—Pero mira, Guzmán, con qué rapidez gira el escenario del cuadro, se mantiene el telón de fondo pero cambian de ropajes las figuras, se desplazan los elementos del decorado, el invisible, cruel y caprichoso retablista ordena de manera nueva su relato y ahora nos hace ver esta nueva representación.
El cuadro: Ni divinidad ni milagro: soy un agitador político palestino; convenzo a mis acompañantes y familiares de que la apariencia de un martirio es indispensable para nuestra causa; echarnos suertes para decidir quién ha de delatarme a las autoridades y quién ha de suplantarme si, corno lo espero, soy condenado a morir. Las suertes favorecen a Judas y a Simón de Cirene. Nuestro grupo es reducido por razones de seguridad, movilidad y pureza de convicciones; pero también porque lo integramos hombres muy similares físicamente. De esta manera, podemos disfrazarnos unos de otros, aparecer simultáneamente en diversos lugares con el nombre genérico de Mesías y asombrar al populacho ignorante con falsos milagros ejecutados organizadamente no por uno, sino por varios compañeros, pero siempre atribuibles a mí, que soy el símbolo de la rebelión y su autor intelectual. Sólo en esto me distingo de mis compañeros; mi madre me obligó a quemar tardías velas sobre los escritos sagrados; yo articulé la espontánea rebeldía de mis iletrados compañeros y le di cauce, organización e ideas. Lamento que Judas y el Cirenaico hayan sido los elegidos por el azar. Hubiese preferido perder a Pedro, el más inseguro y débil entre todos, o a Juan de Patmos, demasiado fantasioso para ser políticamente efectivo. Pero los sentimientos no deben intervenir en estas decisiones que superan nuestros gustos y disgustos personales. Así, todos seguimos por el camino de la cruz a un sosias dispuesto a dar la vida por mí y por mi causa; allá vamos todos fingiendo llanto y desesperación; fingiendo hasta cierto punto, es verdad, pues Simón el de Cirene es un hombre bueno y un luchador leal, aunque dispensable; llanto y desesperación a fin de engañar a las autoridades, cimentar la leyenda subversiva y luego retirarnos todos los actores del drama a la oscuridad de la cual emergimos por poco tiempo a fin de representar el auto de la insurrección individual de los esclavos contra la ética colectiva de Roma y contra la pesada tradición de Israel. Esa tarde en que el clima tan oportunamente colaboró con nosotros, esa tarde iniciada en el calor, el sol y el polvo y terminada en la tormenta, la noche prematura y la inmóvil violencia de las piedras, era necesaria para que la rebelión volase con las alas de la leyenda sacrificial. Sólo del sacrificio nacen mundos nuevos. Pero siempre han sido hombres los sacrificados. A mí se me ocurrió: sacrifiqúese a un Dios. Del sacrificio humano nacieron los antiguos dioses y su historia divina. Del sacrificio divino nacería la historia humana. Fue una inversión muy efectiva; valió la pena. Mi destino y el de mis seguidores no importan. Nadie volvió a saber de nosotros. Pero nadie dejó de saber lo ocurrido esa tarde en el Golgota. Nuestra creación se llama la historia.
—No dudes más, Guzmán: el alma de Cristo abandonó el cuerpo sufriente de Jesús, quien al morir era sólo, de nuevo, el hijo de María y padre ignorado. Escribe, Guzmán, escribe el texto capitular de mi testamento, dictado hoy, el día del entierro final de todos mis antepasados a los cuales algún día habré de unirme, escribe: En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo que son un ser solo y único, tres nombres adheridos a una sola sustancia, como una sola sustancia son el cuerpo, la inteligencia y el alma de cada hombre, y si de esta existencia unitaria aunque misteriosa en cada uno de nosotros no dudamos, ¿por qué hemos de dudar de la sustantiva unión del dogma: inteligencia el Padre, cuerpo el Hijo y alma el Espíritu Santo, como el Sol, sustancia única que se manifiesta en la luz, el calor, y el orbe en sí: luz el Espíritu, calor el Hijo, orbe el Padre? Así fue emitido el Hijo un día, como un rayo de luz; y de esto duda también y cree en lo que nos dice ese cuadro que, te lo dije, nos hablaría mientras le hablamos, mira su espacio súbitamente vacío, o invadido de una luz tan blanca que todo lo borra, todo lo ciega, todo lo convierte en negra ausencia…
El cuadro: Por ser Dios soy único; y Yo, ese único Dios, fui quien descendí sobre María la virgen y la preñé y de ella nací Yo, el Dios único que antes nunca había nacido; yo, Padre de mí mismo; yo, Hijo de mí mismo: Dios único, indivisible, Yo mismo sufrí y Yo mismo morí, los hombres crucificaron al Dios único, al Padre que soy Yo.
