Sí, los conoces, pero nada le dices a la mujer. Sospechas la intención real de su pregunta. Ella la repite, se calla, y luego, ¿qué día es?, pregunta. Te parece inútil contestarle. Se incorpora con lentitud. Temes que se desplome. Te levantas para tomarla de los brazos, pero tu instinto te mantiene alejado y sin embargo pendiente de ella: imitando, cerca de ella, pero sin tocarla, de manera natural, su paso inseguro, previendo el derrumbe inminente de ese cuerpo fatigado que, al cabo, se apoya bruscamente contra la estaca que en el centro mismo de la choza sostiene el techo de palapa. Avanzas hacia ella; ella se abraza a la estaca y extiende las manos hacia ti, implorando con palabras que no alcanzas a escuchar.
—¿Qué? ¿Qué dices? No te oigo bien.
Te acercas a ella como a una niña o a un animal. Tratas de adivinar su deseo. No puedes dejar de olería. Antigua sal. Cáscaras minerales. Peces herbívoros. Naranjas corruptas. Un espesor negro y volátil. Una segunda piel viscosa que pasa de sus manos a tu pi'opia piel indefensa, ahora que por fin la tomas como a una niña o a un animal, tratando de adivinar su deseo, la conduces al mínimo huerto que crece a espaldas de la choza: esta parcela marcada por tres barrotes de caña y un paredón de adobe, con una pretensión de propiedad privada que el lejano bombardeo hace ridicula.
No puedes dejar de olería. De tocarla. Los trapos húmedos que la envuelven. Sientes el vértigo de una memoria inapresable.
En el huerto olvidado las hierbas crecen salvajes, y si alguna vez alguien las cuidó, hoy sólo existen otras pruebas del trabajo humano: ruedas oxidadas de bicicleta, serruchos, una caja de clavos, algunos barriles de gasolina vacíos. Parece un jardín mineral; una sala de esculturas de cascajo. Nadie ha prestado atención al huerto salvo para ir depositando allí los objetos inútiles que el día menos pensado volverán a sernos útiles. Los alambres de las ruedas pueden atar. Los barriles vacíos pueden flotar. El paredón, nuevamente, puede servir.
—¿No ves?
—Sí. El huerto. Las cosas.
—No. Algo más.
—No sucede nada aquí.
—Dame de beber.
Le pasas el guaje y miras alrededor. La espesura es indiferente a tu mirada; sólo te describe su propia naturaleza compacta, verde, atajada por los tres costados de la verja de cañas liadas con gruesos mecates y la muralla de adobes arruinados. La maleza asciende desde un suelo húmedo y termina doblándose en puntas secas, quemadas.
Conocemos palmo a palmo este territorio, del río Chachalacas al Cofre de Perote y de la Huasteca tamaulipeca a las bocas del Coatzacoalcos: la asediada media luna de nuestra última defensa contra el invasor. El resto de la república está ocupado por el ejército norteamericano. Y frente a las costas del Golfo, la flota del Caribe vigila, bombardea e incursión a. Aquí, en Veracruz, fuimos fundados por una conquista y aquí, casi cinco siglos más tarde, otra conquista intenta destruirnos para siempre. Conocemos palmo a palmo, sierra a sierra, de barranca en barranca, de árbol en árbol, esta ciudadela final de nuestra identidad.
El brazo de la Vieja Señora se extiende; su mano manchada aparece entre los trapos y un dedo indica hacia el fondo de la selva. Más allá de los árboles cimarrones, de las violetas adormecidas y las flores de tigre, jaspeadas y hambrientas. Señala y luego se agacha como si trazara un círculo en el polvo. Su índice es un cetro nudoso. Los velos que caen de su cabeza se agitan y ella salta como un puma. Clava las uñas en tu pecho y estás a punto de caer con la mujer encima de ti; sientes sus manos como un torniquete en tu cuello y el aliento de un viaje cansado junto a tu boca:
—¿Por qué permanecemos aquí? ¿Por qué no me conduces a otro lugar?
Dice (y lo sabes) que la pregunta sólo pasa por sus labios que son el conducto de la selva que les contempla y de las joyas que la selva esconde. Estás abrazado a ella en un combate pasivo; en su mano, la Vieja trae esa tela (no sabes de qué otra manera llamarla: ¿mapa, guía para la caza, plano de operaciones, talismán?): las plumas, arañas y filamentos. El único tambor resuena, cada vez más veloz y sofocado.
Arrojas a la Vieja a un lado con un sentimiento de asco físico (el aliento; las manos bestiales; la ropa sucia; sobre todo el aliento de hongo y niebla). Le dices con seguridad y rabia:
—Conozco ese lugar. Es una pirámide abandonada. Nos hemos escondido allí varias veces. Nos ha servido de depósito de armas. Te lo cuento porque tú ya no podrás revelárselo a nadie.
Pero al mirarla allí, en el suelo del huerto, mirando hacia el paredón, tienes que luchar contra la piedad que la mujer te provoca. La rodea un gran silencio, tangible como una ausencia real; un silencio, un reposo merecido, semejante a la muerte; semejante, al menos, a la muerte crónica del sueño.
