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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (6 page)

Casi nadie visita estos parajes de la costa. La tempestad y el sol se disputan su dominio y son similarmente crueles. En tiempo de calor, el mar chisporrotea al tocar la costra de la tierra; no hay pie que soporte el contacto con esa arena negra y quebradiza que penetra, calcinándolos, los más recios zahones. El arroyo se seca como la piel de los azores enfermos y en sus meandros agonizan las minucias de antiguos naufragios. Para avanzar a lo largo de la playa, el cuerpo, capturado dentro de un horno sin brisa ni sombra, debe luchar contra la pesantez inmóvil de una campana solar. Y avanzar por esta playa sólo revela el deseo de escapar de ella, subir por las dunas hirvientes y luego creer que es posible atravesar a pie el desierto que separa a la costa del monte.

Pero el desierto es liso como las manos sin destino de un cadáver. Se conocen las historias de náufragos (pues sólo el desastre puede conducir a un hombre a esta remota comarca) que han perecido aquí, girando en vano y luchando contra sus propias sombras, injuriándolas porque no se levantan de la arena, rogándoles que floten, frescos fantasmas, sobre las cabezas de sus dueños; de hinojos, al fin, ahorcándolas. Aquí se derriten los sesos de los infortunados. Y cuando ese sol de manteca no reina sobre la costa, la tormenta impera en su lugar y perfecciona su tarea.

Todo un mundo de despojos espera al hombre sin fortuna que, uno más, cree encontrar aquí la salvación que la furia del mar estuvo a punto de robarle. Arcas vacías y compases desimantados, costillares de naves y cabezas de proa talladas y retalladas por el sol y el viento hasta semejar una quebrada falange de escuderos petrificados, un desolado campo de estatuas de sombra; timones, rasgadas banderas y verdes botellas taponeadas y selladas: Cabo de los Desastres, fue llamado en las cartas antiguas; las crónicas abundan en noticias de galeones hundidos con los tesoros de las Molucas, Cipango y Catay, de naos desaparecidas con toda su tripulación gaditana y con todos los cautivos de las guerras contra el infiel, amos y siervos igualados por un destino catastrófico. Pero también, para compensar, se habla de veleros abatidos contra las rocas porque en ellos huían parejas de enamorados. Y si no las crónicas, las supersticiones, que casi siempre son alimento inconfeso de aquéllas, dicen que en noches de tormenta pasa por aquí, más espectral que la bruma que la envuelve, una flota de carabelas incendiadas por el fuego de San Telmo que arde en los palos mayores e ilumina los rostros lívidos de los califas conducidos en cautiverio.

Cuatro hombres de a caballo y ocho de a pie habían regresado con los sabuesos fatigados, confirmando la noticia; se emplazaba venado espantado. Guzmán se alzó sobre los estribos, acariciando el largo bigote que le caía en dos trencillas hasta la nuez, y dio órdenes en rápida sucesión: párense más sabuesos que para otro venado, y en cada busca empléense cuatro canes nada más; guarden gran silencio los monteros, y castiguen a sus canes para que no gruñan, porque los podría oír el venado.

Desde su silla, el Señor rumiaba la paradoja del venado miedoso, que para ser cazado requiere de precauciones mayores que si fuese valeroso aunque ingenuo. Inocente ímpetu; cautelosa cobardía. Buena defensa es el miedo, se dijo mientras avanzaba bajo el sol, guarecido por la caperuza que ocultaba su rostro.

Se soltaron doce canes maestros a tomar el monte por la querencia del venado y, al lado del Señor, Guzmán le dijo que el venado espantado busca ceba nueva, pero que por ser verano, la nueva ceba era la vieja querencia del venado anterior: el agua. Es fácil seguir el único canalizo de esta sierra árida, Sire, y averiguar en qué tremedal se recogen las aguas. El Señor asintió sin pensar y advirtió que el sol y el desinterés podrían vencerle; pero Guzmán esperaba una respuesta y al observar el rostro bronceado del sotamontero, el Señor entendió que no sólo aguardaba la contestación práctica que el oficio reclamaba, sino otra, intangible, tocante a la jerarquía: Guzmán sugería lo que debía hacerse, pero el Señor debía ordenarlo. Reaccionó y dijo al sotamontero que tuviese listo un renuevo de diez canes para el momento en que los delanteros regresasen, con los belfos espumosos, de la primera levantada. Guzmán inclinó la cabeza y en seguida la alzó para repetir la orden, añadiendo un detalle que al Señor se le había olvidado: que un grupo de monteros fuese de inmediato a lo alto del lomo y desde allí vigilase, con ventaja y en silencio, toda la operación.

