—Noche y niebla. La solución final. ¿Qué burla trágica es ésta, Celestina? ¿Tenían que morir todos para que al fin muriesen los verdugos? Yo…
—Toma. Toma la máscara de la selva.
—Pero el dogma, Celestina, lo escuché todos los días, durante las procesiones, anatema, anatema contra los que creen en una resurrección distinta a la del cuerpo que en vida hubimos…
—Tu cuerpo, mi amor…
—No entiendo…
—El dogma fue proclamado para que la herejía floreciera con raíz más honda: todas las cosas se transforman, todos los cuerpos son su metamorfosis, todas las almas son sus transmigraciones… Toma la máscara, pronto…
—De las mujeres no reciben nada, eso le dijo el Patrón del Café le Bouquet a su esposa; de las mujeres no reciben nada los penitentes; la mujer está manchada, sangra, es el vaso del Demonio…
—Sólo perseguida y oculta puedo actuar; perdonada, soy inútil; consagrada, soy tan cruel como mis perseguidores; condenada, mantengo la llama de la sabiduría olvidada. Tenía que sobrevivir. La máscara, pronto, no tenemos mucho tiempo
Tocas en la oscuridad el rostro de Celestina… Lo cubre otra máscara de plumas, arañas muertas, dardos…
—La traes puesta tú…
—Yo la mía, tú la tuya, pronto…
—La tuya… La mía está aquí, debajo de mi almohada… Pero la tuya, ¿dónde…?
—Recuerda una vitrina, una casa de antigüedades, en la rué Jacob. La rompí. La robé. ¿Cómo llegó hasta allí? No lo sé. Ponte tu máscara y yo la mía. Idénticas. Pronto. No hay tiempo. Ya hay tiempo. ¿Qué hora es?
Miras de reojo el reloj despertador colocado sobre tu mesa de noche: sus manecillas y números fosforescentes indican tres minutos antes de las doce de la noche.
Quieres disipar las brumas de la vertiginosa necromancia que te asalta y te arrebata todo sentido de equilibrio interno o externo; la mujer huele a clavo, pimienta y acíbar:
—Casi la medianoche. Nos harían falta doce uvas. Siento mucho no poder ofrecerte champaña. No hay más servicio de cuarto. ¿Qué cantamos? ¿Las Golondrinas? ¿Auld Lang Syne?
Reiste; noche de año nuevo en París, sin champaña: ¡qué risa, qué realidad, qué salvación!
—¿No te da risa? ¿Dónde está tu sentido del humor?
—Pronto. No hay tiempo.
—¿Qué ha pasado, pues?
Celestina guarda silencio un instante. Luego dice: —Ludovico y Simón murieron a las doce menos cinco. Eran los últimos. El estudiante mató al monje. Luego se mató a sí mismo. Quiero que entiendas esto: nosotros no fuimos los verdugos. Nos salvamos de ellos porque nunca los miramos. Creyeron que éramos fantasmas: ellos nos miraban, nosotros a ellos no. Sobrevivimos para llegar hasta ti. Tienes razón: los verdugos nunca supieron de ti. Yo te protegí. Yo te traje de comer todos los días. Hace meses que nadie habita este hotel. Ludo vico y Simón murieron al cumplir su misión: dejarme aquí contigo. No habrá más cadáveres en las naves de Saint Sulpice. Pronto, pongámonos las máscaras.
La obedeces.
La recámara empieza a iluminarse con un fulgor tibio, color de pasto nuevo, una luz de esmeraldas pulverizadas: la máscara tiene dos rendijas a la altura de los ojos; miras a Celestina, enmascarada. La muchacha se acerca a ti, te quita el caftán, apareces desnudo, el caftán cae al piso. Desnudo, con el terrible muñón de tu brazo mutilado. Celestina se despoja de collares, faldas, ropón, zapatillas. La ropa y las baratijas caen al piso: los dos desnudos, una frente al otro, hace tanto tiempo que no amas a una mujer, la miras, te mira, se acercan, la abrazas con ternura; ella, con pasión.
