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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (54 page)

BOOK: Terra Nostra
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—¿El propósito de la creación fue atar de pies y manos al hombre y en seguida condenarle porque no camina? No, hermano, para mí que la mortalidad del hombre es parte del plan divino de la creación; para mí que morir es parte de la libertad del hombre, de la paternidad amorosa de Dios y de la ley del movimiento y del cambio: esas son mis tres piedras de fundación, tiene que ser así, Dios hizo una esfera de la tierra, y a la tierra relacionó mediante una revolución uniforme con los demás cuerpos celestes, que alteran a la tierra y en consecuencia son alterables. Si ésta es la ley eterna del universo, ¿cómo no ha de ser la del pequeño hombre que habita un pequeño planeta?, ¿cómo, cómo? Hermano, si el universo cambia y decae y muere y se renueva, ¿por qué habíamos de ser nosotros la excepción? No, el hombre fue concebido mortal, nació para morir, y no hay en él corrupción inherente, sino perfectibilidad corporal y espiritual…

—Y si no hay pecado ni corrupción, no es necesario el perdón divino. No hermano; te juzgarán, te condenarán, hermano, te obligarán a retractarte primero y luego te quemarán, hermano; la tierra no se mueve como tú dices, ni sube ni baja, porque arriba de la tierra está el cielo…

—¡Te digo que la tierra está en el cielo!

—…y debajo está el infierno, y no serás tú quien derrumbe las jerarquías de la verdad establecida.

—Y sin embargo, la muerte de los hombres es la condición de la eternidad.

Fray Toribio puso de frente al sol el cóncavo cristal del espejo ustorio, y el sol obedeció, reflejando con furia sus rayos contra el cristal. Debajo del lente, colocó el fraile los folios del testamento del Señor; fray Julián corrió a detener la mano del uranólogo; hermano, ¿qué haces?, ¿qué nueva locura es ésta?, Guzmán me pedirá los papeles, tienen el sello de nuestro Señor…

Reunidos en foco, apretado haz de fuego, los rayos del sol comenzaron a quemar los papeles; no te preocupes por Guzmán, es un lacayo sin importancia; échame la culpa, hermano, di que fue un descuido mío, un accidente… Las llamas chatas y rizadas devoraron los folios.

—Tienes razón, hermano. No diré nada.

—Quémense estos culpables papeles, Julián, y sálvense los volúmenes de mi biblioteca. Míralos; sus páginas están escritas en árabe y hebreo. Más culpables podrían considerarse que estas turbias blasfemias y necias herejías dictadas por el Señor a Guzmán y entregadas a ti por Guzmán, ¿con qué pretexto, di?

—El mismo que yo le di al entregarle los papeles del Cronista, que fue donde el Señor se enteró de estas heréticas disidencias que hoy tanto le deleitan y perturban a la vez. Anda, Guzmán, le dije, que el Señor vea estos papeles, él comprenderá su contenido. Lo mismo me dijo hoy Guzmán a mí. Que nada entendía. Que juzgase yo.

Julián miró con gran ternura a Toribio.

—No diré nada.

Los dos frailes se abrazaron y Toribio dijo a la oreja de Julián:

—Y yo no escribiré nada, como nada escribieron los discípulos de Pitágoras. Y no por miedo, no, hermano…

—Haces bien; cree que mi espíritu descansa al conocer tu resolución.

—Pero entiéndeme: no es por miedo.

Y Julián, abrazado a su cofrade, sin mirar a sus ojos pero sintiendo, en el apretado amplexo, los temblores del fraile estrellero, no quiso preguntarle, ¿lloras?, ¿es por soberbia entonces, ya que no por miedo?, hasta que el propio Toribio habló:

—Es por desprecio. Hay más zánganos que abejas en este mundo. No entregaré lo que conozco a la burla de los mediocres. He gastado mucho tiempo, mucho amor y mucho cuidado en entender algunas cosas que para mí son bellas: no me expondré ni al desprecio ni a la burla de unos pobres charlatanes… La burla, fraile: miren lo que ha visto este caldeo bizco con sus poderosos cristales, con sus antiparras celestes…

—Hermano… siéntate… espera… descansa…

—Nada diré; esperaremos. Nada diré; pero nada dirá, tampoco, el Señor. El sol devorará por igual sus palabras y las mías.

