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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (79 page)

BOOK: Terra Nostra
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Mas he aquí, Señor, que al llorar, mis lágrimas corrieron por mis mejillas y de mi inclinada cabeza cayeron sobre los montones de huesos blancos que yacían a los pies de los monarcas de este infierno helado. Y al caer mis lágrimas sobre los huesos, éstos se incendiaron: levantóse al acto una alta llamarada entre los señores del hielo y yo, e incendiáronse los nevados ropajes de esta pareja, que gimió y gritó y retrocedió como ante plaga viviente o bestia asesina, mientras el incendio se encrespaba y en rojas ramadas se extendía por este blanco claustro, haciéndole arder como los corposantos de las naves fatídicas que cursan los mares sin equipaje o gobierno.

Obedecí a mi más cierto impulso: recogí esos huesos ardientes y los apreté contra mi pecho; quemáronse las ropas con que los sangrientos brujos me vistieron en la pirámide y a cenizas, en un instante, fueron reducidos penachos y mantos, lienzos y cotaras, talegas y joyeles; mas mirad conmigo, oh Señor, cómo el fuego se detiene al acercarse a mis ropas de marinero, las mías, con las que zarpó de vuestras costas en busca de estas aventuras, embarcado, sí, por la fe del viejo Pedro en la existencia de un mundo allende el océano, pero también por mi triple fe en el riesgo, la supervivencia y la pasión de hombre que ahora, y no como antes, la resignación, unía los azares del peligro y la perduración sobre la tierra: mirad: como de sagrada cobertura aléjanse las llamas al tocar mi gastado jubón y mis rasgadas calzas.

Corrí lejos del aposento del hielo en llamas, mas toda esta caverna era una conflagración de rojas lenguas y amarillas lanzas, y el propio río de los infiernos corriente de luego era, y sobre ella corrí, pues a mí el fuego no me tocaba mientras a mi pecho apretaba los huesos robados a los señores de la muerte, y el fuego era sólida tierra, aun donde corría como agua, y los huesos se retorcían en mi abrazo, y revestíanse de sangre, y se reunían en nuevas constelaciones de forma, y al fin los huesos hablaron, y yo los miré incrédulo: mis brazos cargaban huesos que dejaban de serlo, se cubrían de carne, alcanzaban tamaño y forma humanas: se desprendieron de mi abrazo, se incorporaron, corrieron delante, detrás y al lado mío, me guiaron con sus brazos, me guiaron con sus voces, me dieron gracias, me llamaron dador de vida, gracias, me dijeron, gracias, no mires hacia atrás, busca en el cielo la serpiente de las nubes, mira hacia arriba, mira hacia la boca del volcán, no mires hacia atrás, el fuego ha descubierto la mirada de la muerte, sálvate, sálvanos…

Sentí que poderosos brazos me tomaron y acariciantes manos me tocaron, y que mi velocidad no era mía, sino de la fugitiva turba de huesos transformados en hombres que me portaban en vilo lejos de aquí, hacia la cumbre del cielo que cada vez miré más cerca de mí, buscando la constelación que regía el firmamento: la vía láctea de los marinos perdidos, que aquí llamaban serpiente de las nubes: la amada constelación de la salud, la brújula fiel del peregrino, la carta escrita en la noche… Y el vértigo de mi mirada evadió así los ojos feroces del tigrillo aullante, las huecas cuencas de las mujeres muertas en el parto, las banderas de la oscuridad y las conchas de la falsa luz de estas regiones: cerca de mis oídos pasaron silbando sus lamentos y maldiciones; mi mirada pertenecía al exhausto cielo nocturno, a punto de perecer, a punto de ceder su brillante reino a la solitaria estrella de la mañana: Venus.

La contemplé al sentarme, rendido, sobre la alta nieve del volcán por cuyo cráter escapamos. Allí reposé, con la cabeza escondida entre las rodillas y los brazos abrazados a las piernas, sin atreverme a mirar a los compañeros de mi sueño, pues seguramente yo nunca había entrado a los helados dominios de la muerte, sino que perdido en los senderos de la alta montaña y vencido por la fatiga, hasta esta cúspide había llegado y aquí había pasado la noche, soñando. Miré a Venus y cerré los ojos. Mil brillantes alfileres se reprodujeron detrás de mis ojos vendados. Los abrí.