El tambor resuena y ella está al pie del paredón. No entiendes qué espera, a qué te invita, qué espera de ti, si quiere permanecer allí o dirigirse a la suntuosa tumba totonaca que la selva ha devorado.
La Vieja se revuelca en el suelo del huerto y lanza un grito que no puede distinguirse de otros: las guacamayas que abandonan la selva en bandadas de temor ahora que los Phantom regresan con un vuelo bajo.
El silbido, el impacto, la explosión, repetidos, intolerables en su descenso al rasgaire, amortiguados por el follaje de los blancos inútiles: devastan la selva, la nada.
Levantas el puño para maldecirlos una vez más: ésa es tu oración cotidiana, tu signo de la cruz: gringos hijos de su chingada. Vuelan tan bajo que puedes leer esas insignias negras en las alas: USAF.
El estruendo raya los tímpanos con la irritación doméstica de un cuchillo frotado contra un sartén. Tomas de las axilas al derviche enloquecido que grita agudamente y trata de aferrarse al polvo, al pie de la muralla acribillada; tratas de arrastrarla a la fuerza dentro de la choza donde deberían mantenerse bocabajo el tiempo que dure el bombardeo, esta vez más cercano y más severo, y además imprevisto: generalmente, pasan una sola vez, de madrugada, arrojan la carga de napalm y lazy dogs y regresan a sus bases. Hoy, han repetido su diaria incursión. ¿Qué sucederá, te preguntas; será éste un portento de su victoria o de nuestra resistencia? Ese trecho entre el huerto y la choza te parece fantásticamente largo: la Vieja es al mismo tiempo un bulto inerme y un nervio mineral, un saco de trapos rotos y una raíz hundida varios metros bajo tierra; es un conducto eléctrico de voces, temores y deseos que se sirven, quizás, de esta debilidad para instalar su fuerza. Otras tradiciones cuentan que los seres de esta naturaleza son reconocidos inmediatamente y pueden penetrar sin obstáculos todos los lugares, los sagrados y los profanos: su voz y su movimiento son los de una inminencia que lo mismo puede anunciarse en el templo que en el burdel.
¿Por qué no te atreves a arrancarle la tela blanca que le cubre el rostro? El templo y el burdel. La Vieja habló de la iglesia de Santa Teresa, en la Sierra del Nayar. Ella ha estado, entonces, allí, en ese lugar que tú tanto temes. La escuchaste describirlo y no supiste si esta mujer atentaba contra tu patria o contra tu vida; si espiaba a las fuerzas rebeldes, o si te espiaba a ti, cuando llegó hasta este oculto campamento en la selva veracruzana. La escuchaste describir el templo construido por los coras bajo la vigilancia de los misioneros españoles y recordaste el tiempo que pasaste allí, en otra época, cuando creiste que tu vocación era otra: el pincel, no el fusil. Fuiste enviado —tendrías veinte años, no más— con un grupo de restauradores de Churubusco a devolverle su esplendor a un viejo y olvidado cuadro de grandes dimensiones, dañado por los siglos, la humedad, el hongo, el descuido, arrumbado detrás del altar de ese templo de Dios que los indios convirtieron en burdel del diablo. La superficie vencida y descascarada describía, en un primer plano, a un grupo de hombres desnudos en el centro de una vasta plaza italiana. Daban la espalda al espectador y sus actitudes eran de angustia, de desolada espera, de terror ante un fin inminente. A la derecha del espacio frontal, un Cristo con las ropas tradicionales de su prédica, manto azul y túnica blanca, miraba intensamente a estos hombres. Al fondo de la tela, en una honda perspectiva semicircular, diminutas, se desplegaban las escenas del Nuevo Testamento. Profesionalrnente, se dispusieron a relinear el óleo vencido, a remediar sus heridas, a fijar sus colores. Alguien, mucho tiempo antes, debió azotar el cuadro con un látigo; se diría que había corrido la sangre sobre la tela, y que la piel de la pintura aún no terminaba de cicatrizar.
Esta ocurrencia tuya provocó la risa de tus compañeros; pero pronto todos vieron que tu fantasía les revelaba una verdad: este cuadro estaba pintado sobre uno anterior; era difícil notarlo a simple vista, porque ambas pinturas, la original y la superpuesta, eran muy antiguas, y la materia de ambas muy similar. Discutieron si podría tratarse de un pentimento; imaginaron a un viejo pintor arrepentido que, escaso de materiales, empleó la misma tela para cubrir una obra fallida y hacer otra, más perfecta. Alguien dijo que quizás sólo era un cuadro en el cual el estrato superficial tendía a separarse del estrato preparatorio. Otro, que sin duda era sólo un abbozzo: el autor había dejado pasar demasiado tiempo entre la fase preparatoria y la final.
