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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (10 page)

—¿De dónde vienes?, logró preguntar el Señor.

—De nada, contestó la sombra.

—¿Qué es nada?

—Adán.

—¿Quién eres?

—No soy.

—¿Qué quieres?

—No quiero.

—¿Qué posees entonces, que tan altivo te muestras?

—Poseo nada, que es todo, pues la pobreza es la absolución del pecado. Sólo el pobre puede fornicar en estado de gracia. La avaricia, en cambio, es la verdadera corrupción y la condena inapelable. Cuanto te he dicho sería mentira sin la condición de la pobreza. Tal es el precepto de Cristo.

—No, sino su consejo.

—No era Cristo un cortesano; predicaba con el ejemplo.

—¿A Cristo te comparas, pecador de ti?

—Más cerca de él estoy que cualquier Papa amodorrado por el lujo.

—A ti y a los tuyos la Iglesia les ha contestado con dos armas: la pobreza franciscana y la disciplina dominica.

—Bien sabe disfrazarse el Anticristo que vive en Roma, y distraer a medias lo que debe hacerse a fondo.

—Con todo, el franciscano te dará lección de humildad, pues tu orgullo mal se aviene con tu pobreza; y el dominico te dará lección de orden, pues mal se conlleva tu sueño con tu acción.

—Mi acción es mi pobreza: ofendo al dominico; mi sueño es mi orgullo: mal ando con el franciscano.

—¿A dónde te diriges?

—A la libertad absoluta.

—¿Qué es eso?

—Un hombre que vive de acuerdo con todos sus impulsos sin distinguir entre Dios y su propia persona. Un hombre que no mira hacia atrás o hacia adelante, pues para un espíritu libre no hay antes o después.

—¿Cómo te llamas?

La sombra rió: —Anónimo Salvaje.

Y se acercó al Señor, hasta que el Señor sintió el aliento caluroso de esa aparición y una mano ardiente sobre la suya:

—Crees habernos derrotado hoy. Da gracias de que esto no es cierto, pues si nos vences te vences. ¿Crees haber vencido? Mira hacia el altar; mira a la tropa que nos derrotó en nombre de Roma, la sierpe coronada. Mira. Vence a los verdaderos poderes de la tierra, no a los que prometemos placer y pobreza aquí, pureza y olvido allá. Ven con nosotros, los que nada tenemos. Somos invencibles: nada nos pueden quitar.

—¿Quién eres, por Dios?

—Recuerda. Ludovico. ¿Recuerdas? Nos volveremos a encontrar, Felipe...

Y el Señor pudo ver por un instante las centellas de dos ojos verdes detrás de la carcajada; cayó de rodillas junto a la columna, sintiendo que cerraba los ojos si los había tenido abiertos, y que los abría si todo lo había visto en sueños; la gritería dentro de la catedral aumentaba y la chacota y las risas se hacían más fuertes que los nauseabundos olores. El Señor adelantó una mano en la oscuridad y la sombra ya no estaba allí.

No hubo más luz, esa noche, que la del chispazo de los aceros al chocar entre sí ; un copioso sudor acompañaba la lucha a muerte de los compañeros de la victoria, la escasa victoria que no había logrado vaciar la energía de los guerreros; pobre victoria, que ganada por soldados mercenarios sobre los herejes que proclamaban la paradójica divinidad del pecado y la eventual riqueza de la voluntaria miseria, terminaba una vez más en la fiesta pagana de la sangre y la mierda frente al altar de Jesús crucificado, y el Señor podía pensar, santiguándose, que los instintos asirios jamás cesaban de reanimarse en la sangre de los hombres, que la Puta de Babilonia se sentaba en todos los tronos y en todos los altares y que mentía la caridad teológica al afirmar que los soldados no han menester más para ir al cielo, sin pasar por el purgatorio, que servirse bien de los trabajos que en su oficio padecen : guerra, guerra contra los verdaderos herejes, los que habían ganado la batalla contra los excomulgados sólo para profanar el altar de la comunión; guerra, guerra contra los guerreros, ¿con qué armas?, ¿yo solo?, ¿guerra sin armas contra las armas que ganaron el día para Cristo Rey?, ¿yo solo? Sangraba la cristiandad por un costado, Jesús, Dios y hombre verdadero nacido de Santísima Madre, la siempre virgen María que concibió sin conocer obra de varón: recé en voz baja, perro. A los excrementos, orines y vómitos se unía el olor de sangre; y al rumor de espadas el ruido de los copones que rodaban por el piso.

