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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (82 page)

BOOK: Terra Nostra
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La mujer se arrancó los guantes; sentí sus manos huesudas, húmedas, apelmazadas, que recorrían mis mejillas, mi cuello, mi pecho…

—¿Para siempre, joven peregrino, dijiste que para siempre?

Sollocé en su regazo; no sé si escuché bien lo que dijo:

Fui la joven tentadora, amante de mi propio hermano, que entre mis brazos se perdió y perdió su reino de paz; fui la diosa del juego y de lo incierto, que tú conociste en la selva; en la madurez fui la sacerdotisa que absorbe los pecados y las inmundicias, los devora y así dejan de existir; ahora soy sólo la bruja, la anciana destructora de los jóvenes, la envidiosa: necesito sentarme sobre el cadáver de un hombre joven; ése es mi trono… tú…

La vieja me apartó, temblando, de sí.

Vete, huye, estás a tiempo; no entendiste; te ofrecí un año entero juntos, un año de tu vida de hombre, que no es igual a mis años de mujer, no lo aceptaste; hubieses muerto después de un año de amarme todas las noches; ahora tendremos que esperar, tanto, tanto; guarda el mapa, regresa, búscame, dentro de cien años, doscientos, mil, el tiempo que tardemos en ser otra vez, al mismo tiempo, jóvenes tú y yo, los dos juntos, al mismo tiempo, al mismo instante…

Juzgad, Señor, mi fiebre, mi locura, mi borrachera feroz; no era dueño de mí; termine de arrancar los ropajes de la anciana putrefacta, cerró los ojos, me dije no importa, estás borracho, qué importa, puedes poseerla, cierra los ojos, imagina a la muchacha de la selva, imagina a la mujer de la pirámide, es tu única mujer, tu amante, tu esposa, tu hermana, tu madre, goza de lo prohibido, hazla tuya, no hay otra mujer en el mundo, no juzgues ya, no compares, ama, ama, ama…

La vieja temblaba como un pajarillo; y como un desnudo gorrión sin plumas era su pequeño, encogido, enfermo cuerpo; me abrazó a él, con los ojos cerrados…

Espera, gemía la mujer, espera, no puedes ahora, qué lástima, esta vez no coincidieron nuestros tiempos, ha pasado tanto tiempo para mí desde que te conocí, pero tan poco para ti, espera, un día se cumplirá mi ciclo, volveré a ser la muchacha de la selva, volveremos a encontrarnos, en alguna parte, ahora no puedes…

Yo me había despojado de la manta con que me vistieron y desnudo, ciego, excitado, apreté contra mi cuerpo el de la vieja; mi pene erecto buscó el sexo de la anciana y topó contra piedra, un pedernal, una roca impenetrable…

Me aparté, me hinqué ante las piernas abiertas de la vieja, las aparte, y de su hoyo, Señor, de ese ardiente hoyo que fue mío, emergía un cuchillo de piedra, y su mango de piedra era un rostro labrado. y ese rostro era el de mi maravillosa amante, la muchacha de la selva, la señora de las mariposas.

Gemí, embrutecido, rodando por el tiempo, incierto de la hora, abandonado a los fulgores del oro y la plata y las perlas que corno las mariposas radiantes ahora no arrojaban más brillo que el de las cenizas, cenizas sentí en mi boca, fuego a mi espalda, el aposento se llenaba repentinamente de otros fulgores, volteó: hachas de fuego, grandes cebos de fuego mantenidos en alto: ora la noche, la noche era alumbrada por estos hombres, mire las antorchas, miró a mi doble oscuro, apoyado en la muleta.

Me miraban.

