—Muy al sur estabas, suspiró Martín.
—Y tú, muy al norte, sonrió Ñuño.
—Pero fuera de norte a sur, murmuró Jerónimo, el valor real de cada uno es bien escaso, pues en doscientos sueldos se tasa la vida de un judío, y en cien la de un labrador.
—Bobos que sois, rió Catilinón, pues cuanto contáis son historias vanas y risibles, ya que más os ha importado la dignidad que la vida, mientras que otros de vuestra condición mostráronse obedientes y sumisos, cortejaron favores y acabaron por ganar franquezas y cartas de hidalguía.
—¿Y sabes lo que soportaron, quillote?, contestó con rabia Martín, la pernada, sí, y aceptar que el matrimonio entre siervos no es indisoluble, ni la familia familia, pues carece el padre de autoridad en ella, siendo el señor dueño de haciendas, vidas, honras y muertes, pues hasta el cadáver del siervo le pertenece.
—Paciencia y obediencia, guiñó el ojo el picaro Cato, que quienes no se fugaron ni se rebelaron ni por palabras disputaron con sus señores, pasaron de siervos a vasallos, de vasallos a colonos, de colonos a propietarios, y siempre hay un camino hacia la fortuna para el que bien lo sabe hallar.
—¿Cuál será el tuyo, pobre Catilino, que aquí todos mascamos el mismo garbanzo, cocinamos con la misma panilla de aceite y nos lavamos con la misma libra de jabón de la tierra?
Carcajeóse el picaro: —Hombre como yo buen criado de alto señor puede ser. Y el criado ve al señor sin ropa, y óyele cagar.
El viejo de la fragua suspiró, se puso de pie y dijo en voz alta:
—Mi padre llegó a estas tierras tan pobre y desesperado que se vendió como siervo al padre del Señor. Y hubo de presentarse a la iglesia con una cuerda alrededor del cuello y un maravedí en la cabeza para significar su profesión servil. El Señor le prometió protección, trabajo y tierra que labrar. Pero ahora pienso que la tierra ya no rendirá frutos; igual dará arar en el mar, pues la tierra se nos arruina, y parece que Cristo y sus santos duermen. Hermanos: nos habremos comido en esta obra nuestro propio trabajo y de paso habremos secado la tierra que antes nos alimentaba. Pensemos en lo que nos sucederá, y olvidemos lo que nos sucedió.
Lo ve arrodillado en el reclinatorio, con las manos unidas sobre el brazo de terciopelo y el perro dormitando a sus pies. Pasará la mañana contemplando al hombre que contempla el cuadro.
El cuadro
: Bañado por el aire luminoso y pálido de los espacios italianos, un grupo de hombres desnudos da la espalda al espectador y escucha la prédica de la figura posada sobre un templete de piedra en el ángulo de una plaza vacía e inmensa, cuyas perspectivas rectilíneas se pierden en el fondo de gasa transparente y verdosa. Todo, en la figura del predicador, comprueba su identidad: la soberbia dulzura del porte, el blanco drapeado de la túnica, la mano admonitoria y el dedo índice levantado hacia el cielo; la mezcla de energía, dolor y resignación en el rostro; la nariz recta, los labios delgados, la barba y el bigote castaños, la larga cabellera con tintes de oro, la frente despejada, las finísimas cejas. Pero falta algo y sobra algo. La cabeza no es circundada por el halo tradicional. Y los ojos no miran hacia donde deberían mirar: el cielo.
El Señor hundió la cabeza entre las manos unidas y murmuró repetidas veces (cada palabra amplificada por la anterior, porque en esta cripta el eco será inevitable): Si alguien dice que la formación del cuerpo humano es obra del demonio y que las concepciones en los senos maternos son producto del trabajo diabólico, anatema, anatema, anatema sea.
Se golpeó tres veces el pecho y el alano gruñó con inquietud. Golpes y gruñidos resonaron huecamente en las bóvedas, los muros y los pisos desnudos. El Señor se arropó, tosiendo, en la capa y repitió los tres anatemas.
El cuadro
: Los ojos no miran hacia donde debían. ¿Crueles o esquivos, portadores de un secreto de diferente signo, demasiado cercanos o demasiado alejados de lo que parecían observar, no visionarios, como era de esperarse, no generosos y prontos al sacrificio, inconscientes del fatal desenlace de la leyenda, ojos sensuales, sí, ojos para la tierra y no para el cielo? Miran a los hombres desnudos y miran demasiado bajo.
