Apagóse la voz de la amurallada, pero otras persiguieron en esa ocasión a don Felipe mientras se dirigía, con lentitud y con pena, apoyado en la muleta, al salón presidido por la momia de real retacería fabricada por su intocada esposa, Isabel. Por el panal de galerías y patios escuchó, retumbando por las bóvedas de piedra y aire, las letrillas, las burlas, los motes, el rey sin reino es el rey, el rey está saltando, la reina llorando^ la monarquía declinando, las monjas hablando y las chulas aullando, Dios perdone a vuestro padre, que adoleció de este mal, y para hacerse mortal, prosiguió con mal de madre, chilindrón, que el hijo de puta, con potestad absoluta, prende, sin ton ni son, chilindrón, que a su gobierno, para hundirnos el infierno, le ha echado la bendición, chilindrón, chilindrón, chilindrón, díganlo, díganlo, díganlo y cántenlo, chulos y picaros, el duende, el duende, el duende: sentado en el trono gótico se encontraba un obeso y rubicundo rey, empelucado con blanca peluca, tocado con tricornio, en la cabeza, y con bicornio, en la frente; la magnificencia de su casaca de negro terciopelo y brocados de oro, medallones y entorchados, espadín de plata y medias de raso blanco, no vencía la miseria de su mirada estúpida, sus labios entreabiertos, su nariz aguileña, roja, reticulada por venecillas rotas, sus labios entreabiertos. Y esta vez, acompañábanle una fea mujer de carnes pálidas y rostro deslavado, que con vano intento se pintaba el rostro, se peinaba la cabellera de ratón con altos copetes rizados y bucles embarrados con saliva sobre las orejas y vestía un impúdico traje de gasa cuyo alto talle ceñía el busto arrugado, haciéndolo saltar, apretado, fuera de la tela transparente. Y un niño, fiel réplica de padre y madre, mezcla de buitre y de ratón, jugueteaba al pie de sus progenitores y, al ver a Felipe en el umbral, rió chillando e hizo rodar hacia el Señor, como pelota, un orbe de oro y diamantes.
—¿Qué quiere ese fantasmón?, chilló el niño, interrogando las miradas imbéciles y negras y redondas de sus progenitores.
Huyó Felipe, aterrado, preguntándose si los espectros que él miraba, mirábanle a él como otro espectro. Huyó de regreso a su reclusión, a sus hábitos, al paso de unos años que midió con la vara de las sombras crecientes.
A veces, sentado en la silla curul, ayudándose de un corto cabo de vela que le quemaba los dedos y manchaba de cera los viejos, casi ilegibles papeles, releía el manuscrito del consejero Teodoro y pensaba, mortificado, en la posible relación entre aquellos destinos de la antigüedad y el suyo, o más bien, el de los suyos, pues en la memoria solitaria había reclamado la posesión, para su alma desvelada, de todos los seres que coincidieron con su vida: suyos, los que amó; pero suyos, también, los que odió, los que combatió, los que mandó matar…
Acre era entonces su sonrisa, y sentíase mediocre y miserable. Qué insignificante le parecía su despotismo comparado al del César, Tiberio. No tendría tiempo de ser un tirano peor que aquél; mayores dominios eran los de España hoy que los de Roma ayer, y sin embargo, él no podía decir, como el César, soy la cabeza del mundo; otros poderes disputaban el suyo; la herejía mostraba la faz en los mismos lugares donde él la derrotó, Flandes, los Países Bajos, Alemania; la infidelidad musulmana se había instalado en la sede misma de la Segunda Roma, la Sublime Puerta, Constantinopla, y desde allí continuaba amenazando a la cristiandad y burlándose, Mare Nostrum, del pronombre posesivo; los judíos expulsados de España aportaban luces y mañas a los reinos del norte, y ambas combatían la hegemonía española; los descendientes de Isabel ocupaban el trono de Inglaterra, y todos sus actos parecían encaminados a desafiarle a él, a vengarse de él, a humillarle a él; en todo caso, el poder se diluía en tan vasta extensión; no quería saber, una vez que los escuchó por primera y última vez, nada de esos nombres lejanos, Gholula, Tlaxcala, Machu Picchu, Petén, Atacama, ni aun cuando se disfrazaban con sagrados nombres hispánicos, Santa María del Buen Aire, Santiago del Nuevo Extremo, Santo Domingo, Buenaventura: juró que jamás pisaría las tierras nuevas; los grandes crímenes eran cometidos por una nube de moscardones, los pequeños césares del nuevo mundo, Guz— mán, los guzmanes. La imprenta le arrebataba la singularidad de lo escrito para sus ojos únicamente. La ciencia le decía que la tierra era redonda. El arte le decía que la obra de la creación no fue completada en un solo acto, inmutable, de revelación, sino que se desarrollaba, sin tregua, en lugares y tiempos nuevos.