Indicó hacia éste, hacia aquél, hacia el otro, hasta sumar una decena de hombres. Un sordo refrán de protesta se levantó entre los monteros escogidos para formar la armada que debía andar y subir más. Guzmán, al sentir el murmullo rebelde, sonrió y se llevó la mano a la empuñadura de la daga. El Señor, sonrojado, detuvo el movimiento del lugarteniente que ya acariciaba con anticipado gusto el puñal; miró fríamente hacia el grupo de hombres que se sentían despreciados por la orden de cumplir un oficio fin peligro. En los rostros, apenas velada por el rencor, aparecía ya la fatiga de esa expedición hacia los lugares altos y agudos del monte; y también la desesperación por no poder matar un venado que ellos serían los primeros en ver pero los últimos en tocar.

El Señor hizo avanzar con cólera el caballo hacia el grupo de rebeldes; bastó ese movimiento para que bajaran las cabezas y dejaran de murmurar. Evitaron mirarse entre sí o mirar al Señor y Guzmán seleccionó a tres monteros de su confianza para que de inmediato colocaran en fila a la malganada compañía de atalaya y, ellos mismos, se apostaron uno al frente, otro en medio y el último atrás de la fila, como guardias que conducen una cuerda a presidio.

—No lleven ballestas, ordenó, para terminar, Guzmán. Veo demasiado dedo impaciente. Recuerden, es venado espantado, no quiero voces. No quiero tiros. Sólo humo y llamas.

El Señor ya no le escuchó; continuó internándose en la montaña calcinada con noble actitud aunque con admitida desidia. La intentona de sublevación, dominada en el acto por la presencia del Señor y por las acciones de Guzmán, le había agotado completamente.

Empezó a admirar el trazo monumental de la sierra y a repetirse, mientras jugueteaba con las riendas, que si estaba allí era precisamente para dar descanso a su juicio, no para aguzarlo. Cuántas veces, hincado frente al altar o caminando alrededor del claustro, había interrumpido sus más profundas meditaciones para recordar la obligación que ahora estaba cumpliendo. Dejaba pasar más tiempo del debido lejos del aire libre donde se realizan las hazañas recordadas por vistas; pero hasta ahora siempre se había impuesto con oportunidad a su natural inclinación, dando la orden de emplazar montería antes de que el sotamontero Guzmán tuviese que recordárselo o de que el tedio de su esposa diese lugar a mudos reproches. Y ella, a la razón pragmática del Señor, añadía otra puramente fantasiosa:

—Algún día puedes verte en peligro con algún animal. No debes perder la costumbre del riesgo físico. Fuiste joven, un día…

Más discreto, él acentuaba los gestos nobles y las gallardas posturas, dejaba de pedir agua durante largas horas en la silla y bajo el sol, para hacerse respetar; para que sus vasallos sintiesen la fuerza de su presencia real y no escuchasen las consejas que, apenas se prolongaba su reclusión, propalaban de boca en boca turbios misterios e imaginaban temerosas desapariciones: ¿ha muerto nuestro Señor, se ha recluido en santo lugar, ha enloquecido, permite que su esposa, su madre, su secretario o su perro gobiernen en puesto suyo?

Miró hacia lo alto, frunciendo el ceño. Los monteros de atalaya, prohibido el uso de bocinas, llamaban con signos de humo a vista y a macho. Detrás del Señor, fueron soltados los ventores que ahora debían seguir latiendo la caza vista. Pasaron a su lado, codiciosos pero castigados por los monteros para que no ladraran; buenos para dar con el rastro viejo; osados: el Señor sintió a su paso el cintarazo pulsante de los cuerpos, redoblado por el castigo y el silencio.

