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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (121 page)

BOOK: Terra Nostra
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Cabezas abundaban entre el largo arancel de las reliquias traídas, y a menudo el Señor dormía con dos de ellas, la del mismo que el Evangelio llama San Simón Leproso, que dicen fue uno de los setenta y dos discípulos, y la del Santísimo Doctor San Jerónimo, sana, madura y grave cabeza; y una madrugada espantáronse los criados que le llevaban el desayuno de pasas secas, al ver junto a la cabeza del Señor, recostada en su misma almohada, saliendo como cosa viva de entre las sábanas negras, la cabeza de Santa Dorotea, virgen y mártir.

—Pues mis brazos no tienen fuerzas, decíase, démelas el brazo fuerte, jamás torcido, de San Vicente, mártir español, natural de Huesca, y el de la santa virgen y mártir Águeda, de noble sangre, aunque según su doctrina, más noble por ser sierva de Jesucristo.

Y se colgaba con alfileres estos santos brazos de las mangas, y con la fuerza que le daban recorría interminablemente las filas de sepulcros en la capilla.

Ordenó se dispusiera una mesa para cenar en el aula del seminario, y que las monjas sirviesen la copiosa merienda, como en los mejores tiempos, e hizo sentar en altas sillas los cuerpos enteros que se contaban en el padrón de las reliquias, y con miradas inciertas y temblorosas manos colmaron las hermanas Angustias y Prudencia, Dolores y Remedios, Milagros y Esperanza, Ausencia y Caridad, de ocas y francolines, ansarones y palominos, los platos de piorno frente a los inmóviles cuerpos sentados del santo mártir Teodorico, presbítero del tiempo de Clodoveo, y del glorioso mártir San Mercurio, y el de aquel valeroso Capitán de la santa Legión de los Tebeos, llamado Mauricio, y el de San Constancio, mártir, martirizado en la persecución de Diocleciano. Presidía la mesa el Señor, pero él sólo comía sus pasas. Y en la cabecera opuesta a la suya, fue sentado el cuerpecito entero de un santo niño inocente, natural de Belén, de la misma tribu y descendencia de Judá, y era tan chiquito, que parecía de un mes.

—Verdad es, le dijo el Señor al niño para iniciar la conversación, que la carne y aun el hueso, cuando son tan tiernos, vienen con el largo tiempo a encogerse mucho…

Y no contestándole el niño, se dirigió a San Mercurio, cuyo cuerpo, con el tiempo y con el poco cuidado en las custodias llenas de polvo, mirábase gastado y negro:

—Deléitanos, le dijo; cuéntanos tus padecimientos en la persecución de Decio, y cómo, después de algunos años, fuiste escogido por Nuestro Señor para librar a su Iglesia de la malicia de Juliano, apóstata, y vengar las blasfemias que contra Dios decía, dándole una lanzada de que murió por mano tuya…

Y no contestándole San Mercurio, y enfriándose los guisos en frente de los convidados, el Señor masticó unas cuantas pasas y señaló hacia la bóveda pintada del aula, donde se mostraba la Santísima Trinidad en un trono; explicóles a sus huéspedes que aquellas criaturas altas eran los ángeles; más bajo se miraban el sol, la luna y estrellas, y en lo ínfimo la tierra con sus animales y plantas:

—Por una parte se ve la creación del hombre: por otra, cómo pecó comiendo del árbol vedado, engañado por la envidia de la antigua serpiente, y le echan del Paraíso, y así se cifra todo lo que se lee en la primera parte de Santo Tomás, cuyas son estas cátedras y cuya doctrina aquí se profesa. Y se ven aquellas dos emanaciones que hay en Dios, que nuestros teólogos llaman Ad intra et ad extra. La de las divinas personas consustanciales ab aeterno, y las de las criaturas todas en el principio del tiempo.

En estas y otras sabrosas pláticas cristianas pasó la cena que el Señor ofreció a los mártires. Luego, todos fueron devueltos a sus cajas de cristal y a sus cofres guarnecidos con muchas flores y torzales de oro, el Señor fue a acostarse con la grave cabeza de San Jerónimo y los criados repartieron las viandas frías entre los mendigos del lugar.

Y de la milagrosa Santa Apolonia, curandera del dolor de muelas, llegaron en dos cajas hasta el palacio doscientos y dos dientes de sus divinas mandíbulas, que mucho apreció el Señor como alivio de su mal, colocándolos en vasos de oro en forma de cimborios.

