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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (40 page)

BOOK: Terra Nostra
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Y sí, Guzmán, creíamos estar corno Pedro, ya viejo para cabrero, y nos engañan como a los niños los titiriteros y a. los bobos los saca— dineros, pues no cesan los portentos, no han terminado, como creíamos, las procesiones; hete aquí que esta tarde, al ponerse el sol y abandonarse las canteras y reposar los fuelles y reunirse a comer los peones de esta obra, el llamado Martín, que tiene fama de buen viso, miró una nube de polvo que descendía de la sierra y el llamado Nuño, que tiene buenas orejas, se sumó a la buena vista de ese Martín y entre los ojos del uno y las orejas del otro sumaron esa impresión que ninguno de los dos por su lado, dejado a sus puros ojos o a sus puras orejas, hubiera reunido, pues nubes de polvo levantan hasta los bueyes y sus carretas, y tamborileos se pueden escuchar en las sierras, aunque sólo sean rocas que se derrumban y hacen grandes ruidos por los foces: a propósito fray Jarro, al grano montero, no vayas a Tetuán por monas y ayúdame lengua que para eso te mantengo: que por los canalizos de la sierra iban bajando, Guzmán, iban bajando, ¿qué, montero, qué venía bajando?, ¿otro fantasma, uno más, otro cadáver?, mira a puto no putes y a ladrón no hurtes, bien les he pagado y más que con dinero les he de seguir favoreciendo, con ascensos y buenos puestos en las armadas de montería y luego, quizás, adentro de palacio, primero por simular varias noches, en variados rincones de la construcción, los aullidos de un perro que tanto espantó a las monjas e inquietó al Señor, y ahora les pido noticias exactas y no balbuceos ni menos historias de fantasmas, que de los fantasmas me encargo yo con mi buena vasca y acaban colgados para sus pesares, no, Guzmán, no eran fantasmas, aunque eso creyeron esos zafios peones que se juntan todas las tardes a merendar en los tejares y a murmurar, Guzmán. a maldecir, no, fantasmas no, sino un atambor todo vestido de negro, seguramente un paje perdido que fue dejado atrás por las procesiones fúnebres, que se extravió en los matapardales y llegó batiendo tambor a redoble, un pajecillo muy joven, de ojos grises y naricillas levantadas y un tatuaje en los labios, Guzmán, oye, los labios pintados, todo él vestido de negro, el gorro, la capa, las calzas, las zapatillas y el mismo tambor cubierto de un paño negro y los sordos nacarios con algodones negros en las puntas y negros crespones amarrados a los palos; y detrás del atambor, Guzmán, venía un joven rubio y casi desnudo, con las ropillas color fresa rasgadas, caminando como un ciego detrás del alambor, muerto de fatiga, con la mano posada sobre el hombro del paje que le conducía, rubio, esbelto, hermoso, Guzmán, y en la espalda, entre la camisa rasgada, Guzmán, vimos, vimos…

—No me lo digas, montero, ya lo sé: una cruz encarnada entre las cuchillas de la espalda.

Retrato del Príncipe

Me siento muy inquieto esta noche; me duele la carne. Tengo una punzada atroz en el mismísimo rabo, allí donde muere mi adolorida espina, tiesa de tanto posar para este fraile alto, frágil y rubio que me solicita, con los ojos si no con las palabras, la postura regia que la Vieja espera de él en su representación y de mí en mi vida. ¿Pero dónde he visto antes a este fraile; ayer, al llegar; antes, en la vida que no recuerdo, dónde? Es curioso cómo recuerdo palabras pero no hechos ni personas, a menos que éstos se repitan tan ceñidamente que acaban por incorporarse a mis palabras y, gracias a ellas, cobran consistencia y vida, continuidad y duración. Si no, todo se me esfuma, como este fraile que pinta mi retrato y que yo juro haber visto antes. La Vieja y la enana no, ya no son ellas, son parte de mis palabras, se han metido a mis palabras. A mí me duele la carne, como si se acercase a ella algo perdido desde hace muchísimo tiempo, otro cuerpo que fue o será el mío. Me dejaron verme en el espejo; no me reconocí; sin embargo, no poseo otra prueba de mi existencia. Pronto tendré una más: el retrato que traza este fraile, minuciosamente, mínimamente, por órdenes de la Vieja, con unos pequeños pinceles, sobre un óvalo de esmalte:

—Que quede constancia de la figura del heredero, dijo la Vieja; que el príncipe no se parezca a ningún otro ser viviente, fray Julián; y menos a un falsario escondido entre adúlteras sábanas en este mismo palacio.