Los ventores levantaron una ligera nubecilla de tierra suelta y pronto se perdieron en los accidentes del monte. El Señor se sintió solo, sin más compañía que el alano Bocanegra que le seguía con los ojos pequeños y tristes y la fiel guardia de hombres que, como los canes y los humildes monteros de la primera armada, jadeaban por participar activamente aunque el deber les obligase a permanecer a espaldas del Señor con los morrales llenos de bruco y muérdago.

Entonces, imprevisiblemente, el cielo empezó a oscurecerse y el Señor sonrió; se refrescaría del terrible calor sin necesidad de pedir alivio; las cuidadosas previsiones del sotamontero, tan definitivas como la voz autoritaria con que las ordenó, serían reducidas a una pura nada por el accidental cambio de tiempo: por el soberano capricho de los elementos. Doble alivio, doble gusto; lo admitió.

Así, la tormenta termina la labor del sol y el sol la de la tormenta; uno devuelve al mar los cuerpos incendiados, incapaces de avanzar cien pies más allá de las dunas; la otra ofrece al sol devorador las ruinas de los naufragios. El joven rubio y beato podría permanecer siempre allí, inconsciente y abandonado. Medio rostro se hunde en la arena fangosa y las piernas son lamidas por las olas inánimes. Las algas se enredan en la larga cabellera amarilla y a lo largo de los dos brazos abiertos en cruz, que así parecen hechos de hierbas de mar, o de ellas alimentados como por una hiedra de yodo y sal. El polvo negro de las dunas le cubre las cejas, las pestañas y los labios de la otra mitad del rostro. Rasgadas, las calzas amarillas y la ropilla color fresa se pegan, empapadas, a la carne. Los cangrejos rondan el cuerpo y si alguien lo mirase desde las dunas diría que es un viajero solitario y que como tantos viajeros antes y después de él, ha caído de boca sobre la playa, besándola, a dar gracias…

¿Qué país es éste?

Si ha partido, el viajero besará la tierra extraña que jamás esperaba encontrar allende un océano interminable, tormentoso, que al cabo debía precipitarse en la catarata universal. Si ha regresado, besará la tierra pródiga y le contará en voz baja, pues no hay mejor interlocutor de estas hazañas que ella, las aventuras del pendón que llevó a las batallas y a los descubrimientos y la suerte de los ejércitos y armadas de hombres semejantes a él, exiliados y liberados por una empresa que, en nombre de los más altos principes, vivían y aseguraban los más modestos súbditos.

Pero él sigue soñando que lucha contra el mar, a sabiendas de que su esfuerzo es inútil. Las ráfagas le ciegan, la espuma silencia sus gritos, las olas se desploman sobre su cabeza y al fin se dice en voz muy baja que es un muerto conducido al fondo de la catedral de agua; un cadáver embalsamado con sal y fuego. El mar ha salvado el cuerpo del náufrago; pero ha secuestrado su nombre. Yace con los brazos enredados en algas sobre la arena y desde lo alto de las dunas unos ojos vigilan y distinguen en el cuerpo desnudo el signo que quieren ver: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. Rostro hundido en la arena, brazos alargados. Y en un puño, asido a ella como a la tabla de salvación, una botella larga, verde y lacrada, rescatada, como el cuerpo del muchacho, de la muerte.

La lluvia tamborileaba contra las lonas de la tienda de campaña. Adentro, el Señor, sentado en la silla curul, acariciaba con la mano alargada la cabeza de Bocanegra y el perro lo miraba con esos ojos tristes, casi sin blanco y con el poco blanco veteado de sangre, como si el alano mostrase en la mirada la codicia de caza que la fidelidad al amo le vedaba. Condenado a la compañía doméstica, Bocanegra, sin embargo, se engalanaba con peto y coraza y rodeaba su cuello una carlanca de fierro armada con púas. El Señor acarició la piel de su can maestro, entre sedeña y pelrasa, e imaginó que esa tristeza desaparecería en cuanto el can, acostumbrado a ver partir por delante