Señor: me rodeaba un grupo de veinte jóvenes, diez hombres y diez mujeres, desnudos totalmente y ajenos al frío de la cumbre y del destemplado amanecer: dueños de sus cuerpos, y de la tibieza de sus cuerpos. Me miraban mientras se acariciaban y besaban, y adoraban su propia desnudez y cada mujer en cada hombre tocaba su placer y cada hombre en cada mujer miraba su perfección. Jóvenes y crecidos, fuertes y hermosos, estos muchachos y estas muchachas yacían en parejas alrededor de mí y a mí me sonreían: eran como recién nacidos, y respiraban con la seguridad de que nada podría dañarles. Sus sonrisas eran mi recompensa: lo entendí. La presencia de sus bellos cuerpos, color de canela, lisos, plenos, esbeltos, ceñidos, bastaba para expresar la gratitud que les iluminaba.

Cuchichearon, sonrientes, entre sí: se levantaron rumores y risillas de pájaro; un muchacho habló:

—Joven señor: has sido esperado. Con temor por algunos. Con esperanza por muchos más, pero por nadie con tanta como por nosotros. Estaba dicho: tú habrías de venir a rescatar nuestros huesos

Va devolvernos la vida. Gracias te darnos.

Largo rato les observé en silencio, sin atreverme a hablar, y menos a proponer una pregunta a la cual, lo sabía, ya no tenía derecho hasta la siguiente mañana.

Al cabo les dije.

—No sé si aquí culmina mi viaje, o si debo proseguirlo.

—Ahora viajarás con nosotros, dijo una muchacha.

—Nosotros te guiaremos hasta donde debes llegar, dijo otro joven.

—De ahora en adelante, seremos tus guías, dijo un tercero.

Y con esto todos se pusieron de pie, me ofrecieron sus brazos, yo me incorporé y les seguí cuesta abajo, mareado aún por mis experiencias de esta noche, ebrio de sensaciones encontradas. Y súbitamente, Señor, me detuve, inmovilizado por una maravilla superior a cuantas hasta aquí había conocido, azorado primero y luego divertido al darme cuenta de la lentitud de mi reacción ante esta, la maravilla suprema. Empecé a reír, a reírme de mí mismo, en verdad, al darme cuenta de lo que acababa de darme cuenta: Señor: con acento más dulce que el nuestro, sin perder sus tonos de pajarillo cantarín, estos muchachos y estas muchachas, nacidos de los huesos arrebatados a la pareja de la muerte, color de la canela como todos los pobladores de esta tierra, me hablaban, desde sus primeras palabras —y yo sólo ahora caía en la cuenta de ello— en nuestra propia lengua, la lengua, Señor, de la tierra castellana.

Día de la laguna

Largo fue nuestro caminar, tan largo como el amanecer de este mi cuarto día, guiado ahora, no por el hilo de la araña de la Señora que me abandonó, sino por mis nuevos acompañantes, los veinte jóvenes desnudos, color de canela, y que hablaban nuestra lengua. No me atreví, Señor, a preguntarles la razón de este nuevo misterio: acortábanse las horas de mi calendario en el nuevo mundo, y prefería pensar por mí mismo los acertijos de mi peregrinación, y acaso resolverlos en mi espíritu, o esperar que los hechos me revelasen su sentido, antes de malgastar las escasas preguntas —desde ahora, sólo cuatro más — a las cuales tenía derecho.

Mas mis acompañantes no hablaron, y a las primeras luces el silencioso ascenso sólo fue interrumpido por el rumor de nuestros pies sobre la tierra pedregosa y custodiada, legua tras legua, por formaciones de extrañas plantas, dispuestas como falanges de un ejército vegetal, el único capaz de sobrevivir en esta alta y árida meseta de nuestra ruta: acorazadas plantas, de hojas como anchos espadones, que nacían a flor de tierra y se desplegaban como un doloroso puñado de dagas en busca de la luz del sol: intensamente verdes, pero terminadas en filosas puntas por donde asomaba el rostro de su muerte: las puntas de esos verdes puñales de la meseta se secaban amarillentas, quebradas, fibrosas, como anunciando la fatal extinción de la planta.

