—Condenados por el cruel Padre nonato a vivir siempre, Guzmán, como a Cristo el Dios su padre le condenó a vivir siempre, ahorrándose así la rebelde divinidad de un nuevo Luzbel, pues Pilatos, desde las ocres profundidades del cuadro de Orvieto, reflejado en el espeja que ahora muestro al cuadro, dice verdad: fue crucificado Cristo el Dios y realmente murió, abandonado para siempre, una vez cumplida su representación, por el Padre fantasma. Y esto es lo que Pila tos no supo: que el creador omnipotente no podía tolerar el regreso al cielo de un posible contrincante, de un nuevo Luzbel que había conocido los detestables misterios y necesidades de la humanidad caída y que podría contaminar la pureza sin tiempo ni ambiciones del cielo eterno; fue el Padre quien condenó al Hijo, Guzmán, no Pilatos, no los escribas ni los fariseos; el Padre abandonó, asesinándole, al Hijo; el Hijo de Dios sólo podía venir a la tierra para morir en la tierra. Así ahorróse el Padre, te digo, a un rebelde en el cielo; pero también se ahorró la necesidad de mostrar su propia faz: Jesús el hombre lo haría para siempre en su nombre y en la historia. Y así tú cree conmigo, Guzmán, que la razón es el intermediario entre Dios y el Demonio, ya que ni los males de éste ni las virtudes de aquél serían tales o nos afectarían sin el auxilio de la razón; nos limitaríamos, Guzmán, a aceptar los males como hechos y las virtudes como misterios; y entonces, ¿me entiendes?, yo volvería a nacer de vientre de loba y sería cazado en estas mismas tierras por mis propios descendientes; yo quiero el cielo y el infierno prometidos, Guzmán, quiero condenarme o salvarme para toda la eternidad, quiero la parcela de total inexistencia que el Padre le negó al Hijo y al Hombre, a Cristo y a Jesús, no quiero regresar con garras, colmillos y hambres a este mundo: no quiero que mi muerte sea el abono material de una nueva vida, de una segunda vida, de otra vida, sino eso: mi muerte absoluta, mi absoluta remisión a la inexistencia, a la incomunicación hermética con toda forma de vida; éste es mi proyecto secreto, Guzmán, óyeme: construyamos el infierno en la tierra para asegurar la necesidad de un cielo que nos compense del horror de nuestras vidas; el horror que damos y el que nos dan… Dudemos entonces de nuestra propia Fe, siempre dentro de ella, para merecer primero el infierno en la tierra, la tortura, la hoguera, contra nosotros por herejes, contra las bárbaras naciones por idólatras; y sólo así, liberando primero las potencias del mal en la tierra, mereceremos, algún día, la beatitud del cielo en el cielo. El cielo, Guzmán: olvidar para siempre que una vez vivimos. ¿Qué hiciste de mi fiel alano Bocanegra?
—Señor: ya os lo he explicado. Tenía rabia.
—Jamás conoció su hora de gloria. Murió sin poder defenderme. Vivió adormilado, embrutecido, a mis pies. Pobrecito mi fiel Bocanegra.
—Era el perro fantasma.
—¿Quieres decir que ésa fue la gloria que tanto esperó? ¿Por eso lo mataste aparejado para la cacería suprema?
—Quizás.
—Tú lo mataste.
—Era mi deber, Señor. Tenía rabia…
—Nadie lo certifica más que tú.
—Era preciso; espantaba a las monjas, a los obreros; ya vio usted el loco mal de madre que les vino a las religiosas; usted mismo sintió su amenaza; las sórores y los trabajadores de la obra se miran a hurtadillas, Señor, se excitan; los contagios pueden pasar de los claustros a los tejares con facilidad…
—¡Ay! Ahora que me falta, siento que ese can era mi único aliado, mi único guardián…
—Amodorrado se la pasaba; había perdido el gusto de la montería.
—¿Murió siquiera en gracia de Dios?
—Era un perro, Señor. ¿Qué sabemos…?
—¿Sin dolor? ¿Qué sabemos? ¿Era uno de mis antepasados? ¿Por eso era tan cercano a mí, pretendía advertirme contra los peligros, jamás me abandonaba, jamás, salvo para protegerme…? ¿Por qué salió corriendo aquel día de mi tienda en el monte? Al regresar, traía la arena de la playa en las patas, en la herida… ¿Quién le hirió?
—Era un perro. Señor. No hablaba.