a los demás perros mientras él permanecía al lado de su Señor, fuese solicitado por órdenes previstas para otra cacería: el Señor podría, alguna vez, adelantarse demasiado, perderse, ser atacado. Entonces Bocanegra conocería su hora de gloria. Eternamente echado a los pies de su dueño, esa vez seguiría hasta el último recodo del monte el olor de las botas y del cuerpo de su amo y acudiría, con un ladrido salvaje, a su defensa. Una vez, el padre del Señor había sido atacado por un puerco salvaje y sólo salvó la vida gracias al instinto, fino y fiero, del can maestro que le seguía y que clavó los afilados caninos y las púas del collar en los ojos y en la garganta del jabalí que, ciertamente, ya venía herido por sus rivales en el celo.

A veces, en horas como ésta, el Señor repetía esa historia cerca de las orejas enveladas del mastín, como si intentase consolarlo con la promesa de una aventura similar. No; no sería en esta ocasión. Guzmán conocía bien su oficio y había mandado instalar la tienda en este portillo por donde, forzosamente, debía salir el venado de su querencia en la navazuela. Toda la tarde, los criados de la guardia personal cortaron con hachuelas algunas jaras y madroños para que, si escampaba, el Señor pudiese ocultarse en un puesto más alto y conocer el desenlace de la montería; y otros, con los hocinos, claveteaban las puntas de la lona en el portillo por si el Señor se veía obligado a pasar la noche en el monte. No, Bocanegra; no sería en esta ocasión. Pero si algún día la oportunidad del riesgo y el valor se presentaba, quizás el alano domesticado, sus instintos perdidos, no sabría responder con fiereza.

Llovía. El agua empapaba las redes levantadas por orden de Guzmán cerca de la tienda de campaña. Los lienzos y cordeles cerraban la estrecha cañada por donde el venado debía entrar, acorralado, a encontrar la muerte a los pies del Señor. Guzmán había puesto en su lugar a los lebreles. Guzmán había situado a los caballos que debían aguardar el espanto del venado. Guzmán había ubicado a la gente de a pie. Al intentar huir por un lado, el animal se toparía contra los lienzos y cordeles y, al huir de los filopos, caería en manos de los cazadores.

«Guzmán conoce bien su oficio».

El Señor apretó la cabeza del perro; y al moverla, Bocanegra rasguñó levemente un dedo del amo con las púas de la carlanca. El Señor se llevó la mano a la boca y chupó su propia sangre, rogando, que cese de correr, que no me desangre, un poco de suerte, un leve rasguño, que no me desangre como tantos antepasados muertos por la sangría de heridas que jamás cicatrizaron; y su mente se concentró en un recuerdo inmediato para sofocar esta memoria ancestral: la armada de atalaya había querido sublevarse esa mañana. No tenía por qué seguirle molestando el incidente. Guzmán sólo había demostrado que conocía bien su oficio, un oficio al servicio del Señor. Era natural que escogiese a los monteros de la primera armada entre la gente más baja; nadie más se prestaría a cumplir tan desagradecida tarea. Lo inaceptable, por inexplicable, era que la gente más modesta diese muestras de ser, también, la más rebelde. Pero de esto ni a él ni al sotamontero se les podía hacer responsables; y después de todo, la rebeldía fue rápidamente dominada. Sin embargo, la pregunta se negaba a ser contestada: ¿por qué estos hombres humildes, levantados de entre la escoria aledaña al palacio, colocados en situación que significaba una definitiva mejoría, se empeñaban en murmurar a regañadientes y en evadir una responsabilidad para la que ellos mismos debían saber que, en primer lugar, fueron escogidos? ¿No era el orgullo privilegio sólo de la alcurnia o de la ilustración? ¿Por qué protestaban, apenas se les daba algo, quienes antes nada eran y nada tenían? El Señor no quiso penetrar este misterio más allá de una recordada sentencia de su padre el Príncipe: désele al más pordiosero de los pordioseros de esta tierra de mendigos el menor signo de distinción, y en seguida se comportará como un hidalgo vano y pretencioso; no los distingas, hijo, ni con una mirada; es gente sin importancia.

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