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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (59 page)

BOOK: Terra Nostra
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Y con unos ojos lo miraba todo Guzmán, sabedor de que sus monteros, una vez reunida la corte, se esparcían por el llano y comunicaban a los peones de la obra, a Nuño, a Jerónimo, a Martín, a Catilinón, la falsa aunque probable nueva: la vieja loca se salió con la suya, nuestro Señor ha proclamado heredero al idiota y heredera a la enana flatulenta y será esta tarada y deforme pareja la que os habrá de gobernar mañana, pues el Señor minado, místico y necrófilo, perdida para siempre la energía, olvidados para siempre los gustos de caza, combate y hembra que son savia del poder, no tardará en abandonar su envoltura mortal: miren lo que les espera si ahora no se rebelan: generación tras generación de monarcas idiotas, sangrantes y afectos al morbo gálico que, cual vampiros, extraerán sus escasas fuerzas de vuestra sangre, eternamente robusta pero eternamente servil. ¿Soñáis con restaurar vuestros viejos fueros de hombres libres, soñáis con una justicia que os defienda ante el poder de los señores, soñáis con un estatuto que os libere así del capricho del alcázar como de la usura de las ciudades, soñáis con un contrato que os permita dar y recibir con equidad? Mirad entonces a nuestro Señor; y si pensáis que duro ha sido su reinado, imaginad lo que será el de la enana y el idiota, y el de los monstruosos hijos que tal pareja engendre, y sabréis que vuestros guayes sólo crecerán y se prolongarán, sin fin, hasta la consumación de los siglos.

Y con otros ojos lo miraba todo el fraile pintor, Julián, perdido entre la multitud de monjes, alguaciles, botelleros, regidores, dueñas, oficiales, mayordomos y contralores llamados a la presencia del Señor. Para él, esta primera reunión de toda la corte en la capilla privada del Señor era como la inauguración, el desvelamiento del gran cuadro que Julián, con la ayuda del Cronista, hizo creer al Señor que provenía de Orvieto, patria de unos cuantos pintores austeros, tristes y enérgicos, pero que en verdad el fraile miniaturista, inflamado de rebelde ambición, había ejecutado con paciencia y sigilo en la más profunda mazmorra del palacio, temeroso de que las novedades de su trabajo, la audaz ruptura de la simetría estética exigida por la ortodoxia a fin de que las obras del hombre coincidiesen con la verdad revelada, resultaran tan obvias que el destino de Julián fuese reunirse con el Cronista a purgar la culpa de la peor de las rebeliones: no la cainita del fratricidio, sino la luciferina del deicidio.

Esto temía, aunque secretamente se sintiese ofendido porque nadie prestaba atención al cuadro, nadie lo escudriñaba e, incluso, nadie lo anatematizaba. ¿Tan secreto era su mensaje? ¿Tan difuminadas y tersas y escondidas sus cargas críticas (o sea decisivas, juzgadoras, si se atendía —pensó Julián— al origen griego de una palabra cuyo destino se atrevía a pronosticar) que descubrirlas exigía una atención y un tiempo que ninguno de los presentes estaba dispuesto a prestar… y a perder? ¿A plazo tan largo estaría sujeta la lenta contaminación, el eventual poder corrosivo de las figuras allí dispuestas y así dispuestas para romper el orden consagrado de la pintura cristiana? Una deidad central e incontaminable rodeada de un espacio plano, sin relieve, limpio también de todo contagio temporal.

—Tal es la ley.

Fray Julián sintió la tentación de abrirse paso entre la muchedumbre indiferente, el gentío de los arrimados al palacio, llegar hasta el altar, acercarse al cuadro y trazar con gruesas pinceladas su firma en un rincón de la tela. Sintió la tentación, pero la resistió; no por miedo físico, sino por sospecha moral. Le retuvo una reflexión indeterminada que era el residuo de su plática con el estrellero en la torre: si el universo era infinito, el centro no estaría en parte alguna, ni en el sol, ni en la tierra, ni en los poderes de la tierra, y mucho menos en un individuo y su pretencioso garabato, Julianus, Frater et Víctor, Fecit, pues por esa firma podía írsele, drenado, el espíritu: que nada sea el centro de un universo infinito que de él carece. Julián se mantuvo ajeno, en vilo espiritual, iluminado, en su paradójica lejanía de inmovilidad, por una repentina comunión con cuanto no era él, su cuerpo, su conciencia, y dando respuesta contraria a su propio argumento: entonces, si nada es el centro, todo es central y así, mirándolo, pudo entender el cuadro por él pintado y decirse, confusa aunque ciertamente:

