Salió apesadumbrado esa noche el Señor a la capilla. No perdía de vista los motivos de su exaltación reciente, que tan bien se concertaban con su personal proyecto. El mundo nuevo era un sueño. Dos de los bastardos, los herederos, sus hermanos, estaban fuera de causa: encerrado en mazmorra uno, encamado en monasterio el otro; y el tercero no tardaría en caer en la trampa urdida por el Señor. Mas, ¿de qué servían estos triunfos (se preguntó) si la singularidad misma de las cosas y su permanencia, eterna en la página escrita, volvíanse propiedad de todos?
—El poder se funda en el texto. La legitimidad única es reflejo de la posesión del texto único. Mas ahora…
Hincóse ante el altar y miró el cuadro de Orvieto. Las sombras se servían un banquete de formas y colores. El Señor no pudo reconocer los rostros allí pintados.
—Oh Dios misericordioso, ¿debo emplazar nueva batalla, esta vez contra la letra que se reproduce por millares, y así otorga poderes y legitimidades a cuantos la poseyeran: nobles y villanos, obispos y herejes, mercaderes y alcahuetas, niños, rebeldes y enamorados?
Se levantó de allí y buscó refugio para sus dudas recorriendo los treinta sepulcros, quince y quince, alineados a ambos costados de la capilla: uno por uno los visitó, tocó con los dedos las frías laudas, acarició los veteados mármoles, miró las estatuas yacentes que reproducían en piedra y bronce y plata las figuras que en vida hubieron sus antepasados. Leyó las singulares inscripciones de cada sepulcro: estos textos fúnebres, al menos, serían irreproducibles, únicos, inseparables de cada figura rememorada en este vasto pudridero.
Al llegar a la última tumba, la más cercana a la escalera de los treinta y tres peldaños, tembló adivinando, al fin, que esos tres escaños de más, que él nunca ordenó construir, los reservaba la Providencia para sus tres hermanos. Pues las conversaciones con Ludovico y Celestina sólo una convicción habían impreso en su ánimo: los tres eran hijos de su padre, el hermoso y putañero príncipe de insaciables apetitos: su padre fue capaz de preñar al mismo mar, al aire, a la roca.
La cabeza le giró vertiginosamente: el pene le colgaba entre las piernas como un pétalo negro y marchito; buscó apoyo contra una lauda; se reconfortó, mientras un frío sudor le manchaba la ropa, con un solo pensamiento:
—Mandé construir treinta escalones, uno para cada uno de mis antepasados muertos; los artesanos, guiados por la mano de la Providencia, construyeron treinta y tres: cada escalón convoca, así, la muerte de uno de esos usurpadores aquí llegados; no hay escalón para mí.
Inquirió jadeando pesadamente entre sus espumosos y gruesos labios separados, ¿nunca moriré, entonces? y en seguida dijo en voz alta:
—Tampoco hay escalón para mi madre. ¿Viviremos ella y yo eternamente?
—Sí, hijo, sí, se levantó un apagado murmullo desde un rincón de la capilla y cripta, desde un bulto negro allí arrojado, indistinguible a simple vista. Felipe retrocedió, ahíto de misterio, hambriento de razón; y por el mismo motivo avanzó hasta ese bulto, se hincó junto a él y descubrió el mutilado cuerpo de su mache, la llamada Dama Loca, como ál mismo era llamado, por chulos y picaros, príncipe fantástico, cómico y químico, pretencioso y embustero.
El azoro enmudeció al Señor; la severa máscara de cera de la vieja, iluminada apenas por una agria sonrisa, dijo:
—¿Créesme muerta? ¿Créesme viva? En ambos argumentos, aciertas, hijo, pues no puede morir lo que nació muerto, ni vivir lo que murió en vida, y de estas opuestas razones se alimenta lo que puedes llamar, si te place, mi actual existencia. No me entierres, Felipe, hijo: no estoy tan muerta como éstos, nuestros ancestros; pero tampoco me devuelvas a la vida común, a la ambición, al esfuerzo, a la apariencia, a la comida, a la defecación, al vestido y al sueño: dame el lugar que merece mi particular existencia, natural resultado de mi vida y mi muerte enteras, como un día se lo expliqué a un pobre caballero que encontré en el camino hacia aquí, en las dunas de una playa, hace tanto tiempo, me parece, ¿sabes?, los sentidos nos engañan, no nos dan fe de la vida ni su ausencia es prueba de la muerte: somos dinastía, hijo, algo más que tú y yo solos o la sucesión entera de los príncipes, perecen los individuos, se prolongan las herencias, agótase el esfuerzo de un hombre, acreciéntase el poder de un linaje, porque ellos arrebatan para tener algo para sí, y así acaban por perderlo todo, mas nosotros vivimos de la pérdida, el exceso, el fasto, el don suntuario, el desgaste, y así acabamos por ganarlo todo; chitón, hijito, no me interrumpas, no me respondas, respeta a tus mayores, óyeme nada más, todo