Noche de los reflejos

Mi doble oscuro, el llamado Espejo Humeante, el rengo, vestía ahora un chalequillo pintado con miembros humanos despedazados: cráneos, orejas, corazones, intestinos, tetas, manos, pies, y al cuello llevaba un aderezo de plumas de papagayo amarillo, y su manta tenía forma de hojas de ortiga, con tintura negra y mechones de pluma fina de águila; y sus orejeras eran de mosaico de turquesa, y de ellas pendía un anillo de espinas, y de oro era la insignia de la nariz, con piedras engastadas; y sobre la cabeza tenía el tocado de plumas verdes, semejante al que yo usé al ocupar el solio de esta ciudad maldita. Y en su mirada había un vidrio de pasiones, el primero de la larga noche de reflejos que ahora habría de vivir: asco y cólera, desprecio y goce, una secreta derrota, una inflamada decepción, una turbia victoria.

Recogí mis rasgadas ropas de náufrago, avergonzado de mi propia desnudez. Me vestí con rubor, con torpeza, con premura; recogí la máscara de plumas que la vieja me ofreció como extraña guía del mundo nuevo, y la guardé en mi jubón, junto con mi espejo y mis tijeras. La anciana permaneció yacente, tapándose los ojos con un brazo picoteado, desparramados por el suelo de plata sus negros ropajes, abiertas sus piernas con la daga de piedra clavada entre los muslos.

Los espesores del incienso invadían la cámara del tesoro.

El príncipe cojitranco habló, levantando un brazo y agitando las plumas de su penacho, y dirigiéndose a la compañía de sacerdotes y guerreros que le acompañaban, más que a la vieja y a mí, aunque sólo a nosotros dirigiese su mirada, véanlo; vean al joven señor del amor y de la paz; vean al creador de los hombres; vean al educador manso y caritativo; vean al enemigo del sacrificio y de la guerra; vean caído al creador; vean su vergüenza desnuda y borracha; véanle embriagado, recostado con su propia hermana, creyendo en el estupor de la bebida que es su propia madre, o con su propia madre, creyendo que es su propia hermana; ¿cuál crimen será peor?, ¿por cuál de todos le expulsaremos nuevamente' de la ciudad: usurpador, mentiroso, tan débil como los hombres que un día creó, y de la arcilla humana contagiado? ¿Es éste quien nos defenderá del trueno, del fuego, del terremoto, de la tiniebla? ¿Bastarían sus enseñanzas para aplacar las furias de la naturaleza que desde lo más alto del cielo y lo más profundo de la tierra nos amenazan a cada instante? Miren al creador caído, y díganme si desde los pozos de la borrachera y el incesto puede predicarse amor y paz y trabajo. Vayan, mensajeros y escuchas, corran con la nueva: el sueño ha concluido, el dios ha regresado, ha pecado, volverá a huir lleno de vergüenza, nuestra ley ha triunfado, permanece, sigue; la tierra tiene sed de sangre para rendir sus frutos, el sol tiene hambre de sangre para reaparecer cada aurora, el Señor de la Gran Voz tiene hambre y sed de las perlas, el maíz, el oro, las aves, la vida y la muerte de todos para contestar a los desafíos de la tierra y del sol. Has regresado, joven señor; breve ha sido tu paso por el trono que hoy te cedí; huirás de vuelta; tu regreso será de nuevo lo que nunca debió dejar de ser: una promesa. La honraremos de palabra. La negaremos de acto. No se puede gobernar con tus enseñanzas. Pero sólo se puede gobernar invocándolas.

Antes de que yo pudiese reaccionar ante estas incomprensibles acusaciones, la vieja gimió temiblemente, extendió sus vencidos brazos hacia el que hablaba, ese mi doble, suntuosamente ataviado, y en el cual sólo ahora reconocí, separándole para siempre de mí, al Señor de la Gran Voz, al tantas veces mentado príncipe de estas tierras de la luna muerta.

Y a la mujer le dijo que no desesperase, que todo estaba bien hecho, que ella tendría la recompensa de este día y esta edad, el regalo del momento que vivía, la ofrenda prometida cada vez que la mujer cumplía este ciclo de su siempre renovada existencia.

—Tu hermana… murmuró el príncipe rengo. Tu vergüenza. Tu madre.

