Nada pareció entender el Señor, quien acaso sólo sintió esa vaga ensoñación nostálgica que el Cronista, al nivel de su oficio, había deseado provocar; algo sospechó Guzmán, delatándose al llevar una mano a la empuñadura de la vasca y acariciando nerviosamente la trenza de su bigote; todo lo imaginó la Señora, viéndose así retratada en un modelo literario y develados sus amores con el muchacho inadvertidamente descrito a partir del verdadero modelo; todo lo temí yo, por otros motivos. Pero el Cronista sólo creía en la realidad poética de lo que había escrito; otra relación que no se resolviese en la denodada lucha por imponer sus palabras inventadas como la única realidad válida le era tan ajena como incomprensible: cándido orgullo, culpable inocencia. Y así, la fuerza de su convicción convencía a los demás sobre la verdad documental de cuanto nos estaba leyendo.
Al finalizar la lectura, sólo se escucharon los aplausos débiles y huecos de las palmas pálidas del Señor. El perro Bocanegra ladró, rompiendo con ello la helada tirantez de la situación, la sospecha de Guzmán, la incomprensión del Señor, el desarreglo ultrajado de la Señora y mi propio temor. Sólo el Cronista sonreía con beatitud, ajeno a las pasiones desatadas por su escrito, seguro sólo de la realidad verbal creada, y esperando por ella ser congratulado; convencido de que nos había leído la verdad poética, sin imaginar siquiera que nos había repetido, en voz alta, la secreta verdad de todos los días. Obré con prisa; delaté al muchacho ante Guzmán, acusándole, como era cierto, de tener amores nefandos con unos mozos de cocina apenas entrados en la pubertad, pero callándome lo que sabía, y sabía bien, pues yo había sido el tercerón que condujo al muchacho extraño a la alcoba de nuestra Señora, ganándome así la gratitud de mi ama aquella tarde de su desesperación carnal después de pasar treinta y tres días y medio arrojada en el patio del alcázar sin brazos dignos de recogerla y ahorrándome, también, la necesidad de calmar, salvo una imperiosa vez, los deseos de mi Ama: no me agrada romper mi voto de castidad, no, y tener que renovarlo ante el comprensivo obispo que al escuchar mi confesión se atreve a mirarme con irrespetuosa complicidad: ¿no somos todos así, no hacemos todos lo mismo, no es graciosamente renovable este voto de pureza, no es magnánima la Iglesia que así comprende las flaquezas de la carne? No, no somos iguales; ni permitiré que el obispo así lo crea. Yo soy un artista. El placer de la carne le resta fuerzas a mi vocación pictórica, prefiero sentir que los jugos de mi sexo fluyen hacia un cuadro, lo irrigan, lo fertilizan, lo realzan; cástrame el goce de la carne, satisfáceme el goce del arte.
Y así, me callé lo que sabía: que el zagal que sirvió de modelo a nuestro Cronista alternaba sus tardes sodomitas con noches en la cama de nuestra Señora. Guzmán comunicó el crimen contra natura al Señor y el Señor dictó, sin grandes formalidades, la muerte del muchacho, quien fue sentenciado a quemarse en la hoguera debajo de las cocinas de sus amores pecaminosos, aunque no únicos. Consulté con la Señora, convenciéndola de que debía sacrificar su placer privado a su rango público y prometiéndole, a cambio de su sacrificio presente, futuros, renovados y acrecentados placeres:
—Pues los poderes de la recreación son mucho más vastos que los de la extinción, Señora, y por cada cosa que muere tres nacen en su sitio.