—¿Qué quería contarme, pobre bruto, pobre, fino, supuestamente fiero alano? ¿Era uno de mis parientes? ¿Hemos enterrado aquí el cuerpo inerte de un príncipe muerto hace siglos sin saber que al mismo tiempo matábamos, en mi can maestro, su alma resurrecta, viva, dotada, aunque hubiese perdido la sabrosura de la sangre de jabalí, de altos merecimientos como son la fidelidad, dime, Guzmán, la indudable adhesión a mi persona? No me mires así, vasallo, nada te reprocho; escribe, escribe mi testamento: En nombre de la Gloriosísima siempre Virgen María Nuestra Señora, mira, pronto, Guzmán, mira conmigo las escenas que pasan por el cuadro de Orvieto…
El cuadro: Madre del hijo del carpintero, todo lo recuerdo .como un sueño, no sé dónde está la verdad, no lo sé ya y no lo supe nunca, no sé si me preñó el carpintero, o algún gozoso aprendiz del viejo artesano José con el que me casaron siendo yo una mucha— chita, o algún viajero anónimo que se detuvo a pedir agua para sus camellos y a contarme historias encantadas, yo casada con José el carpintero, yo madre del niño… yo, la verdadera hija de la Casa de David, y no el carpintero: las historias dirán lo contrario, porque son escritas por los hombres: yo, la mujer, hija de David…
—Mira cómo se mudan las formas, mira cómo giran y avanzan y salen y entran las figuras, como por un lujoso retablo, mira al niño convertido en hombre, míralo en compañía del Espíritu Santo que desciende en forma de paloma para acompañarle el día de su bautizo en las aguas desérticas del Jordán; mira el fluyente y ardoroso río que ahora cruza de extremo a extremo el cuadro que miramos, Guzmán, y duda, imagina a un carpintero impotente y ve la minúscula escena que se desarrolla allá arriba, sobre esas rocas y bajo ese humilde tejar, en una esquina del cuadro.
El cuadro: El me besaba, sólo me besaba, me decía que estar casados era esto, unos besos bruscos, jadeantes, angustiosos, estériles como los caminos del Sinaí, él lo decía y por eso cuando vio crecer mi vientre me repudió; yo era de la casa de David, sus antiguos secretos, en nosotros se reúnen muchas sabidurías, líquidas, fluyentes recetas de los ríos, el Nilo y el Tigris, el Ganges y el Jordán, un solo caudal de viejas memorias, de mágicos conocimientos nacidos a orillas de las aguas donde los hombres fundaron las primeras ciudades, catorce generaciones desde el cautiverio de Babilonia, de noche le serví filtros delirantes al carpintero iletrado y le hice soñar con los ángeles cercanos, priápicos, sobornables, luciferinos del cielo más cercano, el que todas las mujeres podemos ver a simple vista, el corrupto cielo que tenemos a la mano, el cielo de los cuerpos; en el sopor del cuerpo hice que esos falsos ángeles visitaran al carpintero y en el sueño le hiciesen creer que yo había sido preñada por el Santo Espíritu y que daría a luz al hijo de Dios, el anunciado Mesías, el descendiente de David el Rey.
—Escucha la carcajada de los ángeles, Guzmán, escúchala retumbando de cielo en cielo, a lo largo de los años que para el padre fantasma son instantes, hasta que el Padre nonato —mira su pérfido ojillo triangular allá arriba, en el centro superior del cuadro que contemplamos y nos contempla— se entera de la descomunal broma y decide avalarla enviando, en el instante de su capricho, a la paloma.
El cuadro: ¿No ves una luz que rodea nuestros cuerpos inmersos en el río?, ¿no oyes un aletear de ave invisible, Juan?, bautízame, Juan, maestro, quiero ser hombre contigo, Juan, muéstrame el camino de la vida, Juan, mi madre dice que soy hijo de Dios, Juan, pero junto a ti me siento sólo un pobre galileo, débil, humano, demasiado humano, ansioso de gustar los frutos de la vida, aburrido de tantas horas de lúgubre estudio bíblico, la disciplina impuesta por mi madre, lee, debes saberlo todo, desde niño, asombra a los doctores, debes desempeñar bien tu papel, no puedes ser un hombre torpe e ignorante como tu padre, bautízame, Juan, báñame, Juan, tómame entre tus brazos, Juan, en mi sangre se mezclan la humildad iletrada de un carpintero con la soberbia sabiduría de una casta de reyes, dime qué hago con esta doble herencia de esclavo y rey, Juan, ayúdame a conducir a los esclavos y a humillar a los reyes, Juan.