Oh, Señor, qué me importaban estas interdicciones; no las comprendía, las sabía falsarias, estaba aturdido, extraviada mi razón, destemplados mis miembros; ahito de pesadillas, me arrojé a los pies de mi amante recuperada, besé sus rodillas, sus muslos, su vientre, quise llegar a sus labios; su mano me lo vedó, sellando los míos; nada me importaban sus crueles misterios, aceptaría lo que ella me pidiese, un año y luego la muerte, un día, una noche, una sola ocasión de amor, y mi vida volvería a tener sentido; ahora sí me confesaría ante ella, mi madre, dispuesto a ser escuchado por ella y así, a morir por ella; arranqué su mano de mis labios, le dije que me escuchara, toda la memoria de mi vida, de nuestras vidas, el recuerdo del mundo anterior a mi viaje al nuevo mundo, y me vi niño, sin palabra ni memoria, un recién nacido, envuelto en sábanas sangrantes, huyendo en brazos de una mujer, madre, nodriza, hermana, no sé, por los portales y los corredores de un patio de piedra donde se acumulaban cadáveres de mujeres, hombres, y niños como yo, cadáveres cuyas ropas anunciaban su condición: villanos, judíos, labriegos, mudéjares, rameras, monjes, mujeres del pueblo, niños del pueblo, amontonados en el patio de un alcázar, un túmulo de cadáveres sobre leños, amontonados en el patio del alcázar, unos guardias acorazados prendiendo fuego con sus hachas a la enorme pira funeraria, unos perros ladrando frente a las llamas y las llamas iluminando las carlancas de los perros y la divisa inscrita en el fierro, Nondum, Nondum…

No, Señor, no tembléis, no gritéis así, dejadme continuar, escuchadme, ella no me quiso escuchar, ella dijo como vos ahora, basta, basta, ella me apartó de sí como vos os levantáis de vuestra silla, aún no, aún no, esperad Señor, que quise confesarme esta vez ante ella, y recordé la muerte y el crimen y no supe por qué debía confesarme de esto, gritándole a la mujer de las mariposas: me preferiste a mí, te entregaste a mí para que yo te diera un hijo; sin saber lo que decía, Señor, ni por qué lo decía, y el hombre altivo, apoyado en la muleta, nos miraba con ojos de negro tigre, luego yo huí y sólo entonces tú la poseiste, fuiste siempre el segundo, no el primero, y odiaste a mis hijos, asesinaste a mis hijos, dije esto, como si en realidad lo hubiese vivido y ahora lo confesase, pero ella los recupera, mi madre, mi esposa, mi amante, mi hermana, ella bebe la sangre de mis hijos, ella recobra la juventud y la vida, ella vuelve a amarme, y las mariposas cenicientas recuperaron su brillo y su vuelo, uniéronse en centelleante constelación y se posaron sobre la cabeza de la anciana, y en ese instante la señora de las mariposas se desintegró, convertida en polvo, y los guardias del Señor de la Gran Voz cayeron sobre mí; a coces y empellones me derrumbaron, me arrastraron lejos de los restos de mi madre y hermana, mi amante, fuera de la sala de los tesoros, a la gran terraza y a la noche de la ciudad parpadeante, de grandes fogatas encendidas, de luces temblorosas en los canales, de apaciguados espejos en la laguna negra.

Por los treinta y tres peldaños descendimos, por los cuartos de albinos y enanos y monstruos pasamos, junto a las oscuras huertas donde aullaban los lobos, gruñían las onzas, ululaban los búhos, hasta un gran aposento de ídolos, cada uno con su cazuela de incienso a los pies de la piedra, en piedra convertidas todas las visiones de mi largo y breve peregrinar por esta tierra.