El Miércoles Santo de la Semana Mayor, día de la ceniza, le fue entregado al Señor un largo pliego enviado por Guzmán. Lo leyó Felipe, con ávida repugnancia, mientras en la capilla el obispo gordo y ya casi centenario, acompañado de diáconos, acólitos y cantores, se hincaba y, quitada la mitra, cantaba el himno Veni, creator Spiritus. Narraba Guzmán la nueva: el sueño del joven peregrino era cierto, llegaron las carabelas a las mismas costas descritas por el muchacho, desembarcaron en playa de perlas, las recogieron a manos llenas, algunos llegaron a tragárselas. Siguieron la ruta de la selva hacia el volcán. Los naturales desconocían el caballo, la rueda y la pólvora; era fácil espantarles, pues tomaban a los jinetes por seres sobrenaturales, y a los arcabuces y cañones por cosa de magia. Vivían, además, en la disensión, los pueblos más débiles sometidos a los más fuertes, y todos a un emperador llamado el Tlatoani, cuya sede era la ciudad de la laguna. Que perdiese cuidado el Señor: el poder de las armas servía al poder de la fe. A su paso, la esforzada hueste española derrumbó ídolos, incendió templos y destruyó papiros de la abominable religión del Diablo. Tenía queja contra el fraile Julián, que entrometíase e intentaba salvar ídolos y papeles, y pretendía que estos salvajes eran tan hijos de Dios como nosotros, y dueños también de un alma. Aprovechó Guzmán los rencores de los pueblos para azuzarlos contra el gran Tlatoani; cayó la ciudad de la laguna, por la acción combinada de la hueste hispana y las tribus rebeldes. Hundióse en el fango la vasta ciudad; cayeron los ídolos, arrancóse el oro y la plata de templos y aposentos reales; fue arrasada la ciudad antigua y sobre ella comenzó a construirse una ciudad española, de severo trazo, semejante, Cristiano Señor, a la parrilla donde sufrió martirio el Santo Lorenzo; creo respetar así vuestras intenciones, que son las de trasladar a estos dominios las supremas virtudes de España.

Contaba en seguida que, caída la ciudad imperial, vieron los naturales que otra sumisión les aguardaba, y Guzmán no les desengañó. Agotóse el asombro de los naturales; rebeláronse; Guzmán supo cómo responder. A los dóciles los arrastró en mesnada contra los demás pueblos; asoló los campos; quemó las cosechas; a los prisioneros los cargó de cadenas, los herró como ganado y los repartió como esclavos entre su tropa. Cada soldado de esta expedición, así, ha llegado a tener mil esclavos o más en su posesión, y el que salió en cueros de España, pronta hidalguía ha ganado en estas tierras. En grandes corrales, para escarmiento de todos, reunió a hombres, mujeres y niños; los hombres, con unas prisiones al pescuezo; y las mujeres, atadas de diez en diez con sogas; y atados de cinco en cinco los niños; los arrastró de pueblo en pueblo, por todas las regiones, mostrándolos y advirtiendo que quien quisiera escapar a esa suerte, más le valdría someterse ya. En cada aldea herró a algunos, mató a otros, prometió la vida a muchos más si aceptaban vivir como bestias de carga, dio licencia a sus soldados para tomar las mujeres que apetecieran, y espantó a todos. Aun entre los pueblos que no opusieron resistencia siguió su táctica para establecer buen ejemplo: proponía la servidumbre o la muerte; pero entre los que aceptaban ser siervos, mataba, de todos modos, a muchos; y entre los que se llevaba encadenados y atados, a muchos dejaba morir de hambre, y prefería la muerte de los niños muy pequeños, privados de la leche materna, que se quedaban a lo largo de los caminos y así eran vistos por todos. Esta saña contra los niños culminó en un pueblo de los llamados purépechas o tarascos, donde los habitantes, para manifestar su ánimo pacífico, le entregaron varios puercos a Guzmán, y él, para agradecer el regalo, les devolvió un costal lleno de niños muertos. Al llegar al siguiente pueblo, repetía estas hazañas. No ha quedado, entre Tzintzuntzan y Aztatlán, entre Mechuacán y Shalisco, entre el lago de Cuitzeo y el río de Sinaloa, aldea que no llore a un niño, desprecie a una mujer o recuerde a un hombre.

