Cerró la ventana, sonriendo, y caminó hasta el pie de la cama, donde el espejo de mármol yacía junto a las hierbas y las almohadas. Lo levantó. Se miró en él. Nada vio, sino las espesas manchas de sangre que corrían por el negro vidrio, como si la piedra sangrase.
Colgó la cabeza, desalentada:
—¿Tampoco esto me das, mi amo? ¿También un hijo nuestro me vedas? ¿Así me haces saber que estoy ya sangrando otra vez, que mi ciclo de mujer no ha sido interrumpido por la fecundación de mis amores con el muchacho llamado Juan? ¿Así me haces ver que en periodo de luna, el espejo de una mujer se mancha de sangre?
Apretó los labios. Se dijo que resistiría todas las pruebas, las vencería con las artes de la sabiduría mágica inculcada en ella por el mur, no se dejaría derrotar, volvería a dar gracias, gracias, Amo, por enseñarme las palabras de mi fuerza, gracias por recordarme las palabras olvidadas en el curso de mis metamorfosis, las palabras que me definen a través del tiempo mutable y de los gastados espacios del mundo: saga et divina, potems caelum deponere, terram suspendere, fin tes durare, montes di luere, manes sublimare, déos infimare, sidera extinguere, Tartarum ipsim illuminare, gracias; el halcón muerto cayó a los pies del compañero de Celestina que desde el llano contemplaba la ventana de la Señora y la Señora, aleteando. siguió por los mismos aires de Castilla al azor muerto, pero en las alas membranosas de su nuevo cuerpo convocado por las palabras fundadoras de las sabias y adivinas de los albores del tiempo, había vuelo, ávido concierto en la negra lanza de su cabeza y vida en sus colmillos y en sus falanges, gracias, negra luz, ángel caído, que en las noches del patio me enseñaste estas palabras, todo me lo has quitado menos las palabras pero ahora las palabras para mí son todo, ya no podré alimentar mi vida muerta con la sangre de un hermoso muchacho que cebé para ti, mur, pero gracias al poder de las palabras me podré, ahora, alimentar de la muerte misma.
El murciélago trazó un nervioso arco sobre el llano y buscó nueva entrada al palacio por el rumbo de las criptas; guiábalo y sosteníalo en su vuelo, vestida toda de luto, la noche agónica.
Rebajar el cielo, suspender la tierra, petrificar los manantiales, disolver las montañas, convocar los manes del infierno, infamar a los dioses, extinguir las estrellas, iluminar las negras regiones del Tártaro: invocando estos poderes, el murciélago entró aleteando, ciego, guiado por la proximidad y lejanía de los mausoleos, a las profundas criptas reservadas para los antepasados del Señor en la capilla del Señor.
Allí, al tocar el mármol de una tumba el ciego ratón con alas recobró la forma de la Señora desnuda, pero defendida del frío de estas tumbas por la calentura de su ánimo; sin perder tiempo, la Señora, temerosa de la aurora próxima que le robaría todos los poderes, sudando, agitada, separó las lápidas de las tumbas, quebró con las manos los cristales de los sarcófagos donde yacían las momias reales, con las manos arrancó las blandas narices, las quebradizas orejas, los ojos helados, las polvorientas lenguas, los miembros secos de los distintos despojos, mientras murmuraba maldiciones y condenas que no sabía, pues desconocía la extensión verdadera de las fuerzas que invocaba, mudas fuerzas de las potencias demoniacas a las que Dios, habiéndole apenas creado, entregó al hombre, si habrían de cumplirse en seguida, o mañana, o dentro de muchos siglos, pues la potencia del Demonio era circular, era una esfera partida por la línea del tiempo y, así, del tiempo participaba, pero era también un hemisferio por encima y otro por debajo del tiempo, y al tiempo ajenos; mas algún día, algún día, si ella perseveraba en la obediencia a su amo verdadero, si soportaba las duras pruebas a las que su verdadero Señor la sometía, si no cejaba en sus oraciones a la rata que se le había metido entre las piernas, si mantenía su fe absoluta en la serpiente que una mañana escupió al recibir la hostia, todo lo que ahora pedía tendría lugar:
