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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (20 page)

BOOK: Terra Nostra
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Los cuerpos ennegrecidos flotan en el río y los peces negros mueren en las riberas contaminadas. Los sepulcros abiertos son incendiados. Unas cuantas orquestas entristecidas tocan en las plazas, con la esperanza de disipar la pesada atmósfera de melancolía que se suspende sobre la ciudad.

Muy pocas personas se atreven a caminar por las calles, y si lo hacen es sólo vestidas con ropones largos, negros y gruesos, guantes de cuero, botas y máscaras con ojos de vidrio y picos llenos de bergamota. Los conventos han sido clausurados: sus puertas v ventanas, tapiadas.

Pero un monje simple y bueno llamado Simón se ha atrevido a salir, pensando que su deber es atender y curar a los enfermos. Antes de acercarse a ellos, Simón empapa sus vestimentas con vinagre y se amarra alrededor de la cintura una faja teñida de sangre seca y apelmazada con los cuerpos de ranas molidas. Cuando debe escuchar la confesión de los enfermos, siempre les da la espalda, pues el aliento de un apestado puede cubrir un cántaro de agua con una nata gris.

Los afligidos se quejan y vomitan; sus úlceras negras estallan como cráteres de tinta. Simón administra los sacramentos finales humedeciendo las hostias en vinagre y luego ofreciéndolas ensartadas en la punta de una larguísima vara. Comúnmente, los moribundos vomitan el cuerpo de Cristo.

La ciudad se ahoga bajo el peso de su propia basura; y a pesar de la abundancia del detritus animal y vegetal, mayor es la acumulación de cadáveres descompuestos. Entonces, el Alcaide se acerca a Simón y le pide que vaya a la cárcel y allí hable con los presos para hacerles el siguiente ofrecimiento: serán liberados al terminar la peste, si ahora se prestan a trabajar en las calles, quemando a los muertos.

Simón va a la cárcel y hace el ofrecimiento, no sin advertir a los prisioneros del peligro que corren; aislados en sus mazmorras, se han salvado de la enfermedad; una vez fuera de ellas, recogiendo cadáveres en las calles, muchos entre ellos morirán, pero los sobrevivientes serán liberados.

Los prisioneros aceptan el trato propuesto por Simón. El sencillo monje les conduce a las calles y allí los presos comienzan a amontonar cuerpos en las carretas. El humo negro de las piras funerarias asfixia a los pájaros en pleno vuelo; los campanarios son nidos de negro plumaje.

Jus Prima Noctis

Se estaba celebrando una gran boda campesina en la troje; se cantaba, bailaba y bebía. La pareja de recién casados, un herrero de rostro rojizo y una muchacha pálida y delgada de dieciséis años, bailaban, él con sus brazos en torno a la cintura de ella, ella con los suyos alrededor del cuello de él, y sus caras estaban tan cerca la una de la otra, que de tiempo en tiempo los besos eran inevitables. Entonces todos escucharon las pesadas herraduras en el corral y sintieron miedo; el Señor y su joven vástago, como él llamado Felipe, entraron y el amo, sin decir palabra, se acercó a la novia, la tomó de la mano y se la ofreció a Felipe.

En seguida condujo a su hijo y a la muchacha a una choza cercana y le ordenó a Felipe que se acostara con la novia. El joven se resistió; se acercó a la temblorosa muchacha empujado por su padre, y al rostro de esta niña sobrepuso las facciones de la otra, la del alcázar, la que durante la temprana misa había sido expulsada de la capilla. Sin embargo, no bastó ese rostro imaginado para excitarlo; le confirmó, más bien, en su profunda concepción del amor como algo que debería ser deseado mas no tocado; ¿no cantaban los jóvenes y hermosos menestreles sólo la pasión de amantes separados, de damas adoradas por añoradas: porque habitaban una imposible lejanía?

El Señor, de un golpe, derribó a su hijo; se quitó las botas y las calzas y fornicó con la novia, apresurada, orgullosa, fría, sangrienta, pesadamente, mientras Felipe miraba la escena entre el humo y la peste de la mecha de algodón que nadaba en una jofaina de aceite de pescado. El padre partió y le dijo a Felipe que regresara solo al castillo.

El Pequeño Inquisidor

El estudiante Ludovico había sido llevado ante el Santo Oficio por el monje de piel restirada y allí el agustino le dijo al Inquisidor que las ideas del joven no sólo eran teológicamente equivocadas, sino prácticamente peligrosas, pues si se filtraban hasta el pueblo corroerían la utilidad y la existencia misma de la jerarquía eclesiástica.

Menos celo, menos celo, le dijo con irritación al monje el Inquisidor, que era un hombrecito encogido, con birrete de terciopelo; a Ludovico, en cambio, le pidió con dulzura que se retractara; le prometió que todo sería olvidado; mi propósito, dijo el anciano mientras se chupaba los labios, no es ganar batallas con palabras, sino convencer a la cabeza y al corazón de que debemos aceptar, pacíficamente, el mundo tal cual es, ya que el mundo en el que vivimos está bien ordenado y ofrece ricas recompensas a quienes aceptan su lugar en él sin protestar.

