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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (62 page)

BOOK: Terra Nostra
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—De todas partes.

—De ninguna, entonces.

—Digo que no recuerdo otra cosa más que un peregrinar sin fin. Créeme, viejo.

—Peregrino, pues, te llamaré.

—Nunca me he detenido. Ningún lugar de la tierra conocida, ha podido arraigarme en él y, allí, darme lo que a los otros hombres les da una raíz. Nombre y hogar, mujer y descendencia, honor y hacienda. ¿Me entiendes, viejo?

Pedro, desde el timón, miróme, interrogándose, y dijo que no, no entendía mis confusas palabras, por ser tan contrarias a las que él me diría si hubiese de explicar su vid

—Todo lo que tú nunca tuviste, yo lo tuve y lo perdí. Tierras y cosechas, incendiadas aquéllas, robadas éstas; descendencia, pues mis hijos fueron asesinados; honor, pues mis mujeres fueron mancilladas por el derecho señorial. Y también la libertad o su ilusión, pues supe cómo podía engañarse a las muchedumbres y conducirlas, en nombre de la libertad, a la esclavitud y a la muerte. ¿Sabes algo de todo esto, Peregrino? Pienso que no, y por eso no entiendo tus palabras.

Cuidéme de decirle que mal las comprendía yo mismo, pues la ligereza de las cosas por mí recordadas era otra, y escasas voces acudían en mi auxilio para explicarlas. Visiones de pálidos desiertos y lejanos oasis, bronceadas montañas y pálidas islas, ciudades amuralladas, templos de la muerte, rostros de hombres crueles o humillados, de mujeres perversas o anhelantes, sofocados gritos de niños, galopes de caballos, fuego y fuga, perros ladrando bajo la luna, viejos dormidos junto a los camellos. ¿Con semejantes visiones podría reconstruir la memoria de una vida? No sé. Desconocía los nombres precisos de estos lugares y de estas gentes como desconocía mi nombre y mi lugar propios. ¿Bastaba resumir estos recuerdos sin perfil en la frase que dirigí entonces a Pedro?

—Siempre he vivido en el Mar Nuestro. Soy hombre mediterráneo.

No bastaba: en el instante de pronunciarla mi cruel memoria sin límites pero también sin señales me arrastraba en su ímpetu hacia atrás, hasta atrás, memoria lejana y cercana, pero siempre incapaz de decirme qué fue antes y qué después: memoria de aire, perdido suspiro del pasado y agitada respiración del presente, confundidos. ¿Cómo explicarle esto al viejo? Preferí, invadido por las razones absolutas que yo mismo era inepto para penetrar, admitir este argumento inválido aunque inmediato, una vez saciado y cierto es, felpado, mi inmediato instinto de conservación: sentí que luchaban dentro de mi pecho dos principios. Uno me impulsaba a sobrevivir a toda costa. Otro, me exigía la loca aventura en pos de lo desconocido. Entre ambos principios, reinaba la resignación. Por eso, agotada una rebeldía, latente la otra, le dije al viejo:

—Y pues huyo, como tú, aunque sin motivo, y tú dices que te sobran, acepto, viejo, este viaje a la muerte. Quizás en ella se resuelvan mis pobres enigmas y mi destino sea resolverlos muriendo y al morir, saber. De todas maneras, inútil habrá sido todo.

Me levanté resignadamente de la cubierta a donde me habían arrojado el puñetazo de Pedro y el vaivén de la nave mientras Pedro decía:

—Mira, muchacho, que no vamos a la muerte, sino a una tierra nueva.

—No te engañes. Tienes muchas ilusiones para uno de tus años.

Te admiro. Por lo menos, te juro que lloraré contigo cuando las pierdas.

—¿Apuestas mis ilusiones contra tu vida?, rió Pedro con un dejo amargo. ¿Qué me darás si al cabo del viaje sobreviven así mis ilusiones como tu vida?

