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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (24 page)

BOOK: Terra Nostra
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Recuerdo la primera vez que vi al Señor. Él nunca nos había visitado; pero un día vino a avisarnos que de ahora en adelante, todos los sábados menos las vísperas de Pascuas y Pentecostés, acompañado de los sacerdotes, de los caballeros, de los campesinos y de los pastores, se dedicaría a cazar y destruir los lobos errantes y a ponerles trampas en la comarca. Yo, que siempre había espantado a los lobos con fogatas y leños ardientes, no entendía la necesidad de matarlos o atraparlos. Pero mi padre dijo: «Quieren entrar al bosque; algún día, aquí tampoco podremos vivir en paz y deberemos huir de nuevo, en busca, siempre, del agro desierto.» Yo sólo reconocí, en la mirada dura y temerosa del Señor, un afán de hacerse presente y el miedo de que alguien, algún día, en alguna parte, dejase de reconocerle. Esto lo entendemos las niñas de doce años, pues también tememos que al dejar de ser niñas y convertirnos en mujeres, dejemos de ser reconocidas por las gentes que hasta entonces nos han amado.

Sucedió entonces el hecho más extraño de mi niñez. Cuidaba una noche clara de primavera a mis ovejas y había preparado, a pesar de la luna llena y el bálsamo del aire, el acostumbrado fuego para protegerme y proteger a mi rebaño, cuando escuché un bajo lamento animal cerca de mí; recogí uno de los leños, segura de que un lobo se acercaba; y así fue, sólo que esa queja debió advertirme; no era el aullido lejano ni el cercano sigilo que yo conocía en las bestias feroces, sino una queja muy tierna y muy adolorida y muy próxima; bajé la llama: iluminé a una loba larga y gris, con las orejas muy tiesas y la mirada afiebrada. Desde que aprendí a hablar conocí, antes que nada, los dichos sobre lobos, por ser ellos nuestro mayor peligro; y a pesar de la mansedumbre de esta loba, yo me dije: muda el lobo los dientes y no las mientes. Pero la loba me mostró la pata herida por una de las trampas puestas por el Señor durante las cacerías sabatinas y yo, de manera infantil y espontánea, me hinqué junto a la bestia y le tomé la pata que me ofrecía.

La loba me lamió la mano y se recostó junto a mi fogata. Vi entonces que su vientre era grande y que la bestia no sólo gemía por el dolor de la herida, sino por algo más grave: había visto parir a mis ovejas y entendí lo que pasaba. Acaricié la cabeza aguzada de la loba y esperé. A poco, el animal dio a luz; imagina mi sorpresa, joven náufrago, cuando vi salir de entre las patas de la loba dos piececitos azules, idénticos a los de un niño; y mi sorpresa fue doble, pues hasta los carneros, animales amigos de la monstruosidad, nacían, incluso cuando nacían con dos cabezas, con éstas por delante, mientras que la loba paría a un niño y lo primero que mostraba ese niño eran los pies.

Era un niño; no tardó en salir, recogido y azuloso; quise tomarle, llena de temores porque nacía sobre el suelo del bosque, entre las zarzas y el polvo y los balidos de las ovejas y el rumor de los cencerros que parecían celebrar el evento; sólo entonces la loba gruñó, y ella le lamió y cortó con los colmillos el cordón. Yo me llevé las manos a los pechos y me di cuenta de que, aunque sabía mucho, no era más que una niña; la loba, con las patas, acercó al recién nacido a sus pezones, y lo amamantó. Vi entonces, sobre la espalda del niño, el signo de la cruz; no una cruz pintada, sino parte de su carne: carne encarnada, joven náufrago.

No supe qué hacer; hubiese querido conducir a la loba y a su cría a casa de mi padre, pero apenas traté de separarles o de arrastrarles lejos de las zarzas, la loba volvió a gruñir y trató de morderme la mano. Regresé a nuestra cabaña llena de miedo, asombro y remordimiento; le conté lo sucedido a mi padre y él primero se rió de mí y luego me dijo que me cuidara; repitió una de las consejas que digo: «El lobo, harto de carne, métese fraile.»