—¿Y si el propio Señor te pide cuentas de la destrucción de estos papeles?

—Trazaré, como es mi costumbre cortesana, su feliz horóscopo; y allí demostraré que el signo destructivo de escorpión decidió la pérdida fatal del testamento. Aceptaré esta desgracia cierta a cambio de las muchas falsas venturas que, con loas y ditirambos y comparaciones con dioses de la antigüedad y sus héroes, le anunciaré. Es todo, fraile. Anda; vamos a beber; vamos a reír; aunque quien a postre ríe, primero llora.

Peregrino sin patria, hijo de varias tierras y por ello olvidado huérfano de todas, el muchacho rubio con la cruz encarnada en la espalda, el compañero de Celestina, intentando reconocer en la incierta luz de esta aurora el lugar a donde había sido conducido, llegó hasta el pie de la torre del astrónomo y esa alta construcción de piedra le recordó, vagamente, otros edificios, igualmente apuntados hacia las estrellas. El muchacho añadió su anhelo al de la torre ascendente y rogativa. Primero miró en torno suyo; miró la tierra llana de Castilla, el polvo aplacado de la madrugada, la silueta pareja y sin tonos de la sierra al amanecer, cegada por los primeros rayos del sol; miró el paso veloz de una caballada negra y el paso lento de los bueyes olorosos, arrastrando las carretas llenas de paja, heno y bloques de granito; voló con el vuelo temprano de las cigüeñas que buscaban dónde anidar, escuchó el graznido de los cuervos que circulaban sobre los techos de este palacio interminable, olió el cuero quemado y la grasa escurriente de un cordero asado en algún tejar de la obra, escuchó los primeros cencerros del día, tocó la piedra gris de la torre y allí sus dedos encontraron, a pesar de lo reciente de la construcción, un signo viejo de vida y persistencia; un hueco misteriosamente labrado en la piedra. En ese escondrijo germinaba, mínimamente, una pequeña espiga de trigo. El peregrino miró esta tierra a la cual había regresado y se preguntó si tan poco ofrecía que el trigo estaba obligado a crecer en la piedra; y quiso recordar otros campos, en otro mundo que él conoció, donde crecían los altos tallos verdes, las hojas gruesas, flexibles, duras y amarillas, de otro pan, el pan de otro mundo, los granos rojos y amarillos.

Levantó las manos, las abrió, ofreció las palmas abiertas al cielo, o a la torre, ignorando si al hacerlo oraba, agradecía o intentaba recordar; y en el instante de mostrar sus dos palmas abiertas al cielo de la aurora, dos piedras cayeron al mismo tiempo de lo alto de la torre, una piedra grande y otra más pequeña, la grande sobre la palma izquierda y la chica sobre la palma derecha; y las piedras eran frías, como si hubiesen pasado la noche a la intemperie; pero al empuñarlas el muchacho no tardó en darles calor, excitado como estaba por este milagro: del cielo de España llovían piedras.

Regresó a la forja de Jerónimo, guiado por el suave y triste rumor de la flauta que tocaba, con los ojos cerrados, el desconocido llegado Ja noche anterior, esa noche extraña que fue la primera del peregrino en tierras castellanas, y que recordaría porque las luces corrían solitarias a lo largo de los pasillos del palacio sombrío, el trigo crecía en la piedra, los halcones volaban muertos desde las ventanas y los murciélagos —él lo vio— iban y venían por los aires trayendo y llevando mutilados miembros, canillas, orejas, calaveras; porque, en fin, del cielo llovían piedras.