Y sustraje del cubículo del Cronista, al cual tenía libre acceso por ser nuestras conversaciones seguidas y sabrosas, unos culpables papeles en los que mi letrado amigo relataba, equívocamente, las múltiples posibilidades del juicio de Cristo Nuestro Señor en manos de Poncio Pilatos; mostré los papeles a Guzmán, quien no comprendió su contenido y me llevó ante el Señor, a quien le hice notar que, bajo guisa de fábula, esa narración incurría en las anatematizadas herejías del docetismo, que sostiene la naturaleza fantasmal del cuerpo humano de Cristo, del gnosticismo sirio de Saturnilio, que proclama el carácter desconocido e intransmisible del Padre único, del gnosticismo egipcio de Basílides, que hace a Simón el Cirenaico suplantar a Cristo en la cruz y a Cristo simple testigo de una agonía ajena, del gnosticismo judaizante de Cerintio y los Ebonitas, combatido por el padre de la Iglesia, Ireneo, por declarar que Cristo el Dios sólo ocupó temporariamente el cuerpo de Jesús el hombre, del monarquianismo patripasianista que identifica al Hijo con el Padre, y dela variante sabeliana que concibe al Hijo emitido por el Padre como un rayo de luz; de la herejía apolinaria y del extremo nestorianismo, que atribuyen a dos personas distintas los actos de Jesús y los de Cristo; y de la doctrina de la libertad pelagiana, en fin, condenada por el Concilio de Cartago y por los escritos del Santo de Hipona, que niega la doctrina del pecado original.
Seré aun más explícito, Señor: peor es la fábula que la herejía que ilustra, pues en un caso la Purísima Virgen Nuestra Señora admite adulterio con anónimo camellero, en otro Nuestro Señor Jesucristo proclámase simple agitador político de la Palestina y, en el más ruin de estos ejemplos, el Santo Señor José declárase reo así de haber delatado al Dulcísimo Jesús como de haber fabricado la cruz que fue potro de su tormento por la redención de nuestros pecados. Hay más. Señor. Investigué en los archivos del palacio; mis sospechas tenían fundamento: el Cronista es marrano, hijo de judíos conversos.
Pero el Señor, lejos de escandalizarse con la aplastante suma de mi minuciosa explicación, me pidió que la repitiese, una y otra vez, y sus ojos brillaban, la curiosidad se mudaba en deleite, pero el deleite no cedía su puesto al escándalo. Pedí, como es natural, que el Cronista fuese entregado al Santo Oficio; el Señor esperó largo rato, con los ojos cerrados, antes de darme respuesta; finalmente, posó; una mano sobre mi hombro y me hizo esta insólita pregunta:
—Fray Julián, ¿tú nunca has visto a una soldadesca iletrada vomitar y defecar en el altar de la Eucaristía?
Contestéle que no. sin entender el sentido de su interrogación. El Señor prosiguió en estos términos:
—¿Debo entregarte a ti a la Santa Inquisición por repetir estas herejías?
Díjele, ocultando mi alarma, que yo sólo las repetía para denunciar a un enemigo de la Fe, mas no las sostenía.
—¿Y quién te dice que el Cronista no ha hecho lo mismo: simplemente coronarlas, sin aprobarlas?
—Señor: estos papeles…
—De joven, conocí a un estudiante. Él también creía que no hubo pecado original. Vivió, luchó y amó (quizás ha muerto; no lo sé; un día creo haber visto su fantasma en la catedral profanada) porque creyó que Dios no pudo habernos condenado a la miseria aun antes de nacer y obrar. Otros murieron, en las salas del alcázar de mi padre, por actuar como ese estudiante… pero a ellos no les redimía la gracia del pensamiento. Ni a ellos, ni a esa zafia soldadesca teutona que manchó el altar de mi victoria. Imagina, fraile, que a esos rebeldes y a esos soldados les hubiese yo desafiado: expliquen por escrito las ideas que les mueven a actuar y quedarán libres: de lo contrario, serán pasados por las armas. Ninguno habría sido capaz de responder; ninguno se habría salvado de la muerte. En cambio, el estudiante y el Cronista…
El débil Señor me tomó violentamente del puño, cerró el suyo con fuerza sobre el mío y me miró con intensidad espantable:
—Fray Julián, tengamos fe hasta la muerte en los valores de nuestra religión; condenemos a los idólatras y a los infieles, mas no a los herejes, pues éstos no niegan a la religión, sino que antes la fortalecen revelando las infinitas posibilidades de combinar nuestras santas verdades; quememos a los rebeldes que se alzan contra nuestro necesario poder en nombre de una libertad que ellos mismos, de obtenerla, serían incapaces de ejercer, mas no a los herejes que en la santa soledad de la inteligencia fortalecen, sin saberlo, la unidad de nuestro poder multiplicando las combinaciones de la Fe.