Corrió una rencorosa cortina sobre la actualidad que se ensañaba en contra de él, colándose por entre los bien aparejados bloques de granito de su palacio, su monasterio, su necrópolis imperial. La historia era un gigantesco rompecabezas; entre las manos transparentes del Señor, sólo había dejado unas cuantas piezas quebradas. Cerraba los ojos e intentaba encajar las herejías trinitarias que rompieron la unidad primera del cristianismo, los secretos contados aquí, en esta misma alcoba, por Ludovico, con la pieza maestra de la maldición de Tiberio: la Cábala, el Zohar, los sefirot, la magia numérica del tres, e imaginaba que, independiente de la voluntad de Tiberio, una figura invisible, una trama tejida de arena y agua se dibujaba en todo el contorno del Mediterráneo: un destino común, encarnado siempre en tres personas, tres movimientos, tres etapas, podía leerse en las escarpadas rocas del islote de Capri, en el desbaratado encuentro del Nilo con las callejas hambrientas de Alejandría, en la espectral comunidad de los ciudadanos del cielo en el desierto palestino, en las cuevas y el palacio de la costa adriática, en el ilusorio teatro de la memoria veneciano, en esta nueva cicatriz del mundo hebreo, latino y árabe que era su propio palacio, monasterio y sepulcro; ¿qué secreto pensamiento unía las palabras y los actos de Tiberio el César, el fantasma de Agrippa Postumo y el esclavo rebelde, Clemente; de los invisibles elegidos del desierto, el mago tuerto de la Porta Argentea y las mareas de herejes combatidos por Felipe en las nubladas tierras de Flandes?; ¿qué idea rectora inspiraba la construcción de estos edificios, sólidos y espectrales a la vez, el palacio de Diocleciano, el Teatro de la Memoria de Valerio Gamillo, la necrópolis española del rey Felipe?, ¿qué profecías gemelas murmuraban las voces del déspota romano, el fratricida egipcio y el mago griego?, ¿qué atroz e imborrable marca del origen de la humanidad señalaban esas historias paralelas, separadas por los siglos y los mares, de los tres hermanos, el bienhechor, el asesino y la incestuosa, en las arenas del río egipciaco y en las selvas del mundo nuevo?, ¿eso escenificaron en este palacio los tres muchachos marcados por una cruz en la espalda y desfigurados por el sexdigitismo: un acto más de la representación del origen, una dolorosa aproximación a la memoria del alba, a los terribles actos de la fundación de la ciudad en la tierra? Ariadna dio un hilo a Perseo en el laberinto: el Señor soñó con una mujer de labios tatuados, presente en Alejandría y Espalato, ausente en Capri, Palestina y Yenecia, otra vez presente aquí, en España, y en los dominios españoles de ultramar, antes de ser conquistados. Despertó y se preguntó a sí mismo, con esa repentina y fugaz lucidez que puede acompañar el regreso a la vigilia: ¿había leído Ludovico el manuscrito de Teodoro, conocía la maldición de Tiberio, o todo sucedic> con independencia de la voluntad y la lógica, todo fue una serie gratuita de hechos, ajenos a cualquier relación de causa y efecto?