que quienes estaban dentro de este palacio jamás pudiesen abandonarlo, prisión y tumba eternas, o que, abandonándolo, debiesen siempre cargarlo a cuestas, como el caracol su casa o Caín su crimen;
que todos los hombres que quisiesen huir de esta maldición se transformasen en castores a fin de que, aterrados por el cautiverio, se devorasen ellos mismos sus partes genitales, creyendo así que podrían aligerar sus cuerpos para la fuga;
que Juan, capturado dentro del palacio, encontrase dentro de la prisión otra cárcel digna de él, cárcel de espejos, prisión sin ventanas;
y que cualquier mujer a la que Juan preñase quedase condenada a un embarazo perpetuo, arrastrando eternamente, como una elefanta, su pesado encargo dentro del vientre inmensamente hinchado…
«Cuando un hombre y una mujer se embarcan con Venus, no hacen falta más provisiones que la lámpara llena de aceite y el cáliz lleno de vino; tú y yo ni eso tenemos: ojalá que nuestro placer nos compense de tanta pobreza», le había dicho Juan a la novicia Inés, al acostarse con ella, despojado el hombre del manto de brocado y la muchacha del duro sayal, en un camastro del cuarto de servicio más próximo al lugar de su encuentro; y los ayes y suspiros de amor de la joven pareja se confundieron con los dimes y dísteles de las criadas Azucena y Lolilla, pues los murmullos se colaban por las quebraduras de la piedra mal ensamblada que separaba a estos cuartuchos entre sí, y por las abiertas ventanas de la noche de julio; pero el gusto de todo les compensó e Inés le dijo a Juan quién era ella, y si no temía las furias del cielo, y él contestó:
—Ese es asunto entre el cielo y yo. Pero créeme que yo no le temo ni al cielo, ni al infierno, ni al licántropo.
—¿Ni a mi padre, que está cerca de nosotros, en este mismo palacio, esperando conversar con el Señor?
—Pierde cuidado; algún día me convidará a cenar.
—¿Ni al mismo Señor temes?
—Tienes la sangre helada, Inés. El Señor fue. Yo soy. Y no vale fui, sino soy.
—Y a mí, ¿no me temes?
Juan rió: —¡Mal haya la mujer que en hombres fía! Doña Inés, tu ventaja es que a ti te encontré primero; no es ésta buena razón para que prives a las demás mujeres de las justas pretensiones que puedan tener hacia mi corazón.
—Tienes la sangre helada, Juan.
Juan se separó del cuerpo desnudo de Inés como un lagarto, apoyando las palmas abiertas de la mano contra los tablones del camastro y levantando todo el cuerpo; se escucharon, a través de la ventana abierta, las risillas anhelantes de las dos fregonas alzadas a la calidad de camareras reales; Inés gritó con terror, arrojó lejos de si el cuerpo de su amante, aflojó la carne tensa, se llevé) las manos azoradas al sexo que Juan acababa de abandonar, gritó enloquecida, que el sexo se le cerraba, que la herida abierta por el Señor y luego disfrutada por Juan esa misma noche cicatrizaba, que volvía a ser virgen, que implacablemente los labios abiertos se cerraban, los vellos se entretejían como una malla de alambres, los dientes de la castidad se apretaban, la flor cerraba sus pétalos, y Juan, riendo, de pie, apoyando la cabeza contra un brazo y el brazo contra un muro para dar alivio a sus carcajadas, le dijo:
—Si has quedado preñada de mí o del Señor, Inés, deberás parir por la oreja…
Y, envolviéndose en la capa, salió del cuartucho, llegó hasta la puerta de la pieza vecina y allí tocó con fuerza, riendo, escuchando las risas alborotadas de las camareras Azucena y Lolilla.