Al día siguiente, muy temprano, regresé a las zarzas, pero ni la loba ni el niño estaban allí. Lloré y temí por ellos. Rogué que la loba encontrase una madriguera honda y perdida donde proteger a su hijo; de lo contrario, ambos morirían durante la cacería del próximo sábado. Mi padre llegó al lugar de los hechos y al no encontrar, como yo, nada, dijo que no volviese a dormirme mientras cuidaba los ganados, pues ya se veía que en mis sueños se aparecían los lobos y un día se aparecerían de verdad mientras yo soñaba.

Yo nunca olvidé ese extraño hecho, por más distracciones que me ofreciese nuestro bosque a medida que sus límites se reducían. Cada año de mi adolescencia recuerdo a más gente de paso. Conocí a los estudiantes que viajaban a las universidades; a caballeros y a clérigos; a juglares, menestreles, vendedores de drogas, brujos, trabajadores de temporada; siervos liberados, soldados sin empleo, mendigos y peregrinos descalzos armados de altas varas con un gancho para sus botellas: los viajeros de las rutas de nuestra cristiandad. Y campesinos que pasaban, quejándose, pues habían perdido sus tierras o no podían pagar el tributo exigido por el Señor y al mismo tiempo los impuestos demandados por las ciudades que se salían de sus murallas y tomaban para sí los campos y los bosques. Y yo no dejaba de preguntarme si de alguna manera tan misteriosa como su nacimiento, el del niño parido y amamantado por la loba no estaba ligado al destino de toda esta gente que ahora marchaba sobre las zarzas que le vieron nacer.

Y un día, mi pregunta obtuvo una respuesta, fugaz e incompleta, pues era la de la memoria de una niña que apenas aprendía a recordar. Meses antes del parto de la loba, recordé apenas ahora, pasaron a caballo unos empleados del Señor, anunciándose con cantantes y banderas y monos de larga cola trepados sobre los lomos de los corceles ; y entre la servidumbre del alcázar iba, también trepado como un mono con las rodillas sobre la silla de montar, el Juglar del Señor, con sus calzas de colorines y su caperuza de cascabeles; y este bufón levantaba en alto a un niño muy rubio y de corta edad, lo mostraba riendo a las frescas enramadas de nuestro bosque. Ese niño también tenía una cruz grabada entre las cuchillas de la espalda. El cortejo se alejó de prisa, y cuando le conté esto a mi padre, rió, dijo que era una muchachilla bien fantasiosa, y que cortarse con puñal o grabarse con fierro candente una cruz en la espalda era vieja costumbre de cruzados y constante ley de peregrinos. Pero éste era un niño muy pequeño. Si por la ruta de nuestro bosque volviesen a pasar el niño y el bufón, entonces sí que me acercaría y diría: «Yo le conozco. Yo le vi nacer.»

Y si el bosque se había convertido en una ruta (y cuántas cosas nuevas vieron mis ojos deslumbrados: las caravanas que trasbordaban los cofres llenos de coronas y espadas y monedas con inscripciones árabes, los arcones llenos de embriagantes especias de Oriente) también había creado sus propios peligros. Aislados antes, ahora nos sentíamos cercados, no sólo por los lobos, sino por los bandidos que se ocultaban en la espesura, aguardando el paso de los viajeros; y lo que es peor, por los caballeros emboscados, los antiguos señores arrojados a la opacidad de la selva por las deudas acumuladas sobre sus antiguos dominios. Esto me lo dijo, así, mi padre. Eran los dueños de los cuchillos largos; nada más habían podido salvar del desastre.