Cuando el sol comenzó a cobrar intensidad, mis compañeros arrancaron de la tierra pedruscos tan filosos como las puntas de las lanzas de este desierto, y sangraron la raíz de las plantas: fluyó de ellas un espeso líquido que cada uno fue recibiendo en sus manos, y me pidieron hacer lo mismo: bebimos. Luego arrancaron de las pencas de unos altos y espinosos arbustos unas frutas verdes y cubiertas de finos dardos, y las pelaron, y las comieron y yo les imité. Así calmamos esa mañana nuestra sed y nuestra hambre; y al satisfacernos, fue como si nuestros sentidos atreguados por la intensidad de la noche en el volcán despertasen y nuestras miradas viesen de nuevo: me limpié los labios y el mentón por donde me escurrían los jugos de esa sabrosa fruta que mis compañeros llamaron «tuna» y miré, desde el alto sitio donde nos hallábamos, la maravilla que esta mañana me reservaba.

Era un valle, Señor, hundido en el foso de un vasto círculo de montañas desnudas, túmulos de piedra y mansos volcanes extintos. Y en el centro de ese valle brillaba una laguna de plata. Y en el centro de la laguna brillaba, más que ella, una ciudad encalada, de altas torres y dorados humos, atravesada por grandes canales, ciudad de islotes con edificios de piedra y madera hundidos al pie de las aguas.

Me detuve admirado, preguntándome si aquello que veía era entre sueños; y al disiparse los humos de la mañana, detrás de sus velos aparecieron dos volcanes, que semejaban los guardianes de esta ciudad, y ambos coronados de nieves. Uno parecía un hombre gigantesco, dormido con la blanca cabeza inclinada sobre las negras rodillas de piedra, y el otro tenía la figura de una mujer dormida, recostada, cubierta por una blanca mortaja, y en ella mis alucinados ojos vieron, convertida en piedra de hielo, a mi perdida amante, la princesa de las mariposas.

Iniciamos el descenso al valle y a su ciudad, y yo me dije que cuanto veía era miraje, el consabido espejismo de los desiertos, y los oídos me zumbaban como para advertirme de la irrealidad de esta nueva aventura, tan irreal, seguramente, como mi pasada noche en el infierno blanco de las entrañas del volcán: no necesitaba preguntarlo, lo sabía, era un sueño. ¿Éranlo también mis desnudos acompañantes, los dueños de mi lengua, que en mi pesadilla infernal fueron arrancados a los pies de la pareja de la muerte y devueltos a la vida gracias al contacto con mi ardiente pecho?

Sólo para mí, estas preguntas; que los hechos disipen todas las interrogantes; que las contadas horas me contesten sin necesidad de escuchar mis preguntas.

Tal fue mi silenciosa plegaria de esta aurora, pronto quebrada por la sucesión de portentos que aparecieron ante nuestras miradas, crecientes, veloces, uno detrás del otro, como si anunciasen nuestro descenso del alto desierto a este valle encerrado entre las fortalezas de las montañas altas, rapaces, pétreas, desnudas o nevadas que eran como el coro mudo de la ciudad extendida a nuestros pies: un tapete de brillantes joyas.

Pues primero se levantó a mitad del cielo una como espina de fuego, una como llama de fuego, una segunda aurora, que se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo; ancha de asiento, angosta de vértice, una pirámide de pura luz: bien al medio del cielo, bien al centro del cielo llegaba, bien al cielo alcanzaba, con unas centellas que centelleaban en tanta espesura que parecía polvoreaban estrellas: una columna clavada en el cielo, teniendo su principio desde el suelo de la tierra, adelgazándose hasta tocar el cielo en figura piramidal, y su resplandor era tal que vencía la fuerza del sol.

Me detuve espantado. Señor, mas mis jóvenes acompañantes me empujaron suavemente, tomándome de los brazos; y en sus ojos no había asombro alguno, como si esto lo supiesen ya, o ya lo hubieran vivido antes. Y entonces, sin viento alguno, se alteró la laguna que era asiento de esta magnífica y brillante ciudad, y sus aguas hirvieron y espumaron de tal manera que se levantaron y alcanzaron gran altura, y las olas se rompieron en pedazos y se resolvieron; grande lúe su impulso y se levantó muy alto; y mis ojos azorados vieron cómo se estrellaron esas olas gigantescas contra los fundamentos de las casas en las orillas del lago, y muchas de ellas se cayeron y hundieron; y el agua las cubrió y del todo se anegaron.