Varias veces voló la Señora, transformada en murciélago, de las criptas a la recámara, llevando cada vez entre sus mutiladas falanges un hueso y una oreja, una nariz y un ojo, una lengua y un brazo, hasta reunir sobre la cama, con las partes así robadas de las tumbas, un hombre entero.
Voló temiendo la claridad creciente del cielo, recortada contra el firmamento de la vecina aurora; y al terminar su trabajo, contempló, fatigada, su obra; admiró la monstruosa figura de retazos que yacía sobre el lecho; la nariz del rey arriano; una oreja de la reina que cosía banderas con los colores de su sangre y de sus lágrimas; la otra del rey astrólogo quejoso de que Dios no le hubiese consultado sobre la creación del mundo; un ojo negro del rey fratricida y un ojo blanco de la Infanta revoltosa; la lengua amoratada del rey cruel que a los cortesanos hacía beber el agua de baño de su barragana; los brazos momificados del rey rebelde levantado en armas contra su padrastro, asesino de su madre; el torso negro del rey que murió incendiado entre sus sábanas; la calavera del doliente y el sexo apasado del impotente; una canilla de la reina virgen asesinada por un alabardero del rey mientras rezaba; otra canilla de su propia suegra, la llamada Dama Loca, reliquia del sacrificio que la madre del actual Señor se impuso al morir su hermoso marido, el príncipe putañero y violador de aldeanas.
La Señora alumbró la chimenea, colgó sobre el fuego una caldera y en ella arrojó las uñas y los pelos de Juan y después el cáncamo que es lágrima de un árbol arábigo y el estoraque que se cuaja y endurece como la resina; lo batió todo, esperó a que hirviera; finalmente llevó la cera así formada del hogar a la cama y la derramó, hirviendo, sobre los pedazos de carne momificada, untando la cera, reuniendo los miembros dispersos hasta darles forma humana.
Esperó a que la cera se enfriase; miró el nuevo cuerpo y dijo:
—Ahora sí que tiene España heredero.
—Huelo algo, huelo algo, dijo la Dama Loca, husmeando con sus nerviosas aletas, empujada dentro de la carretilla por la enana que con berrinches y pataleos había exigido que la llevasen a pasar su noche de bodas a las magníficas criptas de los antepasados, seguidas Barbarica y la Dama por el bobo sereno, extrañamente alejado de las dos mujeres, contento de esa acción libertadora que la vieja señora no sabía si aprobar o condenar, pero que respetó por ser la decisión soberana del heredero; y sin embargo, ahora olía algo que la hacía prescindir por igual de la necedad y de la necesidad del nuevo Príncipe, un olor que corría en ráfagas hediondas por las galerías del palacio^ un olor de carne tumefacta y hueso caliente y cera y uñas quemadas que embriagaban a la Dama Loca, de dónde viene, de dónde viene, qué néctar de nueva vida, quién hace estas cosas, por qué no se me entera, para qué tengo un servicio tan vasto y minucioso si nadie sabe enterarme de lo que aquí sucede, debo estar alerta, hay mudos poderes que pueden frustrarme, sangre nueva para el festín del tiempo, no, vieja sangre para las nupcias con la eternidad, nuestro mundo está construido para esperar el fin del mundo, nada debe cambiar ya, lo que era necesario hacer ya está hecho, escúchame, Felipe, hijo mío, ayuda a tu pobre madre mutilada por el honor y enloquecida por la fidelidad, nada debe cambiar, nunca más, tú tienes razón, Felipe, alióme contigo, ya hay heredero, aleja a los hombres de la idolatría natural, manda quemar el árbol sagrado y manda quemar a quienes buscan a Dios en la naturaleza bautizando surtidores, imponiendo la cruz a los rústicos altares de flores y enramadas; termina tu palacio, hijo, enciérralo todo en tu palacio, sepulturas, monasterios, piedras y aun los futuros palacios que dentro del tuyo se construyan, como en una perspectiva gris e infinita, inventa dentro de los muros