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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (76 page)

Los dos papas que apresaron mis brazos me habían soltado para unirse al largo lavatorio; largo y difícil, pues los guerreros, con humildes trabajos, no lograban arrancar la pez derretida de los pies de los brujos. Decidí probar mi suerte. Me levanté y me adelanté hacia la señora que presidía estas fiestas. Los brujos levantaban las caras y entonaban roncas plegarias; los guerreros, hincados, mantenían las cabezas bajas. Me acerqué con cautela a la mujer. Ella, por fin, me miró. Me convocó con su mirada. Cuanto en ella había sido deleite, ahora era terror. Algo había en su nueva presencia que me impedía, no sólo tocarla, sino siquiera mantenerme de pie ante ella. Como los guerreros ante los brujos, caí de rodillas, con la cabeza baja, sin atreverme a tocar ese cuerpo que con tanto placer hice mío en la selva. Tenía, sin embargo, que inquirirla con mis ojos: miré, por primera vez de cerca en este día, el rostro de mi amada. De lejos, y a primera vista, era el de siempre, el que yo conocí. Mas de cerca, Señor, noté los minúsculos cambios en esa cara inolvidable, las imperceptibles huellas dejadas en esa piel por el paso del tiempo: las leves arrugas en torno a los ojos, la súbita pesantez de los párpados, la visible dureza de los labios, el ligerísimo vencimiento de las carnes en el cuello y debajo de los pómulos siempre duros y altos. El paso del tiempo: ¿de cuál tiempo, Señor? Hacía tres noches apenas que yo había amado a una doncella más joven que yo; miraba ahora a una mujer un poco más vieja que yo, una hembra madura, siempre bella, siempre deseable, pero de cuyas facciones ha huido la primavera y se insinúa, en cambio, el otoño. Pensé: es otra. Sólo podía comprobar si era ella o era otra echando mano de mi única arma legítima: mi pregunta de ese día.

Impulsado por la inquietud del descubrimiento y la duda, sin reflexionar, dije:

—Señora, ¿no me conoces?

Ella me miró con esa helada distancia de sus ojos:

—¿Esa es la pregunta que hoy me haces?

Negué, dándome cuenta de mi error, con la cabeza, y sin atreverme a tocar sus manos, cual era mi deseo: la pregunta con la que contestó a la mía era la prueba de que ésta era mi amada, la princesa de las mariposas, conocedora de nuestro pacto:

—No, señora, no la es…

—Tienes derecho a preguntar…

—Son tantos los misterios que me rodean…

—Sólo puedes hacer una pregunta cada día…

—Lo sé; he cumplido nuestro pacto durante el tiempo que he vivido alejado de ti…

La mujer miró con tristeza hacia el llano donde la actividad se reanudaba, la gente comía, las mujeres vaciaban los licores de la tierra en las cazuelas de barro y preparaban el pan de la tierra en las retortas de piedra, y los viejos regían las danzas con bastones rollizos en las manos, adornados con flores de papel llenas de incienso. Humo de las flores, humo de los braseros: de lejos los observé junto a mi señora, y rechacé todas las tentaciones de conocer el misterio inmediato; debía respetar la lógica de mis preguntas, escalonarlas como las gradas de la pirámide y de la tierra misma; mi más profunda razón me decía que no debía saltarme una sola cuenta de este rosario de causas y efectos, o el contal se desgranaría, se iría rodando gradas abajo como las cabezas de putas y cautivos, y yo mismo sería prisionero de los enigmas de hoy, sin haber resuelto los de ayer, y nada entendería en adelante.

—Señora, dije al cabo, ¿por qué se sacrificaron por mí los habitantes del pueblo de la selva?

La mujer me miró con algo de desdén y demasiada compasión.

—¿Eso quieres saber hoy?

—Sí.

Miró lejanamente a los humos mezclados del llano, braseros e inciensos, humos del hambre humana y del hambre divina de esta tierra.

—Porque tú eres razón de vida y nosotros razón de muerte. Porque creyeron que sacrificándose a ti no serían sacrificados por nosotros. Prefirieron morir por ti a que nosotros los matáramos.

Turbáronme estas palabras y mis ojos se nublaron de sangre, rabia y tristeza; recordé una vez más al manso pueblo de la selva y maldije por un instante el orden de este nuevo mundo, que hacíame causa de la muerte de los inocentes. Mas el temor se impuso de inmediato a mi triste e impotente cólera. Señor: temí que ahora esas razones dichas por los labios pintados de mi fugitiva amante se invirtiesen, y que en esta ceremonia de hoy yo muriese sacrificado por ellos. Esto exigía el equilibrio de las cosas en la tierra de la luna muerta.

Terminó la ceremonia del lavatorio y todos, papas y guerreros, me vieron hincado a los pies de la señora. Un nuevo rumor ascendía por las gradas, un intenso aroma lo acompañaba, y presto aparecieron en la cima unos danzantes aderezados con cabelleras largas y con plumajes de plumas ricas en la corona, y que eran guiados por otro danzante aderezado como murciélago, con sus alas y con todo lo demás para parecerlo; y estos danzantes silbaban metiéndose el dedo en la boca, y cada uno traía dos talegas al hombro; y una de estas talegas era de incienso que ellos comenzaron a regar sobre las brasas por las cuatro partes de la plataforma, como si fueran las cuatro partes del mundo, y las otras talegas ofrecieron a los sacerdotes que con ellas se acercaron a mí, me ordenaron ponerme de pie.

