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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (81 page)

BOOK: Terra Nostra
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Miré la extensión de la ciudad de la laguna, cruzada por puentes y canales y abierta en vastas plazas y levantada en anchas torres y aposentada en cien mil casas y cursada por doscientas mil embarcaciones y vi lo que sabía: este esplendor mantenían mis pobres amigos del pueblo de la selva y el río, y para este homenaje habían cumplido sus repetidos ciclos: perlas y oro a cambio del grano rojo, majorcas para su hambre a cambio de hombres, mujeres y niños para el servicio de la gran ciudad y sus señores, asentados sobre la laguna alta del alto valle de aire delgado y transparentes visiones.

Pasé al aposento que coronaba esta construcción.

¿Cuántas maravillas, cristiano Señor que me escuchas, no había yo visto desde que el torbellino del océano me arrojó a la playa de las perlas? Nada quiero dejar fuera de mi relato: así lo visto como lo soñado; y casi siempre, lo admito, fueme imposible separar aquí la maravilla de la verdad, o la verdad de la maravilla. Pero si de algo estoy cierto, es de que la suprema unión de la fábula y la realidad tenía su sede en esa cámara a la cual llegué, pues entrar a ella fue como penetrar al corazón mismo de la opulencia.

Largo y ancho era el aposento, y sus paredes eran de oro puro; y allí acumulábanse grandísima cantidad de perlas y piedras preciosas, ágatas, cornerinas, esmeraldas, rubíes, topacios y los pisos mismos estaban chapados de oro y plata de gruesas planchas, y había allí discos de oro, los collares de los ídolos, escudos finos, las lunetas de la nariz, hechas de oro, las grebas de oro, las ajorcas de oro, las diademas de oro.

Al aposento entraron señores y caballeros de guarda, y criados con sus armas, y doncellas con grandes fuentes colmadas de frutas y carnes, y vasijas, y seis señores ancianos, y un grupo de músicos y otro de bailadores y jugadores, y tomamos asiento sobre un banquillo bajo, frente a una almohada de cuero, las doncellas ofreciéronme las viandas de gallina y venado y las olorosas hierbas y sirviéronme de sus vasijas y en copas de oro los perfumados brebajes; y los seis ancianos se adelantaron a probar cada manjar servido, sin mirarme a la cara y con el mayor respeto, y comenzó la música de zampoña, flauta, caracol, huesos y atabales, y los cantos, y los bailes, y echáronse al piso unos jugadores que traían con los pies un palo como un cuartón, rollizo, parejo y liso, que arrojaban en alto y lo recogían y le daban, con los pies, mil vueltas en el aire tan bien y presto que apenas podía yo ver cómo, yo comía y bebía a saciedad, maravillado del lugar y sus gentes; y luego entraron haciendo monerías los enanos truhanes y chocarreros, y un anciano tomó las sobras de mi almuerzo y las arrojó al rumbo de los enanos y éstos se echaron como animalillos famélicos sobre ellas.

Terminada la comida, salieron todos sin mirarme y sin darme la espalda, salvo las doncellas. Y las doncellas me desvistieron, me lavaron cuidadosamente y me volvieron a vestir con una rica manta.

Se disponían a salir con mis viejas ropas, mas yo extendí un brazo, y pedíles que me dejaran mis ropas de náufrago, mi jubón y mis calzas rasgadas, y lo que entre ellas guardaba: mis tijeras y mi espejo. Una doncella se desprendió por un instante de su máscara servicial y un rayo de enojo atravesó sus facciones:

—Joven señor: debes mudar cuatro vestidos al día, y ninguno tornar a vestir por segunda vez.

—Éstas son las ropas con las que fui arrojado a estas playas, dije sencillamente, pero la doncella me miró, y las miró, como si hubiese dicho cosa de brujería.

Ella misma colocó mis harapos a mis pies y, junto con las demás, desapareció, dejándome solo en esta recámara de los tesoros.

