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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (72 page)

Como en la playa de las perlas, imaginé un regreso al paraíso. Pero mi experiencia me hacía dudar ahora de estos espejismos del bosque y andar precavido. En todas partes, las apariencias engañan: en esta tierra, el proverbio era ley. Me apresté, rodeado de tanta paz y de tanta belleza, a defenderme de un repentino terror. Pero este asomo de mi voluntad fue rápidamente abatido por la fatal naturaleza de mi viaje: yo seguía la ruta que para mí labraba la araña en la selva; la seguiría, me condujese al cielo o al infierno. Más que cielo, más que infierno, era la promesa que me aguardaba al final del camino: la señora de las mariposas.

Volaron espantadas, al escuchar mi paso, las aves de largas y verdes colas; y detrás de su vuelo distinguí, al pie del arco iris, una blanca casa, tan encalada que parecía de metal pulido y brillaba como un islote de sol en medio del miraje multicolor de la tibia llovizna. Acerquéme. Toqué sus muros. Eran de tierra cocida y pintada. Repetíme: las apariencias engañan y no todo lo que brilla es oro en el mundo nuevo tan deseado por mi pobre amigo Pedro. El hilo de la araña conducía a la única puerta de la casa, y en ella penetraba; lo seguí.

Ingresé a un solo aposento tibio como la selva, cálido y limpio y colmado de provisiones: majorcas, olorosas hierbas, braseros ardientes, ollas donde hervían espesos y perfumados brebajes. Jamás he visto limpieza tal; y apenas se acostumbró mi mirada a la penumbra de este hogar, escuché el rumor de una escoba y miré a una mujer que barría con lentísimos movimientos el piso de tierra aplacado por los pies de la anciana. Vieja, viejísima era la barrendera que ahora levantó su mirada para encontrar la mía; y si esa mirada era brillante y negra como las brasas del hogar, la sonrisa de la boca desdentada era dulce como las mieles guardadas en las verdes ollas de su casa.

No me habló. Con una mano detuvo su escoba y con la otra hizo un gesto de bienvenida, pidióme que me acomodara en una de las esterillas de paja situadas cabe los braseros y allí, en silencio, sonriente y encorvada, la viejecita me sirvió esos panes humeantes de la tierra, enrollados y sabrosos con su relleno de carne de venado, romero y hierbabuena, coriandro y menta, y pequeñas ollas con un sabroso líquido hirviente, espeso y de color marrón oscuro. Y cuando acabé de comer, ofrecióme un largo y estrecho canuto de hojas doradas que yo empecé a masticar. Este alimento dejaba un ácido jugo en mi lengua. La viejecilla rió sin ruido, abriendo y cerrando sus hundidos labios arrugados, en los que ya no quedaba color alguno de vida, y ella misma tomó uno de esos canutos que digo, se lo colocó entre los labios, se acercó a las brasas y lo encendió, inhalando su humo y luego arrojándolo por la boca con un embriagante aroma. Yo hice lo mismo. Tosí. Me ahogué. La viejita rió de nuevo y me indicó que bebiese el espeso líquido oscuro.

Seguimos un largo rato sentados allí, chupando el rollo de hierbas y echando humo por la boca hasta consumirlo y entonces la vieja arrojó el cabo del suyo al brasero y yo la imité y ella dijo:

—Sé muy bienvenido. Te esperábamos. Has llegado.

—He llegado. Eso mismo me dijo el anciano señor de la memoria.

—Ese viejo estaba loco. No te dijo la verdad.

—¿Quién me la dirá, entonces? ¿Por qué me han esperado? ¿Quién soy?

La anciana meneó su redonda cabeza de canas azules muy peinadas, muy restiradas hasta reunirse en una castaña detenida sobre la nuca por una delicada peineta de carey.

—Sólo puedes hacerme una pregunta, hijo. Tú lo sabes. ¿Por qué me haces dos? ¿Son éstas tus preguntas? Escoge bien. Sólo puedes hacer una pregunta cada día y otra cada noche.

