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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (44 page)

BOOK: Terra Nostra
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Guardé silencio. Sí soñaban, sí, la Dama Loca, su enana y el joven príncipe, pesadamente dormidos después de la copiosa cena. Nada habían escuchado; nada habían entendido. Recordé una vez más a mi perdido amigo, cuyos sueños y designios literarios tan bien conocía, por haber sido su constante interlocutor durante el tiempo en que supo acogerse a la benevolente protección de nuestro soberano, que yo me sentía capaz de imaginar lo que pasaría por su cabeza al ser herido y, quizás, muerto, en una de las feroces batallas por la cristiandad. Sí. Recogí los esmaltes, óleos, telas y pinceles y, sigilosamente, abandoné esta prisión, esta alcoba.

La última pareja

Ven, dame una mano, coloca la otra sobre mi hombro, finge que estás ciego, no tropieces, yo conozco los caminos, todos los caminos, crecí en el bosque, cerca de las abandonadas rutas del viejo imperio, recorrí las nuevas calzadas de los mercaderes y los estudiantes y los frailes y los herejes, vi parir a las lobas junto a las zarzas, recogí la miel y cuidé los rebaños, ven, yo conozco la tierra, la tierra es mía, no hay nada en ella que yo no conozca o adivine, recuerde o desee; déjate guiar por mi cuerpo, ya dejamos atrás la sierra, ya descendimos al llano, se respira el humo de las fogatas y de los hornos, se escucha el ruido de las carretas, los cinceles y las grúas, ven, sígueme, no me sueltes, mi cuerpo es tu guía, confía en mi cuerpo, joven, hermoso náufrago, estamos fatigados, hemos caminado mucho desde ese mar que te arrojó a mis pies y bajo mi mirada que te esperaba, que sabía de tu llegada, pues yo sabía que esa madrugada tú serías arrojado a la playa del Cabo de los Desastres, y por eso, con los palos de mi tambor, marqué un ritmo que nos llevó precisamente a ese convento y no a otro, a ese convento que yo me sabía, porque conozco la tierra, habitado por monjas voraces, ávidas de carne de hombre, como sabía que la Dama Loca, al conocer el engaño, saldría huyendo de allí, de día, rompiendo la rutina establecida, olvidando su propia regla: sólo viajamos de noche, de día reposamos en los monasterios y adoramos el despojo de mi marido; y así, pasaríamos junto a la playa cuando tú ya estuvieras allí, arrojado por la marea, por la vida, por la historia que traes perdida en el pozo más hondo de tus desbaratados recuerdos. Yo lo sabía; tú no, hombre sin nombre, marcado sólo por la cruz de tu espalda; tú llegaste a esa playa sin saberlo y por eso eres el viajero auténtico, el hijo pródigo, el inconsciente portador de la verdad, tú, que nada sabes, tú, porque nada sabes, tú, que nada buscas, tú, porque nada buscas… Pon tus manos sobre mis hombros, camina detrás de mí, no mires, déjame tocar el tambor, anunciar nuestra llegada al palacio, ahora…

—Ahora parece que todo ha concluido, le dijo Nuño a Martín.

—Ahora la tormenta se ha aquietado, le dijo Martín a Catilinón.

—Ahora los peones han regresado al trabajo, le dijo Catilinón a Azucena.

—Ahora ese muchacho idiota capturado por la Dama Loca se entretiene con las bufonadas de la Barbarica, le dijo Azucena a Lolilla.

—Ahora ese joven capturado durante la cacería yace en el lecho de la Señora, le dijo Lolilla a un montero.

—Ahora los monteros y los alabarderos que estuvimos dos veces distintas en la playa juramos y perjuramos que esos dos muchachos, el de la Señora y el de la Dama, son idénticos entre sí, le dijo el montero a Guzmán.