Pensé por un momento, Señor, en el aposento de piedra del anciano de las memorias, donde celosamente guardaba en cestos sus perlas y majorcas: había aquí con qué comprar, un millón de veces, no sólo cuanto ese viejo guardaba, no, Señor: con el tesoro de este cuarto se podría pagar el rescate de todos los puertos de nuestro mar Mediterráneo, y la vida de todos sus soberanos, grandes y pequeños, y el amor de todas sus mujeres, altas o populares.

Sólo en ese instante de mi soledad me di cabal cuenta de que todo esto era mío, para hacer de estos tesoros lo que quisiera. Y pues mis dos deseos soberanos —regresar con Pedro a la playa feliz del mundo nuevo, regresar con la mujer de las mariposas a la noche feliz de mi pasión— cosa imposible eran, miré de nuevo alrededor de este aposento de las riquezas, sabedor de que me llevaría un mes o más contar el oro y la plata, las perlas y pedrerías, las joyas aquí reunidas, y grité, como si quisiera que me oyesen todos, grité, para que me oyesen todos, tomé puñados de perlas y collares y ajorcas y arracadas y brazaletes y salí de la recámara a la alta terraza desde donde se miraba la extensión total de la espléndida ciudad lacustre, transparente al decaer el mediodía, pululante; a las decenas de miles de barcas, a los mercados abiertos, a los portales, a las torres de piedra, a los humos dorádos, a los canales de brillante verdor, a las dos cimas nevadas que la guardaban, les grité, con las manos llenas de joyas:

—¡Vuelvan a sus verdaderos dueños! ¡Regresen estos tesoros a las manos de quienes los arrancaron de la selva, de la mina, de la playa, a quienes los labraron y engarzaron y pulieron! ¡Vuelva todo a la vida de quienes por ello murieron! ¡Resucite en cada perla una muchacha dada como ramera a un guerrero, en cada grano de oro un hombre sacrificado por terror a la muerte del mundo, reviva el mundo entero, yo lo riego de oro, lo siembro de plata, lo baño de perlas, vuelva todo a todos, regrese cuanto aquí poseo a sus verdaderos dueños: mi pueblo de la selva, mis niños olvidados, mis mujeres violadas, mis hombres sacrificados!

Esto le grité a la ciudad de la altura desde la altura de los treinta y tres escalones en cuya cima eran guardados los más vastos tesoros del mundo. Creedme, Señor, cuando os digo que los lejanos rumores de canales y mercados, calzadas y torres, parecieron cesar súbitamente, y sólo el perdido clamor de un concho marino llenó ese inmenso vacío del silencio.

Arrojé las joyas y el oro y las perlas por los cuatro costados de mi alta terraza; viles rodar escalinatas abajo, por donde subí hasta aquí; y hasta la profundidad de un ancho canal, desde el segundo borde de esta plataforma; y hasta los altares bajos y sus ídolos de piedra y sus paredes ensangrentadas y las negras costras de sus suelos, desde el tercero; y desde el cuarto, sobre el osar de cabezas de hombres, hecho en gradas, en que estaban engeridas entre piedra y piedra calaveras con los dientes hacia fuera.

Al agua, a la piedra, y al hueso: allí regresaron los tesoros que mis puños lograron apresar y no, me dije, a los pobladores, para siempre desaparecidos, de la trashumante aldea del río, la selva y la montaña.

Regresé desanimado a mi aposento.

No me sorprendió, al principio, el fulgor de la recámara. Era una alberca de luz, deslumbrante, una laguna de oro y plata, como si el metal, aquí, hubiese reproducido, en miniatura, el brillo de la vasta ciudad encantada.

Avancé hacia el fondo del claustro, en busca de un lugar para mi reposo. Necesitaba pensar un poco. Parecía haber llegado al término de mis fatigas, pero bien sabía que aún me quedaban el resto de este día, su noche, y el día y la noche siguientes para agotar mi destino en la tierra del ombligo de la luna. Cosa extraña: atardecía, y no había sentido la necesidad de hacer mi pregunta de esta jornada. Otros habían hablado; otros habían explicado; mi oración fue contestada: que los hechos respondan a mis interrogantes. Temía, este amanecer, malgastar una pregunta; ahora, al anochecer, temía quedarme sin la oportunidad de formularla.