—Mira la paloma, Guzmán, que se posa en la cabeza, sí, del humano, sí, demasiado humano, sí, galileo, sí, el día de su bautizo que quizás sólo fue el día de sus nupcias sodomitas con Juan el Bautista que quizás era un hombre bello que quizás murió, como el otro día murió el muchacho quemado aquí junto a las caballerizas, por sus amores nefandos con el hijo del carpintero y en consecuencia por los combinados despechos de las mujeres que le deseaban pero nunca pudieron seducirle: Herodías y Salomé, la vieja y la joven náyades de la corte de Israel; mira, Guzmán, velo en el cuadro: cómo se acerca la figura del Cristo sin luz a la de ese hombre vestido con una breve túnica de pieles, cómo se toman de la mano, se abrazan, se besan en la boca… cómo consuma el Bautista las bodas con Jesús, lo que yo pido en mis oraciones, el divino amplexo, el castísimo ósculo…
—Señor: por menos dichos han muerto en estas tierras otros hombres, clavados a la estaca que por los fondillos les penetró, rasgándoles las entrañas hasta salir por la boca o el ojo, ya que estas similitudes invocan vuestras fábulas…
—Calla y mira; calla y entiende; mira a Jesús, nacido de María y padre ignoto, visitado por Cristo, enviado del Padre fantasma nonato; sólo a partir de ese instante bautismal en el río ambos conviven; pragmático Cristo, Guzmán: óyelo…
El cuadro: Haré rápidamente lo que tengo que hacer y negaré en cada oportunidad que se me presente a mis padres terrestres para que todos comprendan que mis virtudes y mis milagros no son de este mundo ni lo serán jamás; para ofrecerles a los hombres la imagen de Tántalo, para invitarles a beber el agua y comer los frutos que, apenas alarguen la mano o abran la boca, huirán de su sed y de su hambre.
—Ésta es la broma, Guzmán; para recordarnos su desconocida y olvidada existencia anterior a todo cielo y a toda creación, el Padre fantasma envía a su imposible representante, lo mete dentro de la piel de un hijo del populacho hebreo, ofrece la desvanecida ilusión de una virtud que calca la de un Padre que jamás nació, Guzmán, que jamás supo lo que significa temblar de miedo, suspirar de placer, anhelar, envidiar, despreciar lo que se tiene cerca y correr locas aventuras por lo que jamás podrá alcanzarse, que jamás supo lo que es eyacular, toser, llorar, cagar, mear, Guzmán, lo que tú y yo y el fraile y el Cronista y el obispo y el estrellero y los sobrestantes y oficiales y herreros hacen… hacemos.
El cuadro: Tiemblen de miedo, suspiren de placer, anhelen, envidien, eyaculen, tosan, caguen, meen, lloren, y atados a tanta miseria intenten, además, imitarme; pero si atados a la pasión, a la fragilidad y a la basura de la tierra logran, a pesar de todo, despreciar lo que tienen cerca y correr locas aventuras por lo que jamás podrán alcanzar, entonces sí, entonces sí, en verdad os digo, no sólo me imitarán, entonces me superarán, serán lo que yo nunca pude ser, estiércol y coraje, polvo enamorado.
—No, no oigas al falsario, Guzmán, no es cierto, la crueldad de Cristo es demostrarnos que nunca podremos ser como él, la crueldad del excremento es que a todos nos iguala, y entre ambas crueldades intentamos construir una diferencia personal que nos identifique: eso hacen mi madre mutilada y ese falso príncipe que ha traído en su séquito, ese falso heredero, tan falso como Cristo el divino lo era para la humanidad de Jesús en cuyo cuerpo se introdujo.
El cuadro: Tan falso como tú, Jesús, lo eres para mi divinidad de Cristo: sin consultarte, me he apropiado de todas las culpas, defectos y necesidades de ese cuerpo, el tuyo, Jesús, escogido entre miles; mi Padre ha metido a su fantasma dentro de tu carne mortal, hijo de María, a fin de ofrecer a los hombres el espejismo de una virtud imposible; pero apenas sienta el vinagre en la garganta, te lo advierto, apenas sienta las espinas en la frente, abandonaré tu cuerpo y te dejaré en manos de la crueldad humana.