—Nada más de lo que ahora puedo darte. Mi compañía y mi amistad. Estoy tranquilo. Estálo tú. Acepto el destino que vamos a compartir. Créeme, viejo.

Pedro suspiró: —Te creería mejor si tú creyeras lo mismo que yo.

Dijo entonces que debía creer en otra tierra allende el océano. Y que si el sol se hunde en el poniente cada noche, no es devorado por la tierra ni renace milagrosamente, al amanecer, en levante, sino que ha girado alrededor de la tierra, que debe ser redonda como el sol y como la luna, pues no veían sus ojos viejos cuerpos planos en el cielo, sino esferas, y no sería nuestra tierra una monstruosa excepción.

Me contó que durante miles de atardeceres, con los pies plantados sobre la tierra seca del verano o hundidos en los fangos invernales, había mirado la extensión de una llanura libre, inmensa, de laboreo, sin accidentes de montaña o bosque, y girando sobre sus plantas había visto que la tierra y el horizonte eran dos círculos perfectos y que el sol, al despedirse cada atardecer de la tierra, se reconocía en su forma hermana.

—Pobre viejo, le dije con melancolía creciente, si lo que dices es cierto, al final de este viaje regresaremos a nuestro punto de partida y todo habrá sido en vano. Yo tendré razón. Tú regresarás a lo que recuerdas con horror.

—¿Y tú?

Me costó decirlo: —A cuanto he olvidado.

—Cree entonces conmigo, dijo enérgicamente Pedro, que no creó Dios este mundo para que sólo lo habitaran los hombres que tú y yo hemos conocido. Tiene que haber otra tierra mejor, una tierra libre y feliz, imagen verdadera de Dios, pues tengo por reflejo infernal la que hemos dejado atrás.

Y repitió, ahora con la voz temblorosa:

—No creó Dios este mundo para que sólo lo habitaran los hombres que tú y yo hemos conocido, para recordarlos o para olvidarlos, igual da. Y si no es así, dejaré de creer en Dios.

Díjele que respetaba su fe mas no su falta de pruebas para sostener estas imaginarias convicciones. Pidióme que trajera un limoncillo del costal. Lo hice. Nos hincamos en la cubierta y me pidió que pusiera de pie el limón. Convencíme de la locura del viejo pero nuevamente me resigné a mi mala suerte. Intenté hacer lo que me pedía, pero el alargado y amarillo cuerpo, una y otra vez, cayó sobre su costado. Miré en silencio a Pedro, sin atreverme ya a echarle en cara su sinrazón. Estaba resignado, digo. Entonces el viejo tomó el limón, lo mantuvo levantado entre dos gruesos dedos y luego apoyó fuertemente contra la plancha de la cubierta. La base del limón se abrió, corrió su jugo, pero se mantuvo de pie.

Pedro me pasó el limón: —Tienes los labios blancos, Peregrino. Haz por chupar a diario y largamente estos limoncillos.

Esa noche, ninguno de los dos durmió. Un desgraciado recelo nos mantuvo vigilantes, hasta nueva aparición de la estrella de la madrugada. Nada debía yo temer, sino la segura muerte en un momento que fatalmente llegaría, arrojándonos, al llegar, a un espumoso cementerio donde pereceríamos aplastados bajo monumentales aguas sin luz, negras como el más hondo río del infierno. Sin embargo, al aparecer la estrella y anunciarse otro día de calor y calma, me imaginé combatiendo contra el sueño por temor a que Pedro temiese que, al dormirse él, yo aprovecharía su sueño para ahorcarle con un cordel, arrojarle al mar y emprender el regreso a la costa de donde zarpamos.

Pero también temía que, al dormirme yo, el viejo hiciese lo mismo conmigo por temor a mí, me matase con el quebrado cuchillo que guardaba junto al timón, me arrojase a los tiburones que desde hace días perseguían la estela de la nave y continuase, solo, sin dudas, sin recelos, su voluntarioso viaje al desastre.