Que mirara, que mirara bien, me gritaba el Señor de la Gran Voz, mi doble cojo; que mirara bien, con un puño clavado en mi cabellera, tirando de ella, azotando mi cabeza contra las piedras de los ídolos, que mirara bien a los protectores, a los poderes que aseguran la lluvia y el viento y la fecundidad de la tierra y ahuyentan el terremoto, la sequía y la inundación devastadoras, que mirara bien, a los eternos opuestos, hombre y mujer, luz y oscuridad, movimiento y quietud, orden y desorden, bien y mal, las fuerzas que empujan al sol bienhechor hacia la entraña de los montes y las fuerzas que lo resucitan de su letargo nocturno, la luz en la noche, la tiniebla en el día, el anuncio, la doble estrella gemela de sí misma, primera del atardecer, primera del amanecer, mundo de dualidades, mundo de oposiciones, sólo hay vida si dos opuestos se enfrentan y luchan, no hay paz sin guerra, no hay vida sin muerte, no hay unidad posible, nada es uno, todo es dos, en constante combate, y yo pretendía que todo volviese a ser uno, todo de uno, todo de todos, yo, me gritó mi doble sombrío, tú, el principio de la unidad, del bien, de la paz permanente, de las dualidades disueltas, yo…

La sangre se agolpaba en mis ojos.

El humo me cegaba.

Yacía sobre la piedra de esta capilla y cuando levanté la cabeza sólo vi que mi doble estaba detenido frente a mí y que estábamos solos.

Y éstas fueron sus palabras:

—Esta mañana me viste quemar y barrer las cenizas de unos papeles. En ellos se contaba tu leyenda. En ellos se prometía tu regreso. Un día huiste por el oriente. Ibas apesadumbrado porque los hombres habían violado tus códigos de paz, unión y hermandad. Dijiste que volverías un día, a restaurar tu reino de bondad.

—No entiendo, dije con la voz ronca, agotada, no entiendo, ¿por qué se perdió ese reino, por qué violaron los hombres las leyes de la paz y la bondad?

Mi doble rió: —Tú eres la luz y yo soy la sombra. Tus hijos, los hombres, nacieron de la luz. Yo, desde las tinieblas, no podía crear. La noche se alimenta de la creciente nada. Tú inventaste a los hombres en la luz y para la luz. Pero aun la luz necesita reposo y mi reino, el de la noche, acoge la fatiga de las criaturas. Tus hijos no serían más que el mismo sol. Deberían, como el sol, dormir, y entonces vo, el demonio de los sueños, los haría míos, cada noche, y cada noche les haría dudar de la bondad de su creador, daría figura en el temblor de la noche al miedo, la duda, la envidia, el desprecio, la codicia: noche tras noche, gota tras gota, hasta envenenar a tus hijos, dividirlos, seducirlos, hacerlos optar entre la tentación de la noche y la costumbre del día. Te equivocaste, pobrecito de ti. Hiciste libres a los hombres. Pudieron escocer. ¿Quién no escogerá las deleitosas prohibiciones de la noche sobre las insípidas leyes del día?

—¿Aun a costa de la esclavitud?

—No sabían entonces que sobre el desorden de sus sentidos se levantaría el sentido de mi orden. Sin necesidad de decir palabra, ellos se convirtieron en esclavos y yo en amo, pero ambos, ellos para mantener la ilusión de su libertad y yo para mantener la legitimidad de mi poder, fingimos seguir respetando tus leyes. Huiste entristecido; dijiste que regresarías. Mientras tanto, yo reinaría como usurpador, como simple lugarteniente de tu solio, sin legitimidad propia, temiendo a cada, instante tu prometido retorno y el fin de mi poder. Mírate ahora, borracho, incestuoso, indigno, estúpido. No resististe a la tentación. YA creador es culpable. El creador es tan débil como sus criaturas. Mírate ahora. Mírate…

El Señor de la Gran Voz acercaba a mí una vara llena de espejos. Cerré los ojos para no mirarme. Murmuré una razón que repentinamente se alumbró en mi pecho:

—El anciano de la memoria me dijo que éramos tres, tres los creadores, uno de la vida, otro de la muerte, y otro del recuerdo que mantiene vida y muerte… Y si él era la memoria, y la vida yo, tu debes ser la muerte, la muerte en la tierra, y no la que yo conocí debajo de la tierra…

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