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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (128 page)

—Sí, y cumplí mi voto. Nada me costó; el peculio de la monja, al morir su padre, engrosó el mío.

—¿Qué has hecho de él?

—No sé, no gobierno, no sé, guerras contra herejes, expediciones, persecuciones, escaramuzas territoriales, mi palacio inacabado, no sé, Ludovico.

—Don Juan visitó el sepulcro del Comendador. Miró con sorna a la estatua y ésta se animó, prometiéndole pronta muerte. ¿Tan largo me lo fiáis?, dijo Juan; e invitó a cenar a la estatua. Pidió al Comendador que la cena se celebrase en su sepulcro mismo; accedió Don Juan. Sirvióle el anfitrión un vino de hiel y vinagre; gritó el burlador que un fuego le partía el pecho, tiró golpes al aire con su daga, sintió que se incendiaba en vida; abrazóle la estatua del padre de Inés y Juan se hundió con él, para siempre, en el sepulcro, tomados el muerto en vida y el vivo en muerte de las manos.

—¿Cómo sabes todo esto? ¿Lo viste suceder?

—Me lo contó su criado, un picaro italiano de nombre Leporello.

—¿De tal palabra te fías?

—No, sino como tú, de lo escrito. Toma: lee este catálogo de los amores, la vida y la muerte de Don Juan, que me entregó su criado a la salida de un teatro.

—Entonces, ¿terminó así la vida de ese muchacho que criaste, Ludovico?

—Quizás estaba destinado a ese fin, desde que la cara de aquel caballero velado en Toledo se transfiguró en la de mi hijo. No estoy triste. Encontró su destino. Y su destino es un mito.

—¿Qué es eso?

—Un eterno presente, Felipe.

—¿Has visto todo esto que me cuentas, lo has leído? ¿Entonces has vuelto a ver? ¿Ya no eres ciego?

—Ya no, Felipe. Abrí los ojos para leer lo único que se salvó de nuestro tiempo terrible.

—El milenio… dijiste que esperabas el milenio para abrir los ojos…

—Fui más modesto, mi amigo. Los abrí para leer tres libros: el de la trotaconventos, el del caballero de la triste figura y el del burlador Don Juan. Créeme, Felipe: sólo allí, en los tres libros, encontré de verdad el destino de nuestra historia. ¿Encontrarás tú el tuyo, Felipe?

—Si aún lo tengo, está aquí. Jamás saldré de mi palacio.

—Adiós, Felipe. No nos volveremos a ver.

—Espera; háblame de ti; ¿qué hiciste en el nuevo mundo, cómo regresaste, cuándo…?

—Debes imaginarlo todo. He servido al eterno presente del mito. Adiós.

Se separó Ludovico del abrazo del Señor; el rey continuó lavando y besando los pies de los pobres. Cuando terminó, miró hacia el lugar que ocupó su amigo de la juventud. Ya no estaba allí. Buscó el Señoreen los ojos, por la capilla: a lo lejos, Ludovico subía por la escalera que conducía al llano. Mordió el Señor el pie de un pobre; el pobre gritó; los eclesiásticos se miraron entre sí, alarmados. Ludovico subía por los treinta y tres escalones que eran el camino de la muerte, la reducción a materia y la resurrección contingente; Felipe alargó los brazos en actitud de súplica. Luego pidió a los monjes que le llevasen frente al altar y le mantuviesen los brazos abiertos: que no tocasen sus manos, nunca, ese cofre allí colocado, con los tesoros del mundo nuevo transmutado en excremento; que no tocasen sus pies, nunca, los peldaños de la escalera maldita; el mundo pasajero, enemigo de la salvación de su alma, se colaba pftr allí a estas soledades; tentación, tentación de tocar el oro mierda, tentación de huir por las escaleras.

—Un fantasma destila su veneno en mi sangre y su locura en mi mente. Yo sólo quiero ser amigo de Dios.

