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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (85 page)

BOOK: Terra Nostra
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¿También esto era mentira, también ellos eran fantasmas?

—Aquí estamos, dijo, simplemente, otra muchacha. En verdad KJUÍ somos.

Y habló uno tras otro:

—Debes partir.

—Nadie más que tú sabe de nosotros.

—Éste es tu secreto.

—No debes regresar.

—Nos esconderemos.

—Nos perderemos.

—No nos encontrarán.

—No nos sacrificarán.

—Saldremos cuando sea necesario.

—A nadie le cuentes de nosotros.

—No necesitas regresar.

—Haremos lo que tú prometiste.

—Actuaremos en tu nombre.

—Pierde cuidado.

—Somos veinte.

—En tu nombre viviremos los días que no recuerdas…

—Los días que perdiste…

—Los días que temes…

—Veinte días…

—Somos veinte…

—Diez hombres…

—Diez mujeres…

—Uno por cada uno de tus días olvidados y temidos…

—Todos juntos…

—No regreses…

—No te lo perdonarán…

—Éste ha sido tu crimen…

—Nos diste la vida…

—Ellos no lo saben…

—No creen que existimos…

—Los sorprenderemos…

—Nos esconderemos…

—En la montaña…

—En el desierto…

—En la selva …

—En la costa…

—Entre las ruinas…

—En las perdidas aldeas…

—Entre los magueyes…

—Junto a las campanas. .

—Bajo el fuete…

—Dentro de la mina…

—En el trapiche…

—En los calabozos…

—En la milpa…

—En toda la tierra…

¿Tenía palabras el tiempo, las tenía, tenía horas el espacio, las tenia? ¿Qué hora, qué día era éste? Lo imploré, que me dijeran, tal fue mi última pregunta, Señor:

—¿Qué día es éste? ¿Qué hora es ésta?

—Un día.

—Un hombre.

—Otro día.

—Una mujer.

—Veinte días.

—Diez hombres.

—Diez mujeres.

—Qué importa.

—Un día.

—La primera mañana de marzo.

—Tierra seca.

—Tierra negra.

—Cae la ciudad.

—Y nosotros.

—Otro día.

—La segunda noche de octubre.

—Tierra mojada.

—Tierra roja.

—Cae la ciudad.

—Y nosotros.

—Veinte días.

—Septiembre.

—Mueren las lluvias.

—Julio.

—Ardientes mañanas, tormentosas tardes.

—Febrero.

—Remolinos de polvo.

—Marzo.

—La misma plaza.

—Sol, el sol.

—Octubre.

—La misma plaza.

—Agua, el agua.

—Veinte días.

—Cuchillo y metralla.

—Gruñen los perros.

—Corre la sangre.

—No tenemos armas.

—Se levantan las piedras, las picas, los palos.

—Muchos hombres.

—A caballo.

—Un hombre.

—Asesinado.

—La misma plaza.

—Olor de pólvora.

—Pendones rasgados.

—Un pueblo.

—Esclavizado.

—Una tierra.

—Humillada.

—Y nosotros.

—Muere la ciudad.

—Renace la ciudad.

—Nos matan.

—Renacemos.

—Sigue tu camino.

—No regreses.

—Seremos los veinte días de tu destino oscuro.

—Los viviremos por ti.

—Mi pregunta, imploré, mi pregunta final…

—Mira al cielo: cada estrella tiene su tiempo.

—Todos esos tiempos viven lado a lado, en el mismo cielo.

—Hay otro tiempo.

—¿Aprenderás a medirlo?

—Todos los tiempos vivos en un solo espacio muerto.

—Allí termina la historia.

¿La historia? Ésta, la mía, la de muchos, cuál historia… No pude preguntar; no pude responder… Nuevamente, estos jóvenes nacidos de mi abrazo hablaron como si me adivinaran, como si fuesen yo mismo, multiplicado, cruzado, mezclado con cuanto aquí miré o toqué. Esta humanidad aquí erguida, desnuda, sobre la calzada y junto a la laguna, habló con sus plurales voces.

—La nueva tierra le dio la vida a Pedro: tu amigo culminó en ella su existencia entera, sus sueños, sufrimientos y trabajos. Su vida vahó la pena. El nuevo mundo se la regaló, completa.

—Pedro dio la vida por ti.

—Tú diste las tijeras.

—Te dieron el oro.

—Tú diste tu trabajo.

—Te dieron la memoria.

—Les diste un espejo.

—Te dieron su propia muerte.

—Respondiste con amor: a ellos, muertos; a una mujer, viva.

—Ella te dio tus días.

—Los cinco días del sol te ofrecieron veinte días de tinieblas.

—Los veinte días del espejo de humo te ofrecieron a tu doble.