“Nadie ha firmado las torres de Milán y Compostela, las abadías de la Puglia y la Dordoña, los vitrales y cúpulas de nuestra cristiandad; y yo he de honrar ese anonimato artesanal para decir con él las verdades nuevas, aunque sin sacrificar las virtudes antiguas; para pintar una plaza italiana de profunda perspectiva, fluyente como el tiempo en el que nacen, se desenvuelven y perecen los hombres y fluyente como el espacio irrestricto en el que se van cumpliendo, por los hombres, los designios de Dios: he aquí las casas, las puertas, las piedras, los árboles, los hombres verdaderos, y ya no el espacio sin relieve de la revelación o el tiempo sin horarios del fiat original, sino el espacio como lugar y el tiempo como cicatriz de la creación. Ciegos: ¿no ven a mi Cristo sin aureola, desplazado hacia una esquina del cuadro que así se prolonga fuera de sus límites para inventar un espacio nuevo, ya no el espacio unitario, invisible e invariable de la revelación, sino los lugares múltiples y diferentes de una creación mantenida y renovada constantemente? Pobres ciegos: ¿no ven que mi Cristo ocupa una esquina del espacio escogido, pero de ningún modo finito, de mi cuadro, y que en esa precisa ubicación excéntrica Cristo no deja de ser su propio centro en relación con el círculo plástico que he trazado, y que los hombres desnudos están situados en una plaza italiana verdadera y así protagonizan un hecho en vez de ilustrar un motivo, y que ese centro que es el de ellos no coincide con el centro desplazado del Cristo, pero que lo importante no es la ubicación central o excéntrica que deja de existir en cuanto el centro, estando en todas partes, no está en ninguna, sino la relación entre dos sustancias distintas, la divina y la humana, y que el puente de esa relación es la mirada? Ciegos, ciegos: pinto para mirar, miro para pintar, miro lo que pinto y lo que pinto, al ser pintado, me mira a mí y termina por mirarlos a ustedes que me miran al mirar mi pintura. Sí, hermano Toribio, sólo lo circular es eterno y sólo lo eterno es circular, pero dentro de ese eterno círculo caben todos los accidentes y variedades de la libertad que no es eterna sino instantánea y fugitiva: mi Cristo escoge mirar, libre, instantánea y fugitivamente, los cuerpos de los hombres, mientras que los hombres miran al mundo, al espacio y al tiempo que les rodea, y es este mundo el que mira a Cristo y así, relacionado todo por la mirada, todo lo divino es humano y todo lo humano es divino, y la verdadera aureola, que a todos nimba, es la pálida y transparente luz, de nadie y de todos, que baña el espacio de la plaza: ciegos.

”Mi firma mutilaría la extensión de ese espacio que debe prolongarse, gracias a la mirada, a la derecha y a la izquierda de la tela, detrás, encima y abajo de ella y también en la segunda perspectiva, la que fluye de la tela hacia el espectador: tú, nosotros, ellos. Miren mis figuras fuera del cuadro que provisionalmente las fija. Miren más allá de los muros de este palacio, del llano de Castilla, de la tensa piel de toro de nuestra península; más allá del exhausto continente que hemos injuriado con crímenes, invasiones, codicias y lujurias sin número y salvado, acaso, con unas cuantas hermosas construcciones e inasibles palabras. Y miren más allá de Europa, al mundo que desconocemos, que nos desconoce, y que no por ello es menos real, menos espacio y menos tiempo. Y cuando ustedes, mis figuras, también se cansen de mirar, cedan su lugar a nuevas figuras que a su vez violen la norma que ustedes acabarán por consagrar: desaparezcan de mi lienzo y dejen que otras semblanzas ocupen su sitio. No, no firmaré, pero tampoco callaré. Que el cuadro hable por mí.”

