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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (63 page)

Entramos al cuarto día del segundo mes a ruta de alisios; hincháronse las velas y vimos el seguro signo de viento favorable en la volatería de peces. Admiramos estos peces voladores a los que, de cabe las agallas, les salen dos alas tan largas como un jeme, tan anchas como una pulgada y con tela parecida a la del ala del murciélago. Gracias a unas finas redecillas, pude capturar algunos que pasaron muy cerca de la banda de estribor. Los comimos. Sabían a humo.

Os diré que comer los peces voladores fue nuestro último placer. Al día siguiente, hacia el mediodía, el mar era azul y el viento suave; la sal de las olas mansas, regulares, era rocío del sol ferviente: todo, digo, se armonizaba en belleza clara y cálida. El mar era el mar, el cielo el cielo y nosotros parte viva y sosegada de ellos. Entonces, levantóse un tumulto ai norte de nuestra nao y el azuloso confín estalló en altas llamaradas blancas; el mar era batido por una cólera tanto más impresionante por ser tan súbita y contrastada con la paz que celebrábamos, hace un instante y en silencio, el viejo y yo. Y el blanco oleaje, aunque todavía lejano, se levantaba sin tregua hasta alturas cada vez más cercanas a nosotros. Vientre de vidrio y penacho de fósforo, las armadas de enormes olas se devoraban entre sí sólo para renacer acrecentadas.

Vimos al cabo la negra cola de la fiera bestia que así agitaba las aguas tranquilas; vírnosla hundirse y luego, a media legua de nosotros, dispararse como una pesada saeta hacia el aire, abriendo las fauces de irisadas carnes, revolcándose, hundiéndose, disparándose otra vez fuera del mar como si detestase por igual aire y agua, y en iguales medidas los necesitase: Señor, primero vimos el espantable lomo de conchas y de limo, como si la bestia fuese una vasta nave fantasma, dueña de su propia fuerza; y esa fuerza era la muerte que se prendía con odiosas escorias a los lomos de la ballena. Vimos luego su ojo encarnizado, acuoso, llameante, cuajado de venas rotas, abriéndose y cerrándose entre los lentos, aceitosos, fangosos párpados y nuestra segura embarcación convirtióse en almadía sin gobierno, azotada por el oleaje cada vez más alto, agitado y sin concierto que engendraba el leviatán.

Temí que al pegarnos un zurriagón con la cola, nos hundiésemos, quebrados, pero la nave estaba probando su buena hechura. Se comportaba como balsa, y el viejo y yo, abrazados al mismo mástil de manera que mis manos se apoyaban en sus hombros y las suyas apretaban los míos, sentimos que nuestra nao era juguete del tumulto, pero no lo resistía, cumplía las órdenes de las encontradas mareas, sobrenadaba la cresta del oleaje y no se dejaba anegar. La espuma pasaba palpitando sobre nuestras cabezas.

Vi entonces la razón de todo, le grité al viejo que mirase conmigo el terrible combate que contra la ballena libraba un enorme peje vihuela, pues la lucha parecía ocurrir tan cerca de nosotros que podíamos ver la espada del pez, dura y recia, pugnando por herir el lomo espeso de la ballena, y mostrando el hocico lleno de dientes muy fieros; y era maravilla cómo el pez jugaba su estoque de costado, no de punta, arañando, rebanando la mejor defensa del leviatán, que es su estriada y curtida piel, y buscando ocasión de clavar la espada en el ojo arredrado del enemigo.

Agradecí que contra la ballena ensañase el peje su espada, y no contra nuestra barca, pues habría traspasado la banda y entrado dentro un palmo, como ahora, con un movimiento imprevisto, más rápido que una plegaria, el peje vihuela hería a fondo el ojo de la ballena y en él se clavaba con el gusto y la medida natural de macho clavado en hembra; y no sé si gritamos de sorpresa al ver cómo el nervioso y exacto cuerpo del pez sabía adelantarse a su propio instinto de lucha, pues con mayor velocidad parecía moverse aquél que determinarse éste; o si gritamos de reflejo dolor Pedro y yo; o si el gigante herido lo hizo de tanto sufrimiento que sus enormes fauces gimieron; o si un clamor de victoria pudo nacer de las plateadas vibraciones del peje; o si el océano mismo, herido al tiempo que su más poderoso monstruo, lamentábase con un hondo bramido de espumas enrojecidas.