A pesar de la fatiga, el afiebrado Señor pidió a las monjas que lo llevasen en silla de manos hasta la celda de espejos.

Llegaron. Entraron.

Pidió el Señor a la Madre Milagros que descubriera a las dos figuras embozadas que yacían, copulando, sobre el piso de espejos.

Se santiguó la bendita mujer y apartó los viejos trapos. Aparecieron dos esqueletos en la postura del coito.

Después de haberle fatigado siete días continuos las fiebres, el Señor arrojó en el muslo, encima un poco de la rodilla derecha, una apotegma de calidad maligna, que fue creciendo y madurando poco a poco con dolores muy grandes. Y en el pecho le aparecieron cuatro abcesos. Como no se pudo resolver esta postema y vino a madurar, decidieron los médicos que era forzoso abrirla con hierro que, por ser en lugar tan peligroso y sensible, era de temer y todos temieron se quedase muerto en el tormento.

Escuchó serenamente don Felipe estas razones y pidió que antes de la intervención le llevasen en litera las monjas al lugar que él les indicaría. Guiólas hasta la sala del trono godo para ver, acaso por vez postrera (pues graves y silentes eran sus premoniciones) al monstruoso monarca paralelo, fabricado con retazos de los cadáveres reales por la Señora, que, convencido estaba, gobernaba en su nombre mientras él se iba desvaneciendo en la soledad, la enfermedad y la sombra de dos cuerpos gemelos: el suyo y el de su palacio.

Cargaban la litera la Madre Milagros y las sórores Angustias, Asunción y Piedad; entraron a la vasta galería de techos y bóvedas labradas, el trono godo y, detrás de éste, el muro semicircular con la pintura fingida de dos paños colgados de sus escarpias, con cenefas y franjas.

—Mirad, qué ricos paños, dijo Sor Piedad, que sólo para esto tuvo ojos, ¿puedo llegarme a levantarlos y ver qué hay detrás?

—Nada hay, inocente, dijo la Madre Milagros, ¿no ves que es cosa pintada para engañar al ojo?

Y el Señor sólo miraba, con horror, a la figura sentada en el trono: un hombre pequeñito, aunque un poquitín más crecido que la última vez que le miró, sentado allí, tocado por boina negra, con uniforme de tosca franela azul, una banda gualda y roja amarrada a la gran barriga fofa, un espadín de juguete, botas negras, ojos de borrego triste, bigotillo recortado, con el brazo derecho levantado en alto, que chillaba con voz tipluda:

—¡Muerte a la inteligencia! ¡Muerte a la inteligencia!

¿Dónde estaba la momia?

—Pronto, sacadme de aquí, gritó el Señor a las monjas.

—Tú, supuesto rey, no corras, chilló el hombrecillo, ¡tú te robaste mi corona, mi preciosa corona de oro, zafiro, perla y ágata y cristal de roca!, ¡devuélvemela!, ¡caco!

Huyeron de allí el Señor en su litera y las cuatro religiosas, y el Señor clamaba para sus adentros, Dios mío, ¿qué le has hecho a España?, ¿no han bastado todas las plegarias, las batallas por la fe, la iluminación de las almas, la penitencia y el desvelo?, ¿ha terminado el homúnculo, la mandràgora, el hijo de los cadalsos y las piras, sentado en el trono de España?

Exhausto, accedió a que el Día de la Transfiguración del Señor le abrieran la postema. Acudieron a atenderle el licenciado Antonio Saura, cirujano de Cuenca, ayudado por un médico de Madrid y fraile jerónimo llamado Santiago de Baena, pues no quería el Señor que sólo manos seglares lo curasen, por no saberse nunca si en realidad eran de marrano converso, sino que ojos divinos atestiguasen cuanto las manos hacían.