error se paga, todo exceso se compensa, todo crimen se expía: la historia es la cuenta secular de un rescate; mas si los hombres comunes pagan el error enmendándose, compensan el exceso con el voto de la frugalidad venidera y expían el crimen con la pena del arrepentimiento, nosotros, al revés, pagamos el error con más errores, compensamos el exceso con nuevos excesos, expiamos el crimen con crímenes peores: cuanto nos es ofrecido lo devolvemos en natura, centuplicado, hasta culminar en el don para el cual no hay respuesta posible: nadie puede pagarnos, compensarnos o expiarnos, por temor a que les devolvamos, multiplicados y engrandecidos, los males mismos que ellos nos dan para vencernos; ni me entierres, Felipito, ni me devuelvas a mi alcoba; dame el lugar que me corresponde; hazlo en recompensa de mi doloroso amor hacia ti: nunca te herí, hijito, nunca te dije toda la verdad; colócame en ese nicho de donde caí; luego mándame emparedar hasta los ojos; oculta detrás de vil ladrillo mi cuerpo mutilado; que sólo asomen mis ojos; no hablaré; nada pediré; seré un fantasma amurallado; mis ojos brillarán en las sombras crecientes de tu capilla; no me pongas lápida ni inscripción; no habré muerto; no sabremos qué fecha ponerle a mi muerte; no sabremos qué nombre ponerle a mi tumba en vida; concentraré en mi mirada todas las historias de las reynas, seré el espectro de las que me precedieron y el fantasma de las que me seguirán; desde mi pedestal emparedado las soñaré a todas, viviré por todas, moriré para todas, acompañaré a todas sin que se percaten que yo las habito, suspendida entre la vida y la muerte, seré lo que fui, Blanca, Leonor y Urraca, seré lo que soy, Juana, seré lo que seré, Isabel, Mariana y Carlota, eternamente próxima a las tumbas de los reyes, eternamente viuda y desconsolada, eternamente cerca de ti, hijo mío: pasa de vez en cuando por mi nicho amurallado, busca mis ojos, cuéntame las tristes historias de los hombres y las naciones: me sobran días, me sobran muertes…
—Treinta y tres meses y medio duró el sueño de Flandes…
—Que son mil días y medio…
—La llegada a Brujas. La Hermana Catarina. Las noches en el bosque del Duque. La cruzada de los pobres. El espíritu libre. El espíritu libre. La batalla final contra ti. La derrota…
—La catedral profanada: por eso construí esta fortaleza del Santísimo Sacramento.
—Esa noche, Felipe, me acerqué a ti; te pedí que te unieras a nosotros: el sueño de la playa, tú y nosotros…
—Dijiste ser invencible, porque nada te podían quitar… Dijiste que si te vencía, me vencía a mí mismo… Ludovico. . .
—Dos durmieron: nada entendió y nada recordó el que todo lo quiso, el heresiarca de Flandes…
—Pedí su cabeza al Duque de Brabante; me la entregó…
—¿La tienes?
—Guardada en ese cofre, debajo de mi cama.
—Muéstrala.
—Tú, muchacha, que eres más ágil, arrastra hasta aquí ese arcón…
—Ábrelo, Celestina.
—Aquí; se ha arrugado; se ha vuelto negra; se ha encogido; aquí…
—Felipe: mírala: ésta no es la cabeza de ese muchacho.
—Es cierto.
—Ahora los conoces, sabes que el Duque nunca te entregó la cabeza del joven heresiarca, que era soñado, sino la de otro hombre…
—¿Quién es?
—No puedo ver. No quiero ver*
—¿Hasta cuándo, Ludovico?
—Déjame medir mi tiempo. Descríbeme tú esa cabeza cortada.
—Era de un hombre de edad mediana, calvo, pero como la cabeza se ha achicado, ahora tiene una larga melena entrecana…
—¿Y qué más?
—Los ojos entrecerrados; los labios delgados; una nariz larga; es difícil describirle: una cara de rústico, sin grande distinción, un rostro vulgar…
—Pobrecito, pobrecito…
—¿Le conociste?
—El Duque te engañó, Felipe; nos engañó a todos; te entregó la cabeza del más humilde de los adeptos; pobrecito artesano, secreto pintor.
El Señor, para agradecer esta plática, les contó a su vez cómo cuestionó a ese cuadro traído de Orvieto, pidiéndole a Cristo que se manifestara ya y claramente le hiciese saber al más fiel de sus devotos, Felipe, la verdad sobre sus visiones místicas: ¿eran proféticos prospectos de su destino en el cielo eterno, o engañosos anuncios de su condenación al repetible infierno? Nada le contestó el cuadro. Lo fustigó con un látigo penitenciario. Las figuras masculinas giraron con las vergas erectas. LTna herida de sangre se abrió en la tela. Cristo lo llamó cabrón.
No pudieron hablar el resto del día. Sólo a un sobrestante de su mayor confianza hizo llamar el Señor a la capilla y allí le dio instrucciones para que emparedara el tronco mutilado de la Dama Loca en el nicho, y el sobrestante dijo que necesitaría un par de obreros para ayudarle con los ladrillos y la argamasa, mas el Señor se lo vedó. Todo el día se escucharon los lentos trabajos.