Un día volvió a visitarnos el Señor; llegó montado en un caballo amarillo y le dijo a mi padre que desde ese momento no le bastaban los productos de la tierra y de la cría que, desde siempre, le había entregado, sino que debería pagar con dinero el uso de las tierras que utilizaba para la habitación, el pastoreo y la tañería. Mi padre le contestó que ni tenía ni usaba dinero, sino que cambiaba unas cosas por otras. El Señor nos dijo que en vez de patos y cebollas deberíamos exigir monedas a cambio de nuestras pacas de lana y mieles y tinturas. «¿No han visto tus ojos maravillados, siervo, el paso de los cofres y arcones por esta selva? Pues lo que contienen va a manos de los comerciantes de las ciudades, y para comprarlo, adornar mi alcázar y vestir a mis castellanas, necesito dinero.»

No fue esto, por más que destruyese nuestras costumbres de siempre y nos situara ante la interrogante de cómo procurarnos el dinero y ante la novedad de tratar con los mercaderes de los burgos, lo que inquietó a mi padre, sino la mirada que el Señor me dirigió y la pregunta que le dirigió a él: «¿Cuándo se casará la muchacha?»; para luego añadir: «Cásala pronto, pues rondan muchos caballeros que han perdido sus tierras, pero no sus gustos por las muchachas vírgenes; es más, desean vengarse de la pérdida de sus derechos señoriales y como la gente de las ciudades está organizada para la defensa de sus vidas y haberes, se aprovechan de las hijas de los hombres como tú, desamparados en el bosque. En todo caso —rió el Señor— recuerda que debes preservar su himen para mí, pues yo sí continúo teniendo el poder, y juro acrecentarlo así a costa de los burgueses como de los príncipes empobrecidos. De todos cuida a tu doncella, pastor; no se diga después que imposible la dejaste para ti y para mí.»

Se fue cabalgando y riendo y mi inocente padre decidió vestirme de hombre desde ese día, aunque después supiésemos que el Señor había muerto de fiebre antes de poder casarme yo o tomarme él. Vestida con un tosco sayal y toscos zahones, cortado el pelo como mancebo, continué mis trabajos de tañería y pastoreo y me hice completamente mujer. Pasaron varios años; mi padre envejeció y nuestra vida apenas cambió. Hasta que un día se aparecieron los hombres armados del príncipe don Felipe, heredero de las tierras y de los privilegios de su padre muerto. Su misión era recoger a todos los muchachos de la floresta para servicios de armas y de alcobas; me capturaron en el bosque de encinas que había sido, desde la niñez, mi morada protectora y me llevaron con la tropa mientras yo reflexionaba sobre mi ingrata suerte, ya que vestida de hombre o vestida de mujer, parejas desgracias me acechaban.

El príncipe Felipe, al verme vestida como zagal, no adivinó mi verdadera condición, aunque algo turbador parecieron despertar mis facciones en su memoria. Yo, lo juro, nunca antes lo había visto. El nuevo Señor me asignó al servicio del alcázar de su madre, donde la presencia de las mujeres, según luego supe, estaba prohibida. Como pastorcilla, había aprendido a tocar la flauta y así lo hice saber al mayordomo para poder distraerme y distraer en ese empeño, viviendo aislada de los criados y de los soldados ante los cuales jamás me desnudé. Pude vivir en los cuartos de los músicos, demasiado ocupados, de noche y al amanecer, en dormir sus borracheras para fijarse en mí, y demasiado ocupados, durante el día, en aprovechar el fúnebre ensimismamiento de la dueña del alcázar, constantemente arrodillada ante el cadáver embalsamado de su esposo, para hurtar viandas y botellas en las bodegas. La madre del hijo del Señor había proscrito toda música alegre en su casa; aunque respetó mis aptitudes musicales, me ordenó que aprendiera a tocar el tambor, pues otro rumor que no fuese fúnebre no quería escuchar, ya que vivía en permanente duelo. Y así, cuando la vieja Dama inició su larga peregrinación arrastrando el cadáver de su esposo, se me asignó el último lugar de la procesión, tocando mi tambor y vestida toda de negro como un paje anunciador de llantos. La Señora madre del actual Señor no admite mujeres en su compañía porque de todas siente celos, como si el fiambre de su marido fuese ahora capaz de cometer los abusos que en vida le dieron fama y de los cuales por mi gran fortuna pude salvarme, aunque sólo para caer, de todos modos, en desgraciada condición…