—Ahora se acerca un tercer joven y también debe ser igual a los otros dos, le dijo Guzmán al azor…

…ahora yo anuncio con los negros palos del negro tambor nuestro

arribo al palacio y tú te dejas guiar por mí con tus manos sobre mis hombros, caminando como ciego: no mires, no mires el desorden de esta llanura reseca, los toldos de las tabernas, los cuerpos agazapados alrededor de los fuegos, el reguero de negras flores de brocado y rasgadas telas funerarias y quebrantados tabernáculos, los hocicos babeantes de los bueyes acalorados, los cúmulos de tejas y pizarras, los bloques de granito, las balas de heno y paja, no mires, joven náufrago, no mires este falso desorden, no abras los ojos hasta que yo te lo diga, quiero que mires la perfecta simetría del palacio, el orden inalterable impuesto por el Señor, por Felipe, a este gigantesco mausoleo sin terminar, eso quiero que veas al abrir los ojos; no mires, ahora, el estupor de los peones al vernos llegar, no escuches los gritos de esa mujer hincada junto a un derrumbe de tierra donde apenas brillan dos cirios encendidos en pleno día, no mires, no escuches, hermoso muchacho, cuerpo guiado por mi cuerpo, cuerpo salvado por el mío, quiero que la primera vez que veas, veas el orden del palacio, quiero que la primera vez que hables, le hables al Señor: quiero que rompas el orden de este lugar como se rompe una perfecta copa de delgadísimo cristal: tus ojos y tu voz serán dos poderosas manos llegadas de un mar inconquistable; todo lo pueden repetir mis labios tatuados; me llamo Celestina: todo lo pueden repetir mis labios tatuados, mis labios para siempre impresos con el beso llagado de mi amante, mis labios marcados con las palabras de la secreta sabiduría, el conocimiento que nos aparta por igual de principes, de filósofos y de peones, pues ni el poder ni los libros ni el trabajo lo revelan, sino el amor; pero no un amor cualquiera, compañero mío, sino un amor por el cual se pierde para siempre, sin esperanza de redención, el alma, y se gana, sin esperanza de resurrección, el placer; todo lo sé; ésta es mi historia; yo la estoy contando, desde el principio: yo la conozco en su totalidad, de cabo a rabo, hermoso y desolado joven, yo sé lo que el Señor sólo imagina, lo que la Señora teme, lo que Guzmán intuye; tócame, sígueme…

—Tuve una pesadilla: soñé que yo era tres, dijo el Señor.

—Tú y yo, Juan, tú y yo una pareja, Juan, dijo la Señora.

—Yo sólo, temblando de frío, yo sólo sin la vecindad de dioses ni de hombres, dijo Guzmán…

…no hables, no mires, tú estás ciego, tú estás sordo y sin embargo mi conocimiento es total pero incompleto, sólo tú me hacías falta para completarlo, sólo tú sabías lo que yo no podía saber, porque mi sabiduría es la de un solo mundo, este mundo, el nuestro, el mundo de César y Cristo, mundo cerrado, doloroso mundo, sin aperturas, cosido como un súcubo, sin orificios, contenido en su propia memoria de desgracias ciertas e imposibles ilusiones: un mundo que es una parpadeante llama en noche de tormentas: de él lo sé todo: nada sabía del otro mundo, el que tú conociste, el que siempre ha existido sin saber de nosotros, como nosotros nada sabíamos de él; yo te vi nacer, hijo, yo te vi nacer de vientre de loba; ¿quién sino yo iba a estar presente al cerrarse el círculo de tu vida, abierto una noche junto a las zarzas de un bosque; presente en la playa donde amaneciste, sin memoria, olvidado de todo, olvidado de todos, menos de mí que recibí tus pies al nacer? Separa un instante tu mano de mi hombro; cerciórate: ¿traes el mapa bien fajado en las calzas, traes la botella verde que te vi recoger en la playa? Bien; avanza de nuevo; no mires; nos miran; se acercan; creían que los prodigios habían terminado, nos miran con asombro, un paje y un náufrago: la pareja que faltaba; nos miran; salen de sus tabernas, sus tejares, sus fraguas; calla la plañidera; avanzamos abriéndonos paso entre el humo y el polvo y la nata de calor; yo toda vestida de negro, engañándoles, haciendo creer que otro es mi sexo y otra mi condición; tú desgarrado, descalzo, con los pies sangrantes, la cabellera revuelta, los ojos cerrados, los labios cubiertos de polvo. Y entonces ese hombre barbado, teñido por las brasas, con el pecho sudoroso y la mirada envejecida, suelta su fuelle, me mira intensamente, se acerca, se abre paso, vuelve a mirar mi ojos, no reconoce mis labios pero sí mi mirada, alarga las manos, duda, toca mis pechos, cae hincado, se abraza a mis piernas y murmura varias veces mi nombre.