Brilló la turbadora estrella que parecía confirmar con su ronda, hermanando el crepúsculo y la aurora, las circulares razones del viejo. Y fue él quien resolvió los temores, fue él el valiente que primero fue a recostarse en un rincón de la cubierta, sombreado por las lonas que protegían nuestras barricas de agua dulce.

—¿No me tienes miedo, Pedro?, le grité desde el timón con mi voz blanca y salada.

—Peor riesgo es la muerte que nos presagias, dijo el viejo. Si tanto crees que vamos a perecer, ¿para qué vas a matarme ahora?

Y añadió después de una breve pausa:

—Quiero que un hombre joven sea el primero en pisar la tierra nueva.

Cerró los ojos.

Yo me imaginé amo de. la nave, librado de la presencia del viejo y de su mortal carrera hacia el desastre; me imaginé de regreso en la costa de donde salimos doce días antes. Y al imaginarme allí, traté de imaginar qué haría al regresar a ese punto de partida. Señor: no pude idear más que dos caminos. Uno, me llevaría de regreso al anterior punto de partida, y de allí al anterior, y así hasta remontarme al lugar y al tiempo de mi origen. Pero a partir de ese origen olvidado, ¿qué camino se ofrecía a mí sino el que ya había recorrido? Y ese camino, ¿podía dejar de conducirme a la playa donde encontré a Pedro y de allí, con él, en esta nave, al punto donde ahora nos encontrábamos, en este mismo instante, en el mar? Reflexioné así sobre la triste suerte de un hombre en el tiempo, pues la abundancia de pasado me obligaba a olvidarlo y vivir sólo este fugaz presente; y, capturado por la sucesión sin memoria de los instantes, nada me era dado escoger; mi futuro sería tan oscuro como mi pasado.

Pensé todo esto con los ojos cerrados. Y al pensarlo, la resignación de mi alma empezó a ser vencida por la lucha entre la supervivencia y el riesgo. Pedro había cerrado los ojos. Yo abrí los míos:

—Guíame, estrella, guíame, rogué con fervor.

Seguí el camino del sol, la voluntad del viejo: mi fatal destino, hacia el inmóvil Mar de los Sargazos.

Reloj de agua

Y así, Señor, medimos con agua el tiempo. Crecía la salada del mar, consumíase la dulce de las barricas; pero todo era agua, salvo Pedro y yo y nuestra barca. Devorarnos buena parte de nuestras provisiones, pero reservamos la carne salada y con ella cebamos los anzuelos de cadena y los arrojamos al mar. Pues en todo piélago abundan los tiburones, y no tardan en caer, siendo rápidos y voraces así para atacar al marino indefenso como para confiar en las trampas del astuto.

Con grande alegría capturamos al primer escualo, y le guindamos y metimos a la nave; y con grandes golpes de cotillo de hacha contra la cabeza matóle Pedro y con un cuchillo cortéle yo en lonjas delgadas que colgamos por las jarcias del navio. Allí las dejarnos a enjuagar por tres días, ya sin prisa, seguros de nuestro alimento y nada preocupados de aplazar nuestro banquete. Pocas cosas reúnen más a dos hombres, y con más facilidad íes obligan a olvidar riñas pasadas, que estas fraternales tareas, ayudándose para enfrentar un peligro, y vencerlo. Entonces vemos que estúpida es la rija de voluntades humanas, pues nada se compara a la amenaza de la naturaleza, que de voluntad carece, aunque le sobra feroz instinto de exterminio. Natura y mujer se asemejan. Y éste es su mayor peligro; su belleza suele desarmarnos.

Treinta días de travesía contamos el día que comimos las sápidas lonjas del tiburón y mucho nos reímos descubriendo que nuestro fiero escualo tenía el miembro generativo doblado, o sea que navegaba con dos armas viriles, cada una larga como del codo de un hombre a la punta del dedo mayor de la mano; y más nos regocijamos al discutir si al acoplarse a la hembra el tiburón ejercitaba ambos miembros a un tiempo, o cada uno por sí, o en diversos tiempos. Y por esto, quizás, es sabido que las hembras del tiburón sólo paren una vez en su existencia.