Vedlo: el leviatán salta por última vez, tratando de librarse del mortal punzón clavado en el ojo; y luego se hunde, no sé si por última vez también, buscando refugio en lo hondo, y acaso alivio. Y al sumergirse arrastra a su azogado verdugo el peje ahora tembloroso, ahora ansiando librarse él mismo de su víctima, victimado ahora por ella, por ella conducido al reino silente donde la ballena puede esperar siglos enteros a que su herida cicatrice, curada por la sal y el yodo que son las medicinas de los mares, mientras el peje, antes amo y ahora esclavo del arma de su cuerpo, inseparables cuerpo y arma, terminará por incrustrar su esqueleto fino y quebradizo y argentino como sus escarnas, en las barreduras de limo y concha de los costados de la ballena. Gracias daré por las armas del hombre, que por hueso y carne son impulsadas, pero son fierro y vara, al cuerpo ajenos.

Permanecimos abrazados al mástil, tocando nuestros hombros empapados, nuestros cuellos hirsutos, sin mirar nada. Al abrir los ojos, nos separarnos, asegurarnos que el gobernalle estaba en buen estado, bien atados los bramantes y que nada de lo indispensable nos faltaba. Y sólo después miramos el mar de sangre que nos rodeaba, las rojas burbujas que ascendían de las profundidades y capturaban, ensangrentándola, la luz del sol. ¿Qué nos esperaba más lejos? Nuestro reloj de agua medía gota a gota la sangre derramada del océano herido.

Vorágine nocturna

Los hábitos normales de la vida deben restablecerse cuanto antes; el fastidio rutinario parece noble perseverancia cuando las maravillas, por abundantes, adquieren cariz de costumbre. Así, el viejo y yo, al tocarnos las nucas, nos percatamos de que navaja o tijera no se había acercado a nuestras intonsas cabezas en mucho tiempo; y que nada habíamos consultado ante un espejo en más de dos meses.

Nos alejamos de la popa y su roja estela; ¿quién se atrevería a buscar su rostro en un espejo de sangre? Mejor, yo busqué en un saco de lona el espejuelo que robé de una casa dormida y me expuse a ver mi cara en él. Vi que la sal y el sol habían dejado sus huellas, blancas donde el gesto de una pregunta, una alegría o un temor solían arrugar la piel, pero color de madera bruñida allí donde la doble agencia de los rayos y la espuma habían acariciado mi cara. Poco vello la cubría; una pelusa fina y dorada, no la lana gris, alambrada y abundante que coronaba a Pedro. Un leonzuelo y un oso haciéndose compañía a mitad del océano. Pero la melena me descendía hasta los hombros. Vime; y al verme le pregunté a mi rostro:

—¿De dónde vienes? ¿Dónde has estado y qué has aprendido, que todo rasgo de malicia ha huido de ti? ¿Puede la inocencia ser el fruto de la experiencia? Un día, cuando me recuerdes, háblame.

Mostréle su faz a mi viejo acompañante; reímos, olvidamos al peje y a la ballena; me senté sobre una barrica mientras el viejo, con unas bruñidas tijeras de sastre (otro de mis robos en la ribera de donde zarpamos) me cortaba la larga cabellera y yo me guardaba el espejillo en la bolsa del jubón.

Atardecía cuando cambiamos de posición y yo hice oficio de barbero, emparejando la salvaje nuca de Pedro; y ninguno de los dos hablaba de lo que en verdad ocupaba nuestros pensamientos. Más de dos meses navegando de levante a poniente, en línea recta, y ningún signo de tierra próxima, ni ave ni hierba ni tronco ni brisa olorosa a horno o carne, a pan o excremento, a agua dormida —como Pedro esperaba— ni precipitadas aguas y muerte atroz —como yo temía—. El cielo comenzó a cargarse de nubes.

—Date prisa, que ya cae la noche y amenaza tormenta, dijo el viejo.

—Está bien, le contesté. Ojalá que el agua de lluvia llene las barricas vacías.