Caen las máscaras. Permanece la luz nacida de las miradas enmascaradas. Llevas a Celestina al lecho. Ella y tú se recorren lentamente, con besos, con caricias, todo lo besa ella, tú lo besas todo, te dices que se están recreando con el tacto, ella con dos manos, tú con una sola, se besan los labios, los ojos, las orejas, ella hunde su aliento en el vello de tu pubis, tú el tuyo en el perfume joven de sus axilas, con la mano le acaricias un pezón, con los labios le humedeces el otro, ella gime, te araña la espalda, te acaricia las nalgas, te hunde un dedo en el ano, escarba con las uñas el haz de placeres entre tu culo y tus güevos, toma el peso de tu talega de leche, tú encima de ella, en cuatro patas, con las piernas separadas, limpiándole con la lengua el ombligo, descendiendo hasta hundir tu cara en los mechones bronceados del mono, apartarlos con la nariz, abrirte paso con la lengua hasta los dobleces ocultos, fugitivos, azogados del clítoris húmedo y palpitante, mientras ella te devora el pene con los labios, la lengua, el paladar, los dientecillos domados, te lame los testículos, te mete la lengua en el culo, tú apartas tus piernas, aún más, buscas la ácida sabrosura del ano de la muchacha, lo dejas brillante y mojado como una moneda de cobre abandonada a la lluvia callejera, te separas de ella, levantas sus piernas con tu única mano, las colocas sobre tus hombros, entras muy lentamente, primero la cabeza morada y pulsante, poco a poco el resto de la verga, hasta la raíz, hasta la frontera del placer, hasta la barrera más negra y rendida de la cueva estremecida, piensas en otra cosa, no te quieres venir aún, la quieres esperar, los dos juntos, otra cosa, viviste una vez en la rué de Biévre, el antiguo canal de los castores que desembocaba en el Sena, ahora una callejuela estrecha de sordos pregones, olores de couscous, altos lamentos de la música árabe, viejos clochards, niños traviesos, rayuelas dibujadas en el pavimento, allí vivió un día Dante, allí escribió, empezó a escribir, París, fuente de toda sabiduría y manantial de las escrituras divinas, donde el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia en algunos hombres sabios, el Infierno, te repites en silencio los versos, para no venirte todavía, nondum, aún no, la mitad del camino de nuestras vidas, una selva oscura, perdimos el camino, selva salvaje, áspera y dura, el recuerdo del terror, no, no es eso lo que quisieras recordar, más adelante, aún no, un canto, nondum, el canto, el canto veinticinco, eso es; ed eran due in uno, ed uno in due, grita la muchacha, dices el verso en voz alta, due in uno, uno in due, grita, cierra los ojos, miras su rostro crispado por el orgasmo, sus muslos temblorosos, su sexo cargado de tempestades, ahora sí, ya, te vienes con ella, riegas de plata y veneno y humo y ámbar su negra, rosada, perlada, indente vagina, ed eran due in uno, ed uno in due, se prolonga el placer, los jugos, la leche, el océano, ella sigue estremecida, tú aúllas como un animal, no te puedes separar, no te quieres separar, te hundes en la carne de la mujer, la mujer se pierde en la carne del hombre, dos en uno, uno en dos, tu brazo, tu brazo retoña, tu mano, tu mano crece, tus uñas, tu palma abierta, tomar, recibir, otra vez, reaparece la mitad perdida de tu fortuna, tu amor, tu inteligencia, tu vida y tu muerte: levantas el brazo que no tenías, no es el tuyo, el que apenas recuerdas, el que perdiste en una cacería de hombres contra hombres, Lepanto, Veracruz, el Cabo de los Desastres, Dios mío, tu brazo es el de la muchacha, tu cuerpo es el de la muchacha, el cuerpo de ella es el tuyo: buscas, enloquecido, instantáneamente, otro cuerpo en la cama, esto no lo has soñado, has amado a una mujer en tu lecho del cuarto del Hotel du Pont Royal, la muchacha ya no está, sí está, no está, hay un solo cuerpo, lo miras, te miras, tocas con tus dos manos tus senos reventones, tus pezones levantados, tus extrañas caderas, juveniles, estrechas, tu cintura quebradiza, tus nalgas altaneras, tus manos buscan, buscan con el terror de haber perdido el emblema de tu hombría, rozas la mata de vello, llegas, no, tocas tu verga dura todavía, mojada, babeante, tus testículos exhaustos, temblorosos aún, sigues buscando, detrás de tus bolas, entre tus piernas, lo encuentras, tu hoyo, tu vagina, metes el dedo, es la misma que acabas de poseer, es la misma que volverás a poseer, hablas, te amo, me amo, tu voz y la de la muchacha se escuchan al mismo tiempo, son una sola voz, déjame amarte otra vez, quiero otra vez, introduces tu propia verga larga, nueva, contráctil, sinuosa como una serpiente, dentro de tu propia vagina abierta, gozosa, palpitante, húmeda: te amas, me amo, te fecundo, me fecundas, me fecundo a mí mismo, misma, tendremos un hijo, después una hija, se amarán, se fecundarán, tendrán hijos, y esos hijos los suyos, y los nietos bisnietos, hueso de mis huesos, carne de mi carne, y vendrán a ser los dos una sola carne, parirás con dolor a los hijos, por ti será bendita la tierra, te dará espigas y frutos, con la sonrisa en el rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres, y al polvo volverás, sin pecado, con placer.
No sonaron doce campanadas en las iglesias de París; pero dejó de nevar, y al día siguiente brilló un frío sol.
CARLOS FUENTES, Hijo de diplomático, pasó su infancia en diversos países, y ya en México, se licenció en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, estudiando después Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. Fue delegado de México en numerosos organismos internacionales y desde 1972 a 1976 embajador de su país en Francia. Destacó como profesor en las universidades de Princeton y Columbia, y catedrático en las de Harvard y Cambridge. Gran aficionado al cine, escribió varios guiones cinematográficos. Durante toda su vida colaboró en periódicos y revistas de ambos lados del Atlántico. Entre otros honores, fue Doctor Honoris Causa por numerosas universidades, miembro de la Legión de Honor, Medalla de Isabel la Católica, y recibió importantes premios como el Miguel de Cervantes en 1987 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1994.
Carlos Fuentes falleció el 15 de mayo de 2012 a los 83 años de edad en la Ciudad de México.