Hacia el cuadro miraba también, escondida detrás del alto cancel, la Madre Milagros, y toda su mirada era para el Cristo de blanca túnica y sienes heridas: era él, era él, el mismo que llegó esa inolvidable noche a reclamarla para sí, y la Superiora no se extrañaba de la ausencia de aureola en esa figura, pues ninguna luz había coronado al Cristo que la hizo suya, su esposa. Sollozó la Madre Milagros; ya no tendría que rezar implorando la cercanía del Salvador; ya sabía dónde encontrarlo: aquí, en esta capilla, en este cuadro; bastaría llegar hasta aquí, en secreto, de noche o al alba, tocar la figura del Cristo del cuadro, y El descendería hacia ella, Milagros, la elegida, y volvería a hacerla suya sobre el más sagrado de los lechos, sobre la cama misma del altar: allí. Sollozó la Madre Milagros, y quedamente se golpeó el pecho con el puño cerrado, indigna de mí, soberbia de mí, ¿por qué habría de regresar el Señor a tocarme, habiéndolo hecho una vez? ¿Por qué no habría de acercarse a otras mujeres y distinguirlas como me distinguió a mí? Soberbia, soberbia, y yo pensando en venir hasta aquí a verle y tocarle y amarle, presunción, no se acordará de mí, me dará la espalda, soberbia, soberbia, ya no me tortures, Serpiente, temo regresar porque temo que el Señor Mi Dios me de la espalda, me arroje de su vera, desdeñe mis súplicas y castigue mi presunción, mi honor, mi honor, no mi soberbia, híceme monja por honor, para guardarlo y salvarlo y porque a ningún hombre consideré digno de mi lecho o de cambiar mi nombre por el suyo, sino por el de esposa de Cristo, honor de mujer, que nadie mancillará, ni siquiera Cristo Salvador, perdón, perdón, dulce Jesús, no te amo, no te amo, ¿por qué llegaste hasta mí y me hiciste tuya?, te amé mientras eras inalcanzable, incorpóreo, y por ello objeto perfectísimo de un amor sin cadenas humanas, sin ligazones del honor, la soberbia, la presunción o el temor de ser desdeñada, no te amo ya, Cristo, amaba a una dulcísima imagen, no puedo amar a un amante verdadero, perdón, Señor, perdón…

Y otra era la mirada de la monja Angustias, que no se cuidaba del cuadro en el altar, sino de escudriñar las figuras de los monjes reunidos en la capilla y adivinar cuál era la del hombre que la consoló por fin de sus hambres y laceraciones y en vez le dio el desconocido placer y la palpitante libertad de desear más, y más, y más, y más, pero ahora con la seguridad de poder tener, tener, tener, tener amor, sí, pero tener un hijo, no, eso temía ahora, con el rostro tembloroso detrás de las rejillas del coro de las religiosas, ay monje, si me has hecho un hijo no me habrás dado el placer con la libertad que me prometiste, y el placer sin libertad ya no será tal, ay monje, te aprovechaste de mi delirio, de mi vergüenza, de mi hambre de hombre, ay monje, si me has empreñado tendré que decir que tu hijo es obra del diablo, y matarlo al nacer, antes de que tu mismo lo mates, por ti y por mí, monje, ruego que sólo libertad y placer me hayas dado, mas no obligación, ése sería nuestro triunfo común, así habremos vencido las dos leyes que nos atan, la del matrimonio fuera del convento y la de la castidad dentro de él, y seremos libres, monje, libres, libres, para seguir amando sin consecuencias, tú a cuantas mujeres quieras, yo a cuantos hombres… No te amo, monje, pero amaré el placer y la libertad que me has enseñado. Haz tú igual que yo.

¿Y a dónde podía mirar la novicia Doña Inés, que tantos puntos de interés encontraba entre el gentío abigarrado? Allí estaba, abriéndose paso hacia el Señor, su viejo padre el usurero, con la gorra de martas en la mano, obsequiosamente tendida como en señal de respeto hacia el Señor, más que hacia este sagrado recinto, capilla y tumba; allí estaba el Señor mismo, sentado en silla curul al píe del altar; allí estaba Guzmán, el que la había conducido una noche a la vecina alcoba del Señor. Allí estarían todos, menos el que ella buscaba: Don Juan, el que le dio el placer que el Señor no supo darle, y la maldición también, su sexo desflorado por Don Felipe había sido disfrutado por Don Juan sólo para cerrarse de nuevo, ¿quién la había condenado a esta pena, quién le había deseado en secreto esta desgracia, quién quería que ella no volviese a ser de nadie, o quién quería que ella sólo volviese a ser de él? No entendía, la cabeza le giraba, la mirada no sabía fijarse en nada, hasta que, recorriendo con vaga y torturada ensoñación las filas de túmulos reales levantados sobre truncadas pirámides a lo largo de la capilla, le vio, eres tú, Don Juan, ese doncel apoyado sobre el brazo, ese joven semiyacente, eres tú, oh sí que eres tú, cómo no iba a reconocerte, mi amante, oh, eres tú y eres de piedra, eres una estatua, una estatua me ha amado, he convidado la piedra a mi lecho, ésa es mi maldición, he hecho el amor con la piedra, ¿cómo no he de convertirme yo misma en piedra?, y si los dos somos de piedra, ya lo veo, entonces sí que seremos fieles el uno al otro, tú Juan, yo Inés, tienes la sangre helada, lo supe, te lo dije, no temes a mi padre, no temes al Señor, no temes a nadie, Don Juan, porque nadie podría matarte, no se mata a una estatua, no se mata a la muerte: Doña Inés clavó las uñas entre las rejillas del cancel y ya no apartó su mirada pétrea de la pétrea figura de su amante inmóvil sobre ('I sepulcro. Y si tú y yo seremos de piedra, Don Juan, piedra sea el mundo entero, piedra los ríos, los árboles y las bestias, piedras las estrellas, los aires y los fuegos: estatua inmóvil la creación, y tú y yo su inmóvil centro. Nada se mueva ya. Nada. Nada.