de tu palacio una réplica a todo cuanto la naturaleza puede ofrecer y enciérralo todo aquí, el doble del universo, enciérralo todo para que ésta sea la verdadera naturaleza, no la que pasa por tal, no la que se siembra, germina, crece, fluye, se mueve y se muere, sino ésta, inmóvil, de piedra y bronce y mármol, que es la nuestra y dentro de ella nuestros cuerpos como un mundo reducido: tierra, la carne; agua, la sangre; aire, el aliento; fuego, el calor; piensa esto, hijo mío, en tu capilla y en tu alcoba, piénsalo con la intensidad y el dolor que debió sentir San Pedro Mártir, con el cuchillo enterrado en el cráneo, piénsalo para que nuestro orden no cambie jamás, para que las cosas sean como las ha pensado nuestra eternidad: servidumbre, vasallaje, exacción, homenaje, tributo, capricho, voluntad soberana la nuestra, pasiva obediencia la de todos los demás, ése es nuestro mundo, y si cambia, cambiaremos nosotros; y si muere, moriremos nosotros…
Al estallido sordo de la aurora, la enana Barbarica, envuelta en sus trapos nupciales, borracha e indigesta, pedorreando y eructando, trepando y correteando sobre las tumbas de los antepasados, pedía a gritos la presencia del fraile pintor para que quedase constancia: ella era la reina, sólo ella, y sobre cada mausoleo de mármol, al pie de cada zoco de piedra, apoyada contra cada balaustrada de bronce, la enana imitaba lo que imaginaba fueron las poses reales que en vida adoptaron los ilustres señores y señoras e infantes y bastardos aquí enterrados.
La Dama Loca observó con desdén las acrobacias de Barbarica; no dijo palabra; la envolvía la grandiosidad de la cripta; su mirada se perdía en la gris perspectiva de las bóvedas y las columnatas que retenían, con poder, las oscuras alas de esa noche que, afuera, ya había emprendido el vuelo hacia la luz. Adentro, en cambio, el ácido de las sombras mordía la lámina del cementerio real. Por ser idénticos sus ojos al metal grabado, la vieja se dejó sumergir en la visión global de la cripta y sólo más tarde, acostumbrados a esa noche retenida, a ese color sin color, los ojos, como dos buriles prismáticos, se acercaron punzantes a los detalles: la Dama notó que el cristal de ciertos sarcófagos estaba roto, las lápidas retiradas, las tumbas profanadas, y le gritó al bobo que empujase la carretilla, que la acercase a los mausoleos; y cerca de ellos miró la profanación y volvió a gritar: faltaban orejas, narices, ojos, canillas; malhaya, faltan mis propios brazos, mis propias manos, las reliquias de mi sacrificio, los miembros embalsamados por los boticarios y doctos varones que los rellenaron de acíbar, cal viva, y bálsamo negro; gritó, lloró, la enana no dejó de columpiarse entre tumba y tumba y el Príncipe bobo con un aire de infinito cansancio, se quitó la peluca rizada, caminó hasta la tumba del padre del Señor y marido de la Dama, retiró la plancha de cobre que la cubría y allí se encontró a sí mismo, o por lo menos a un despojo vestido con las ropas que él trajo del mar: el jubón rasgado, color fresa, y las calzas amarillas, aun manchadas de arena.
La enana se carcajeaba, la Dama gritaba ultrajada, nadie lo miraba a él y él no podía recordar (porque su memoria no podía salvar lo que cada ocaso le arrebataba) que la vieja, al llegar, pidió a su hijo que la figura del náufrago fuese arrojada, junto con los canes muertos, a la fosa común, ni agradecer que por un azar que él ni siquiera discutía pues ni siquiera lo imaginaba, esta semblanza muerta de sí mismo, vagamente reconocible, yaciese en la tumba del hermoso y putañero Señor cuya identidad el bobo había usurpado, a medias, imperfectamente, como si alguna fórmula de la doble metamorfosis hubiese fallado, como si rasgos y jirones del uno permaneciesen tenazmente adheridos al otro. La enana se carcajeaba, la Dama gritaba, nadie le miraba.