—Mira el cuadro de Orvieto, Guzmán, atiende su sutil movimiento y sus sutiles frivolidades italianizantes, mira cómo se transforma un cuadro de intención piadosa en escenario de un drama de entradas y salidas imprevistas, mira cómo los veleidosos artistas de la otra península desplazan las sacras representaciones de los atrios eclesiásticos a estos profanos teatros de ilusorios espacios, cortinajes, arcos y sombras y ficticias luces, mira cómo entra a la escena ocupada por el hombre Jesús un doble a él idéntico, lo abraza, lo besa, y ambos cuerpos parecen fundirse en uno solo para representar la comedia del maestro de burlas, el Padre nonato. Multiplica las dudas, Guzmán, relata todas las posibles historias y pregúntate otra vez por qué escogimos una sola versión entre esa baraja de posibilidades y sobre ella fundamos una Iglesia inmortal y cien Reinos pasajeros.
—Vos encabezáis uno de ellos, Señor; haced por no perderlo.
—Te digo que dudes, Guzmán: el cuerpo humano de Cristo era un fantasma, sus sufrimientos y muerte fueron mera apariencia, pues si sufrió no era Dios y si era Dios no pudo sufrir. Duda, Guzmán, y mira la representación que ante nuestros ojos, dentro del marco de ese cuadro, tiene lugar.
El cuadro: Si soy Dios no puedo sufrir; si sufro no soy Dios; bástanme el vinagre y las espinas; ahora me sacarán de la celda, me conducirán por los hondos pasajes de la sombra hasta la gran puerta donde deberé cargar mi propia cruz y ascender penosamente a esa polvosa colina, tantas veces vista en mis sueños, donde ya se levantan, como raíz de mi destino, otras dos cruces; milagros, milagros, ahora es el momento de concentrar todos mis poderes de transfiguración, de convocación, de prestidigitación, si pude hacerlo para llenar de vino las ánforas de Canán, para multiplicar los peces y revertir las horas de Lázaro, ¿cómo no he de hacerlo ahora, cuando por la rendija del dolor puede colárseme mi propia divinidad? Mientras me daban vinagre a beber, mientras me azotaban y me coronaban de espinas, evadí el sufrimiento pensando intensamente en un hombre manso, rudo, y por ello receptivo, Simón el de Cirene, invocándole para convocarle a mi lado, rogando intensamente, con la misma intensidad con que rogué a Lázaro que renunciara a la apacible muerte y aceptase la agitada vida mediante el sencillo recurso de suicidarse en muerte, rogando así para que Simón me escuchase desde lejos y se presentase a la hora y en el lugar y con los socorros necesarios; esa tarde fui conducido entre guardias a lo largo de los oscuros y musgosos pasajes que llevan de las celdas a la gran puerta del pretorio, mi mirada penetró la oscuridad, mi nariz olfateó pescado y ajo y sudor: Simón me había escuchado desde lejos, Simón había venido vestido como un simple vendedor de vituallas, cargado de verduras y peces, a obedecerme: a sustituirme; fingí una imprevista caída; los guardias perdieron su marcial compás, se detuvieron, se regresaron, se adelantaron, giraron sobre sí mismos, confundidos, me golpearon, golpearon e injuriaron al Cirenaico que ya había tomado mi lugar, que ya cargaba la cruz mientras yo cargaba las cebollas y los peces secos y salados, los ofrecía a los centuriones, era rechazado, la procesión seguía camino y yo agradecía la ceguera del amo extranjero ante la raza extraña y sometida, pues si nosotros sabemos distinguir el rostro de cada opresor extranjero ya que en ello nos va la vida, ellos nos miran como lo que somos: una masa de esclavos, sin fisonomías individuales, cada uno indistinguible de todos los demás… Luego, esa misma tarde, pude mirar a Simón crucificado en la ignorancia y el error; pude contemplar mi propia tortura y muerte, pues los centuriones, los apóstoles, Magdalena y María y Juan de Patmos creían que Simón era yo; y yo, al penetrar con la mirada las encontradas ráfagas de granulado sol y tormentosa sombra, vi a Simón el Cirenaico en la cruz y no pude creer lo que veía: en el gesto de la agonía, el manso y burdo hombre de Cirene había asumido mis propias facciones; las suyas quedaron estampadas con un doloroso sudor en el pañuelo de la Verónica. Y así yo Jesús, fui el testigo en el Calvario de la crucifixión de Simón y éste fue mi más milagroso, aunque menos difundido, hecho.