—Y así aceptarás, Guzmán, que por la aritmética más simple sangra esta nuestra cristiandad que con el arma del demonio pretende explicar lo inexplicable, en vez de vencer para siempre al demonio negándole la tentación racional, arrebatándole las espadas de lo prohibido, aceptando que todo es magia, que todo es misterio, que todo es libertad intelectiva de unos cuantos, fieles, perseguidos, eternamente heréticos, eternamente inconformes: el triunfo de Dios, Guzmán, es la ínfima comunidad cristiana perseguida siempre, jamás triunfante; el cristianismo existe porque Jesús fue derrotado, no porque Constantino triunfó; yo conozco la tentación de Nerón, la sueño a veces, me pregunto si para fortalecer mi Fe no hay, en verdad, más que dos caminos: ser perseguidor o ser perseguido…
—Usted, Señor, mandó matar a las turbas levantiscas en el alcázar de su padre y encabezó a los ejércitos en las cruzadas contra los herejes valdenses, abelitas, adamitas y cátaros. ¿A quiénes, entonces, persiguió?
—Alivia mi pesado espíritu, Guzmán; quizás esa mínima comunidad de los verdaderos cristianos se refugia en el alma de los locos y los rebeldes, de los niños y los enamorados; de los que viven sin necesidad de mí o de la Fe… y al perseguirles y matarles he fortalecido, quizás, sin saberlo, esa Fe.
—Sois el Defensor; así lo proclaman vuestras batallas, escudos y leyes; así lo dice una Bula.
—Sí, sí, el Defensor, sella mi boca, Guzmán, como sellarás mi testamento al terminarlo y repite conmigo, ya, ahora mismo, de rodillas, la verdad invariable: Creemos en un Dios, Padre sobrenatural, artífice, creador y monarca providencial del Universo, de quien provienen todas las cosas, y en un solo Señor Jesucristo su hijo, Dios procreado por el Padre antes del comienzo del tiempo, Dios del Dios, totalidad desprendida de la totalidad, unidad de la unidad, rey del rey, señor del señor, verbo encarnado, sabiduría viviente, luz verdadera, camino, resurrección, pastor, puerta, esencia, propósito, poder y gloria del Padre: imagen invariable de la deidad, imagen insustituible, imagen única que ningún infiel podrá trocar por la de la piedra hosca y sus horripilantes muecas: tu imagen, Señor, es la dulce faz del óleo italiano que me contempla mientras arrodillado te alabo y te nombro y ninguna otra puede ser: Dios creador, divino Cristo, humanísimo Jesús, pero sólo con ese rostro consagrado por la tradición y nunca con las máscaras de piedra de los ídolos salvajes: los que intenten cambiar tu rostro, Dios mío, verán sus obras quemadas, derrumbadas, destruidas por la cólera y la piedad reunidas de mis ejércitos; nunca más se levantarán nuevas Babilonias para deformar tu dulce efigie, mi Dios. Repite este credo conmigo, pues si la duda transforma el dogma trinitario o macula la concepción de María o separa la divinidad de Cristo de su humanidad o cambia el preciosísimo rostro de Jesús, avasallados por las herejías que aquí he expuesto a fin de exorcizarlas, entonces yo perdería mi poder y lo ganarían los locos, los rebeldes, los niños y los enamorados; y no es que no lo merezcan, no: es que no sabrían usarlo, les sería inútil y, sobre todo, les sería contradictorio: dejarían de ser, al tenerlo, lo que son: niños y locos, enamorados y rebeldes. Mejor esto, mejor yo, mejor un solo dogma, cualquiera, que un millón de dudas y debates, cualesquiera. Entiende ahora el razonado concierto de mi aparente sinrazón, Guzmán: las dudas quedan consignadas a un papel, por mí dictado, por ti escrito. Allí son, porque escritas quedan; pero quedan en posesión mía, como negro envés de la verdad luminosa de la Fe, y no andan sueltas y regadas, llevadas y traídas por el viento de la tentación y el rumor incoherente de la, burla. Incorporemos el mal a nuestro conocimiento, Guzmán, y será apenas contraste y advertencia saludable para la vida de la verdad y el bien. Escribe mis palabras, Guzmán: el mal es sólo lo que desconocemos; sólo lo que nos des— conoce es el mal; y es ese mal desconocido y que nos desconoce, insumiso, irreducible a nuestra posesión mediante la escritura que es nuestro privilegio, el que debemos extirpar sin misericordia.
