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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (133 page)

Entre la vulgaridad del evento y la impenetrabilidad del misterio, convocas a la razón para que te salve de ambos extremos. Estás en París. Desde México, leiste mal a Descartes; en realidad, dijo que la razón que, sintiéndose suficiente, sólo nos da cuenta de sí misma, es una mala y pobre razón. Y ahora a Descartes lo templas con Pascal: tan necesariamente loco está el hombre, que sería una locura no estar loco: tal es la vuelta de la tuerca de la razón. Y al pensar en Pascal piensas en tu viejo Erasmo y su elogio de una locura que relativiza los pretendidos absolutos del mundo anterior y del mundo inmediato: al Medievo, le arrebata Erasmo la certeza de las verdades inmutables y de los dogmas impuestos; a la modernidad, le reduce a proporción irónica el absoluto de la razón y el imperio del yo. La locura erasmiana es una puesta en jaque del hombre por el hombre mismo, de la razón por la razón misma, y no por el pecado o el demonio. Pero también es la conciencia crítica de una razón y un ego que no quieren ser engañados por nadie, ni siquiera por sí mismos.

Piensas con tristeza que el erasmismo pudo ser la piedra de toque de tu propia cultura hispanoamericana. Pero el erasmismo pasado por la criba española se derrotó a sí mismo. Suprimió la distancia irónica entre el hombre y el mundo, para entregarse a la voluptuosidad de un individualismo feroz, divorciado de la sociedad pero dependiente del gesto externo, la actitud admirable, la apariencia suficiente para justificar, ante uno mismo y ante los demás, la ilusión de la singularidad emancipada. Lina rebelión espiritual que termina por alimentar lo misino que decía combatir: el honor, la jerarquía, el desplante del hidalgo, (‘1 solipsismo del místico y la esperanza de un déspota ilustrado.

Inquieres, mirando por primera vez en muchos meses a la calle y a los tres personajes que intentan mirarte desde ella, si la ciencia moderna puede ofrecerte otras hipótesis que no sean las de la noticia inmediata, el misterio hermético o la locura humanista. Te preguntas: si el mundo ha sido despoblado por la epidemia, el hambre y el exterminio programados, ¿con qué ha llenado la naturaleza, que lo aborrece, ese vacío? La antimateria es una inversión o correspondencia de toda energía. Existe en estado latente. Sólo se actualiza cuando aquella energía desaparece. Entonces ocupa su lugar, liberada por la extinción de la materia anterior.

El cielo encapotado de esta noche de San Silvestre en París te impide mirar fulgor alguno. Los quasars, fuentes de energía errante en el universo, nacen del choque de galaxias y antigalaxias para convertirse en materia potencial, antimateria que espera la extinción de algo para suplir su ausencia. Si esto es cierto, todo un mundo, idéntico al nuestro en cuanto es capaz de suplirlo íntegramente, en lo máximo y en lo mínimo, espera nuestra muerte para ocupar nuestro lugar. La antimateria es el doble o espectro de toda materia: es decir, el doble o espectro de cuanto es.

Sonríes. La ciencia ficción siempre urdió sus tramas en torno de una premisa: existen otros mundos habitados, superiores en fuerza o en sabiduría al nuestro. Nos vigilan. Nos amenazan en silencio. Algún día, seremos invadidos por los marcianos. Doble Welles: Herbert George y George Orson. Pero tú crees asistir a otro fenómeno: los invasores no han llegado de otro lugar, sino de otro tiempo. La antimateria que ha llenado los vacíos de tu presente se gestó y aguardó su momento en el pasado. No nos han invadido marcianos y venusinos, sino herejes y monjes del siglo xv, conquistadores y pintores del siglo xvi; poetas y asentistas del siglo xvn, filósofos y revolucionarios del siglo XVIII, cortesanas y ambiciosos del siglo xix: hemos sido ocupados por el pasado.