Luego se cansaron. Luego se durmieron ante el altar, en las naves, en los confesionarios, en el púlpito, detrás de la custodia, bajo los manteles del refectorio. Sólo un soldado borracho, canturreante, que andaba a gatas, daba señas de vida. Los demás parecían muertos, como los del campo de batalla. Pero este que andaba a gatas reunió con las manos los excrementos en un montículo a los pies de la figura crucificada en el altar. Rió o lloró, quién sabe. La vigilia del Señor se agotaba también. ¿No hubo más luz esa noche? Para el Señor, sí: la mierda brillaba como oro a los pies del Cristo en agonía. El brillo de esa ofrenda común, anónima, turbó la secreta oración del Señor.

Repetía sin cesar el verso del Eclesiastés, Ornnis Potentatus vita brevis, y en la suya deseaba, esta noche, comprobarlo: oro de las entrañas de la tierra, mierda de las entrañas de los hombres, ¿cuál de los dos regalos era más valioso a los ojos del Creador que ambas cosas creó, cuál de los dos era más difícil de extraer, ofrecer y retribuir?

Abandonó, temblando, sollozando, incapaz de distinguir lo visto de lo soñado, esa catedral y caminó por las calles vacías de la ciudad vencida, en esta hora postrera de una larga noche, hacia los bastiones arruinados. Llegó hasta la torre donde había sido plantada, en la pulverizada arenisca, la Bandera de la Sangre. Miró las tierras bajas, punteadas de molinos, guarecidas por compactos bosquecillos, que bajo la luz de una pálida luna se extendían, ondulantes, suaves, llanas, hasta el Mar del Norte que las amenazaba e invadía con sus frías e indomables mareas.

Había salido de la catedral añorando la silenciosa amistad de la luna. Ahora la miraba. Y mirándola, volvía a sentirse incapaz de saber si los brutales mercenarios del Alto Danubio y el Rhin, intuitivamente, hacían la máxima, impagable ofrenda de su sangre y su detritus a Dios Nuestro Señor; incapaz de comprender si el verdadero sacrificio lo hacían esos soldados allí frente al altar y no antes durante la batalla. Recordó el templo profanado y juró en ese instante levantar otro, templo de la Eucaristía pero también fortaleza del Sacramento, custodia de piedra que ninguna soldadesca ebria podría jamás profanar, maravilla de los siglos no por su lujo o belleza sino por una austeridad implacable y una desnuda y simétrica forma cuya severidad divina espantaría a las hordas mismas de Atila el Scita, azote de Dios, y de ellas y de él descendían los bárbaros alemanes que hoy ganaron el día para la fe.

De pie entre los escombros del torreón, al lado de la bandera agitada por la gris ventisca de la noche agónica, mirando hacia los campos enastados de Flandes, sin más compañía que la luna callada, allí mismo pronunció el Señor las palabras de la premática fundadora de la inviolable fortaleza de la Eucaristía, reconociendo los muchos y grandes beneficios que de Dios nuestro Señor hemos recibido cada día recibimos, cuando Él ha sido servido de encaminar y guiar nuestros hechos y negocios a su santo servicio, y de sostener y mantener estos reinos en su santa fe, que con la doctrina y ejemplo de los religiosos siervos de Dios se conserva y aumenta, v para que asimismo se ruegue e interceda a Dios por nos, por los señores nuestros anteriores y sucesores, y por el bien de nuestras ánimas, y la conservación de nuestro Estado Real, levantaré esta máquina grande, rica, santa, artificiosa, provechosa, la octava maravilla del mundo en orden y la primera en dignidad, casa de campo de recreación espiritual y corporal, no para vanos pasatiempos sino para vacar a Dios, donde le canten cada día divinas alabanzas con continuo coro, oración, limosna, silencio, estudio, letras, para confusión y en vergüenza de los herejes y enemigos crueles de la Iglesia Católica y de los blasfemadores que con impiedad y tiranía han asolado los templos en tantas provincias, amén.