Las empuñó como si fuesen dos joyas preciosas. Llegó hasta la fragua donde mantenían su vigilia Jerónimo, Celestina y el flautista ciego. Se escucharon, por encima de los aires de la flauta plañidera, los pasos de la compañía armada en el llano. Jerónimo se puso de pie. Celestina le tomó del brazo:

—No importa, dijo la mujer. Deja que entren y nos lleven con ellos. A eso hemos venido mi compañero y yo.

El flautista dejó de tocar y limpió su instrumento, frotándolo contra los remiendos de su viejo jubón. El peregrino mantuvo las piedras en sus manos cuando la guardia del Señor tomó, sin resistencia, a Celestina, se acercó al joven y él tampoco opuso resistencia; ya sabía, desde que una noche amó en la sierra al paje y alambor de los labios tatuados, que había llegado hasta este lugar para ver cara a cara a un Señor y contarle lo que el propio peregrino, sabiéndolo, se resistía a creer

El segundo testamento

—Yo… yo… por la gracia de Dios… conociendo cómo, según doctrina del apóstol San Pablo… ¿qué debo decir ahora, Guzmán?, ¿cuáles son las palabras que nos dicta la tradición testamentaria?

—…cómo después del pecado está estatuido por la divina providencia que todos los hombres mueran en su castigo; Señor, no es tiempo…

—…y con esto ser tanta y tan grande la bondad de nuestro

Dios… ¿cómo, Guzmán?, lee, léeme lo que dice el breviario…

—…que esa misma muerte que es castigo de nuestra culpa recibe Él con el debido aparejo de vida y la sufrimos con paciencia… Señor: por Dios…

—¿Con paciencia, Guzmán? ¿Tú has visto mis miembros prematuramente envejecidos, mi cuerpo minado por las taras heredadas de esas momias y esqueletos que anteayer hemos enterrado aquí para siempre, la llama de mi cuerpo que a pesar de todo insiste en alumbrarse y debe ser apagada con penitencias, palabras dolorosas, látigos y pesadillas sin nombre, pues no tengo derecho a contaminar a Isabel, verdad Guzmán?

—No se acongoje usted tanto, Señor…

—¿Qué nacería de nuestro ayuntamiento, Guzmán, si yo la preñase, sino otro cadáver, un monstruo muerto antes de nacer, una pequeña momia destinada a la cuna del sepulcro, a mecerse en una de las criptas que aquí hemos construido, verdad Guzmán?

—Y de vuestra unión con Inés, Señor, ¿qué nacerá?

—El mal: lo que desconocemos. ¿Por qué me la ofreciste?

—Lo que desconocemos, sí. Quizás el bien; el azar; la renovación de la sangre.

—¿Paciencia? ¿Qué debo decir ahora? ¿Qué dice el dogma?

—…y venimos a nuestra muerte con una voluntad racional, no tanto compelidos por la obligación natural de morir, cuanto recibiéndola por tránsito y paso para la eterna felicidad y vida bienaventurada…