—Pero vos mismo aplastasteis la herejía adamita en Flandes, Señor; ¿cómo entonces…?
—Esa herejía era pretexto empleado por los príncipes y comerciantes del norte para liberarse de la tutela de Roma y del pago de diezmos e indulgencias, y para nombrar obispos dóciles al poder de Mercurio, que no al de San Pedro. Obré a solicitud del Papa, no contra los herejes, sino contra quienes los azuzaban y manipulaban. ¿Me entiendes, fraile?
Con grandísimo respeto, incliné la cabeza y luego, con ella, negué varias veces. La levanté, buscando la mirada de mi amo; él sonreía con ácida piedad.
—Pues tú deberías entenderme mejor que nadie. Las escaramuzas teológicas, fraile, son menos peligrosas que las políticas. Éstas me debilitan primero y luego me obligan a actuar; aquéllas, en cambio, distraen y encauzan energías que de otra manera se volverían contra el gobierno de estos reinos. Yo sé que la extensión y unidad de mi poder, poderes muy vastos les restan a los hombres, y que los hombres mantienen reservas de inquietud y fuerza que algún día podrían amenazarme; lo sé, fraile. Prefiero que esas reservas se gasten discutiendo si María concibió inmaculada y si Cristo fue Dios o fue hombre, que discutiendo si mi poder es de origen divino y si, en suma, lo merezco. Tolerable es la herejía, pues, mientras no sea empleada directamente contra el poder.
—Señor: el prelado que aquí reside podría pensar de otra manera…
—¿Quién le mostrará estos papeles, dímelo, fray Julián… quién?
—Y nos desanimaréis a quienes tratamos de velar por vuestros intereses. La causa es clara: el Cronista es hereje, relapso y marrano…
—Y tú quieres que lo entregue a la Santa Inquisición…
—Así es, Señor.
—¿Y dices velar por mis intereses? ¿Quieres que fortalezca, brindándole cada vez más jurisdicción, a un poder que prefiero mantener marginado, en expectativa, de mí dependiente y no yo de él? Pues si la alimento, la Inquisición crecerá a mis expensas. No, Julián. Prefiero ser un poco más tolerante para ser un poco más fuerte. No merece nuestro Cronista la fama que quisieras ofrecerle persiguiéndole ante el Oficio Santo, ni merezco yo que por tan escasa razón ese tribunal se engrandezca y algún día me imponga sus políticas. Minimiza a tu enemigo, fraile, si con ello empequeñeces también a un peligroso aliado.
—Esclarecido Señor: no fuisteis tolerante con el otro criminal, el joven mancebo que será quemado junto a las caballerizas. ¿Es peor crimen la sodomía que la herejía?
—Es crimen, simplemente, condenado con horror por la Santa Biblia y la opinión común. Supongamos, fraile, que este muchacho, además de sodómico, fuese también judío relapso y hereje. ¿Por cuál de sus crímenes le juzgarías? ¿Por el que supondría engorrosos trámites, complicados debates religiosos y peores complicaciones judiciales? ¿O por el crimen cuyo castigo todos aprueban y expeditan? Supongamos… supongamos, digo… que este muchacho no va a morir por su verdadera ofensa ni por la principal… ¿no es mucho más cómodo para todos que muera por lo falso y no por lo verdadero?