El apasionado Ludovico se puso de pie y preguntó con violencia: —¿Un mundo del cual Dios está ausente, secuestrado por unos cuantos, invisible para aquellos que libremente aspiran a su gracia?

De manera que el Inquisidor también se levantó, temblando como una hoja plateada, y Ludovico saltó hasta la ventana de emplomados azules y salió corriendo por los rojos tejados de la ciudad arzobispal.

Y fue tal la fuerza con que cerró detrás de sí la ventana, que los emplomados cayeron destrozados a los pies del monje y del Inquisidor, y éste dijo:

—Aumente usted la cuenta debida por la Universidad pro vitris fractis. Y no me traiga estos problemas estúpidos. Los rebeldes se agigantan con la atención y se extinguen con la indiferencia.

Celestina

La novia pálida y delgada se metió en la cama y allí, de día y de noche, tembló. Su novio intentó acercarse a ella; pero cada vez Celestina gritó y rechazó la cercanía de su esposo. El joven herrero bajó la mirada y la dejó en paz.

Cuando se quedaba sola, Celestina se acercaba al fuego, constantemente atizado para calmar los temblores de la enferma; tocaba las llamas con sus pálidas manos y ahogaba sus gritos y quejas mordiendo una soga. Así siguió quemándose, mordiendo y quemando, hasta que la soga no era más que un hilo húmedo y las manos una llaga sin cicatrices. Cuando el virginal marido vio las manos de su esposa y preguntó qué cosa ocurría, ella le contestó:

—He fornicado con el Demonio.

La Fuga

Esa noche, Felipe escapó del castillo junto con los dos muchachos campesinos. Los tres se escondieron en el bosque vecino y aspiraron su abrazo fuerte y verdoso. No durmieron, pues Felipe les interrogó y los jóvenes, con todo detalle, le contaron dónde podían encontrar a los ejércitos de los hombres libres, de los alumbrados y de los reyes tahúres del interreino que preparaba la segunda visita de Cristo a la tierra.

Al acercarse la aurora, tres de los cazadores del Señor entraron al bosque, guiados por canes feroces; Felipe se encaramó a un alto pino y allí se escondió, pero los dos hijos de Pedro fueron cazados y devorados por los mastines.

Cuando los cazadores partieron, Felipe descendió del árbol y siguió camino por su cuenta al lugar que los dos hijos de Pedro habían descrito. Al caer la noche, escuchó una música y se acercó a un claro donde los hombres y las mujeres bailaban desnudos y cantaban, la esencia divina es mi esencia y mi esencia es la divina esencia, pues toda cosa creada es divina y la reencarnación será universal. El joven recordó los cuerpos sangrientos y desmembrados de sus desafortunados amigos; se desvistió y se unió a los danzantes. Se sintió embriagado, bailó y gritó como ellos.

El Rostro de Simón

La peste en la ciudad ha terminado. Los presos entierran los últimos cuerpos y Simón el monje les ayuda. Las banderas amarillas son arriadas mientras el monje se reúne con los prisioneros alrededor de una fogata y todos hacen recuerdos del tiempo que han pasado juntos; son amigos.

Hay un silencio final y breve. Simón les anuncia que ahora son libres. Muchos murieron, es cierto y es triste; pero los sobrevivientes ganaron algo más que sus vidas; ganaron la libertad. Beben el último trago de la bota de vino cuando se acercan a ellos el Alcaide y los alabarderos. El Alcaide simplemente ordena a su compañía armada que tome a los prisioneros y los vuelva a encarcelar. Ha terminado el tiempo de la gracia. Todos los prisioneros sobrevivientes regresarán a la cárcel hasta el término de sus sentencias.

Uno de los presos escupe al rostro de Simón.

En el Bosque

Celestina abandonó su hogar; también ella ambulaba por los bosques, lavándose las manos heridas en los frescos manantiales y comiendo nueces y raíces. De noche, se sentaba bajo un gran árbol y rellenaba de harina las muñequitas de trapo que llevaba escondidas entre los faldones; las acariciaba, las apretaba contra los pechos, invocaba al maligno y le pedía que la tornase y le diese un hijo. Pero sólo levantaba esta súplica cuando los rumores del bosque silbante, aullante, gimiente eran más intensos; sólo el bosque debía escucharla.

Una noche, dos viejos que regresaban, acalorados y premiosos, de una feria distante, la escucharon y luego apartaron unas ramas para verla; cuando la excitación de Celestina llegó a un nivel insoportable, los dos viejos cayeron sobre ella y la violaron, uno detrás de] otro; pero la muchacha delgada y pálida ni siquiera se dio cuenta, pues estaba perdida en la total intensidad de su fantasía ; quizás sólo imaginó que sus súplicas habían sido atendidas, que la había preñado un Demonio con dos colas. Los viejos se preguntaron sobre el significado de las muñequitas rellenas de harina, se encogieron de hombros, rieron y las destrozaron.