Brillante recámara: mis ojos buscaron pieles, mantas, una semblanza de lecho donde arrojarme. Brillante aposento: el brillo tenía un centro, y ese centro volaba, era una corona de luces, una constelación de alas luminosas…

¡Oh, Señor, cómo corrí entonces hacia ese centro de la luz, cómo quise penetrar antes de tiempo la sombra que se ceñía en figura humana bajo la corona de libélulas, cómo me detuve, palpitante, fuera de mí, incierto de la fortuna que así me colmaba, ante esa figura de tinieblas vestida, pero coronada por el signo de mi amor: el volátil cetro de las mariposas de luz!

—Señora, ¿eres tu?

La negra sombra guardó silencio; pero al cabo me contestó:

—¿Ésa es tu pregunta de este día?

Era su voz; y conocía nuestro pacto.

Me arroje sobre su regazo, me abracó a su talle, busque su rostro: cuerpo y semblante eran ocultados por negros trapos; tomé sus manos: guantes de negro cuero las cubrían, y en cada mano tenía una copa. Me dijo:

—Bebe. Te juré que volveríamos a encontrarnos, y que entonces tu placer sería redoblado. Has vencido todas las tentaciones y todos los obstáculos. Has llegado a la cima del poder. Anda, bebe.

Llevé a mis labios, Señor, la pesada copa de oro que la mujer me ofrecía; bebí un líquido espeso, fermentado, embriagante, que beberlo era como tomar luego de una hoguera y llevarlo a la boca; brebaje más turbio no existe, ni más cristalino: era beber un perluntado lodo, era beber cristal molido.

Abrevé la copa, arrojéla de lado, hundí la cabeza en el regazo de mi amante recuperada, pensé que mis sentidos huían, secuestrados por el licor, y que líquida se volvía mi mirada, mi carne entera, mis manos y mis rodillas, mis huesos todos, señora; señora, mi pregunta de este día, escúchala, contéstala, los príncipes de la muerte me dijeron en el hondo infierno de los hielos que yo era uno en la memoria y otro en el olvido, serpiente de plumas en lo que recuerdo y espejo humeante en lo que no recuerdo; ¿qué significa, señora, este acertijo?

No sé cuántas veces, en mi dolorosa embriaguez, repetí esta pregunta; y las manos de cuero de mi negra amante me consolaban como una madre consuela a su hijo, como me consoló la abuela de la limpia choza cuando me dormí sobre su regazo. Y sólo cuando terminé de repetir mi pregunta, y cesaron mis temblores, ella pudo decir estas terribles palabras, repetidas tantas veces como mi pregunta, tu pregunta ha sido inútil, tú mismo, frente a los señores de la muerte, le diste respuesta, te dije que viajarías veinticinco días y veinticinco noches para que volviéramos a reunimos, te prometí cinco días para salvarlos de tu muerte y llegar hasta mí. Sólo empleaste dos.

Salvaste tres. Te ofrecí, en la pirámide, renunciar a ellos y reunirte de una vez conmigo. Para siempre. En la vida y en la muerte. Preferiste apostar a la fortuna del tiempo que aún te quedaba. Qué lástima. Me has vuelto a encontrar. Pero no soy la misma. Mi tiempo no es el tuyo. Tiene otra medida. Ha pasado tanto tiempo desde que nos amamos en la selva… tanto tiempo desde que nos vimos en la pirámide… tanto tiempo.

Cerré los ojos y me abracé fuertemente a las rodillas de la mujer.

—Sigo sin comprender; no has contestado a mi pregunta; sé lo que fui en la memoria, recuerdo los días que supe salvar a la muerte; ¿qué me sucedió durante los veinte días que he olvidado?

—Hazle esa pregunta a otros esta misma noche. Ahora ven a mí.