Yo miré con terror al tajón y los cuchillos y adiviné mi suerte en la de una ramera sacrificada al agotar el placer del guerrero o en la de un cautivo asesinado para servir de ejemplo a los pueblos insumisos.

De las talegas comenzaron a sacar los papas negros objetos y ropajes y pinturas, y a entintarme el cuerpo y la cara, y a emplumarme la cabeza con plumas blancas, y a colgar guirnaldas de flores alrededor de mi cuello, y largos sartales de flores al hombro, y zarcillos de oro en las orejas, y sartales de piedras preciosas sobre el pecho. Y cubríéronme con una manta rica, hecha a manera de red, y mis partes bajas con una pieza de lienzo muy labrada, y me calzaron con cotaras muy pintadas y mis tobillos uncieron con cascabeles de oro, y mis muñecas con sartales de piedras preciosas que me cubrían hasta el codo, y encima de los codos, ajorcas de oro, y otra vez sobre el pecho un joyel de piedra blanca y sobre las espaldas un ornamento como bolsa, de lienzo blanco, con borlas y flecadura.

Y cuando así aparecí transformado, y con un helado sudor me pregunté si de esta manera me preparaban para el máximo sacrificio de esta jornada, los papas de mí se apartaron, como maravillados, y uno de ellos exclamó:

Éste es, en verdad, el señor de la noche, el caprichoso y cruel espejo humeante, que perdió un pie el día de la creación, cuando él arrancó a nuestra madre la tierra de las aguas y la tierra madre nuestra señora le arrancó el pie con sus articulaciones; éste es el otro, la sombra, el que siempre mira sobre nuestros hombros y nos acompaña a todas partes, el que arrancó a la tierra de las aguas de la creación, y agotado y mutilado, no tuvo ya tiempo de darle la luz a la tierra y en la luz ve al enemigo que se burla de su esfuerzo y sacrificio: de las aguas y en las sombras nació la tierra, y sólo porque primero hubo tierra y hubo sombra, luego pudieron existir la luz y los hombres y así el espejo humeante reclama la muerte de los hombres para recordarles que de la tierra y la sombra emergieron, y así castigar su orgullo. Este es, en verdad, el señor de la noche que con un solo pie marca la harina del templo en este su día.

Al escuchar estas razones, busqué con la mirada febril la dura y fría de mi señora, pues por ella sabía que otra era mi identidad, y al trabajo, la paz y la vida creíala destinada; mas las palabras de este papa a identidad opuesta me condenaban y repentinamente comprendí que las horribles muertes que aquí presencié eran en mi honor, como lo había sido el sacrificio de los pobladores de la selva, y que esta vez yo no moriría, puesto que otros morían por mí y en mi nombre: el espejo humeante. Aquí, de tiniebla y crimen, y en la selva, de luz y paz, era mi nombre.

Cuán ignorante, Señor, era y soy de las llaves que abren las puertas del entendimiento en ese mundo tan ajeno al nuestro, pues si entre nosotros la cifra de la unidad prevalece y cuanto es, a ser uno aspira, aquí cuanto único parecía, pronto mostraba la duplicidad de su natura: todo, aquí, era dos, dos el pueblo de la selva que primero mató a Pedro y luego se mató por mí, dos el viejo memorioso: anciano en mi espejo y joven en su recuerdo, dos la señora de las mariposas, amante en la selva y tirana en la pirámide, de\ oradora de inmundicias y purificadora del mundo, dos era el sol: beneficio y terror; dos era la oscuridad: verdugo de] sol, promesa del alba; dos era la vida: la vida y su muerte; y dos la muerte: la muerte y su vida.

Y dos era yo: este que os habla y un oscuro doble encontrado una noche en el bosque. Yo era mi sombra. Mi sombra era mi enemiga. Yo debería cumplir tanto mi destino como el de mi oscuro doble. Poco imaginaba, aun entonces, la espantosa carga que este mi doble destino echaba sobre mis débiles hombros. Apenas vislumbré su horror en las palabras de mi amante, la cruel señora de este día, cuando terminó de hablar el brujo y dijo que todos los años, en este día, escogemos a un joven. Durante un año, le criamos y le cuidamos, y todos los que le ven le tienen gran reverencia y le hacen gran acatamiento. Durante un año entero, anda por esta tierra tañendo su flauta, con sus flores y su caña de humo, libre de noche y de día para andar por toda la tierra, y siempre acompañado de ocho servidores que calman su sed y su hambre. Este joven será casado con una doncella que le colmará de placeres durante el año, pues será la más bella y joven y criada con más regalo de esta tierra.