Etapas de la noche

Siete fases tenía la noche de Roma, le dijo fray Toribio, el estrellero de palacio, al hermano Julián, mientras el primero escudriñaba el oscuro cielo abierto desde la alta torre para él reservada por el Señor; y el segundo, taimadamente, le escuchaba; crespusculum; fax, momento en que se iluminan las antorchas; concubium, hora del sueño; nox intempesta, tiempo en que se suspende toda actividad; gallicinium, canto del gallo; conticinium: silencio; aurora.

A cada etapa de esa larga noche de nuestros ancestros, así dividida para prolongar, o quizás para acortar (le era imposible saberlo a ciencia cierta) el proceso del tiempo, el fraile Julián atribuía, viviendo las distintas fases, una de las recámaras de este palacio en construcción; en cada alcoba congelaba, mentalmente, a dos figuras, a una pareja dispuesta por el fraile para una suerte de juego o combate final, un torneo sin apelación cuyos tiempos serían marcados por esas fases nocturnas, de número hasta de siete, número solemne, fatal y consagrado:

—Escoge siete estrellas del cielo, fray Toribio…

Siete etapas de la noche: ¿siete estrellas, siete parejas? La noche es natural, se dijo el fraile pintor, y su división en fases una mera convención, como lo son los nombres mismos de las personas: un personaje es un nombre, una acción es un verbo, convenciones; la noche misma no sabría nombrarse como tal, y menos saber que la inaugura un crepúsculo y la cierra una aurora; las estrellas son infinitas, y escoger entre ellas es otra convención, debida esta vez al azar: Fornax Chemica, Lupus, Corvus, Taurus Poniatowski, Lepus, Crater, Horologium; las siete constelaciones de entre las cuales fray Toribio escogió siete estrellas para la noche de fray Julián, tampoco conocían sus nombres; pero nombrar siete parejas… ¿habría un número suficiente de hombres y mujeres para formarlas en este palacio, en este mundo? Pues las partes del azar y de la convención, en lo tocante al encuentro de dos seres humanos, son insignificantes al lado de los poderes detentados por la voluntad de la pasión o por la pasión de la voluntad. Y así, las perfectas simetrías concebidas por la inteligencia jamás sobrepasan el ideal de la imaginación y sucumben a la proliferante invasión de una azarosa irracionalidad: uno reclama a dos para ser perfecto, pero no tarda en parecer un contingente tres que, reclamando su parte del equilibrio dual, lo deshace. Pues el orden perfecto es anuncio de perfecto horror, y la naturaleza lo rechaza, prefiriendo, para crecer, el plural desorden de una cierta libertad. Fray Julián recordó a su perdido amigo, el Cronista; quisiera, en este momento, haberle dicho:

«Deja que otros escriban los sucesos aparentes de la historia: las batallas y los tratados, las pugnas hereditarias, la suma o dispersión de la autoridad, las luchas de los estamentos, la ambición territorial que a la animalidad nos siguen atando; tú, amigo de las fábulas, escribe la historia de las pasiones, sin la cual no es comprensible la historia del dinero, del trabajo o del poder.»

