo. Empleando como engaño su sombrero andaluz de ala ancha, se atrajo al toro, alejándolo del indefenso jinete. Después, para admiración y espanto de sus nobles patronos, siguió agitando el sombrero ante los ojos del toro y, atrayendo la mirada del animal con sus movimientos, hizo que el astado pasara una y otra vez junto a su cuerpo
.

Aquel pobre hombre se llamaba Francisco Romero. Era peón carpintero, pero, con los espontáneos movimientos de su sombrero andaluz, había fundado el rito de la moderna corrida de toros, lucha entre un toro y un hombre a pie, con el oscilante señuelo de un trozo de paño
.

Durante treinta años, a partir de aquel día, Francisco Romero lidió toros a pie. Inventó la muleta, el paño rojo de los toreros, que remplazó al sombrero como engaño. Cuando murió, era el primer matador de toros de España, y su improvisada acción en la plaza de la Real Maestranza de Ronda había cambiado para siempre la naturaleza de las corridas. Había transformado un arte ecuestre en una hazaña de un hombre a pie. El pasatiempo de los nobles españoles, realizado ahora por sus campesinos, se convirtió en espectáculo para la gente acomodada, representado para ella por los pobres y hambrientos hijos del país. Pero el peón carpintero de Ronda murió rico, y la cosecha de su vida abrió nuevos horizontes a sus pobres paisanos
.

A partir de aquella tarde en Ronda, los jóvenes pobres de Andalucía tuvieron un camino para huir del hambre, un camino que pasaba frente a los cuernos de un toro bravo en los atardeceres de verano de los días españoles. Son a millares los que siguieron este camino durante los dos siglos y medio transcurridos desde que Francisco Romero lo abrió con el revoloteo de su sombrero andaluz. A unos pocos los condujo a una riqueza y a una fama como no pudieron imaginar en sus sueños de mozos pobres. A la mayoría, los llevó a la desesperación y al dolor. Y a más de cuatrocientos hijos de España los llevó a la tumba
.

Ésta es la historia del largo y penoso viaje de un hombre que siguió aquel camino
.

Capítulo 1

La corrida (I)

I
te, missa est
. (Idos, la misa ha terminado.)

Por un instante, las palabras del sacerdote parecieron aletear en las oscuras sombras de la iglesia, suspendidas en el aire húmedo como una nubecilla brotada de un incensario. Después, el grupo de mujeres tocadas de negros mantos y arrodilladas en la penumbra delante de aquél, pronunció la respuesta, apenas audible, como final del sagrado murmullo de la misa:


Deo gratias
.

Oídas estas palabras, don Juan Espinosa Carmona volvió su robusto corpachón hacia el altar que tenía a su espalda. Mientras tanto, los crujidos de los reclinatorios de madera anunciaron la partida del puñado de viudas que acababan de oír su misa diaria en la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga. Eran las ocho de la mañana. Fuera, la ciudad de Madrid despertaba a la vida. Hileras de camiones pasaban ruidosamente por la plaza de Roma, frente a las grandes puertas de roble de la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga, para salir de Madrid en dirección al Norte, hacia Guadalajara, Zaragoza y el mar.

Don Juan hizo una lenta genuflexión ante la puertecita abierta del sagrario. Después, con ademanes adquiridos en un tercio de siglo de hábito, comenzó otro rito que nada tenía que ver con la misa que acababa de terminar. Durante treinta años, había cumplido este rito todos los jueves y todos los domingos, desde marzo hasta octubre, así como todos los días de la segunda quincena de mayo, en la cual celebraba Madrid la fiesta de su patrón san Isidro. Cogió dos hostias consagradas del copón y las guardó en una cajita de plata del tamaño de un reloj de bolsillo. Después volvió a meter el brazo en el sagrario y extrajo un frasquito de cristal que contenía los sagrados óleos. Por último, guardó ambas cosas en una cartera de cuero negro, en la que había metido previamente una estola encarnada y un poco de algodón.