—Dime entonces, señora, para que sepa contar mis días, ¿cuál es este, y por que paréceme día de paz insólita en esta incomprensible tierra tan llena de amenazas?

Estoy seguro de que la vieja me miró con caridad, alisándose con las manos tranquilas y suaves los pliegues de su sencillo hábito blanco bordado de flores:

—Es el día del venado, día de serena prosperidad y de paz en los hogares. Es un buen día. Quien en él llega a mi casa, es como si llegara a un rincón del jardín de los dioses. Aprovéchalo. Descansa y duerme. Luego vendrá otra vez la noche.

Necio de mí; había preguntado lo que ya sabía, lo que ya veía, lo que ya sentía. Había malgastado mi única pregunta de ese primer día, abundando las que podrían aclararme los misterios de esta tierra y de mi presencia en ella. Y adormecido por la comida y el humo y el viaje, recosté mi cabeza sobre el regazo de la anciana. Ella me acarició maternalmente la cabeza. Dormíme.

Y en mi sueño, Señor, aparecióse la señora de las mariposas. La acompañaba un monstruoso animal, idéntico a la noche, pues nada en él reflejaba luz alguna, sino que era como una sombra en cuatro patas, espesa y velluda. En vano busqué su mirada. Sólo su forma era visible. No tenía mirada, sino piel y fauces y cuatro patas torcidas, pues en vez de señalar hacia adelante, estaban dobladas hacia atrás. La mujer que yo amé junto al templo arruinado era rodeada de una luz brumosa y el animal su compañero cavaba en la tierra un hoyo; y al hacerlo gruñía espantablemente. Cuando hubo terminado su tarea, la difusa luz de ese momento de mi sueño se reunió en una oblicua columna dorada que nacía en el centro del cielo y venía a morir en el hoyo escarbado aquí por el animal. Esa amarilla e intensa luz era corno un río líquido y fluyente, y a medida que empapaba las profundidades de la excavación, el animal le arrojaba tierra encima con sus patas torcidas, y mientras más tierra le echaba, más se apagaba la luz. La señora de las mariposas lloró. Espantado, yo le pedí a la vieja que me arrullaba:

—Madre, bésame, que tengo miedo…

Y ella besó mis labios, mientras la mujer de la selva se desvanecía llorando en la noche y el animal aullaba con una mezcla de alegría y desgracia.

Yo desperté. Busqué con mis manos el regazo y las manos de la vieja que me había arrullado corno a un niño. Mi cabeza descansaba ahora sobre una de las esterillas. Sacudí la cabeza. Oí el llanto y el aullido de mi sueño. Miré. Los braseros se habían apagado. La vieja había desaparecido. Las ollas estaban rotas; regados los brebajes, rotas las flores y las escobas, inquieto el polvo del suelo, urdidos de telarañas los rincones del hogar. Y mis labios se sentían espesos y cansados. Los limpié con el puño cerrado. Miré mi puño: estaba untado de colores mezclados. Ululó un búho. Recogí mi hilo de araña y salí. Un lodo blando y pardo cubría las paredes de la casa.

Era de noche; pero la araña sabría guiarme. A su hilo me aferré, cerrando mis ojos; nada era el siniestro ululato del búho junto a los lamentos, gritos y rumores que parecían venir de muy lejos, desde el corazón de las montañas, y que cubrían la tierra entera como si la tierra entera clamase por la pérdida de la luz enterrada por el sombrío animal de mi pesadilla en su seno y, allí, a la tierra la condenase al doble suplicio de un vientre en llamas y una mirada ciega. Ciego como la noche, no quise ver, no quise oír, rogué que la paz de ese día pasado junto a la viejecilla y su hogar se prolongase en el silencio de una noche benéfica.