Pax

Prende la antorcha, montero, y guíame a la recámara de nuestra Señora, dijo Guzmán; no sé por qué, esta noche, entre todas, me parece la más oscura que recuerdo; anda, enciende, es la hora de las antorchas, ¿no dicen las consejas que a la oscuridad sigue la luz, como a la tempestad la calma, a la vida la muerte, al orgullo la humillación y a la paciencia su recompensa? Anda, ilumina, montero, que ya siento que nuestra hora se acerca y hay que estar prevenidos para cogerla por la cola; lo siento; me lo dicen mis huesos y también el cuerpo de mis azores, que ya palpitan de zozobra; dime, montero, ¿se han cumplido mis órdenes?, ¿aprovechaste el sueño del Señor y la novicia?, ¿volteaste el reloj de arena, llenaste de agua el cantarillo, sustituiste las velas gastadas por otras nuevas? Conciértense todos nuestros actos, que nada quede al azar, que nada tenemos que perder tú y yo, y todo lo hemos de ganar si ai dócil fatalismo de las sangres agotadas oponemos el cálculo y la pujanza de la nueva sangre; todo es cambio, montero; quien lo sabe ver y con el cambio camina, prospera; quien se niega a admitirlo, decae y perece; tal es la única ley invariable: el cambio; guíame con tu antorcha; tendrás recompensa; alguien deberá ocupar mi puesto cuando yo ascienda a lugares más altos; ¿quién mejor que tú, que tan bien sabes servirme: tú, leal servidor y fidelísimo adepto?; te conozco, aunque no sepa cómo te llamas; pero eso ni tú mismo lo sabes; te conozco tan bien como me conozco a mí mismo, pues tú ejecutas lo que yo ordeno, eres mi mano y mi sombra: sabes simular el aullido de un perro cerca de las huecas bóvedas de este palacio, sabes llenar un cántaro vacío en la alcoba de nuestro Señor mientras nuestro Señor duerme sus agotados placeres con una novicia; te conozco y desde ahora te opongo esta prueba: ambiciona, montero; intenta, a tu vez, sustituirme; ésa será tu manera de serme leal: intriga, calcula, disimula, ensáñate en contra mía al servirme; de otra forma, nunca tendrás un nombre, serás sólo parte ínfima y dispensable del nombre del Señor, que tiene el suyo porque lo heredó, aunque no lo ganó; y tú y yo, montero, vamos a demostrar que uno se gana su nombre, y que sólo serán Señores quienes adquieran y no quienes hereden; yo tampoco tenía un nombre; no lo heredé: lo gané; Guzmán tiene hoy un nombre, aunque no tan grande como lo quisiera, ni tan grande como algún día lo tendrá; montero: sé entonces a la vez mi parcial y mi enemigo, pues sólo siendo mi adversario serás mi partidario; eso quiero, eso exijo de la vida entre hombres: sé mi enemigo, montero sin nombre, no me niegues esa fidelidad, alcanza con la ambición tu bautizo, que el nombre que en mala hora te dieron tus ruines padres ha sido olvidado por el mundo y tu verdadero nombre sólo te lo dará la historia de los hombres, si en ella sabes participar y exceder y, haciéndolo, en ella dejas la huella de tu persona; lucha contra mí, montero, sabiéndolo tú y sabiéndolo yo, que si no lo haces me condenarás a vivir sin riesgo, sin la oportunidad de defenderme y en la defensa afirmarme, y como los halcones viejos, mis uñas terminarán por agrietarse, ociosas, sobre las alcándaras del reposo.

Guiado por la antorcha, Guzmán se detuvo frente a la puerta de la alcoba de la Señora; le dijo al montero que aguardase, antorcha en mano, afuera; entró sin tocar y cerró la puerta tras de sí; la Señora dormía abrazada al cuerpo del muchacho llamado Juan; sonreía durmiendo y su sonrisa hablaba alto: éste es mi cuerpo y este cuerpo es mío. Sólo esta pareja respetaba el reposo nocturno, di José Guzmán; el Señor y la novicia, separados, cumplirían cada uno por su parte una helada vigilia; imaginó los pies desnudos de Inés, las desnudas manos de Felipe cerca de las frías piedras de claustro y alcoba. Sólo esta pareja dormía unida, la Señora recostada, desnuda, sobre el cuerpo del muchacho.

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