Vastos son los tesoros de templos, palacios y minas, superando cuanto nos dijo aquel pobre soñador y peregrino. Y si mucho han visto mis ojos, más han escuchado mis orejas. Cuéntase de una ruta que por desiertos del norte conduce a siete ciudades de oro. Háblase de un pueblo de guerreras amazonas que se han mutilado todas el seno derecho para flechar con pericia de varón. Háblase, Señor, de una fuente de la eterna juventud, perdida en las selvas, en donde basta bañarse una vez para recuperar la edad moza. Tan fantásticas historias no son, lo sé, sino espejismos; alimentan, sin embargo, el afán de gloria y la codicia de mis hombres, animándoles a correr riesgos jamás vistos. Nada trajo de su sueño el joven peregrino; en cambio, Sire, yo os envío, con este correo, la prueba más cumplida de las riquezas del mundo nuevo. Es apenas el quinto real que os debemos. El botín ha sido repartido entre los esforzados miembros de esta expedición, que a las de Alejandro, Aníbal y César superan en audacia y merecimientos. Nadie ha rehusado su parte, ni siquiera el fraile Julián a quien sólo tolero por mandato vuestro. Cumple, sin embargo, los ene-argos de la fe, levantando capillas e iglesias en los lugares que conquistamos. No se diga, pues, que sólo el afán del oro nos trajo aquí, sino el de servir a Dios.

Firmaba este largo pliego el Muy Magnífico Señor don Hernando de Guzmán.

El Señor levantó la mirada. El sacristán mayor, con un cedazo dorado, iba cerniendo ceniza por la capilla, haciendo con ella dos líneas que se cruzaban en medio del templo de esquina a esquina. Cantaban los cantores el Benedictus Domine Deus Israel mientras el obispo, con el báculo pastoral, iba escribiendo en la ceniza el alfabeto latino, y luego en la otra que cruzaba el alfabeto griego, diciendo con voz más quemada que las cenizas:

—Mira, Israel, que no hemos de escribir aquí tu alfabeto hebreo, a fin de demostrar la ingratitud de tu pueblo que, con ser el primero y a quien se hicieron las promesas de tan soberanos tesoros, no supiste conocerlos, prefiriendo quedarte fuera, pueblo ciego, oscurecido y duro.

Caminó penosamente el Señor hacia el altar, arrastrando los adoloridos pies entre la ceniza; y allí, al pie de la santa mesa de la Eucaristía, estaba el enorme cofre rebosante de oro, oro fundido, oro de orejeras, brazaletes, ídolos, suelos, techumbres, collares fundidos para despojarlos de signo pagano y darles su valor real de tesoro, dinero, caudal para armar ejércitos, combatir herejes, levantar palacios, aplacar nobles, favorecer conventos, regalar clérigos. Miró el Señor la mirada de codicia que, en medio de las oraciones de la ceniza, dirigían hacia el cofre el obispo, los diáconos, el sacristán y los cantores.

En voz alta dijo el Señor:

—Que nunca se mueva de aquí este tesoro. Que quede siempre aquí, abierto, como ofrenda a Dios Nuestro Señor. Que nadie lo emplee, le dé curso o saque de él provecho alguno, sino Dios mismo, a cuyos pies lo coloco.

Inclinóse para recoger ceniza del suelo; trazó, con el dedo, una negra cruz sobre su frente.

Regresó a su alcoba, desde donde podía mirar, sin ser visto, las ceremonias de este y todos los días, de este y todos los años.

Muchos pasaron sin que volviese a escuchar los ladridos de las monjas anunciando un visitante. ¿Por qué no regresaba a verle la Madre Celestina? ¿Qué habría sido de Ludovico, la joven Celestina y el monje Simón, abandonados, aunque libres, en el llano? Olvidó a su madre; seguramente, habría muerto viva o viviría muerta; respetaba la voluntad de abandonarla en tumba amurallada, sin inscripción ni ceremonia. Escribió con la mano artrítica: «Sólo se gobierna el mundo, por la mano de Dios guiado. Respétese mi soledad. Respétese mi devoción. ¿De qué le valdrá a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Tengo hambre de Dios. Tengo hambre de muerte. Ambas se confunden en mis deseos. Comuníquenseme por escrito las nuevas mayores. No han de ser buenas. Sabré soportarlas con ánimo resignado.»

Tuvo razón. De tarde en tarde, le llegaron misivas, rumores consignados al papel, advertencias, proposiciones, sugerencias, decretos que requerían su firma. Muchas cosas las firmó sin mirarlas siquiera; otras, las olvidó, hasta que le fue recordada la necesidad de su letra. Dudó; aplazó la firma; volvió a dudar. Semejante lentitud en la resolución le valió el calificativo de el Prudente. Recibió, con horror, libros impresos por herejes que se divorciaban para siempre de la tutela de Roma y fundaban nuevas iglesias. Guardó como secretos las noticias que le fueron comunicadas: si eran cosas sabidas por todos, él se comportaría como si las desconociese.

Las sombras, se dijo, y no los años, van cercándome. Mi edad se mide por la creciente extensión de las sombras; palmo a palmo, se adueñan de mi cuerpo y de mi palacio.