Un momento después, don Juan se arrodilló y rezó ante los chisporroteantes cirios votivos encendidos por algunas de las enlutadas mujeres que habían oído la misa. Más arriba de los cirios, envuelta en su temblorosa y ambarina luz, la pálida cara de yeso de la Virgen de Covadonga destacaba sobre la penumbrosa hornacina. Mil doscientos cuarenta y seis años antes, aquella Virgen se había aparecido a un puñado de nobles españoles y les había prometido la victoria sobre una horda de árabes que se encontraba cerca. Con esta acción, dice la leyenda, comenzó la larga reconquista cristiana de España, que había de durar siete siglos. Desde entonces, la agradecida España muestra una devoción especial a la Virgen de Covadonga.

Y así, como venía haciendo desde hacía treinta años, aquella mañana dirigió don Juan una oración especial a la Virgen de Covadonga, pidiéndole la gracia de no tener que usar, en las siguientes horas, el sagrado contenido de la cartera negra que apretaba contra su costado.

Terminada la oración, se levantó, se santiguó y salió a la calle. Después, giró a la izquierda y se encaminó hacia los arcos moriscos de otro templo que se elevaba, bajo la luz del sol, a medio kilómetro de donde él se encontraba. Era la plaza de toros de Madrid, la plaza de la capital de España, catedral de un arte tan antiguo y tan español como la Virgen a la cual acababa de venerar.

Don Juan era el capellán de la plaza de toros. Había empezado este singular ministerio cuando no era más que un joven sacerdote, completamente ignorante de los embrollos de la lidia. Ahora era un hombre más que maduro, y la comba de su estómago, que mantenía desabrochados dos botones de su sotana, era gráfico testimonio de su edad. Pero, en los treinta años que llevaba desempeñando su misión, don Juan se había convertido en un vehemente aficionado, y eran ya muchas las sotanas que había gastado en los asientos de cemento de la plaza viendo desfilar ante sus anteojos de montura cuadrada a tres generaciones de matadores de toros.

Sin embargo, las satisfacciones del singular cargo de don Juan tenían también su precio, y su figura encorvada, en las gradas de cemento de la plaza de toros de Madrid, representaba mucho más que una presencia simbólica. Doce veces durante aquel tercio de siglo, don Juan, con aceite de oliva de Granada, consagrado todos los años el día de Jueves Santo, había aliviado los últimos momentos de un hombre que moría joven y con traje de luces.

Ahora, mientras caminaba apresuradamente bajo el cálido sol del mes de mayo en dirección a la plaza, don Juan palpaba, debajo de su sotana y en una bolsita negra de algodón del tamaño de su dedo pulgar, el sello de su oficio. Era la llave del sagrario de la capilla de la plaza, donde, dentro de unos momentos, depositaría el contenido de su cartera de cuero. Envolviendo la llave, y sujeto con una goma elástica, llevaba un pedacito de papel rojo y amarillo.

Era el pase de don Juan para la temporada de toros en la plaza conocida vulgarmente con el nombre de Las Ventas, y, aquella mañana de mayo, era el documento más valioso que podía poseer un español. Exactamente dentro de diez horas, su rúbrica y su sello oficial garantizarían a don Juan la asistencia a un espectáculo que toda España hubiese querido presenciar: la confirmación oficial de la elevación al rango de matador de toros de un estevado huérfano andaluz.

Quizá ningún otro, desde las últimas convulsiones de la guerra civil, había llamado como él la atención de la nación española. Para encontrarle un semejante en la reciente historia de la fiesta brava del país, los aficionados tenían que remontarse a diecisiete años atrás, a aquella tarde trágica de agosto en que el último gran ídolo español, Manuel Rodríguez Manolete, había muerto a las astas de un Miura en la ciudad provinciana de Linares, conmoviendo a sus paisanos, con su muerte, más de lo que jamás les había conmovido en vida.

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