Pero me aparto de lo esencial de las cosas, y quiero terminar como termina el día sobre esta playa. Sólo por una equivocación que el alcalde y los alabarderos pagarán muy caro entramos ayer a un convento de monjas que quisieron posesionarse del cuerpo momificado del Señor. Y por eso, en vez de pasar el día en el convento, como acostumbramos hacerlo después de viajar toda la noche envueltos en la oscuridad que la Dama prefiere, salimos huyendo y viajamos de día. He podido encontrarte. Ahora tú deberás acompañarme.

—¿Quién soy?, dijo el náufrago, ¿de dónde vengo?

Pero el paje había dado por concluida su narración y no quiso contestarle. Ofreció las manos al náufrago y éste sólo una le tendió. Con la otra, recogió, impulsado por una inexplicable fascinación, una botella verde, taponeada y sellada; uno de los desperdicios arrojados por la marea a este Cabo de los Desastres.

Duerme el Señor

El Señor desfalleció a la mitad de su narración, cuando recordó los amores con Ludovico y Celestina (imaginarios en la nave del viejo Pedro; ciertos en el ensangrentado alcázar; más alucinantes, sin embargo, los soñados que los verdaderos). Guzmán le sirvió entonces una poción para calmarle; y ahora, al terminar la historia con la repetición del discurso exhortatorio del monje Simón, fielmente transcrito al Señor por el Cronista de la corte, el amo pidió un segundo brebaje; Guzmán, solícito, se lo preparó, mientras el Señor murmuraba:

—Ésta es la historia que deseaba recordar el día de mi cumpleaños, que también será el día del segundo entierro de todos los muertos mis antepasados. El Señor, que Dios tenga en su gloria, fue mi padre; y mi nombre de juventud fue Felipe.

—¿Y la joven castellana?, inquirió Guzmán al ofrecerle el narcótico a su príncipe.

—Es nuestra Señora, que aquí habita…

Repitió, con los párpados unidos, «nuestra Señora», y no pudo terminar la oración; el somnífero le arrastró al fondo de un pesado sopor en el que se imaginó asediado por águilas y azores en la hondura de un valle de piedras. Buscó, con movimientos lentísimos, una salida; pero el valle era una prisión al aire libre, un solo vasto y profundo calabozo de escarpados muros. Una sola, lejanísima ventana sin barrotes: el parche azul y quebrado del cielo, allá arriba, accesible sólo a las aves. Y éstas, las rapaces, podían volar lejos de allí y luego descender en picada, con saña, a atacar el abandonado y prisionero cuerpo del Señor, lleno de pesadumbre más que de miedo. Y después de herirle, las águilas y los halcones ganaban de nuevo las alturas. En seguida, sin lindero causal, soñó que él era tres hombres diferentes, los tres un solo hombre aunque dueño de tres rostros distintos propios de tres distintos tiempos; los tres, siempre, capturados en este valle pétreo y sin puerta o sin más puerta que el cielo. Se acercó, arrastrándose entre las rocas picudas del ventisquero, a las pupilas del primer hombre que era él y pudo ver, en uno de los ojos de ese sosias, a los hijos de Pedro despedazados por los canes; y en el otro ojo se pudo ver a sí mismo, en la adolescencia, protegiéndose de los halcones de su padre. Pero el rostro del primer hombre que era él, y en cuyas ventanas se proyectaban estas escenas, ya no era el del joven en fuga con los hijos del campesino, o el del joven temeroso de los halcones, sino el rostro exacto del hombre que un día mortal se paseó entre los cadáveres de los niños, las mujeres, los campesinos, los artesanos, los mendigos, las prostitutas, los leprosos, los judíos, los mudéjares, los penitentes, los heresiarcas, los locos, los prisioneros y los músicos conducidos a la matanza del castillo a fin de que él, Felipe, demostrase al Señor que el joven era digno de heredar el poder del viejo.

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