Así vivió, hasta que una noche escuchó un temible grito en la capilla. Era la víspera de otro Miércoles de Cenizas. Tomó la cayada. El grito retumbaba por las bóvedas de la capilla. Intentó ubicarlo. Recorrió lentamente la doble fila de sepulcros reales. Al llegar al rincón vecino al pie de la escalera, escuchó al fin el origen del rumor: el nicho donde su madre, la llamada Dama Loca, vivía amurallada, moría emparedada.

—¡Hijo, hijo mío!, ¿dónde estás?, gritaba, ¡ay mi hijo!, ¿ya me olvidaste?

—¿Dónde estás madre? ¿Quién eres ahora, madre?

—¡Suenen las campanas!, aulló la Dama Loca; ¡corónenme las tres espinas de la soberanía de Cristo, clávenme una mano con el clavo de la verdadera Cruz, y en la otra déjenme empuñar el sagrado bastón de Santo Domingo de Silos: ciñan mi enorme vientre con el cinturón del convento de San Juan de Ortega!; estoy pariendo, hijo, a mi último hijo, seis he dado a luz y todos han muerto, y en cambio viven y prosperan los bastardos de mi marido el rey; doy a luz a mi pobre hijo, el sexto heredero de la casa de Austria en España, nacido el sexto día del mes del Escorpión; con él venceré a los bastardos, éste vivirá, venceré el veneno acumulado de las seis generaciones, ha nacido, tráiganlo a mi lecho, a mis brazos, caséme con el rey a los quince años, él tenía cuarenta y cuatro, podrido por la herencia y su propio exceso, miserable fasto, nos casamos en una polvosa aldea, Navalcarnero, miserable fasto de España, te digo, una aldea escogida para nuestras bodas porque lugar donde se casan monarcas no paga tributo nunca más, y por eso me casé en el villorrio de pulgas y cabras y tarados y ciegos, y parí hijos muertos, y ahora tú, éste, que me lo traigan, éste vivirá, éste reinará sobre el andrajoso reino derrotado, derrotada la Gran Armada, evaporado el oro de las Indias, derrotados los tercios en Rocroy, perdida España, impotente España, tu grandeza es la del hoyo que más crece mientras más se cava, no podemos pagar los salarios de la servidumbre de palacio, los reyes de España comemos perro, capón y migajas menos grandes que las moscas que las cubren: tráiganme a mi hijo, sano y lucido, lindo y en buena disposición, mi hijito, mi hermoso hijito con el cual responderé a la muerte y la miseria de España; mi hijo, débil, las mejillas cubiertas de empeine, la cabeza cubierta de escamas, como un pescado o una lagartija, mi hijo, el hechizado, cúbranle la cabeza con un gorro, el pus le escurre por las orejas, cúbranle el sexo, que nadie mire esa trunca y amoratada cola de escorpión, no importa que crean que es mujer, nadie debe mirar ese nabo purulento, el hechizado, coronadlo pronto, que su cabeza se acostumbre al peso de la corona, tiene cinco años, no puede aún caminar, debe cargarlo siempre su menina, no aprende a hablar, sólo se comunica con perros, enanos y bufones, crece envarado, tieso, tartamudo, impotente, babeante, tu placer es coronarte de palomas heridas y sentir los hilos de sangre que corren a lo largo de tu rostro amarillo, helado tu lecho, inflamado tu corazón de odio hacia mí, tu madre, que quiero por tu bien gobernar en tu nombre, prisionero idiota de astutos ambiciosos que me mandan cortar la cabellera, vestir hábito de monja, cubrirme de velo el rostro, me encarcelan en el alcázar de Tordesillas, te quedas solo, rodeado de intrigantes, solo, mi hijo, hechizado, con tu lengua hinchada y el estupor de tus ojos, imitando los ruidos de los animales, llorando sin razón en los rincones, apretando los dientes para no comer, tu sangre poblada de hormigas, tu cerebro de ranas, tu vientre de serpientes, tus manos de pescados, Dios te bendiga: pasas días sin sentido, prisionero de un lúgubre sueño; el Diablo te perdone: pasas días arañándote, arrancándote la rala cabellera, eres el perseguidor y verdugo de ti mismo: ves a una mujer y vomitas; una fresa de dolor crece en mi me impide consultar a un médico, y además mi fervor cristiano: ¿hay médico que no sea judío, árabe o converso?; muero, alegremente, antes que tú, y desde los púlpitos de España mis fieles Jesuitas cantan mis loas: Feliz el Cáncer, a quien Juno transformó en constelación; feliz en verdad, pero no tanto como el que ha matado a nuestra augusta Reina, pues ese cáncer encontró en el Seno Real que atormentó, no sólo la luminosa esfera de su muerte, sino el alimento de su vida. ¿Qué será de ti sin tu madre, mi pobre rey hechizado? Mi nombre es Mariana.

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