Radiografiaron la tela, pero los resultados fueron muy confusos. Abundaban en la pintura los colores menos permeables a los rayos X: el blanco de plomo, el bermellón y el amarillo de plomo. La lastra radiográfica apenas permitía distinguir las imágenes ocultas: como una sucesión de fantasmas superpuestos unos a otros, las figuras reflejaban varias veces sus propios espectros, la pintura era espesa, antigua, quizás lo que ustedes miraban era sólo una calca fiel del original, una restauración pasada, un nervioso enjambre de arrepentimientos artísticos, una simple trasposición de los colores. Pediste permiso para hacer una prueba final: recurrir a un pequeñísimo corte transversal con tu bisturí; el óleo, de todas maneras, estaba tan maltratado, que bastaría levantar un pequeño fragmento de por sí quebrado, tratarlo con resina y bálsamo sobre un vidrio y examinar al microscopio si entre un estrato y otro del color aparecía una sutil película de suciedad o de barniz amarillento. Tu prueba tuvo éxito: el color revelado no era el color original de la pintura; un intangible filo de tiempo separaba a ambos.
Limpiaron, con creciente excitación, el cuadro; pero también con gran cautela. Aplicaron a su superficie los solventes, la dividieron en pequeñas zonas rectangulares, arrancaron con los bisturís los estucos, los hongos, las tenaces durezas y poco a poco cayó, desollada, la falsa piel del óleo, y poco a poco, no más de treinta centímetros diarios, aplicando con sumo cuidado los aceites, las gotas de amoniaco, el alcohol, la esencia de trementina, fue apareciendo ante los ojos asombrados del pequeño grupo de artistas la forma original del cuadro.
Era un extraño y vasto retrato de corte. Y esa corte sólo podía ser la de España; y no una sola corte, sino todas, siglos reunidos en una sola galería de piedra gris, bajo una bóveda de tormentosas sombras. En primer término, un rey arrodillado, con aire de intensa melancolía, un breviario entre las manos, un fino sabueso echado a su lado, un rey vestido de luto, un rostro de sensualidad reprimida, delgado perfil ascético, gruesos labios entreabiertos, señalado prognatismo, ojos ausentes pero indagantes, cabello y barba sedosos y ralos; y en círculo, frente a él, una reina de suntuoso atuendo, complicados miriñaques, abombados guardainfantes, altas golas y un azor prendido al puño; jamás habías visto, en ojos tan zarcos, en piel tan blanca, una expresión tal de vulnerable fuerza y de cruel compasión; un hombre vestido de sotamontero, con una mano posada sobre la empuñadura de la vasca, un halcón encapuchado al hombro y una jauría de alanos detenidos con fuerza por la otra mano. A la izquierda y al fondo, entraba al cuadro una procesión fúnebre; la encabezaba una anciana envuelta en trapos negros, mutilada, sin piernas ni brazos, un bulto de ojos amarillos conducido en una carretilla por una enana chimuela y cachetona, drapeada en telas demasiado holgadas para su corto tamaño; y detrás de ellas un atambor y paje, todo vestido de negro, con sumisos ojos grises y labios tatuados; y detrás del atambor, un suntuoso féretro sobre ruedas y una vasta compañía de alcaldes, alguaciles, botelleros, secretarios, damas de compañía, labriegos, mendigos, alabarderos, cautivos hebreos y musulmanes, acompañando la interminable fila de carrozas fúnebres que se perdían al fondo de la perspectiva del cuadro, rodeadas de obispos, diáconos, capellanes y capítulos de todas las órdenes. Y en el espacio de la derecha, como mirando el espectáculo, un flautista acuclillado, un mendigo de tez aceitunada y verdes ojos saltones, y detrás de él, un enorme monstruo con la boca abierta, una cruza de tiburón y hiena, flotando en un mar de fuego y devorando cuerpos. Y en el centro mismo del cuadro, detrás del círculo presidido por la figura negra del rey arrodillado, en el lugar antes ocupado por los hombres desnudos, un trío de muchachos, desnudos también, entrelazados, de espaldas al espectador; y en las tres espaldas, impresa, la señal de la cruz, una cruz de carne, encarnada. Y detrás de este plano, cada vez más perdidas en la honda perspectiva de piedra gris y sombra negra, un grupo de monjas semidesnudas, azotándose a sí mismas con cilicios penitenciarios; y una de ellas, la más hermosa, tenía vidrios quebrados en la boca, y los labios le sangraban; procesiones de encapuchados con largos cirios encendidos; una torre y un monje pelirrojo observando el impenetrable ciclo; una alta torre paralela y un escribano manco doblado sobre viejos pergaminos; la estatua de un comendador a caballo; un llano de suplicios, estacas humeantes, potros de tortura, hombres retorcidos por el dolor, empicotados; escenas de batalla y degüello; detalles minúsculos: espejos rotos, mandrágoras emergiendo de la tierra quemada al pie de las piras, velas a medio consumir, ciudades apestadas, un monje enmascarado con pico de ave, una lejana playa, una barca a medio construir, un viejo marino con un martillo en la mano, un vuelo de cuervos, una doble fila, perdida en los confines de la tela, de sepulcros reales, túmulos de jaspe, estatuas yacentes, meros esbozos, infinita sucesión de la muerte, vertiginosa atracción hacia el infinito: oscuridad creciente al fondo; deslumbrante sinfonía cromática al frente: azul, blanco, amarillo, dorado, rojo vivo y rojo naranja.