El fraile llamado Julián me miró, inquisitivamente, como si me preguntase a mí lo que le demandó a la Vieja: —¿Constancia, Altísima Dama? La representación puede adoptar mil figuraciones diferentes. ¿Cuál desea usted; la figura del que fue, del que es o del que será? ¿Y en cuál lugar: el de su origen, el de su destino o el de su presencia? ¿Cuáles lugares y cuáles tiempos, Altísima Señora? Pues mi arte, aunque menor, es capaz de introducir los cambios y combinaciones que Vuestra Alteza desee.

La Vieja, entonces, adelantó la cabeza y el pecho; se tambaleó el tronco mutilado, recargado contra el respaldo de una silla de cuero, y sólo la rápida intervención de la enana impidió el desastre de una caída; la Vieja sólo quería mostrarle al pintor el esmalte que portaba entre los pechos, la imagen, el perfil de su marido muerto, un perfil rígido, como de sello antiguo, propio para acuñar monedas, gris, tan gris como el espacio indiferenciado del fondo; no hay nada que inventar, dijo la vieja Dama, todo es actual, somos hijos de Dios, Dios es uno y en todas partes existe en su totalidad, lo mismo en la inmensidad del firmamento que en las reducidas dimensiones de este óvalo; igual da que pintes una estampa o un muro fraile: el espacio que cubran tus pinceles será idéntico al espacio donde estamos y ambos son idénticos al universo, que es el espacio invariable del pensamiento de Dios, que lo mismo cabe en lo minúsculo que en lo mayúsculo; en el grano de arena que en la inmensidad del piélago; anda, date prisa, pinta, no propongas falsos problemas.

El fraile sonrió y bajó la cabeza, sumando esta actitud de respeto a una severa inquisición cerca de mis pies, disolviendo su cortesana aquiescencia a las demandas de la Vieja en la continuidad de su proba actividad artesanal, insistiendo en verme descalzo, en contar minuciosamente, con el pincel apuntando hacia ellos, los dedos de mis pies. Aprovechó para ello que la Vieja ha hecho venir a un sastre y a un zapatero para cambiarme de ropa y botines, pero si las ropas me quedaron holgadas, demasiado holgadas, los botines me quedaron estrechos, demasiado estrechos, y ¿qué iba yo a hacer?, me sentía deforme con ese calzado, sentía una pierna chueca y la otra más corta que la primera, así que le di de puntapiés al zapatero con sus propios botines puestos hasta que el rufián pidió gracia, excusándose, cómo iba a saber que yo tenía seis dedos en cada pie, por qué dice esto, qué tiene de extraño, siempre lie tenido seis dedos en cada pie, doce uñas bien contadas, me enfurezco, ordeno con gestos a los criados cortar en pedacitos los botines y hacérselos comer, como tripas, al propio zapatero, todo lo cual celebró con grandes voces y otros rumores la enana, hasta que el zapatero salió vomitando, la Vieja mandó callar a la enana y me mostró un cofre abierto lleno de joyas preciosas para que entre ellas escogiese las de mayor agrado para mi atavío personal; yo escogí una perla negra, inmensa, redonda, me la llevé a la boca y me la tragué, con lo cual hubo nuevas festividades de la enana que me acercó un bacín para que, al sentir ganas de defecar, allí depositase la perla junto con la mierda y entre los dos, la enana y yo, nos encargaríamos de escarbar entre los excrementos hasta encontrar la preciosa perla; la Vieja asintió con la cabeza y dijo que la perla sería dos veces valiosa por haber recorrido mi cuerpo de la boca al buz, y como tal sería conocida: la perla Peregrina. Y no sólo esto: ella dijo que me daría ropa y más ropa, de manera que nunca vistiese dos veces la misma; yo miré con codicia el medallón que adornaba su pecho y ella adivinó mi mirada y dijo que grabaría mi efigie en las piedras preciosas y mi perfil en todas las monedas; y que para eso serviría la figura que el fraile Julián pintaba en esos momentos; y el fraile, sin dejar de trabajar, sonriente, comentó:

—Ved entonces, Altísimas Personas, como esta imagen que pinto empieza a llenarse de imprevistos deseos, de gustos, caprichos y humores imprevistos por la invariable creación original; ved cómo me remito, no a lo dado, sino a lo deseado… Pues la pintura es cosa mental.