El Señor me miró con dulzura, con tristeza y con cansancio. Y tan fatigado parecía su semblante todo, que nunca sabré si fue capaz de percibir la turbación del mío; me esforcé por decir algo; mis palabras no acudieron a socorrerme, aunque sí las de este Señor que de esta manera, acaso azarosa e ingenua, pero acaso, también, calculada y perversa, jugaba con los motivos de mi propia intriga:
—¿Seguirás pintando, fraile?
—Tal es mi vocación, Señor, la más pequeña y sacrificable al lado de mis vocaciones mayores: servir a Dios y servirle a usted.
—¿Has visto el cuadro de mi capilla… el cuadro pintado en Orvieto… dícese?
Temblé: —Lo he visto, Señor…
—Has notado, sin duda, las singularidades y novedades que encierra.
Guardé silencio y el Señor prosiguió:
—¿Cómo hubieras pintado tú a Cristo Nuestro Señor?
Bajé la cabeza: —¿Yo, Sire? Como un icono sagrado, idéntico a sí mismo desde el principio de los tiempos; como una figura plana y fija sobre un fondo indeterminado, ya que así conviene a su eternidad.
—El anónimo artista de Orvieto, en cambio, ha rodeado la figura de Cristo con la atmósfera del tiempo, ha situado a Nuestro Señor en una contemporánea plaza italiana y lo ha hecho dirigirse a contemporáneos hombres, desnudos, y a ellos hablarles y mirarles, ¿Qué quiere significar, de esta manera, ese artista?
—Que la revelación no nos fue hecha de una vez por todas, Señor, sino que se cumple sin cesar, poco a poco, para hombres y épocas distintas, y mediante nuevas figuras…
—¿Quemarías el cuadro de mi capilla, fray Julián? ¿Es un hereje su autor?
Negué con la cabeza baja. El Señor trató de erguirse; lo derrotó el ahogo. Se llevó un pañuelo a la boca y éstas fueron sus palabras, sofocadas y vencidas:
—Está bien. No hay enemigo más peligroso del orden que el inocente. Está bien. Que pierda la inocencia. Envíesele a galeras.
La vela se consumió. El Cronista terminó de escribir. Animado por una excitación que despojaba de fatiga al tiempo, se incorporó y dijo:
—Están nuestras almas en continuo movimiento.
Y añadió, acariciando primero el papel, luego enrollándolo:
—Aquí yo soy señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma.
Introdujo el papel enrollado dentro de una verde botella, la tapó con un corcho y con los restos derretidos y aun calientes de la candela la selló mal que bien. Guardóse la botella con el manuscrito en la ancha bolsa del pantalón de galeote y ascendió a la cubierta.
¡Qué maravilloso espectáculo se ofrecía ante su mirada! La escuadra cristiana, desplegada a la entrada del golfo, formaba un semicírculo de galeras; volaban alto los pendones; y altos se mantenían los remos, luchando contra el viento contrario, un molesto aire de la tierra que les daba de cara y agitaba el mar. Sesenta galeras venecianas formaban el ala derecha del semicírculo, sesenta más, españolas, el cuerpo central, y otras sesenta, de las repúblicas marítimas, cerraban el golfo; trescientos galeotes en cada galera daban la cara al sol, al viento y al mar, manejando cincuenta y cuatro inmensos remos en cada nave. Emplazada la artillería en las proas, gobernada cada galera del cuartel de proa a la popa y de las rumbadas al fogón, la impresión de orden y simetría era perfecta. Pero el Cronista, al pisar la cubierta del bergantín y mirar el dispositivo de la batalla, tuvo tiempo para otras sensaciones; le llegaron los olores de la costa parda, olor de cebolla rebanada y olor de pan recién horneado; y observó detenidamente, agradeciendo esta maravilla, el vuelo de los patos salvajes por encima de ambas armadas, indiferentes, aves libres, aves sin culpa, al estandarte cristiano que en estos momentos se izaba o al pendón turco que ya ondeaba al fondo del golfo. Y el Cronista tuvo ojos para el agitado mar de turquesa, para los cúmulos de nubes cada vez más desbaratadas, para el límpido cielo. Agradeció, en fin, su vida.