Me acarició la cabeza con las manos enguantadas. Me dijo dulcemente al oído:

—Recuerda la pirámide. Recuerda que yo soy quien escucha la confesión final de cada hombre, la única confesión de la vida, una sola vez, al final de la vida…

Levanté la cabeza y miré la máscara de trapos negros y le grité:

—¡Pero yo no quiero morir, yo quiero vivir contigo, te he vuelto a encontrar, sólo dos cosas imposibles pedí hoy, al entrar a esta cámara de los tesoros, y una de ellas se ha vuelto posible: tenerte, amarte, de nuevo, para siempre! Y pues no puedo devolverle la vida al hombre que fue como mi padre, en nombre suyo y de la felicidad que él buscó aquí, quiero amarte a ti mientras viva…

La señora de las mariposas rió detrás de su cascada de trapos:

—¿Estás seguro de lo que dices?

Sí, contestóle, sí, mil veces sí, mientras apartaba los trapos del rostro, rasgaba las vestiduras de mi amante, volvía a buscar la piel de canela, las uñas negras, el oscuro bosque de mi placer irrepetible…

—Mi placer irrepetible… repetí, en voz alta, estúpidamente, al develar el rostro de la mujer y descubrir que lo cubría otra máscara, de plumas, plumas granates, verdes, azules, un abanico de plumas que irradiaban desde un centro de hormigas muertas, pegadas con esa resina que yo sabía oler ya en las cosas de esta tierra.

—Tu cara, le dije, quiero tu cara, quiero besarte…

—Espera. Antes de arrancarme esta máscara, júrame una cosa.

—Di.

—Que la conservarás contigo siempre. Pase lo que pase, no te desprendas de ella. Es mi obsequio final para ti. Es el mapa de ese nuevo mundo que tanto anheló tu pobre amigo viejo. Guárdalo contigo. Un día te guiará de regreso hacia mí…

—¿Un mapa? Sólo miro un círculo de arañas, un campo de plumas, ¿cómo puede guiarme este…?

Me interrumpió:

—Cree en mis palabras. Este es el verdadero mapa de la tierra nueva. No el que dibujen los navegantes o los viajeros que se internen en las montañas. No el que conduce a los lugares visibles, sino el que te conducirá, un día, de regreso a mí… a lo invisible…

En el fondo del aposento de los tesoros, solos los dos, rodeados del infinito silencio que yo mismo impuse a la ciudad cuando arrojé las joyas desde lo alto, retiré, con gran delicadeza, con toda la ternura de la que me sentí capaz, la máscara de plumas y hormigas del rostro de mi amada.

Detrás de ella apareció la última faz de mi amante.

Podría decir que era un rostro devorado por la edad, minúscula red de arrugas, hundida mirada de opaca pasión al fondo de las cuencas amoratadas, al fondo de los salientes y desnudos huesos de su frente y sus pómulos, apenas cubiertos por una piel delgada, amarilla, de papel viejo, y diría verdad; podría decir que era una cara infinitamente anciana, con el eterno tatuaje de los labios borrado y vencido por el tiempo, derrotado por las hondas arrugas que se hundían en su boca, se hincaban en sus comisuras, se perdían en sus encías sin dientes, y diría verdad.

Verdad a medias, Señor. Pues los signos de la devastación en el rostro de mi amante eran los del tiempo, sí, pero eran algo más, peor que el tiempo. Mi amante, mi amante de la selva. Busqué la corona de mariposas encima de la cabeza cana, rala, verrugosa, de mi amante; las vi caer, secas y sin luz, sin vida ya, sobre el suelo de plata de esta alcoba suntuaria. La vi a ella: esta vejez era obra de la enfermedad, del pus que corría por la nariz, de la viruela que marcaba la piel, de la lepra que carcomía su sangre, de la tumefacción que la agolpaba en ciénagas de hinchados cráteres, de la podredumbre que escurría por sus pezones, del pantano apestoso que era su boca: señora, diosa devoradora de la inmundicia, la inmundicia la había devorado a ella…

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