¿Vives entonces una época que es la tuya, o eres espectro de otra? Seguramente ese flautista, ese monje y esa muchacha que te miran desde la calle nevada se preguntan lo mismo: ¿hemos sido trasladados a otro tiempo, o ha invadido otro tiempo el nuestro?

¿Te atreverías a pensar lo impensable, mientras mantienes separada la cortina con tu única mano? Estás mirando un traslado del pasado histórico a un futuro que carecerá de historia.

Y obsesivamente, por ser quien eres y de donde eres, te dices que si esto es así, ese traslado de pasado tiene que ser el de la menos realizada, la más abortada, la más latente y anhelante de todas las historias: la de España y la América Española. Te castigas con una mueca de desprecio íntimo. ¿No podría decir lo mismo un indonesio, un birmano, un mauritanio, un palestino, un irlandés, un persa? Idiota: has estado pensando con^o un enciclopedista de peluca empolvada. ¿Cómo es posible ser persa? ¿Cómo, en efecto, es posible ser mexicano, chileno, argentino, peruano?

¿Y tú? ¿Que harán contigo? Es el primer día —te das cuenta súbitamente —en que no te han traído tu única comida. Te dejarán morir de hambre. Quizás no saben que estás allí, en la suite del Hotel du Pont-Royal. Da igual. La lógica del exterminio se impone, independiente de tu existencia. Sin duda, han matado a tu sirviente. ¿Te servaría de algo apresurar las cosas, bajar a la calle, unirte a los tres seres que miran hacia tu ventana? Da igual. Sean quienes sean los verdugos verdaderos, éstos, otros, te matarán a ti, desconociéndote, porque nadie te servirá de comer. Debes dormir y reconocer tu muerte en el sueño. Te preguntas si eres el único que así perece: como los antiguos cátaros, sonríes. Y en ese instante dejas de creer que tú eres tú: esto le está sucediendo a otro. No a otro cualquiera. A Otro. El Otro.

El vértigo te asalta. Gritarías en ese instante, romo San Pablo a los corintios:

—¡Hablo como loco, pues lo estoy más que ninguno!

Regresas a ti mismo. Regresas a tu miserable cuerpo, tu sangre, tus entrañas, tus sentidos, tu brazo de puro aire, mutilado: con el brazo sano te aferras a ti mismo como a tu única tabla de salvación. Tú eres tú. Estás en París, la noche del 31 de diciembre de 1999. Pasaste un día frente al monumento a Jacques Monod, cercano a la estatua de Balzac por Rodin, en el Boulevard Raspail. El azar, capturado por la invariabilidad, se convierte en necesidad. Pero el azar solo, y sólo el azar, es la fuente de toda novedad, de toda creación. El azar puro, libertad absoluta pero ciega, es la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución. Sin la intervención de este azar creador, todo y todos estaríamos petrificados, conservados corno duraznos en lata.

Dejas caer, con tu única mano separada de ella, la cortina. No verás nunca más a esos tres sobrevivientes. El silencio de la ciudad bajo la nieve te lo dice todo. Murieron todos. El orden de los factores no altera el producto. Murieron los hombres llegados del pasado, las mujeres del presente por ellos preñadas y los niños destinados al futuro, los recién nacidos en los muelles del Sena: todos César, todos Cristo, luego ninguno César, ninguno Cristo. ¿Razón? ¿Locura? ¿Ironía? ¿Azar? ¿Antimateria? Se cumplieron las reglas del juego: mueran diariamente tantos como nazcan. El flautista, el monje y la muchacha, siendo los sobrevivientes, necesariamente eran los verdugos. Ahora subirían a matarte a ti y luego se matarían a sí mismos.

Te diriges a tu alcoba. Acostarte, soñar, morir. Entonces escuchas el ruido de los nudillos que tocan a tu puerta.

Vinieron por ti.

No tuviste que bajar a buscarlos.

No tuviste que morir soñando.

Abres la puerta.