Pero nadie le escuchó; la enana ya estaba pidiendo que le escribiésemos al Papa pidiendo que me regalara la suprema reliquia: el prepucio de la circuncisión de Cristo, todo lo tendríamos; rió a carcajadas la enana, mostrando las encías blancas, sin dientes, llenaríamos esta recámara de reliquias, la reliquia máxima, los pellejos del pene del niño Jesús, la llenaríamos de encantos, de porquerías, de talismanes, de suntuosos ropajes y soberbios colgajos, curiosidades, miniaturas, celebraríamos en ella magníficos banquetes, dijo la enana mientras yo asentía con gusto, con gula, con un creciente apetito de llenar la alcoba como me rellenaría a mí mismo de placeres; grandes banquetes, repitió la enana, y la Vieja dijo que sí, el exceso, el gasto, el boato más insultante, para eso habíamos nacido, para eso éramos quienes éramos, todo sería poco para humillar a quienes nada pueden, deben o quieren tener, ¿verdad que sí, ama, verdad que ya se acabó el luto, se acabó el llanto?, sí, mi fiel Barbarica, el príncipe está de vuelta con nosotros, acabóse nuestra fúnebre devoción, vengan lujos, vengan excesos, miren, dijo la Vieja, miren, escuchen, pon buena cara al pintor, muchacho, que no te vea demasiado alegre ni demasiado triste, pon cara de príncipe; la pondrás cuando me entiendas: te repetiré las lecciones que le enseñé a mi hijo Felipe, nuestro Señor, para educarle en el acertado gobierno de estos reinos, un hombre solo no es nada, le dije siendo él un niño y sentados ambos junto al fuego invernal; te lo digo ahora a ti, un individuo dejado a sus propias fuerzas sucumbe fácilmente, la vida se le va en buscar lo que, una vez obtenido, deberá gastar para empezar de vuelta a fatigarse; nosotros no, nosotros no, porque en medio de la debilidad de los hombres solos, nosotros, tú y yo, muchacho, somos como el mundo mismo, los individuos sólo se representan a sí mismos, nosotros representamos al mundo porque hemos creado, con vicios, poderes, devociones, altares, hogueras, batallas, horcas, palacios, monasterios, lo único inmortal, los signos que perduran, las cicatrices de la tierra, lo que permanece cuando las vidas individuales son olvidadas: nosotros hemos inventado la imagen del mundo; frente a las deleznables existencias particulares tú y yo somos la existencia general, tú y yo somos el mar y ellos son los pescadores, tú y yo, príncipe, somos las vetas y ellos son los mineros, ellos se alimentan de nosotros y no nosotros de ellos, ellos nos necesitan para que sus pobres vidas tengan sentido, ellos viven de nosotros y nosotros vivimos de nosotros mismos, ellos se van y nosotros permanecemos, ellos nos explotan, nos devoran, nos exaltan porque temen morir en tanto que nosotros no entendemos que cosa es la muerte:

—Todo en exceso, muchacho, todo en exceso para demostrar que la muerte carece de sentido, que los poderes de la recreación son mucho más vastos que los de la extinción, que por cada cosa que muere tres nacen en su sitio; y sólo muere lo que cree morir individualmente, pero jamás lo que se prolonga en una estirpe. Pronto, Barbarica, ordena una gran cena, veo fatigado al joven príncipe, ordena muchos pastelillos de angulas y un gran cocido de puerco, coles, zanahorias, beterragas, garbanzos e infinita variedad de chorizos rojos, picantes, encebollados, y que desde luego manden hervir cien libras de uvas negras en los calderones de cobre a fin de obtener los escasos gramos de mostaza que apetecemos para nuestros cocidos; ale, anda, ordena, y regresa inmediatamente, Barbarica, que el pintor de la corte ha pedido que poses junto al príncipe, que aparezcas tú en el segundo cuadro, ahora grande, ahora de tela, tú de pie, con la mano del príncipe detenida sobre tu hombro, regresa pronto, Barbarica, los hombres te recordarán gracias a fray Julián, nuestro pintor.