Abierta la postema, sacaron los médicos gran cantidad de materia, porque el muslo estaba hecho una bolsa de podre que llegaba poco menos hasta el hueso. Por ser tanta, no contenta la naturaleza con la puerta que habían hecho el arte y el hierro, abrió ella otras dos bocas por donde expelía el Señor tal cantidad de pus, que pareció milagro no morir resuelto en ella un sujeto tan consumido, aunque el fraile Baena trató de apaciguar los ánimos diciendo:

—Es pus laudable.

Una blanca transparencia era la piel toda de don Felipe, y una seda nevada su delgado cabello y sus finos barbilla y bigote, y más contrastaba esta blancura pavorosa con el negro atuendo que jamás, desde que resolvió encerrarse en su palacio, volvió a mudar.

Después de abierta la postema y dada la lancetada, mandó a todos los que allí se hallaran, médicos, cirujanos, frailes, monjas y criados, hiciesen gracias a Dios. Puestos todos de rodillas, las hicieron por la merced otorgada. Con esto quedó el Señor muy consolado y con gran sosiego, sintiendo que imitaba a los santos mártires, que aliviaban sus dolores transportándose a la Pasión del que murió por redimirlos. Dijo tener hambre y le trajeron presto un caldo de gallina. Cuando terminó de beberlo, sintió mucho frío y, tendido en la cama, buscó con una mano, a su lado, al fiel can Bocanegra. Imaginó que el alano le acompañaba siempre, y sonriendo, tiritando, le dijo:

—¿Ya ves, Bocanegra? El fino español y su perro, después de comer, sienten frío.

No pasó, sin embargo, de esa vez su tormento, pues cada vez que le curaban, le jeringaban y exprimían la llaga para sacarle la podredumbre. Entre mañana y tarde, llenaba el Señor dos escudillas de pus, ocasión de gravísimos dolores.

Delgado y corrompido, unas veces padecía demasiado sueño, y otras de no poder dormir con unos pervigilios penosísimos. Venía tiempo

que era menester mucha diligencia para despertarle durante el día, según se le cargaban los malos vapores de la pierna podrida en el cerebro, y entonces la Madre Milagros, que estaba mucho tiempo a su cabecera sirviendo en cuanto pedía la licencia, decía un poco recio: ;No toquéis a las reliquias!

Y luego el Señor, sobresaltado por esta voz, abría los ojos y miraba las que estaban puestas junto a la cama, el hueso de San Ambrosio,

la pierna del Apóstol San Pablo y la cabeza de San Jerónimo; tres espinas de la corona de Cristo, uno de los clavos de su Cruz, un fragmento de la propia Cruz y un jirón de la túnica de la Santísima Virgen María; y apoyado contra la cama, el bastón milagroso de Santo Domingo de Silos. En las reliquias buscó la salud que los médicos no sabían procurarle; y al despertar gracias a las voces de la vieja Madre Milagros y mirarlas, solía comentar:

—Por sólo estas reliquias llamara yo mil veces dichosa esta casa. No he tenido ni deseado más divino tesoro.

Mas como estas palabras le recordasen, con melancólico morbo, los tesoros llegados del Nuevo Mundo, pronto volvía a hundirse en un triste sopor.

Alcanzaba a oír algunas conversaciones entre los médicos.

—No me atrevo a abrir los abscesos del pecho, le decía Saura a Baena, pues están demasiado cerca del corazón.

Y el jerónimo asentía. Una tarde, el mismo fray Santiago llegó con una carta dirigida al Señor: un pliego sucio que le fuera entregado, dijo, a las puertas del palacio, por un mendigo, indistinguible de los que en creciente número poblaban los alrededores. Mas este mendigo —sonrió el de Baena— dijo haber sido el más parcial de los validos del Señor, y deberle éste más a él que él al propio rey. Tamaña caradura llamó la atención del fraile pequeñín, de intensos ojos color de fierro y altísima frente alopécica. —He aquí, pues, la carta, Sire.