—Tu doble te ofreció su reino.

—Cambiaste el poder por la mujer.

—La mujer te dio la sabiduría.

—Tú nos diste nuestras vidas.

—Nosotros te damos tu libertad.

—¿Puedes hacernos una ofrenda superior?

—No puedes.

—Ha culminado la historia.

—¿A quién le darán ustedes sus vidas?, pregunté.

—A la nueva tierra que le dio la vida a Pedro.

Me abrazaron.

Me besaron.

Subí a la barca.

Un joven la desprendió de sus amarras.

El viento y la noche me arrastraron lejos de la calzada. No pude ver más a mis veinte jóvenes amigos, ni imaginar su destino durante los veinte días que vivirían por cuenta mía; pero serían jornadas de sangre, crimen, dolor; sólo eso supe, y no pude entender más de cuanto me dijeron. Sentíme empobrecido y solo: todo lo había perdido, la amistad del viejo Pedro, la fraternidad del pueblo de la selva, el amor de la señora de las mariposas; nada había ganado, sino lo que quería olvidar: el sacrificio y la opresión encarnados dentro de la sombra humeante que dentro de mí existía, y que quizás, realmente, no asesiné con mis tijeras. Mareado, me así al único palo de esta nave de serpientes y vi que avanzaba con rapidez por la laguna de México. Pero detrás de mí iba dejando, no una estela de agua, sino un remolino de polvo; la laguna, Señor, se convertía en tierra al contacto con la quilla, tierra quebrada, salitrosa, estéril, y sólo era agua lo que frente a mí veía, y polvo lo que a mi zaga dejaba.

Temblé: me dirigía hacia un centro convulso, donde el agua y el polvo se unían, donde agua era el polvo y polvo el agua; una vorágine, idéntica a la que antes conocí en mi viaje hacia estas tierras, una espiral de estrellas boca abajo, una succión de quebrados dientes e invisibles lenguas y rumores de cascabel: la boca de la serpiente, díjeme abrazado al débil mástil de mi embarcación, la gran serpiente de polvo y agua de la laguna mexicana me traga, sus anillos se contraen, todo regresa al mortal abrazo con la gran piel manchada por el fuego de la creación, cerró los ojos, caí en el pozo, soñé que me rodeaban líquidos muros, cascadas de polvo, y que, como en el mar océano, el cielo se alejaba velozmente de mi mirada: abrí los ojos, Señor, y supe que otra era la verdad, que mi barca y yo, con un movimiento indescriptible, nos movíamos en todas las direcciones, capturados dentro de un vasto río subterráneo, o surcando una inmensa tierra submarina.

Nos movíamos en todas las direcciones, que si éste era un descenso, también era un ascenso, que si hacia mi derecha se estrellaba la nave, mis sentidos en rebeldía indicaban que hacia la izquierda retozaba, que en un mismo espacio y a un mismo tiempo, mi viaje final me conducía, simultáneamente, a todos los lugares y a todos los momentos: en ellos me encontraba, alucinado, en el centro de todo cuanto existe, un centro de flores incendiadas, pero ese centro también era un desértico norte, una lluvia de granizo, una soberanía de lechuzas, una medianoche a la vez blanca y negra; y estando en el norte, estaba al mismo tiempo en el sur, un azul mediodía, una bandada de loros, un agua fértil que ascendía en lloviznas tibias a mojar a la luna en su apogeo; y que estando al norte y al sur, estaba al oeste, un tembloroso crepúsculo, temeroso de la oscuridad cercana, y estaba al este, en el corazón de la montaña, en la cresta de la aurora, en el anuncio de mi estrella matutina, y que estando en todos los puntos del compás a la vez, sin nunca abandonar el centro de todo, estaba también arriba del norte, mirando el fuego que se extendía desde el centro de la tierra hasta la más alejada estrella del polo, pero abajo del norte también, en medio de una fría y cortante tempestad de hielo y navajas; y arriba del sur, en el ojo de su diluvio, mas abajo de él también, en una espesa región de olvidos y embriagueces repugnantes; y que estando al poniente de todo, estaba a un tiempo arriba de él, testigo de la temida extinción del sol, y abajo, mirando por última vez al animal de torva figura y torcidas patas que lo devoraba; y que estando al oriente, estaba debajo de él, viendo cómo emergían todas las cosas ocultas de la tierra, cómo empezaban a germinar las plantas, a correr los ríos, a acoplarse las bestias, a nacer los hombres, y arriba del levante de mi visión simultánea de todo, Venus brillaba a mi alcance, cerca de mi mano extendida, y líamela, como al principio de mi historia, estrella matutina, última luz de la noche y perpetuación de la noche en el alba, guía de marineros: repetí, grité ese nombre, el mismo, el único, el de mi destinación, fuese a donde fuese, navegase de partida o de regreso, me embarcase victorioso o vencido, Venus, Venus, Vésperes, Vísperas, Hésperes, Hespero, Hesperia, España, Hespaña, Vespaña, nombre de la estrella doble, gemela de sí misma, crepúsculo y alba constantes, estela de plata que unía al viejo y al nuevo mundo, y de uno me llevaba al otro, arrastrado por su cauda de fuego, estrella de las vísperas, estrella de la aurora, serpiente de plumas, mi nombre en el mundo nuevo era el nombre del viejo mundo, Quetzalcóatl, Venus, Hesperia, España, dos estrellas que son la misma, alba y crepúsculo, misteriosa unión, enigma indescifrable, mas cifra de dos cuerpos, de dos tierras, de un terrible encuentro.