Y si sólo ojos de piedra tenía en esa hora Doña Inés para la que creía pétrea figura de Don Juan, éste sólo fingía la inmovilidad; le era fácil, reconocíala como un atributo más de su persona: férrea voluntad para simular la más deliciosa abulia. Ni un nervio de esa figura semiyacente sobre la lauda se movía; y por estatua, como Inés, tomáronla todos los asistentes a esta ceremonia convocada por el Señor. El doncel ni siquiera pestañeaba. Con ojos indiferentes, por indiferentes a la confusa ceremonia que se iniciaba sin justificación discernible para quienes a ella asistían, miraba hacia el cuadro de la capilla el caballero Don Juan; desplazado, ajeno a la reunión de la corte, disfrazado de estatua y disfrazado, también, por las sombras: miraba por vez primera el cuadro que presidía la capilla privada del Señor y mirábase, como en un espejo, en la figura sin luz de un Cristo, como él, arrinconado: soy yo, soy yo, alguien me ha conocido antes de que yo me conociese a mí mismo, porque alguien pintó mi imagen antes de que yo llegase aquí, ¿por qué?, ¿para qué?, en ese cuadro que es, más que el corazón de la Señora, más que los ojos de Doña Inés, más que las joyas de Lucifer, mi espejo… Oh, ese cuadro, cuánto he tardado en verlo, cómo quisiera haberme visto primero en él y no en la imagen que me ofreció la Señora de mí y de ella para conjuntarlas; con razón engañé tan fácilmente a la Superiora y gocé de sus favores; con razón engaño a todas, pues todas me toman siempre por otro, marido, amante, padre, Salvador, y aman a otro en mí: ¿quién amará a Don Juan por Don Juan, y no porque le cree otro, y a ese otro ama, esposo, amante, monje, el mismísimo Cristo, pero nunca Don Juan, nunca? Quiérenme Azucena y Lolilla porque les prometí matrimonio, la Madre Milagros porque creyó que yo era el Espíritu Divino, la monja Angustias porque me confundió con su confesor, nadie me ha conocido, nadie me ha amado a mí… más que esa Inesilla, pues sólo ella sabe que yo soy yo. Y yo no la amo a ella, porque ninguna mujer me interesa si no tiene amante, marido, confesor o Dios al cual ya pertenezca; porque ninguna mujer me interesa si al amarla no mancillo el honor de otro hombre; porque ninguna mujer me interesa si mi amor no la libera. No querré a ninguna mujer para siempre, sino para hacerla mujer, e Inés ya lo es, Inés no pertenece al Señor que la desvirgó, el Señor es dueño solamente de este palacio de la muerte, Inés es la única que me ama porque ya es dueña de sí, y si mi lógica es cierta, yo no puedo ser de ella, pues otro como yo vendría a quitármela: yo ultrajaré el honor ajeno, pero nadie podrá ultrajar el mío, porque careceré de él, ni honor ni sentimiento; y si alguna fregona, novicia, reyna o superiora por mi causa pare un hijo, no será mío, será hijo de la nada, y a la nada le condenaré, devoraré a mis hijos, los castraré, los pasaré a cuchillo: el alimento de los hombres comunes, honor y patria, hogar y poder, me es vedado, no tengo más alimento que las mujeres y sus hijos, a las mujeres les comeré el coño, a los niños el corazón, y Don Juan será libre, sembrará el desorden, infligirá la pasión donde la pasión parecía muerta, romperá las cadenas de ley divina y ley humana, Don Juan será libre mientras exista un esclavo de la ley, el poder, el hogar, el honor o la patria sobre esta tierra, y sólo seré cautivo cuando el mundo sea libre: nunca…

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