Supo entonces que nunca sabría.
Y sin embargo, una centella insistente brillaba en lo más hondo de sus preguntas, sueños y vigilias. Tan importante para la educación de un príncipe es lo que se sabe como lo que se ignora; la abeja no se posa en todas las flores. . —
—Debes conocer estas cosas, hijo mío. A ti te corresponderá heredar un día mi posición y mis privilegios, pero también la sabiduría acumulada de nuestro dominio, sin la cual aquéllos son vana pretensión.
—Sabe usted que leo las viejas escrituras en la biblioteca, padre, y que soy aplicado estudiante del latín.
—La sabiduría a la que me refiero va mucho más allá del conocimiento del latín.
—Nunca volveré a decepcionarle.
Recordó entonces a su padre como a un desconocido, siempre alejado de él, hasta que él mismo salió por primera vez al mundo, se unió a los soñadores, a los rebeldes, a los niños, a los pecadores, a los enamorados, y los entregó a la matanza en el alcázar. Su padre, en recompensa, le dio la mano de Isabel. Al poco tiempo, murió; él heredó el trono y su madre se tendió a esperar la muerte en el patio, luego aceptó la mutilación, luego viajó por toda España arrastrando el cadáver embalsamado de aquel príncipe su padre, el violador de aldeanas, el putañero Señor que perseguía a las muchachas del Palacio de Brabante mientras su hijo era parido en una letrina: la centella se convirtió en una fogata, su madre, sólo por su madre sabía quién era su padre, ella lo quería sólo para ella, si no en la vida, entonces en la muerte, sólo para ella, que nadie se acerque, ni mujer, ni hombre, ni hijo…
—Debe conocer la maldición que pesa sobre los herederos de Roma…
—Todo te lo perdono, tus mujeres, tus apetitos, tus burlas, todo; eso no te lo perdonaría…
—Yo he vivido y reinado con esa maldición a cuestas, pesándome, restándole noche a mis noches y días a mis días…
—No se la pasarás a mi hijo…
—Nuestro hijo, Juana…
—Mío sólo, que como Raquel lo parí con dolor, abandonada, en una letrina flamenca… mientras tú… Cayó la Primera Roma, vencida por las hordas de los esclavos. Cayó Constantinopla, la Segunda Roma, vencida por las chusmas de Mahoma, España será la Tercera Roma; no caerá, no habrá otra; y Felipe reinará sobre ella.
—Estás loca, Juana; Aragón y Castilla apenas reinarán sobre Castilla y Aragón…
—Bastantes males hereda mi hijo de nuestra estirpe; yo le evitaré esa angustia que a ti te ha carcomido, pobre señor mío, llamado el Hermoso, espantoso eres debajo de tu piel, yo le ahorraré a mi hijo el temor de la extinción, yo me encargaré de que nuestra línea no tenga fin…
—Estás loca, Juana; hablas como si pudieras resucitar a los muertos…
—Aunque nos gobiernen nuestros fantasmas, no se extinguirá. No le heredarás tu miedo de ser el último rey, avasallado y ahogado por la muchedumbre anónima, a mi hijo; él no será devorado por las hormigas como la serpiente de tu pesadilla. Sabrá lo que yo quiera que sepa; ignorará lo que yo quiera que ignore…
El Señor hubiese querido correr a la tumba de su padre; debió apoyarse en el bastón; a dolorosos trancos salió de la alcoba a la capilla renegrida por las ceremonias del miércoles de ceniza y le asaltó un hedor espantoso, Dios mío, oh mi Dios, oh Dios oh, la misma pestilencia del día de la victoria, el mismo execrable olor de la catedral profanada por las legiones mercenarias que ganaron el día para la Fe.