Sacra, Cesárea, Católica Majestad: Pensé que haber trabajado en la juventud me aprovechase para en la vejez tener descanso, y así ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y mi edad, todo en servicio de Dios, trayendo ovejas a su corral, todo en tierras muy remotas de nuestro hemisferio, e ignotas y no escritas en nuestras escrituras, y acrecentando y dilatando el nombre de mi rey, ganándole y trayéndole a su yugo y real cetro muchos y muy grandes señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos envidiosos que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre. Lancéme solo a esta empresa de conquista y gracias a ella pudieron asentarse en el nuevo mundo los clérigos, inquisidores, oidores y demás tinterillos de las Audiencias y Tribunales, que me acusan de adueñarme de tesoros y consumirlos en papo y en saco y otro más so el sobaco, de manera que el real quinto debido a Vuestra Sacra, Cesárea y Católica Majestad jamás llegó con el monto justo a su destino; de crueldades excesivas con los naturales, como si hubiese otro remedio contra la tenaz idolatría de estos salvajes; de vivir amancebado con indias idólatras, como si un hombre pudiese escoger entre lo que hay y lo que no hay; de deslealtad, desgobierno, intriga y tiranía: ¿pues qué, Señor, expuse la vida en provecho propio, de mi rey y de mi Dios y nada, habría de ganar para mí, sino entregarlo todo a la Iglesia y la Corona? Sólo defendí los derechos que por cédulas Vos me otorgasteis. Hoy nada tengo, y todo, en cambio, lo tienen Iglesia y Corona. Véome viejo y pobre, empeñado, tengo setenta y tres años, no es ésa edad para andar por mesones, sino para coger el fruto de mis trabajos. Sacra, Cesárea y Católica Majestad: sólo justicia os pido. No pido más que una partecica del mundo que conquisté. Vuestra Majestad, gracias a mí, es dueño de un mundo nuevo sin que le haya costado peligro ni trabajo a su Real persona. Torno a suplicar a Vuestra Majestad sea servido ordenar etc., etc., etc…

El Señor se saltó las súplicas y leyó la firma ridicula: El Muy Magnífico Señor Don Hernando de Guzmán. Rió. Rió hasta las lágrimas. El sotamontero, el intrigante, el secretario que se adelantaba a la voluntad del Señor. Rió el Señor por última vez. Miró severamente al fraile de Baena:

—Decidle a ese Don Nadie que no le conozco.

Fue ésta su última alegría. Como estaba tan lastimado de la herida y abertura, y con las bocas abiertas por donde se descargaba la naturaleza, quedó tan dolorido y sensible que no le era posible menearse ni revolverse en la cama. Le era forzoso estar de espaldas de noche y de día, sin mudarse de un lado ni de otro.

Así se convirtió aquella cama real en muladar podrido, de donde salían continuos olores malísimos: estaba el Señor tendido sobre su propio estiércol.

En treinta y tres días que duró esta enfermedad, no se le pudo mudar de ropa, ni él lo hubiese tolerado; ni moverle o levantarle un poco para limpiarle los excrementos de la necesidad natural y mucha parte del pus que le salía por las postemas y llagas.

—Estoy sepultado en vida. Y la vida huele mal.

Siendo una vez forzoso levantarle un poco la pierna en alto para que corriese la materia y limpiarle la que le corría por la corva abajo, sintió tan excesivo dolor que dijo no podía sufrirlo de manera alguna, y replicándole los médicos que era muy necesario y no se podía excusar la cura, dijo el Señor con vivo sentimiento:

—Protesto, que moriré en el tormento.

Hizo tanta fe de su dolor con estas palabras, que cesaron por aquella vez la cura. Otras muchas veces, cuando le curaban, mandaba, vencido de los dolores agudos, que parasen y detuviesen. Otras, rompía en alabanzas divinas, ofreciendo a Dios su trabajo. De estar echado de esta manera, sin poderse rodear, se le vinieron a hacer llagas en las espaldas y en las nalgas, porque ni aun estas partes careciesen de su pena.

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