Arranqué el espejo de mi jubón, lo mostré a la estrella, para capturarla, para detener en él todos los instantes y todos los espacios de mi viaje hacia el origen de mi viaje: a la mano, en la mano, la ardiente estrella, Venus, Hesperia, España, Serpiente de Plumas, Espejo Humeante: un solo nombre, al fuego de la estrella atrapada me prendí, trepé por el palo para estar más cerca de ella, el fuego tocó la punta del mástil, se incendió, el fuego de San Telmo, el agitado mar pizarra, de honda respiración tormentosa, el cielo encapotado bajo mil destellos, mi solitaria luna en llamas, un espejo, un faro, una costa, mi barca de serpientes se estrelló contra las rocas, caí del mástil, caí de espaldas, mirando el fuego en la punta de palo, la estrella fugitiva, la noche restaurada, el cielo bocarriba, un solo lugar y ya no todos, un solo tiempo y ya no todos, caí, regresé…

Me despertaron, Señor, los labios tatuados de una mujer vestida de paje.

Yo yacía bocabajo sobre la playa, con los brazos abiertos en cruz.

III. El otro mundo

Noche del retorno

Largas horas pasaría la Señora, solitaria, en su alcoba, sin más compañía que la del ser por ella fabricado, inánime, a todos los ritos impermeable, a todas las convocaciones sordo, sin mirarlo, atenta solamente, sentada sobre alcatifas, almohadas y arambeles, jugueteando distraídamente con las arenas del piso de su rica alcoba arábiga, al goteo del atardecer en la meseta y la sierra, cerca de su ventana, adivinando, escuchando, imaginando el origen de los escasos, líquidos rumores de esta tierra llana, polvosa, aplacada, inhóspita: aguzaba el oído: distinguía el origen del agua en el silencio de la tarde castellana.

—Azucena, Lolilla, ¿dónde estáis? Cuántas horas solitarias. ¿Dónde se han ido todos?

Se imaginó por un instante, abandonada, sin más compañía que la del ser fabricado por sus brujerías. Se imaginó única dueña del palacio. Oh, regresarían los pastores, los cantos, los bailes, los baños, los placeres… Caen las horas como monedas de plata. Luz de oro: piedra dorada por el sol del poniente; pezuñas de cabra en la sierra; patas de toro en el llano; el agua invisible: goteras de las mazmorras, gotas negras, escurriendo por los muros; desagües de las canteras, en la sierra quejumbrosa y nevada; estrechos, escasos ríos, agua de piedra; tormenta vecina, acumulándose hacia el oriente, lejanos truenos, el agua…

No miraba hacia la figura yacente en el lecho.

Miraba por la ventana entreabierta, oliendo el anuncio de la lluvia, la tempestad de verano, el agua llegada de oriente, el gran baño de la tierra sucia que prohibía las abluciones, el desgaste por agua de las fuerzas indispensables para la guerra, la santidad, el tormento: el tamborileo creciente de las gotas sobre la tierra seca, los toldos de las fraguas y tabernas de la obra, las baldosas del palacio. Cada gota: un placer; no pidió más, no había solicitado estos amores, estos pactos diabólicos, estas negras artes: había pedido, nada más, un poco de alegría para sus sentidos.

Soñó, con la cabeza reclinada sobre el puño, con el oriente, las Indias, las Cruzadas; ella, una castellana en tiempos de las Cruzadas, descubriendo los placeres desconocidos, gota a gota, un rosario de placeres; todo lo grato es extraño, nos llega de muy lejos. Mijail, Juan: el rosario, el rosario vino de Siria, granos del rosario del placer, arroz, azúcar, sésamo, melón, limón, naranja, durazno, alcachofas; goteo de las especias delectables, clavo, gengibre, perfume; el algo— dòn, el satín, el damasco, los tapetes; goteo de nuevos colores: índigo, carmín, lila.

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