Se acercó, rengueando, al altar. Miró el cofre lleno del oro del nuevo mundo. Brillaba como el oro. Pero el oro no tenía olor. Y este cofre lleno de mierda sí: rebosante de excrementos, transmutado, oro en mierda, ofrenda del nuevo mundo, oh Dios, oh Dios oh, alquimia de tu creación: si tu creación es la ruina, la caca es tu ofrenda. Oh Dios oh, ¿de qué templos selváticos, de qué palacios de idólatras fue arrancado este oro que ahora es mierda? ¿sólo podía ser oro allá y excremento aquí?
—El oro, Felipe, es el excremento de los dioses, dijo una hueca voz desde el tríptico flamenco detrás del altar.
Apoyado penosamente en la cayada, llegó sin aliento al sepulcro de su padre, se apoyó, afiebrado, sobre la lauda, el doctor Pedro del Agua había embalsamado ese cuerpo, podría verle tal como fue en vida, murió joven y hermoso aún, un apuesto y putañero príncipe cuya piel disfrazaba las lacras de las entrañas, muerto antes de cumplir la cuarentena, ahora él le rasgaría la ropilla, las calzas, vería el miembro embalsamado que desvirgó a Isabel, el sexo de clavo y acíbar del hombre que poseyó y preñó a su mujer, Isabel, la verga conservada que hizo lo que el hijo nunca pudo hacer, poseer y preñar a Isabel, Isabel, sólo hay una cicatriz allí, una escarcha de vello antiguo, una telaraña entre las piernas, el doctor del Agua extrajo y cortó todo lo corrupto y todo lo corruptible, el doctor del Agua castró a mi padre muerto, el sexo de mi padre es una herida, como el sexo de una mujer…
Pero en ese mismo sepulcro donde yacía el padre del Señor fue enterrado un día, encima de él, el príncipe bobo, la noche de sus bodas con la enana Barbarica, y allí amó Barbarica al doble de su atreguado esposo, el burlador, el putañero, el incontinente muchacho, el verdadero heredero de su padre, el hijo de su padre y de Isabel, Don Juan, y allí, junto al cadáver embalsamado, descansaba otra botella verde, la segunda, sellada con yeso lacrado.
El Señor la tomó, regresó lentamente a su alcoba y volvió a sentarse en la silla curul.
Extrajo el manuscrito de la botella.
Y esto leyó, a la débil luz de la alta luneta, aquella aurora.
Sentada allí, en el centro de la choza humeante, sentada sobre sus propias manos y con el rostro guarecido por una tela blanca que recoge y simula la luz imaginaria de esta noche en el trópico alto, la mujer es una célula fotográfica que detecta sus propios movimientos, ajenos a la inmovilidad interna del miedo. Ella sabe que el movimiento inconsciente interrumpe ese flujo imaginario de la luz (el punto de la luz que en este jacal sombrío es su blanca máscara) y lo convierte en un zumbido enviado al tambor batiente de su cerebro. No hay proporción. Un rostro blanco y enmascarado (el suyo) es la choza entera, con los muros de adobe arruinado y el techo de paja, que recibe el volumen, el ataque, la duración y la decadencia del sonido real o imaginario.
Escuchas el ritmo del tambor en el instante en que ella lo cuenta:
Sólo una vez, nunca repetible: la Vieja Señora dice escuchar constantemente el rumor sordo de un tambor, entre marcial y funerario; pero admite que no alcanza a distinguir ciertas cualidades; te pregunta si las puntas de los palos son de madera, cuero o esponja; ese rumor batiente y constante del nacario es una presencia, pero una presencia lejana. A veces, como ahora, te asegura que ese ruido la obliga a recoger toda la carne en una tensión que obtura los orificios. Inyección y grito retenido. Taladro de la muela. Incisión del bisturí. Despegue de un avión. El cuerpo se convierte, dice, en un orden cerrado, exclusivo, sin referencias a una amenaza que podría ser una delicia. La miras allí, cerrada, temblando, sentada sobre la tierra, junto al fuego de esta choza. Ella escucha atentamente: las puntas de cuero de los palos del tambor definen (o sólo recogen) el cántico solemne: Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris et de animae famulae tuae Joannae Reginae.