Recuerdo nuestras palabras, y las hermano con el rumor familiar de las tijeras con que trasquilaba la cabeza de mi amigo, porque fueron las últimas palabras y el último acto de cotidiana costumbre que dijimos o efectuamos. Señor: debajo de mis pies sentí una succión creciente que como un rayo nacido, no de cielo atormentado, sino de atormentadas aguas, me partía de los pies a la cabeza; un rayo invertido, tal lo sentí, que nos fulminaba sin el previo anuncio del relámpago que el bondadoso firmamento nos reserva, seguramente porque el cielo y la tierra pueden verse cara a cara, y otro es el reino del mar, que ha tomado el velo, y es a cielo y tierra como monja a mujer y hombre.

Un rayo, digo, nacido de una profunda irritación del suelo mismo del océano: un fuego líquido. Crujió espantosamente la nave; doblóse la noche natural de otra oscuridad huracanada; estalló la tormenta y yo agradecí que el cielo tronase como nuestra barca; que las nubes descendiesen hasta abrigar las puntas de los mástiles; que los relámpagos reales anunciaran verdaderos rayos. Corrimos Pedro y yo, cada uno a un mástil, arriamos de prisa las velas, intentamos enrollarlas bien y atarlas con el cordaje, pero el movimiento repentino de la nave nos lo impidió; rodamos y fuimos a estrellarnos contra las bordas. Asíme a una argolla empotrada en la banda de estribor; habíamos navegado, bogando, barloventeando, asentándonos en el Sargazo, impulsados luego por el suave alisio, agitados por el tumulto de la ballena: lo que ahora ocurría era otra cosa, ajena a toda previsión natural. La rueda del timón a la que Pedro logró acercarse no era gobernable, giraba velozmente y a su antojo, dos puños no podían posarse sobre las veloces clavijas, astas enloquecidas que golpeaban sin piedad los nudillos y las palmas impotentes del viejo. El barco no navegaba; el barco giraba, era chupado siempre más hacia abajo, era un juguete del diablo, era el prisionero de una succión originada en las más hondas fauces del ponto:

—Henos aquí a la merced de la catarata universal, me dije, he aquí lo que tanto he temido: llegó la hora…

Pues nuestra barca hundíase en un remolino siniestro, invisible; lo supe, con espanto, cuando dejé de mirar un mar debajo de nosotros

Y lo vi encima de nosotros: las ('restas fosforescentes de las olas eran la única luz de la negra tormenta, y si antes se alzaban para ahogarnos, ahora amenazaban derrumbarse para aplastarnos: las olas se alejaban de nosotros, pero no en el horizonte, sino verticalmente, no se alejaban de nuestras manos extendidas, sino de nuestras cabezas levantadas: el oleaje iba perdiéndose en lo alto, arriba, muy arriba de nuestras cabezas, cada vez más alto que nuestros mástiles despojados va de la vecindad de nubes. Nosotros descendíamos los muros de agua de una vorágine sin fondo, éramos barca de papel luchando contra la corriente de un riachuelo callejero, mosca, nadando en miel, nada éramos, allí.

Y preparado para esto, pues no otra cosa había previsto y temido siempre, observaba sin embargo, Señor, la. vigorosa deuda de la vida para con sí misma, pues obré como si la esperanza fuese posible, pensé con rapidez, corrí hacia Pedro que inútilmente intentaba dominar el volantín del gobernalle, pues el timón habíase aliado con la vorágine y era enemigo nuestro. Le empujé, atarantado y vencido, hacia el mástil más cercano y allí le até como pude, con cuerdas, al palo, mientras el viejo gemía devolviéndole a la tormenta el eco apagado de sus rumores. Y cuanto os diga de nada serviría para remedar el rugir de esa tempestad que era algo más que tempestad, era el fin de todas las tempestades, frontera de huracanes, sepulcro de tormentas: un combate centenario de lobos y chacales, de leones y cocodrilos, de águilas y cuervos no engendraría un alarido más hondo, más vasto y afilado, que este crepuscular lamento de todas las agitadas mareas agónicas del mundo, reunidas aquí, sobre nosotros, alrededor y debajo de nosotros: grande, espantable, insalvable era la raya y panteón de las aguas, Señor.