—Duda, Guzmán, duda, mira en mi espejo, sube los treinta y tres peldaños de mi escalera y desmiente al dogma, afirma, en contra del dogma que si llegamos a resucitar, será en carne aérea o disímil de la carne en la que vivimos, somos constituidos y nos movemos; afirma, Guzmán, que si llegamos a resucitar, bien puede ser en forma de esfera y sin parecido con el cuerpo que habernos; niega que la resurrección, el día del juicio final, será simultánea para todos los hombres que han nacido sobre la tierra, sino que cada uno resucitará en su tiempo y a su manera, del vientre de las lobas, del acoplamiento de los perros, del huevo de las serpientes, de las uniones y desprendimientos de los bichos que infestan las aguas estancadas y por esto podemos pensar, temblando, que la formación del cuerpo humano, en el vientre de Isabel, en el vientre de Inés, en el seno de mi madre, es la obra, del diablo y que las concepciones en las entrañas de mi madre, de Inés o de Isabel, son amasadas por el trabajo de los demonios, sí, Guzmán, pues si el primer Dios al que desconocemos y que nos desconoce creó un primer cielo perfecto, ninguna cabida tenía en él la imperfección de los hombres mortales, que son todos creación de Luzbel, Luzbel es la herida del cielo perfecto por donde se desangra el paraíso, la rendija por donde se cuela la creación de algo que al Dios perfectísimo y primerísimo ni le interesa ni le ocupa: los hombres, tu y yo; Guzmán, aprovecha el nacimiento del nuevo día para escribir mi segundo testamento; esto les heredo: un futuro de resurrecciones, que sólo podrá entreverse en las olvidadas pausas, en los orificios del tiempo, en los oscuros minutos vacíos durante los cuales el propio pasado trató de imaginar al futuro. Esto heredo: un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra. ¿Me entiendes, Guzmán? Añade, añade las fórmulas de rigor. Éste es mi segundo testamento.

—Señor, ya no hay tiempo, Y este segundo testamento es innecesario puesto que ayer me dictasteis otro.

—Añade. Ayer no conocía a Inés. Añade. Súmense palabras a las palabras. ¿Sobrevivirá este palacio? Que las palabras, en la duda, dejen constancia de él y reproduzcan la vida que en él se vivió.

—Y para que muriendo seamos testigos fieles y leales de la infalible verdad que nuestro Dios dijo a los primeros padres, que pecando, ellos y todos sus descendientes moriríamos…

—Falso, Guzmán: Dios ni quiere ni es: sólo puede, lo puede todo, pero de nada le sirve, pues ni quiere ni es; nos odia: pecar es ser y querer. Guzmán, Guzmán, qué intolerable dolor… ven, ponme la piedra roja en la palma de la mano…

—¿Terminó usted, Señor?

—Sí, sí… Guzmán, ¿tú nunca dudas?

—Si yo tuviera el poder, Señor, jamás dudaría de nada.

—Pero no lo tienes, pobre Guzmán.

—Y pronto usted tampoco lo tendrá si no actúa contra los peligros que le amenazan.

—Conozco bien esos peligros; son las amenazas del alma demasiado alumbrada; me acechan aquí, en esta recámara, en estas galerías, en esta capilla; los conozco demasiado bien, Guzmán; son los peligros de quien posee a un tiempo la sabiduría y el poder, dones que no se concilian; quisiera ser un bruto, como mis asesinos y batalladores antepasados que aquí afuera yacen, en mi cripta y capilla; ejercer el poder sin conciencia, qué alivio, Guzmán, qué paz tan profunda si así pudiese ser; la acumulación del tiempo ha añadido el conocimiento, la duda, el escepticismo y la flaqueza de la tolerancia al depósito original del poder; ése es el peligro, ¿no te das cuenta?; y ese peligro lo exorcizo con palabras, penitencias, razones y delirios; con pecados, a fin de ser perdonado…

—El peligro está afuera, Señor, y sólo la fuerza podrá desvanecerlo.

—¿La fuerza? ¿Otra vez?

—Siempre, Señor.

—¿No bastó un crimen? ¿No cumplí mis deberes para con el poder fundándolo, una sola vez, sobre la muerte de los inocentes?

—Esto es fatal, Señor; tiene que volver a actuar como Dios: ni ser ni querer; sólo poder. Usted mismo lo ha dicho.

—Y yo mismo lo he rechazado.

—Con las palabras de sus testamentos no pagará usted sus deudas.

—¿De qué hablas? Todo es mío. La tierra es mía; la tierra está cercada, limitada por mi posesión. Cuanto aquí se produce es mío, las cosechas, el ganado, todo es traído a mi palacio, entregado por los vasallos y los siervos a mis puertas, como lo fue a las puertas de mis padres y de mis abuelos…

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