Y dentro de un año, habiendo vivido como un príncipe en la tierra, el joven volverá en este día a este mismo templo, y echado sobre la piedra, y tomado por las manos y los pies, y el cuchillo de piedra entrará por sus pechos con un gran golpe, y por la cortadura le arrancaremos el corazón y lo ofreceremos al sol. Tal es, entre todos, el destino más honroso y más regalado que ofrece nuestra tierra, pues el joven escogido gozará más que nadie, primero de la vida y luego de la muerte. Y el pueblo sabrá que los que tienen riqueza y deleite en la vida, al cabo de ella han de venir en pobreza y dolor.

La señora calló un instante, mirándome con los ojos brillantes y la mueca sonriente de sus labios tatuados. Y al cabo dijo:

—Te hemos escogido, extranjero, como imagen del espejo humeante. Tuyo será el destino que has escuchado.

Cerré los ojos, Señor, en un vano intento de conjurar estas palabras, y en la verde estrella de mi mente brillaba la gratitud por el aplazamiento más que la seguridad de la muerte anunciada. Hoy no moriría. Pero dentro de un año regresaría a morir en este mismo lugar. Entre la razón de la supervivencia y la razón de la fatalidad, que juntas sumaban el destino que me anunciaba la cruel señora mi amante, insinuóse la razón única de mi otro destino, anunciado una noche en la selva por la misma mujer.

—Señora, contesté, te recuerdo que otro destino me prometiste una noche: salvar cinco días a mi muerte.

—Los has salvado.

—Me prometiste que volveríamos a encontrarnos al pie del volcán.

—Nos hemos encontrado.

—Me prometiste que al encontrarte de nuevo, multiplicarías mi placer de aquella noche.

—He cumplido mi promesa. Te ofrezco un placer superior a todos: la seguridad de un año feliz y de una muerte exacta. Pues infeliz es la vida de los hombres que entre tantos años de desventura, logran salvar, aquí y allá, sólo breves horas de felicidad; y espantoso es vivir sin saber ni cuándo ni cómo vendrá la muerte, que segura es, mas no anuncia su llegada, y así hunde a los hombres en la zozobra y el temor.

—Me prometiste que durante el último día salvado a mi destino, ya no tendría que preguntar, porque sabría.

—Éste es el último día, y ya sabes: te aguardan un año de felicidad y una muerte puntual.

—Señora, es que yo sólo he vivido dos días desde que os vi por última vez…

La mujer, Señor, me miró con espantable intensidad, y por primera vez en este día, se incorporó, temblando, arañando con sus largas uñas la piel de tigre que cubría su trono, por primera vez incrédula, por primera vez vencida, Señor, impotente, por primera vez dudando de sí misma y de sus poderes. Y en su rostro se acentuaron, en ese mismo momento, las huellas del tiempo, como si los años se le hubiesen venido encima, desde el aire, como las auras pestilentes de esta tierra que, como mi señora, se alimentaban de las podredumbres del mundo.

Temí que cayese, tal era su inseguridad y la fuerza del temblor de su cuerpo. Incorporada a medias, agarrada a la piedra del trono, con la voz perdida, apagada, al fin pudo decir, con palabras espumosas:

—Dos días solamente…

—Sí, respondíle, dos días y dos noches he vivido alejado de ti…

—Dos días y dos noches…

—Sí…

—¿Sólo eso recuerdas?

—Sí…

Aulló con fuego en la garganta: —¿Nada más recuerdas, pobrecito infeliz de ti, nada más?

—Nada, señora, nada…

—¿De entre todos los obstáculos que puse en tu camino, de entre todas las pruebas a que te sometí, sólo cuatro, dos de la noche y dos de la mañana, te obligaron a preguntar y a salvar tus días: sólo dos jornadas merecieron tu vida?

—Sí, sí, sí…

Si antes me miró con desdén y compasión, ahora sólo la piedad iluminaba sus ojos atreguados:

—Pobrecito de ti; pobrecito de ti… Más te hubiera valido gastar tus cinco días y llegar hoy, aquí, a mí, y aquí, conmigo, culminar tu destino en nuestra tierra…

—El destino que me has ofrecido es la muerte.

—Sí, después de un año de felicidad. ¿Prefieres la muerte dentro de dos días, y sin felicidad alguna?

Por toda respuesta, le dije:

—Sí. Me quedan esta noche y dos días enteros.

—¿Qué harás con ellos, pobrecito desgraciado?

—Escojo terminar este día, y recibir de la noche la respuesta a mi siguiente pregunta.

—¿A dónde irás?, dijo la señora nuevamente impasible.

Miré a mi alrededor. Si descendía las gradas del templo del lado de la gran explanada del valle, sólo me uniría al destino prometido por la mujer; me mezclaría en seguida con este pueblo de la meseta, que me adoraría, me honraría, me daría de beber y de comer y me entregaría a su más hermosa doncella, tal como lo anunció la señora, y pasado un año me mataría en la pirámide. Así, por eso rumbo perdería los desafíos y las respuestas de mi otro destino. En cambio, si descendía las gradas por el costado que miraba al volcán, si al volcán mismo ascendía, si en su cenicienta boca me internaba, los peligros que allí me aguardasen me ofrecerían la seguridad del azar.

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