La muchacha de tez de porcelana, larga cabellera castaña, anchas faldas multicolores y collares gitanos te mira con sus profundos ojos grises. «He cantado a las mujeres en tres ciudades, pero todas son una.” ¿Las mujeres? ¿Las ciudades? “Casi todas tenían ojos grises; cantaré al sol.» Te mira largamente. Luego mueve los labios tatuados con tantos colores como los de collares y faldas:

—Salve. Te estaba buscando.

Corazón deslumbrado.

—¿Sí?

Disimula tu extrañeza.

—Nos dimos cita, ¿recuerdas?, el pasado catorce de julio, sobre el puente.

—No. No recuerdo.

—Polo Febo.

—«Cantaré al sol», dices sin saber lo que dices.

—Las palabras escritas sobre la coraza de tu pecho brillaban, se desvanecían, otras aparecían en su lugar…

—«Nada me desengaña; el mundo me ha hechizado», dices, como si otro hablara por ti.

—Caíste desde el Pont des Arts a las aguas hirvientes del Sena.

—«El tiempo es la relación entre lo existente y lo inexistente.»

—Tu mano única permaneció por un instante visible, fuera del agua.

—«¿Y si, repentinamente, todos nos convirtiésemos en otros?»

—Arrojé al río la verde y sellada botella, rogando que te salvaras con ella.

—«Totalmente transformada, nace una terrible belleza.»

—¿Puedo entrar, entonces?

Sacudes la cabeza. Sales del trance. —Perdón… Excusa mi… mi falta de cortesía… En la soledad se olvidan… se olvidan… las reglas del trato. Perdón; pasa, por favor. Estás en tu casa.

La muchacha entra a la oscuridad del apartamento.

Te toma de la mano. La suya está helada. Te conduce suavemente por el salón. En la oscuridad, no puedes ver lo que hace. Sólo escuchas cómo se frotan entre sí las telas de su falda; el choque de las cuentas del collar sobre sus pechos.

—La carlanca de Bocanegra… El espejo ustorio de fray Toribio… Todos los espejos… El triangular de fray Julián, que Felipe no pudo destruir cuando el pintor se llevó el cuadro de Orvieto… El redondo con que Felipe subió por los treinta y tres escalones de su capilla… El de mármol negro, veteado de sangre, donde se miraron una noche la Señora y Don Juan… El espejillo de mano que robaste en Galicia antes de embarcarte con Pedro a descubrir las tierras nuevas… el mismo espejo donde se miró el anciano del cesto de las perlas… el mismo espejo donde me miraste a mí, coronada de mariposas…

Reprimes la angustia de tu voz: —Estamos a oscuras. ¿Cómo sabes?

—Sólo en la oscuridad puedo mirarme en estos espejos, te contesta con voz tan serena como alterada la tuya. Tú mismo, ¿no me viste al abrir la puerta, en la misma oscuridad? ¿No viste mis ojos y mis labios?

Acerca su cuerpo al tuyo. La mujer huele a clavo, pimienta y acíbar. Te habla al oído:

—¿No estás cansado? Peregrino, has viajado tanto desde que caíste del puente aquella tarde y te perdiste en las aguas que te arrojaron en la playa del Cabo…

La tomas de los hombros, la apartas de ti: —No es cierto, yo he estado encerrado aquí, no me he movido, desde el verano no abro las ventanas, me estás contando lo que ya he leído en las crónicas y manuscritos y pliegos que tengo allí, en ese gabinete, tú has leído lo mismo que yo, la misma novela, yo no me he movido de aquí…

—¿Por qué no piensas lo contrario?, te dice después de besar tu mejilla, ¿por qué no piensas que los dos hemos vivido lo mismo, y que esos papeles escritos por fray Julián y el Cronista dan fe de nuestras vidas?

—¿Cuándo? ¿Cuándo?