—Amén, Señor, amén.
—Paz y pronta muerte, Guzmán. Más afortunado que nosotros fue Bocanegra; lo que pedimos, él ya lo obtuvo.
—El Señor es injusto conmigo. Sólo cumplí con mi deber, como lo cumplo ahora, escribiendo las palabras del Señor.
—Y yo, en verdad, nada te reprocho. Ven, Guzmán, acércate; déjame decírtelo al oído…
—Señor…
—Ese perro me atacó en la escalera… una mañana… me ataco… me desconoció… por eso le arranqué las vendas… para defenderme de él… y tú lo curaste, Guzmán… tenías razón; tenía rabia… Tú lo curaste mientras no lo supiste; lo mataste al saberlo… Leal, eficiente Guzmán; gracias, Guzmán, gracias por hacer lo necesario mientras yo hago lo indispensable; gracias; nada te reprocho…
—Señor: os lo ruego: pongamos punto final a vuestras palabras. Hoy es un día memorable; habéis reunido a todos vuestros antepasados en vuestro propio palacio, para ello erigido; habéis, así, levantado a vuestra dinastía por encima de todas las de esta tierra. Reposad, Señor; vuestras palabras las dicta la fatiga del alma…
—Guzmán, Guzmán, qué intolerable dolor… ven, ponme la piedra roja en la palma de la mano… Ves, más me duele el cuerpo; Guzmán, ¿tú nunca dudas?
—Si yo tuviese el poder, Señor, jamás dudaría de nada.
—Pero no lo tienes, pobre Guzmán; anda, bésame el anillo de huesos, bésame la mano, agradéceme que te haya sacado de la ruina e incorporado a mi servicio, en el cual has ascendido, lo reconozco, por tus méritos propios y bien probadas habilidades. Déjame ver el escrito… ¿Dónde aprendiste tan buena caligrafía?
—Pude pasar un año, aunque en estrechas circunstancias, por Salamanca.
—Bonita caligrafía aprendiste.
—Y otras cosas, Señor. Los estudiantes suelen ser bellacos y capigorristas. Agradezca el Señor que mis defectos están al servicio de sus virtudes.
—Ah, sí. Anda, besa mi mano con respeto y gratitud.
—Lo hago, Señor, lo hago con grande humildad…
—¿Sabes algo, Guzmán? Te bastaría mostrarle al obispo este escrito alegando que es una confesión e imaginando que puedo ser llevado ante el Santo Oficio, juzgado y condenado a la hoguera; pierde la esperanza; de nada te serviría, por más bellaco y capigorrista que te sientas; no te creerían, todo está escrito con tu puño y letra, así, así, espolvorea la arena sobre las palabras para que la tinta se seque; y aunque te creyeran y me condenaran, Guzmán, de nada te serviría, pues si tú usurparas mi poder…
—Señor, me juzgáis sin caridad.