Escondido detrás de una columna de la cripta, Guzmán pudo decir lo que imaginaba que el Señor, al golpearse el pecho, pensaba: que no debía estar allí, arrodillado, examinando un cuadro para poder examinar su conciencia, sino activamente empeñado en apresurar esta construcción que, por un motivo u otro, se retrasaba indebidamente. Las diversas procesiones ordenadas por el Señor estaban en camino; se aproximaban; los escuchas y mensajeros decían haberlas visto, arrastrando sus pesados encargos, por montes rasos y abrigados, cerca de las costas, detenidas en las ventas, guarecidas entre los pinos, des-: amparadas en los lentiscares, atascadas en los carcómales; pero avanzando sin cejar hasta el punto convenido y ordenado por el Señor: el mausoleo del palacio. Y el Señor sólo tenía ojos y voluntad para el supuesto misterio de un cuadro italiano.
Aun el gruñido del perro Bocanegra podría interpretarse como un reproche contra el amo. ¿No había, él mismo, dictado una voluntad inequívoca: constrúyase a toda furia?
El palacio
: Afuera y arriba, en el vasto llano circundante, se amontonan los bloques de granito. Sesenta maestros canteros con sus equipos trabajan el mármol y las carretas de bueyes llegan cargadas de piedras. Albañiles, carpinteros, herreros, bordadores, orfebres y leñadores levantaron sus talleres, tabernas y chozas a campo raso, aplastados por el sol, mientras las primeras construcciones se cimentaban cabe el castañar, último refugio de la llanura y la sierra taladas por la cólera de la urgente edificación ordenada por el Señor don Felipe al regresar de su victoria contra los herejes de Flandes: las hachas han abatido para siempre los pinares que debían guarecer al palacio contra las extremidades del verano y el invierno. Es cierto, pensó Guzmán, que el Señor había dicho: “Guárdenos el monte de los cierzos fríos en invierno; refrésquenos con los céfiros o favonios en verano.” Pero más cierto aun era que hoy el monte despoblado nada de eso podría ofrecer; eran incompatibles el buen deseo del Señor y las necesidades de la construcción. Y el Señor, encerrado en la cripta, no lo sabía.
El Señor tosió; sentía la nariz y la garganta resecas. Resistió la tentación de levantarse y buscar una vasija de agua en el aposento vecino a la capilla. Prefirió mortificarse acariciando la bolsa de cuero llena de santas reliquias que traía atada al cuello. Y calmó su sed la idea, eternamente clavada en la mente, de que detrás de todo desgaste material inmediato estaba la riqueza inagotable de la vida eterna: construía para el futuro, sí, pero también para la salvación, y la salvación no tiene tiempo; no es sólo una idea —murmuró—: es el otro lugar; la vida eterna que todos deberían ganar, pues la vida de los hombres no se debe contar por los años, sino por las virtudes, y para la otra vida no tiene canas el que ha vivido más, sino el que ha vivido mejor; la vida eterna que todos deberían, así, ganar, pero que yo debo ganar porque es mía por derecho propio y divino. Poca cosa es dejar detrás de mí una constancia tangible de esa certeza, como lo es este palacio dedicado al Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
—¿Pues no lo condiciona todo que la vida eterna me sea dada, así mi imperfección como el empeño que pongo, con obras y razones, en ser perdonado, en mortificarme rechazando los huelgos de los sentidos, la guerra, la caza, la cetrería, el amor carnal, en construir una fortaleza para la Eucaristía? Admitidos mis pecados, con mayor devoción admito que no puede ser príncipe cristiano el que no fuere mortificado y que, así, las fragilidades, borradas con la penitencia, no despiertan en Dios la ira, ni aun la memoria. ¿Le será negada la vida eterna a quien no sólo cumple las penitencias de todos los hombres sino que, por ser el príncipe, dejaría sin esperanzas a sus súbditos si, a pesar de todo, fuese condenado en el juicio final?
Saber esto (se dijo; o lo dijo por él el vasallo que le observaba), era, casi, saberse inmortal. Rechazó el Señor la soberbia noción; miró los ojos inquietantes del Cristo sin luz, murmuró:
—Confitemur fieri resurrectionem carnis omnis inortorum.
El cuadro
: El Cristo sin luz, arrinconado, mira a los hombres desnudos que dan la espalda al espectador. Las arcadas de la limpia y vasta y honda plaza son actuales, propias de la nueva y aérea arquitectura de la península itálica; la mirada acuciosa puede fijarse en pequeños accidentes del pintado piso de mármol, mínimas grietas, escarabajos, grillos, hierbas nacientes; la plaza es de hoy. ¿De qué tiempo son las escenas lejanísimas, perdidas al fondo de la profunda perspectiva, que como un círculo hacían coro remoto a la que en el proscenio de este sagrado teatro protagonizan un Cristo sin aureola y un grupo de hombres desnudos? Mínimas, remotas escenas, perdidas en el tiempo: la perspectiva profunda de este espacio pintado aleja esas escenas, las convierte en tiempo distante.