Mas si ésta era su plegaria en alta voz, el Señor, al decirla, arriaba con sus manos la Bandera de la Sangre, aquí culminaría esta campaña, ejemplar sería esta victoria, los ejércitos mercenarios no se internarían en estas tierras bajas, asoladas por los incendios de aldeas y forrajes, baste este ejemplo, el Señor besó la vieja Bandera que fue enseña de las victorias de su padre, y en verdad oró para que su padre le escuchase desde los confines de una muerte errabunda, padre, te prometí ser digno de tu heredad, batallar como tú, declarar mi presencia por los fuegos de fuertes y villorrios en comarcas insumisas a nuestro poder y al de Dios, luchar y dormir como tú, treinta días seguidos con la armadura puesta, padre, he cumplido mi promesa, he pagado mi deuda para contigo y tu ejemplo, ahora debo pagar mi deuda para con Dios: nunca más iré a la guerra, mi sangre ya no tiene fuerzas, estoy agotado, padre, perdona y comprende, padre: mis batallas sólo serán, desde ahora, batallas del alma; he ganado y perdido mi última guerra de armas.

Arrojó la bandera de la victoria al foso de la ciudad vencida; ave roja y gualda, flotó un instante sobre las aguas cenicientas y luego se hundió junto con los cadáveres armados de los vencidos.

—Y tú, ¿en qué sueñas, mi fiel Bocanegra? ¿Dónde estuviste hoy cuando escapaste de mi cercanía? ¿Quién te lastimó? ¿Qué recuerdas, perro? ¿Podrías contarme cosas, como yo a ti?

El Señor acarició levemente, sin intención de daño, las estopas que cubrían la herida del can. El perro aulló de dolor. Su fina memoria de los peligros regresó a la costa, a las arenas negras.

¿Quién eres?

Las olas cansadas acarician tus pies desnudos. Las gaviotas vuelan a ras de agua y puedes creer que es su tranquilizador barullo el que te despierta. Pero también puedes imaginar en el fango que te recibe la tibieza de tu propio cuerpo, esperándote, guardada sólo para ti; el repliegue más oscuro y la más reciente herida de tu conciencia te dicen que ya has estado aquí. Te llevas una mano a la garganta que te arde y al hacerlo levantas la cabeza.

Primero miras cerca: las minucias de los desastres te devuelven otra mirada, estéril y opaca; sólo una botella verde, clavada en la húmeda arena, lamida como tú por el mar, brilla con algo que tú, hambriento y sediento, quisieras identificar como una vida propia. Una botella taponeada y sellada, que quizás contenga algo de beber; te das cuenta de que el brillo que atribuyes a la botella no es más que el de tu mirada famélica; tomas la botella, la remueves, la agitas, pero no contiene líquido alguno, sino cosa semejante a una torcida raíz blancuzca, un asqueroso nabo, quizás un duro papel enrollado; la arrojas, sin fuerzas, de regreso a las olas y levantas de nuevo la mirada para observar, esta vez, la lejanía.

El sol empieza a ponerse detrás de los arenales. Al filo de las cercanas cimas, descubres el paso lento de las figuras que se interponen entre tu mirada y el sol. Oscuras y recortadas, silueta tras silueta, caminan despacio y sin ruido. Las nubecillas de arena que levantan en su recorrido revolotean y se desintegran en la luz de occidente.