Al anochecer, el Señor salió de la capilla y miró la obra acabada. Le agradeció su esfuerzo al sobrestante y le entregó una taleguilla llena de piezas de oro. Al sentir el peso de la recompensa, el sobrestante se hincó ante el Señor, le besé) la mano y le dijo que el pago era excesivo para trabajo tan regalado.
—Te hará falta, dijo el Señor, te juro que te hará mucha falta.
El sobrestante se retiró murmurando mil gratitudes y el Señor caminó entre las sombras de la capilla hacia el altar y su cuadro.
Ahora fue él quien cayó de rodillas, estupefacto.
El cuadro de Orvieto, ante el cual había orado e imprecado tantas veces, el testigo de sus dudas, blasfemias, soledades y culpables demoras a lo largo de los dias y las noches de la erección de este palacio, monasterio, necrópolis inviolable, el escenario del ascenso por los escalones a un lejano y espantable futuro, el actor de las palabras de su testamento, el espectador del espanto de las monjas, la muerte de Bocanegra, el entierro de los treinta cadáveres de los antepasados y la llegada de los misteriosos forasteros, el paje de los labios tatuados y el peregrino del nuevo mundo, ese cuadro venido, decíase, desde la patria de unos cuantos pintores tristes, austeros y enérgicos, el cuadro que en la imaginación del Señor todo lo que aquí ocurrió lo había visto, escuchado y dicho, el cuadro desaparecía ante su mirada: su barniz se resquebrajaba, jirones enteros de la tela se pelaban como piel de uva, como ropaje de melocotón, y las formas allí pintadas, el Cristo arrinconado y sin luz, los hombres desnudos en el centro de la plaza italiana, los detalles contemporáneos a ese lugar, que ocupaban el primer plano, y los múltiples y mínimos detalles del fondo, todas las escenas del Nuevo Testamento, dejaban de ser forma discernible y concreta, se volvían otra cosa, pura luz, o puro líquido, y como un arco de luz, o un río de colores, mezclados y fluyentes, corrían por encima de la cabeza del Señor, se iban, se iban…
Buscó el Señor, con la mirada enloquecida, el origen de la fuerza que despoblaba su cuadro y lo convertía en arroyo de aire cromático; con un solo movimiento nervioso dio la espalda al altar y distinguió, entre las sombras siempre crecientes de la capilla, el punto hacia donde huían las formas: un monje, al pie de la escalera que conducía al llano, un fraile, con un objeto entre las manos, algo que brillaba como la cabeza de un alfiler o la punta de una espada; no tuvo el Señor fuerzas para levantarse, a gatas se alejó del altar, se dirigió hacia la escalera, siguiendo la ruta de esa vía luminosa, que como una constelación artificial, corría por el cielo de la capilla.
Se detuvo cuando pudo distinguir nítidamente.
El fraile Julián, con un espejo entre las manos, estaba de pie, inmóvil, junto al primer peldaño de la escalera acabada por inacabada, terminada pero interminable, abierta pero prohibida, transitable pero mortal, y hacia ese espejo, un triángulo, fluían las formas revueltas, líquidas, disueltas, del cuadro de Orvieto: el espejo triangular las recogía y aprisionaba velozmente en su propia imagen neutra.
—Julián… Julián, logró murmurar el Señor, otra vez cautivo de las maravillas, como el inmenso cuadro lo era del pequeño espejo.
No le miró el fraile, que parecía de piedra, absorto en su tarea, pero dijo:
—Castigadme, Señor, si crees que me robo lo tuyo; perdonadme si sólo recojo lo mío para entregarlo a los demás; ni mío, ni tuyo: el cuadro será de todos…
Fray Julián dio la espalda al Señor y dirigió la luz del espejo a lo alto de la escalera, ai llano de Castilla, y por allí huyeron las formas momentáneamente capturadas en el espejo triangular.
Vacióse el espejo; el Señor se incorporó, reteniendo un gruñido salvaje, una voz de animal cazado, de lobo herido en sus propios dominios por sus propios descendientes, los príncipes de mañana que en la pobre bestia no reconocerían a un antepasado incapaz de ganarse la eternidad del cielo o del infierno, arrancó el espejo de manos de Julián, lo arrojó al piso de granito, lo pisoteó, pero el cristal no se rompía, ni se doblaba la forma del metal que por los tres costados le ceñía. Julián dijo tranquilamente:
—Es inútil, Señor. El triángulo es indestructible porque es perfecto. No hay otra figura, Sire, que siempre se resuelva con tal exactitud, teniendo tres partes, en una sola unidad. Dadle tres números, los que gustéis, a cada uno de los tres ángulos. Sumadlos de dos en dos e inscribid el número resultante en el lado que une los dos ángulos correspondientes. Cada número angular, unido al número que resulta de la suma de los otros dos ángulos, arroja siempre, siempre, la misma cifra. ¿Qué podemos, vos o yo, contra semejante verdad? Ved en este maravilloso objeto la reunión de la ciencia y el arte, pues lo hemos fabricado juntos el fraile estrellero y yo; Toribio y Julián.
—Julián, dijo el Señor con voz entrecortada, siempre supe que de alguna misteriosa manera, tú eras el autor de ese cuadro culpable…