El Señor se arrojó al piso de granito pulido, con los brazos abiertos en cruz; y en la capa, sobre la espalda, la cruz amarilla, bordada, recogía cuanta luminosidad arrojaba el altar, minuciosamente labrado y decorado para conservar la custodia que era el origen de la luz aislada, concentrada en ese zoco de jaspes, vetas de metal dorado y columnas tan finas y duras que ninguna herramienta ni acero, ni tan bien templado, se halló que pudiesen domarlos ni vencerlos, y así se hizo a costa de diamantes, y con ellos se labraron y tornaron. La frente del Señor tocaba el suelo helado, separado, como la luz, del suelo ardiente y del sol universal que afuera y arriba de esta cripta y capilla levantaban rescoldos de polvo seco. Sin embargo, al fondo de la larguísima estancia sagrada, iniciaba su ascenso una ancha escalera sin terminar, que debía desembocar en el llano caliente. Por la mente febril en contacto con el frío granito pasaron imágenes que el Señor quería olvidar. Y las olvidó, pensando en la escalera sin terminar a sus espaldas y en su deber inmediato, dar cima a la construcción, pero evitando la griega arrogancia de un Alejandro que mandó cortar y labrar el Monte Athos de tal suerte que hiciera de él una estatua del monarca; aquí, en estas moradas españolas, a imitación de las del cielo, se estaría sin diferencia de noche o de día haciendo oficio de ángeles, donde con oraciones continuas se rogaría por la salud de los príncipes, la conservación de sus estados, se aplacaría la ira divina y se mitigaría la saña justamente concebida contra los pecados de los hombres: tal fue, en esta hora, la plegaria del Señor, pues no cabría en su mente separar religión de política, sabedor de que entre las virtudes, que regulan las acciones humanas, la reina de todas es la prudencia; y entre las especies de la prudencia, la que más sirve al príncipe es la política; San Basilio se queja de que algunos la infaman, con los impropios nombres de artificio y astucia, sin advertir que las acciones sólo astutas, y artificiosas, son hijas de la prudencia de la carne, que mata, no de la del espíritu, que es vida y paz de los reinos. A esto, todavía, ahora, dejadas atrás las astucias de la juventud, los artificios de la carne, las simulaciones de la guerra, aspiraba el Señor en su oración mortificada. ¿Y qué mejor signo de la unión de prudencia y política que construir un monumento, así llamado porque aconseja la mente, según palabras de San Agustín, monumentum decitur, eo quod moneat mentem? Y siendo esto así, ¿puede haber monumento verdadero que no convierta la prudencia política en gloria de la religión, toda vez que nadie tomó consejo en esta vida, que perdiese la eterna?
El cuadro
: En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David ; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás de nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.
El palacio
: Los emisarios han viajado por todo el continente, encargando los tesoros que deben realzar, por contraste, la sombría majestad del palacio en construcción. Presentes o en camino, guardados en las improvisadas bodegas o a punto de llegar a lomo de bestias: se supo que en Cuenca se forjaron las rejas de hierro y en Zaragoza las balaustradas de bronce: que de vetas de España e Italia se extrajeron los mármoles grises, blancos, verdes y rojos; que en Florencia se vaciaron las figuras de bronce para el retablo y en Milán las de los mausoleos; que de Flandes llegaron los candelabros, de Toledo las cruces e incensarios y que en conventos portugueses se bordaron los manteles, los sobrepellices, las albas, los cornijales, el lino, los roanes, el calicut y las holandas. El Señor se tapaba el rostro con una mano herida, envuelta en un pañuelo de holanda bordado por las santas hermanas de Alcobaca. En Brujas y en Colmar, en Ravena y en Hertogenbosch se pintaron los cuadros piadosos. Y el cuadro que él se pasó la mañana contemplando fue traído de Orvieto. Se rumoró: Hertogenbosch, bosque maldito donde las sectas adamitas han celebrado sus orgías eucarísticas, transformando a cada cuerpo en altar de Cristo y cada acoplamiento carnal en comunión salvadora. Orvieto: nadie lo negó; la antigua Volsonia etrusca conquistada por los romanos y convertida en Urbs Vetus, sede de una catedral blanca y negra y patria de unos cuantos pintores austeros, tristes y enérgicos.
El cuadro
: José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón. Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor y les dijo: Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo, pues hoy ha nacido un Salvador. Al oír estas noticias, el rey Herodes se turbó primero, luego se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, pero antes el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto.” Y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes, a fin de que se cumpliera lo que había pronunciado el Señor por su profeta, diciendo: “De Egipto llamé a mi hijo”