Mi oración fue escuchada. Rodeóme el silencio total de la selva. Mas ved así, Señor, de qué débil arcilla fuimos hechos, que habiendo yo obtenido lo que más deseaba, al tenerlo lo detesté. Pues nueva amenaza era este silencio, tan absoluto que me sentí vencido por él, como antes por los clamores y lamentos espantables. Ahora me dije que deseaba el regreso de los ruidos, pues en el silencio anida el verdadero horror. Un ruido, un solo ruido, me salvaría ahora. Primero fui capturado por el silencio; en seguida por los hombres silenciosos. Yo ya estaba vencido por mis plegarias enemigas. Dejéme conducir por manos que no quise ver a lugares que no quería conocer.

Inánime y voluntariamente ciego; sordo porque silenciosos eran el bosque y sus hombres; otra vez, resignado a mi suerte. Vi el tamaño y la forma de mi destino cuando nos detuvimos y, al adelantar yo uno de mis pies, sentí el vacío debajo de mi planta. Unos brazos me detuvieron; unas voces chirriaron. Abrí los ojos. Me encontraba al borde de uno de esos pozos que he dicho, tan anchos y tan hondos que a primera vista parecen cavernas talladas a ras de tierra, pero que en su centro esconden aguas que de tan profundas deben ser los baños del mismísimo mandinga.

Mi pie desprendió una piedrecilla del borde del pozo; la vi caer; en vano escuché durante muchos instantes, los que pasaron antes de que la piedra tocase el espejo hundido de las aguas, y entonces la caverna llenóse de ecos y las voces de mis captores se animaron en confuso debate, y decían muchas veces una palabra extraña, «cenote, cenote”, y luego “muerte” y luego “noche” y luego “sol” y luego “vida» y yo recordé mi sueño, cuando dormí, cavé uno de estos pozos y caí en él, y yo recordé que tenía derecho a una pregunta nocturna y grité a todo pulmón y en la lengua de esta tierra:

—¿Por qué voy a morir?

Y una voz habló sobre mi hombro, tan cerca de mí que juraría era la voz de mi sombra, y dijo:

—Porque has matado al sol.

Ahora no soñaba y los brazos desnudos de estos naturales me empujaron, perdí pie, grité, ¡no es cierto!, caí, ¡lo mató el animal de las patas volteadas!, caí, ¡yo lo vi! caí en la noche de la verdad y no en el sueño de la mentira, caí gritando, ¡el animal, el animal!, volé por los aires negros del pozo, ¡el animal!, ¡es cierto!, ¡lo soñé!, hasta estrellarme, con los pies por delante, en las aguas, escuchando el lejano retintín de la misma voz que había hablado sobre mi hombro:

—Sueña ahora que vas a morir para que esta noche no sea la última, la eterna, la infinita noche de nuestro temor…

Hundíme en el azogado seno de las aguas del pozo.

Día del agua, noche del fantasma

Bañóme la luz. Guando fui arrojado al pozo, reinaba la noche y era la noche el espanto de mis verdugos. Al estrellarme contra el agua, aspiré la última bocanada de aire y cerré los ojos, apenas me sentí inmerso, resucitó mi voluntad de sobrevivir; nadé, pero mis esfuerzos de nada sirvieron: unas cuantas brazadas me acercaban siempre a la circular muralla de blanda roca, escarpada e inasible. Floté sin esperanzas, sabedor de que tarde o temprano mis fuerzas menguarían y mi cuerpo se hundiría en el desconocido fondo de esta prisión de agua; día del agua decidí llamar al de mi muerte segura, y preguntóme si no sería éste uno de los cinco días que debería arrebatarle a la vida para ganárselos a la muerte, como tantas veces me lo indicaron el anciano de la memoria y la señora de las mariposas. ¿Cómo saberlo? La hermosa y horrible mujer mi amante me advirtió que sólo recordaría esos cinco días decisivos, olvidando los otros veinte de mi destino en esta tierra; ¿cómo saberlo mientras no lo recordaba, sino que lo vivía? Y entonces, digo, bañóme la luz.