Cuando los viejos se marcharon, Celestina permaneció sola y extenuada durante un largo tiempo. Luego escuchó los sonidos cada vez más próximo de la música y el canto. Felipe avanzaba al frente de una vasta compañía de hombres y mujeres vestidos con cilicios y portando guadañas sobre los hombros. El corazón de Felipe dio un vuelco, pues reconoció en Celestina a la novia que, una tarde, su padre había tomado para sí. Se arrodilló junto a ella, le acarició el cabello y le dijo:

—No sufras más. Los pecados ya no serán castigados. Ahora, los pobres como tú pueden amar sin ser condenados por su amor. Ven con nosotros.

Tomó las manos llagadas de Celestina y ella le contestó:

—No, ven tú conmigo. He tenido un sueño. Debemos ir hacia el mar.

La muchedumbre cantante continuó en una dirección; Felipe, que ya sabía que los sueños pueden ser reales cuando no hay otra acción posible, se fue con Celestina en el sentido opuesto.

La Nave

El viejo campesino Pedro había llegado a la costa y allí construía una barca. Sus brazos aún eran fuertes y cada vez que miraba hacia el mar, sentía que la fuerza le aumentaba. Esa mañana, mirando del mar a las dunas. Pedro vio ai monje Simón que bajaba envuelto en polvo: su hábito era una piltrafa. Le preguntó a Pedro:

—¿Tú eres un marinero? ¿A dónde piensas dirigirte?

El viejo le dijo al monje que las preguntas sobraban; si quería acompañarle, podía empezar a trabajar en seguida. Pero antes de que los dos hombres recogiesen los martillos y los clavos, el estudiante Ludovico, ahora vestido con las ropas de un mendicante, también apareció en lo alto de los arenales, descendió a la playa y les preguntó si podía acompañarles en el viaje, pues el barco podría llevarles lejos, muy lejos, de aquí.

Ludovico también se unió al trabajo, y al terminar el día, Celestina, guiada por su sueño, apareció con Felipe y ambos solicitaron un lugar en la embarcación. Pedro les dijo que todos podían acompañarle, a condición de que primero trabajaran.

—Tú puedes hacer la cocina, muchacha; y tú, mozo, encuentra algo de comer.

Pedro entregó a Felipe un afilado cuchillo.

La Ciudad del Sol

Cuando terminaron el trabajo del día, las cinco personas comieron la carne del venado que Felipe había cazado y Celestina preguntó a dónde se dirigirían cuando la barca estuviese lista. Pedro contestó que cualquier tierra sería mejor que ésta que dejaban atrás. Y Ludovico comentó que seguramente existían otras tierras, más libres, más pródigas; el mundo entero no podía ser una gigantesca cárcel

—Pero hay una catarata al final del océano, dijo el monje Simón; no podremos ir muy lejos.

Felipe rió: —Tienes razón, monje. ¿Por qué no nos quedamos aquí y tratamos de cambiar el mundo que ya conocemos?

—¿Tú qué harías?, preguntó el estudiante Ludovico; ¿qué clase de mundo construirías si pudieses hacerlo?

Estaban muy cerca los unos de los otros, contentos del trabajo cumplido y del alimento sápido; Pedro dijo que él imaginaba un mundo sin ricos ni pobres, sin poderes arbitrarios sobre la gente y sobre las cosas. Habló con una voz a un tiempo soñadora y brusca, imaginando una comunidad en la que cada cual sería libre para pedir y recibir lo que necesitase de los demás, sin otra obligación que la de dar a cada uno lo que a él le pidiesen. Cada hombre sería libre de hacer lo que más le gustase, puesto que todas las ocupaciones serían, a la vez naturales y útiles.

Todos miraron a Celestina y la muchacha apretó las manos contra los senos, cerró los ojos e imaginó que nada sería prohibido y que todos los hombres y todas las mujeres podrían escoger a la persona y al amor que más desearan, pues todo amor es natural y bendito; Dios aprueba todos los deseos de sus criaturas, si son deseos de amor y de vida y no deseos de odio y de muerte. ¿No plantó el propio Creador la semilla del deseo amoroso en los pechos de sus criaturas?

El monje Simón dijo: —Sólo puede haber amor si deja de haber enfermedad y muerte. Yo sueño con un mundo en el que cada niño que nazca sea tanto feliz como inmortal. Nadie volverá a temerle al dolor o a la extinción, pues llegar a este mundo significará habitarlo para siempre y así, la tierra será el cielo y el cielo estará en la tierra.

—Pero esto, intervino el estudiante Ludovico, supondría un mundo sin Dios, ya que en el mundo imaginado por ustedes, un mundo sin poder y sin dinero, sin prohibiciones, sin dolor y sin muerte, cada hombre sería Dios y Dios sería imposible, una mentira, porque los atributos de Dios serían los de cada hombre, cada mujer y cada niño: la gracia, la inmortalidad, el bien supremo… ¿El cielo en la tierra, monje? Tierra sin Dios, entonces, pues el secreto y orgulloso lugar de Dios es el cielo sin tierra.

Entonces todos miraron al joven Felipe y esperaron en silencio. Pero el hijo del Señor dijo que él sólo hablaría después de imaginar, a su manera, lo que los demás acababan de imaginar por él.

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