—Chiton, Guzmán; pues si tu usurparas el poder en mi nombre, tú o un hombre corno tú, no deseo ofenderte a ti, uno como tú, un hombre nuevo, no sabrías qué hacer con él, te volverías loco, crees que no dudarías y no harías más que dudar, el día entero, te carcomería la duda por lo que hiciste y por lo que dejaste de hacer, entre el deber moral y el deber político, 3a duda eleva su reino, no hay salida posible, no la hay Guzmán, agradécele al cielo que eres un servidor y no un amo…
—Yo no me quejo, Señor…
—Óyeme, sólo se puede tener el poder cuando detrás se tiene una legión de fantasmas asesinos, crueles, incestuosos, locos, mortalmente dañados por el mal francés y aptos a desangrarse con un rasguño. ¿Qué no es canje entre los hombres? Y si unos sirven y otros mandan, Guzmán, es porque unos logran ofrecer algo para lo cual los demás no tienen respuesta: nada pueden dar a cambio. ¿Y quién, en esta tierra, puede darme algo a cambio de mis treinta cadáveres desangrados, corruptos, dementes, incestuosos, criminales, enfermos, hasta en la muerte enfermos, Guzmán, ven conmigo, míralos en sus sepulcros fastuosos, mira sus muecas y lepras y canijas y calaveras y raídos armiños, mira a mis treinta fantasmas con las testas coronadas de sangre y los cuerpos brillantes de chancros y bubas y heridas que jamás, ni en la muerte, cicatrizaron? ¿Quién, Guzmán? Sólo yo, Guzmán, solo yo puedo ofrecerme a mí mismo un regalo superior, sólo yo puedo decir: conmigo morirá esta dinastía, óyelo bien y ahora toma mi anillo y enrolla bien el pergamino y séllalo con la lacra, obedéceme, Guzmán; haz lo que te digo ¡hazlo!, ¿por qué permaneces allí, inmóvil? ¿Tanto te horroriza ver tanta tumefacción? Son cadáveres muy viejos; ni hieden ni espantan.
—Es que falta algo, Señor.
—Te digo que nada falta; en este testamento dejo mi duda, mi vida, mi angustia, y algo más: la sospecha que niega mi singularidad, la sospecha de que cuanto existe, existe porque se relaciona, circula, carcome lo que creíamos único y lo devuelve a un hirviente lodazal común; y la sospecha paralela de que nada es singular porque todo puede ser visto y contado de tantas maneras como hombres hayan sido, sean, o serán. ¿No basta? ¿Puedo arriesgarme más en la empresa de salvar la verdad acumulando las mentiras que la niegan?
—Falta sólo vuestra firma, Señor, pues sin ella, como habéis dicho y dicho bien, estos papeles carecen de valor, pude haberlos escrito yo, enrollado y luego lacrado con el anillo del Señor mientras Vuestra Merced dormitaba.
—Cierto, Guzmán, ¿cómo podría tentarte si no firmo los papeles?
—El Señor debe estar a la altura de los desafíos que propone. Firme, Señor, aquí…
—¿Qué quieres, realmente, Guzmán?
—Una prueba indudable de la confianza del Señor. De otra manera, no podré ocuparme de disipar los peligros que se ciernen sobre su cabeza.
—¿De qué hablas? Todo está en calma; la borrasca ha terminado; las monjas están quietas; los obreros, te digo, han regresado al trabajo; Bocanegra ha muerto; los cadáveres yacen en sus criptas; la procesión ha terminado; ya estamos completos; ya pueden cerrarse para siempre los caminos que conducen a este sitio; ya estamos todos reunidos. Ha sido un día memorable. Nada queda por hacer. Nada queda por decir. Al menos, tal es mi fervoroso deseo.
—Un día de gloria, Señor; muchos días de gloria, pues los muertos han paseado vuestro renombre por toda nuestra tierra, no sólo hoy, sino durante los meses, las semanas que los cortejos tardaron en reunirse y comenzar su viaje entre poblaciones en duelo, a lo largo de ciudades catedralicias, escoltados por clérigos, por capítulos de todas las órdenes, por conventos enteros que se unieron a la procesión. Toda la tierra ha visto vuestros cadáveres en marcha, colocados dentro de las literas aderezadas y tendidas de negro; todo sea por vuestra gloria, Señor. Pero al entrar esta tarde las procesiones a este palacio sin terminar, al escuchar las campanas fúnebres, las salvas, las salmodias de los monjes y los rezos de la multitud, al celebrarse en todos los rincones del palacio las misas, los sermones y oraciones fúnebres que mandasteis, tuve que preguntarme, Señor, por qué la naturaleza parecía levantarse contra vuestros propósitos con afán de vencerlos; vi un signo en esa tempestad que, en un instante, despojó a los catafalcos de todos sus adornos, arrancó las telas y permitió que el viento se llevara el tabernáculo y los moños negros, rasgándolo todo al grado de que hoy esta llanura está cubierta por los despojos de vuestros despojos. Vuestros cadáveres han sido abatidos por la tempestad. Ahora yacen en paz, pero creo que no volverán a ser nunca los mismos; les habéis dado una segunda vida, Señor, una segunda oportunidad.