Escuchas, quizás, un himno sin palabras, gutural y sombrío. Marchan con las cabezas bajas, como si todos, aun los que avanzan ligeros de cargas, aun los que pasan montados, arrastrasen un pesado equipaje. No alcanzas a contarlos; de un extremo al otro de las dunas, la procesión se alarga, ininterrumpidamente. Escuchas, sin duda, un tamborileo permanente. Levantas los brazos y los agitas. Lanzas un grito que lleva salud pero la implora. Ningún sonido sale de tu boca. Te pones de pie, sacudes la tierra de tu cuerpo, corres hacia las dunas, tus pies se hunden en la arena honda y suave, avanzas con dificultad, crees que nunca llegarás allá arriba, tan cercano que parecía todo desde la playa, tan fácil de alcanzar…

La cascada de arena se derrumba sobre tu cabeza, ahoga tu boca, te ciega, te ensordece, la respiras. Y todavía tienes ojos para los insectos que labran sus escondites en las dunas y que ahora, a tu paso torpe y desesperado, se agitan como granos de oro en un cedazo; lleno de gratitud, tienes ojos para las maravillas de la tierra; la tierra vive, hasta en los túneles de los bichos más despreciables. No sabes cómo has llegado hasta aquí. Pero un instinto que despierta con el movimiento te dice que has sido salvado y que debes dar gracias. Alguien te grita desde lo alto de la duna; un brazo oscuro parece saludarte; una cuerda te pega sobre la frente; te prendes a ella con todas tus fuerzas y eres arrastrado, bocarriba y bocabierta, con los ojos cerrados, como una canastilla inánime. Sientes tu cuerpo vencido. Varios brazos te recogen en lo alto y tratan de levantarte. Caes una y otra vez junto a las alabardas que los soldados han dejado sobre la arena. No sientes tus propias piernas. La procesión se ha detenido por tu culpa. Los soldados murmuran un reproche entre dientes. Se escucha una voz aguda. Entonces los soldados ya no dudan. Te abandonan; permaneces allí, tirado, con la lengua de fuera, seca, empanizada de arena, mientras la caravana reanuda el camino y el atambor marca su ritmo.

Los ves pasar, borrosos, reverberantes, espectrales: la fatiga venda tus ojos. A la tropa de alabarderos siguen dos oficiales a caballo, y detrás de ellos una muchedumbre sobre muías cargadas de cofres y peroles, cueros de vino y ataduras de cebolla y pimiento. Los muleros arrean chiflando con bocas desdentadas y un sudor de ajo brilla en los carrillos apenas cicatrizados. Pasan mujeres descalzas con jarras de barro sobre las cabezas; hombres con sombreros de paja: sus puños sostienen largas varas coronadas con cabezas de jabalíes; una armada de cazadores con perros sospechosos; parejas de hombres con alpargatas, cargando sobre las espaldas estacas de las que cuelgan perdices podridas y liebres agusanadas; modestos palanquines donde viajan damas de ojos saltones y damas de ojos hundidos, damas de mejillas coloradas y damas de tez reseca, todas sofocadas por el calor, abanicándose con las manos, secándose, hasta las resecas, con los pañuelos el sudor que les corre bajo las barbillas hacia las golas de cartón y pergamino, y palanquines de mejor jaez, ocupados por hombres de aspecto sabio cuyos anteojos les resbalan por la nariz o les cuelgan de negros listones: barbas apimentadas y agujeros en las zapatillas; sobre los hombros de los monjes encapuchados que entonan ese himno lúgubre que escuchaste desde la playa y cuya letra al fin descifras —Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris et de animae famulae tuae Joannae Reginae— avanzan lentos palanquines donde van sentados los sacerdotes agobiados por el calor y por sus propios humores de orín e incienso; luego una pequeña carroza de cuero tirada por dos caballos nerviosos, con las cortinillas corridas. Y detrás de ella, arrastrada por seis caballos lentos, custodiada por otra guardia de alabarderos, la gran carroza fúnebre, negra, severa, semejante a un buitre sobre ruedas. Y dentro de ella, atornillado al piso, el féretro, negro también, que recoge la luz del sol poniente en su caparazón de vidrio, tan parecido a la brillante coraza de las orugas que viven dentro de la arena. Tú las viste. Quiero que oigas mi cuento. Escucha. Escucho y veo por ti.

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