Mete la mano bajo la tela de tu caftán, te acaricia el pecho: —Durante los seis meses y medio que pasaron entre tu caída al río y nuestro encuentro aquí, esta noche…

Te rindes, exánime, tu cabeza unida a la de ella —No hubo tiempo… Todo eso pasó hace siglos… Son crónicas muy antiguas… Es imposible…

Entonces ella te besa, plenamente, en los labios: húmeda, profunda, largamente: el beso mismo es otra medida del tiempo, un minuto que es un siglo, un instante que es una época, interminable beso, fugaz beso, los labios tatuados, la lengua larga y angosta, el paladar rebosante de un dulce placer, recuerdas, recuerdas, cada momento de la prolongación de ese beso es un nuevo recuerdo, Ludo vico, Ludovico. todos liemos soñado con una segunda oportunidad para revivir nuestras vidas, una segunda oportunidad, escoger de nuevo, evitar los errores, reparar las omisiones, ofrecer la mano que la primera vez no tendimos, sacrificar al placer el día que antes dedicamos a la ambición, darle una nueva oportunidad a cuanto no pudo ser, a todo lo que esperó, latente, que la semilla muriese para que la planta germinase, la coincidencia de dos tiempos apartados en un espacio agotado, hacen falta varias vidas para integrar una personalidad y cumplir un destino, los inmortales tuvieron más vida que su propia muerte, pero menos tiempo que tu propia vida…

Deliras; te sientes transportado al Teatro de la Memoria en la casa entre el Canal de San Bernabé y el Campo Santa Margherita; te apartas del beso de la muchacha de labios tatuados; estás lleno de memoria, Celestina te ha pasado la memoria que a ella le pasó el diablo disfrazado de Dios, Dios disfrazado del diablo, te apartas de ella con aversión, recuerdas, no lo leiste, lo viviste, todo lo viviste, en los últimos ciento noventa y cinco días del último año del último siglo, durante las pasadas cinco mil horas: no habrá más vida, la historia tuvo su segunda oportunidad, el pasado de España revivió para escoger de nuevo, cambiaron algunos lugares, algunos nombres, se fundieron tres personas en dos y dos en una, pero eso fue todo: diferencias de matiz, dispensables distinciones, la historia se repitió, la historia fue la misma, su eje la necrópolis, su raíz la locura, su resultado el crimen, su salvación, como escribió el fraile Julián, unas cuantas hermosas construcciones e inasibles palabras. La historia fue la misma: tragedia entonces y farsa ahora, farsa primero y tragedia después, ya no sabes, ya no te importa, toda ha terminado, todo fue una mentira, se repitieron los mismos crímenes, los mismos errores, las mismas locuras, las mismas omisiones que en otra cualquiera de las fechas verídicas de esa cronología linear, implacable, agotable: 1492, 1521, 1598…

La violencia de un guerrero. La aclividad de un santo. La náusea de un enfermo. Todo esto siente tu cuerpo. Celestina te acaricia, te calma, te abraza, te conduce a la recámara, te dice, sí, lo que recuerdas es cierto, lo que no recuerdas también, la maldición de César y la salvación de Cristo se confundieron totalmente, los elegidos no fueron uno solo, como lo quisieron el rey y el dios, ni dos, como lo temieron todos los hermanos enemigos, ni tres, como lo soñaron Ludovico y aquel anciano en la hermosa sinagoga del Tránsito en Toledo, todos fueron los elegidos, todos los niños nacidos aquí, todos portadores de los mismos signos, la cruz y los seis dedos, todos usurpadores, todos bastardos, todos ungidos, todos salvadores, todos conducidos, apenas nacieron, a las cámaras del exterminio en Saint-Sulpice, todos hijos del pasado total del hombre, todos gestados por un traslado de semen antiguo, desde el desierto de Palestina, las calles de Alejandría, el devastado hogar del astuto hijo de Sísifo, las playas de Spalato, los campos de piedra de Venecia, el palacio fúnebre de la meseta castellana, las selvas y pirámides y volcanes del mundo nuevo; primero murieron los niños, luego las mujeres, sólo al final los hombres, sin oportunidad de volver a gestar, al final los verdugos, sin oportunidad de volver a matar a nadie, salvo a sí mismos…

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