Gemía el viejo capturado, pues sus ojos centelleantes me decían que él se miraba prisionero y a mí alcaide de la nave; y en esos destellos de su mirada quizás se disfrazaba el temor de una derrota. No habíamos llegado a la tierra nueva de sus anhelos, sino al tonel sin fondo de mis temores. No me detuve a reflexionar; actué diciéndome que si salvación había, sólo la había asidos a las argollas o los mástiles, y yo mismo me abracé un instante al palo, mirando los ojos resentidos de Pedro, vacilantes entre la cólera y la tristeza, cuando ambos vimos, frente a nosotros, quebrarse el segundo mástil como una caña endeble que en seguida fue chupada, dócil ruina de astillas, hacia el remolino circundante.

Perdí toda esperanza; la velocidad con que girábamos hacia el vientre de la vorágine zafó las cuerdas de los barriles y éstos comenzaron a rodar con amenazante fuerza y sin concierto por la cubierta, aniquilando todo resto de equilibrio en nuestra nave. Imaginé que en breves instantes zozobraríamos dentro del remolino, barridos de cubierta, y ya ni siquiera veríamos el lejano cielo y las lejanas crestas del mar que dejábamos, a la vez, atrás y arriba de nosotros; volteados, puestos de cabeza, veríamos nuestro destino, que era el ojo ciego de la muerte en las entrañas del piélago. Corrí como pude, entre las barricas rodantes, pensando febrilmente en la mejor manera de atarlas de nuevo o de arrojarlas al remolino; muy a tiempo llegué de vuelta a mi argolla y a ella me prendí, en el momento mismo en que el más terrible de los temblores que hasta entonces habíamos sentido estremeció la nave. Todo cuanto en ella no estaba amarrado a brabante, barriles y jarcias, anzuelos y lonas, cadenas y arpones, arcas y costales, salió desparramado por las bordas ; asido a mi argolla de fierro, temí volar con los objetos al verlos así succionados fuera de la nave con la rapidez del movimiento circular, de latigazo, que cumplía la silbante trayectoria de nuestra barca alrededor de los líquidos muros del túnel marino.

Miré hacia arriba: era como mirar hacia la más alta torre jamás edificada o hacia la montaña absuelta del diluvio; estábamos capturados dentro de un cilindro de agua compacta, sin fisuras, un cubo ininterrumpido hasta las lejanas, recortadas cimas de la espumosa fosforescencia. Y más arriba estaba el cielo, la tormenta; pero nosotros pertenecíamos a otro espacio, sin cielo ni tormentas; nosotros vivíamos dentro de la negra y veloz cueva de la vorágine, en la tumba de las aguas, imaginé lo que había debajo de nosotros: un hoyo liso, estrecho, agitado; un pozo infinito. Pedí auxilio a mis menguados poderes de observación y volví a mirar arriba; no sé si nuestra estrella, Venus, brillaba de nuevo en lo alto o si ciertas formas del luminoso oleaje se repetían regularmente; lo cierto es que existía un punto de referencia allá a lo lejos, una providencial, fugaz, diminuta luminosidad que me permitía contar con exactitud la curva de nuestra trayectoria dentro del remolino: conté con los dedos, conté cuarenta segundos para cada vuelta —los conté, y aun me duelen los dedos de contarlos— y supe que al contar entre treinta y treinta y seis la velocidad de la vuelta disminuía notablemente, entraba nuestra nave en una dócil curva que cruelmente nos ofrecía una esperanza de remisión antes de redoblar su furia y estallar, entre el treinta y siete y el cuarenta de mi suma, con un latigazo que, a cada vuelta, parecía a punto de quebrar para siempre la cáscara de la nuez que nos contenía. Miré las paredes líquidas de nuestra prisión, y lo que vi era increíble. Entre los objetos arrojados por la fuerza del remolino fuera de la nave, algunos —los costales y las cadenas y el ancla— descendían a la entraña de la vorágine con más velocidad que la nave misma, en tanto que otros, con igual velocidad, cumplían el movimiento opuesto: vi ascender una parvada amarilla de limones ya arrugados, vi ascender las lonas y los barriles vacíos y el velamen que no habíamos logrado enrollar; vi, maravilla mayor, que los restos del palo destruido también ascendían regularmente hacia la superficie del mar que nos enterraba, hacia el encuentro con el cielo que nos olvidaba.

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