Entonces mis propios acompañantes se detuvieron, esperando el término de esta terrible agitación, y yo hubiese querido saber qué pasaba, qué hacían los moradores de la ciudad que yo desconocía de cerca pero que, de lejos, veía abatida por estos funestos signos: ¿lloraban, gritaban, sentían temor o cólera? ¿Qué nos esperaba, en fin? Pues a ella nos encaminábamos, en medio de portentos que seguramente, por el solo hecho de concurrir con nuestra llegada, a nosotros nos serían atribuidos.

Algo en mi piel se inmovilizó, y mis compañeros lo supieron; volvieron a empujarme suavemente, mientras mis ojos miraban una nueva calamidad: un gran fuego cayó desde el sol, y se desparramó en brasas sobre la ciudad, y corrió con lluvia de chispas; larga se tendió su cauda; lejos llegó su cola; y de este cometa nacieron tres más, todos corriendo con fuerza y violencia hacia el oriente, desechando de sí centellas, hasta que sus grandes colas desaparecieron por el rumbo donde nace el sol.

Y al mirar de los cielos a mis pies, vi que caminábamos sobre una gran calzada de tierra tendida entre el llano y la ciudad, y las aguas se habían calmado, y tornaban a una opaca verdosidad, mas en algunas partes su turbulencia era lodosa y los juncos de la ribera temblaban aún.

De las primeras casas que vi del otro lado, muchas yacían derrumbadas por la gran ola, mas otras ardían, y caían rayos sin la previa advertencia del trueno, incendiaban los techos de paja y al cabo entramos a la ciudad mis compañeros y yo, mas nadie hizo caso de nosotros, pues los habitantes de las riberas corrían alborotados, había un gran azoro; las gentes se daban palmadas en los labios; corrían con cántaros a apagar los incendios, y el agua era como fuego añadido al fuego: sólo se enardecía flameando más. Mas luego comenzó a caer una tibia y fina llovizna que apaciguó los fuegos y levantó una caliente niebla, mezclada con el humo de los incendios y el polvo de los derrumbes, y mi mirada espantada no sabía fijarse en detalles; todo lo quería absorber, todo lo quería entender, pero la turba de sensaciones me cegaba, dejábame guiar por las manos de mis compañeros, y sólo supe que al internarnos en la vasta ciudad de la laguna nos perdíamos en los laberintos de un mercado tan vasto como la ciudad misma, pues por donde mis pies pasaban y por donde mis ojos miraban, en confusión y desorden, sólo asientos de mercaderías nos rodeaban, y gran parlería y desconciertos escuché, entre quienes allí vendían oro y plata y piedras ricas y plumas y mantas y cosas labradas, y al cielo interrogaban quienes en esta inmensa feria mostraban cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y de venados, y de otras alimañas, tejones y gatos monteses, y al suelo miraban, sin importarles los portentos. los esclavos y esclavas allí llevados a vender, atados a unas largas varas con collares a los pescuezos, y a palmetazos apagaban los mercaderes las brasas caídas sobre los canutos con olores de liquidámbar, como los que la vieja me ofreció en la blanca choza al pie del arco iris, y sobre la grana que allí se vendía; y bajo los portales eran rápidamente cubiertas las lozas de todo género, desde tinajas grandes y ¡anillos chicos, y todos pintados con gran primor y brillantes colores, de figurillas de patos y venados y flores; y las barricas llenas de miel y melcochas y otras golosinas; y las maderas, tablas, cunas y vigas y tajos y bancos y barcas; y los herbolarios y vendedores de la sal arrojaban mantas de cáñamo sobre sus mercaderías, y a sus pechos abrazaban las suyas los traficantes de granos de oro, metidos en canutillos delgados de los ansarones de la tierra, y así blancos porque se pareciesen al oro por de fuera, que las pepitas se desparramaban al ser apretadas descuidadamente las pieles de ansarón que las guardaban, y tan espantados andaban los dueños de unos granos de color marrón, seguramente tan preciosos como el oro, pues a nadie vi proteger con tal codicia lo suyo: unos saquillos rebosantes de la tal materia, que cuentas de un precioso rosario parecían; y caminando de prisa por esta feria disuelta por la lluvia, el oleaje, el rayo y el fuego imprevistos, distinguimos a lo lejos, y sólo ella inmovilizó nuestro apresurado andar, a una mujer surgida de la niebla, y de niebla vestida. pues los andrajosos ropajes que la cubrían eran de un sucio blancor, y sus pasos perdidos e inciertos eran, y su llanto hondo y lúgubre, y su rostro invisible detrás de la blanca cabellera que lo cubría, y sus palabras un solo y largo lamento:

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