Agua inmóvil, digo, nos rodeaba: díjeme que habíamos entrado al temible Mar de los Sargazos, donde todos los marinos se arredraban y retrocedían. Nosotros no. Yo, porque más temía la turbulenta catástrofe del futuro que esta presente tranquilidad, que la aplazaba. El viejo, porque ni calma ni tormenta hacían flaquear su confianza en nuestro seguro destino: el mundo nuevo de sus sueños. Y del embarazo de este indolente océano nos salvaron las conversaciones sabrosas que entonces tuvimos el viejo y yo. Del mar hablamos, y yo pude recordar, aunque siempre sin fechas que viniesen en mi auxilio, los contornos del mar de mi memoria, nuestro Mar Mediterráneo, al mostrarme Pedro los veraces portulanos que lo ceñían a conocimiento de hombres: mas las cartas que extendían al oeste el espacio marino terminaban por borrarse en una incógnita de vagos contornos.

—Así es, muchacho. Nada sabe la rosa de los vientos de lo que se halla más lejos de esta que aquí ves dibujada y nombrada la última Tule, que así llaman los cartógrafos a la isla de Islandia…

—…donde el mundo termina, añadí.

Amigos en el peligro, padre e hijo o. más bien, abuelo y nieto en apariencia, no habíamos dejado por ello de sostener nuestras disímiles creencias.

—¿Sigues temiendo?, me preguntó el viejo.

—No. No temo. Pero tampoco creo. ¿Y tú?.

—Temo tu nombre. ¿Juras no llamarte Felipe?

—No. ¿Por qué temes a ese nombre?

—Porque sería capaz de llevarme a algo peor que el fin del mundo.

—¿A dónde, Pedro?

—A su alcázar. Allí vive, con él, la muerte.

Cosas así decía el viejo cuando su ánimo se ensombrecía; yo procuraba entonces volver a hablar de mar y de embarcaciones y el viejo Pedro, hombre de manos y recuerdos, como yo lo era de sueños y olvidos, me explicaba las observaciones que le permitieron idear esta nao envergada de antenas, con dos palos de velas triangulares: y este velamen, dijo, era mejor que el de los antiguos varineles, pues nos permitía acercarnos más al viento y aprovecharlo mejor. Y la ausencia de un castillo de proa, así como la ligereza de las maderas, aseguraba mayor agilidad de marcha y de maniobra. Ya lo veía yo: dos hombres solitarios podíamos manejar esta pequeña y dócil nave, y con ella habíamos venido barloventeando con viento escaso por sus puntas y cabos, y aun en el Sargazo avanzábamos, aunque sobre aceite. Candoroso mostrábase el viejo Pedro, y lleno de ilusiones.

—No he de desmayar ahora.

Me contó que veintitrés años antes quiso embarcarse por vez primera en busca de la nueva tierra.

—Tres hombres y una mujer dieron al traste con mi proyecto: me derrotaron sus deseos, pues ellos sólo deseaban lo que nuestra vieja tierra, engañosamente, promete. Me derrotaron, hijo, pero se salvaron. No creo que aquella imperfecta barcaza nos hubiese llevado muy lejos. Abandoné el surco y fuime a las playas; cambié la compañía de labriegos por la de marinos. Mucho tardé en aprender cuanto debía. Esta nave es casi perfecta.

Dijo que cuando una escuadra de navios como éste, así de ligeros, aunque de mayor tamaño y mejor tripulados, se construyese, el océano sería domado por todos.

—Cuidémonos de decir nuestro secreto, pues entonces todos se trasladarían sobre esta ruta que hoy es sólo tuya y mía, muchacho, y así, hermana soledad y libertades.

Lo dijo sin bajar la voz: vastas eran las bóvedas de esta catedral marina, y si yo era su confesor, jamás saldrían de mis labios palabras que escuchase otro que él.

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