Una claridad ondulante cubría la superficie del agua, agitada cuando me estrellé contra ella, ahora nuevamente calma y lisa, apenas removida por mis tranquilos esfuerzos para flotar. Primero busqué mi salud en la salvadora baba de la araña, que en mi sueño me rescató de situación parecida. Pero esta vez su hilo no era visible. Luego rogué que este pozo fuese como el mar, súbdito de altas y bajas mareas, pues el reflujo me permitiría dar pie en el fondo de mi cárcel; clavéme con la cabeza por delante y los ojos bien abiertos. Conocí el origen de la asombrosa claridad: el fondo arenoso de esta alberca era un camposanto de huesos y calaveras; y si las arenas eran brillantes, opacas parecían al lado del blanco fulgor de los restos de otros hombres que aquí murieron.

Regresé a la superficie: había visto mi destino cara a cara: hueso a hueso. Volví a hundirme, volví a explorar con la mirada abierta e iluminada por esa luz de la muerte. Vi que en un rincón del pozo el azar había reunido un cúmulo de calaveras, que allí se amontonaban formando una pequeña pirámide sumergida. Pensé:

‘‘Quizás mi vida pueda servirse de estas muertes. Acaso pueda yo mismo levantar aquí un pedestal de huesos lavados sobre el cual mantenerme de pie y esperar mi extinción famélica o 1a. salvación de mi sueño: el hilo de la araña.”

Puse manos a la obra. Nadé como un pez hacia el cúmulo de las calaveras y empecé a desalojarlas, pues se hallaban incrustadas ya en la roca caliza, y semejaban parte de ella, o la roca prolongación de las cabezas de muerte. Valíme de mis tijeras para separar las calaveras de la piedra blanda, emergiendo cuando el aire me faltaba, llenando mis pulmones, clavándome de vuelta y reanudando mi tarea.

Así pasé varias horas de la noche, reposando de tarde en tarde, flotando tranquilamente, boca arriba sobre mi líquido lecho, pues más ahoga el terror que el agua. Pero al cabo, mi zócalo de huesos era cosa bien chata, y estuve a punto de desistir y abandonarme al sueño común de mis compañeros, los esqueletos de este sumidero. Miróme debajo de las aguas mirando los huecos ojos de una calavera empotrada en la roca. Di jeme que así como el anciano memorioso murió de espanto al verse en mi espejo, podría yo tomar esta calavera por espejo mío, besarla, acariciarla, apretarla contra mi pecho e inventar así la compasión que nadie me ofrecía: moriría abrazado a mi propia imagen final y eterna, como la noche que tanto temían mis supliciadores.

Desprendí con las tijeras, como desprenden los cautivos las piedras de su mazmorra, esa última calavera. Mas los cautivos tienen esperanzas de que detrás de la piedra arrancada se encuentre la libertad. Yo no. Yo trabajaba para mi muerte. Desprendí la calavera y entonces, Señor, mis dedos sintieron que un helado hilo corría entre ellos; si un hombre pudiese gritar debajo del agua, yo hubiese gritado:

—¡El hilo de la araña!

Y gritando, hubiese agradecido mi salvación a mi señora protectora y amante. Mas en seguida me di cuenta de que el hilo que corría entre mis dedos era intangible; no era baba, era agua, más agua. Y entonces ese hilván de frías aguas convirtióse en gélida torrente, la torrente en verdadera catarata subterránea que rompió los quebradizos restos de las calaveras, surgió con ímpetu desde un boquete en la roca que sólo taponaba la última calavera que arranqué; la torrente así liberada me envolvió en su espuma, me revolcó debajo del agua, me alejó del fondo del pozo mientras ascendía, con turbulencia, y me arrastraba con ella hacia arriba, hacia la noche, hacia la selva.

El pozo llenábase, Señor; llenábase con velocidad y furia, y yo nadaba hacia arriba, hacia los bordes de donde fui arrojado, defendiéndome ahora de ser succionado otra vez hacia el cementerio hundido por la agitación desorientada de las aguas emancipadas por el azar de mis trabajos. La fortuna me había permitido sangrar la vena misma que alimentaba al pozo, el río subterráneo que era el padre de estas aguas perdidas.

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