¿Me recordarán, Ama y Señora?, suspiró la enana, ¿puedo ponerme mi corona de cartón y mi capa larga, para que crean que yo soy la esposa del príncipe, la reinecita en miniatura?, cómo se ríe, cerca de mí, la malvada enana, y más cuando me río con ella, la levanto fácilmente, la acerco a mi cara y le muerdo un seno, clavándole los dientes en una teta rechoncha y pintada de azul hasta que la enana grita de dolor y luego de placer y finalmente no acierta a distinguir el uno del otro y yo la muerdo y la chupo sin dejar de mirar a la Vieja que no interviene, que me mira como si una nueva idea estuviese naciendo en su cabeza, como si estuviese imaginando un nuevo proyecto al vernos juntos y abrazados a la enana y a mí, qué pareja.

—¿Quién te besó en el carruaje, quién te acarició, quién te rasgó la camisa, quién te bajó las calzas, quién construyó con sus manitas pequeñas y regordetas tu nuevo rostro con el tacto suave y veloz de sus manitas húmedas y pintadas y mágicas, quién? ¿Quién te inventó tu segunda cara con las pinturas y afeites que traía escondidos en mi baúl de mimbre? ¿Quién se muere por tocarte y chuparte tu dinguilindón, quién? Y por favor, nunca me llames así, enana, suena tan feo, dime como todos, con carino, Barbarica, Barbarica…

La enana me dice al oído estas palabras, luego se desprende de mis besos y mordiscos, con los senos heridos por mis dientes, cubriéndose las diminutas huellas de mis dientes sobre su piel pintada de azul y sale corriendo de este calabozo y yo me siento atarantado, más cascafrenos que nunca, sumando rápidamente después de haber escuchado a la enana, perdón, a Barbarica; tuve un rostro con el que llegué a la playa, la Barbarica me lo cambió por otro en el carruaje, luego me cortaron el pelo y me pusieron un pelucón negro y rizado, ahora el pintor me impone un cuarto rostro distinto, renovado, mi verdadera cara se aleja, para siempre de mí, la he perdido para siempre, para siempre y el fraile Julián pinta velozmente.

Me duele la carne. Me duele. Barbarica regresa de ordenar la cena y se introduce en el baúl de mimbre que le sirve de cama. Fray Julián ha esperado con impaciencia para iniciar el segundo retrato y ahora me pide que vuelva a posar, seriamente. El fraile suspira; la Vieja le pide que me haga un tercer retrato, pero ahora con la máscara que traje del mar, ¿dónde está?, apareció sobre el rostro del despojo de su marido, era una tela de plumas multicolores, dijo la Vieja, con un centro de arañas muertas, eso sería nuevo, extraño, incalculable, nadie sabría explicárselo, verían mi cuerpo envarado, tieso, mi gola y mi capa y mi mano sobre el pecho, mi calzas negras y mis botines apretados, pero no verían mi cara, tendrían que adivinarla, la cubriría esa máscara de plumas que yo traje conmigo del mar, cuando fui arrojado a la playa y subí por las dunas a encontrarme con mi segundo destino: esto lo recuerda la Vieja, pasó hace muchísimo tiempo, yo ya lo empezaba a olvidar, como mañana olvidaré todo lo que ha sucedido hoy; ¿quién recuerda el momento más importante de su vida: el momento en que nació? Nadie. Me cuidaré de decírselo a la Vieja. Pero yo sólo me hablo a mí mismo, mis palabras son de adentro, sólo mías, la Vieja y la enana nunca me han oído hablar, han de creer que soy mudo, sólo me miran ponerme palomas sangrantes en la cabeza, obligar a un zapatero a comerse mis botines crudos, mordisquearle las tetas a la Barbarica. ¿Pero dónde está esa máscara, un quinto rostro para mí, el colmo, enmascararme, si ya llegué enmascarado con mi propia carne? La Vieja mueve la cabeza, desconcertada, buscando; el pintor suspira. La Vieja dice que un cuadro mío con la máscara sobre el rostro intrigaría a los cronistas y por cierto, ¿dónde está el Cronista de este palacio?, que lo busquen, que venga, que empiece a escribir la verdadera crónica de la vida del príncipe, que quede constancia: que se multipliquen los signos de mi identidad, yo el heredero, cuadros, estampas, monedas, perlas, crónicas: que quede constancia de que yo soy yo, el infante de España, y nadie más, y mucho menos el rubio garañón escondido por la esposa del Señor en su recámara.

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