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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (13 page)

»En ese caso, habría que matarlo de nuevo, ¿me entiende usted? Por lo menos, la muerte debe igualarnos; el sueño, así sea un sueño compartido, sería de nuevo la señal de la diferencia, de la separación, del movimiento. Muertos de verdad, sin soñar dentro de la muerte, igualados por la extinción total de la muerte, inánimes, idénticos, ni el sueño de la muerte ni la muerte del sueño separándonos y dando cauce a deseos diferentes. Un trueque de sueños, señor caballero. Qué cosa imposible. Yo soñaré con él. Pero él soñará con las mujeres. Seguiremos separados. No, señor caballero, no se retire. Le juro que no lo tocaré más. No hace falta. ¿Oíste, Barbarica? Ya no hace falta. Recostada encima de él (de él, no de usted, usted ya no siente nada, ¿verdad?) temblé y sollocé para impedir que los sueños se diferenciaran y nos diferenciaran y no pude impedirlo, sentí un rápido alejamiento dentro de la quietud de los dos cuerpos abrazados y para retenerle recorrí con la lengua todo el perfil recostado del cuerpo de mi esposo. La lengua me sabe a pimienta y clavo, señor, pero también a gusano y acíbar.

»Imaginé que sólo podía ser dueña de una silueta. Me acaricié a mí misma. Pensé en el hombre que dormía bajo mi peso en el féretro compartido. Me sentí fundada. La primera ola que llega a la primera playa. La decisión de crear una ciudad sobre la tierra; de levantar un imperio sobre el polvo. Besé los labios eternamente entreabiertos. Imité esa voz; la imito cada vez, mañana será hoy y hoy será ayer; imité la inmovilidad del polvo y de la piedra que confiscan nuestros movimientos de amor, desesperación, odio y soledad. Rocé mi mejilla contra la escarcha castrada donde latió el sexo de mi marido, el sexo que nunca pude ver, ni vivo ni muerto, pues el doctor del Agua extrajo ante mi vista las visceras corruptibles pero, dándome la espalda, me impidió mirar el momento en que cortó el ya corrompido sexo de mi esposo. Era otro y era idéntico. Sólo hablaba, sólo se movía, cuando yo soñaba con él; era su dueña, su ama, su señora, para siempre, pero sólo en el pensamiento. Los esfuerzos del doctor del Agua habían sido inútiles; pude haberlo enterrado porque era su dueña recordándole. Pensé esto, tomé una decisión y le pedí a Barbarica que me azotara con una correa; y ella, llorando, lo hizo. Yo sólo había pensado en mí, pero yo sólo era la rama de un árbol dinástico.

»Lo miré dormir a mi marido; fue llamado y era el hermoso. Quizás el sueño era sólo la vía final de su escandalosa presencia. Un gato negro te devora cada noche, Felipe, padre, marido y amante; la reyna no tenía sano el juyzio para governar. No, sólo lo tenía sano para amar, con desesperación, en la muerte y más allá de la muerte. Nuestras casas están llenas de polvo, señor caballero, por eso son casas de Castilla y Aragón: polvo, rumores y sensaciones del tacto. ¿No escucha usted esas campanas que son devueltas a la unidad de un sueño solitario antes de regresar a su condición virtual de vibraciones? La reyna no tenía sano el juyzio para governar. La reyna abdicó a favor de su hijo, el Benjamín de esta Raquel sin lágrimas, sin dudas de que el hijo continuará la tarea de la madre y gobernará para la muerte. ¿No escucha esos himnos que anuncian lo que ya sucedió? Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris, et de animae famulae tuae... La Reyna, la criada de Dios, ha muerto, señor caballero; ha vuelto a ser una con su pobre príncipe ingrato y ligero en vida, grave y constante en la muerte.

»La Reyna ha muerto. Nadie mejor que un muerto para cuidar a otro muerto. La Reyna acude ahora al llamado de su hijo, que ha construido las tumbas de todos los señores en un vergel castellano demolido, convertido en páramo de polvo y yesca por el hacha y la pica y el azadón, por los hornos de cal y las bascas blancas como los viejos huesos de la realeza que en este instante se dirigen a su patria final: la necrópolis española. Llegaremos envueltos en polvo, ceniza y tormentas, escucharemos en silencio, amortajados, los responsos, el Memento Mei Deus y la antífona Aperite Mihi, recordaremos las viejas historias:

»Nuestro Señor el Príncipe que haya gloria, había jugado muy reciamente a la pelota en lugar frío dos o tres horas, antes de enfermarse, y dejóse resfriar sin cubrirse. El lunes de mañana amaneció con la calentura, y con la campanilla que decimos úvula, tan engrosada e hinchada y relajada, algo también la lengua y paladares, que apenas podía tragar la saliva ni hablar. A que le echaron ventosas en las espaldas y sobre el pescuezo, y con aquello sintió luego alivio. Ese día vínole su frío y tenían los físicos concertado de le purgar otro día martes. Pero antes, murió.

»Ah, señor caballero, dirá usted que es cosa de risa arrastrar por toda la tierra española el cuerpo de un príncipe que murió de catarros y que en vida fue cruel e inconstante, frívolo y mujeriego como cualquiera de estos pinches de cocina que vienen en mi séquito. Tan de cascos alegres el Señor mi marido que ayer mismo, a pesar de mis órdenes de que en cada villa que entremos las mujeres permanezcan encerradas, lejos del cortejo de mi hermoso marido, el destino —como si el príncipe don Felipe siguiese ordenando sus apetitos desde la penumbra que le envuelve— nos llevó a un convento de jerónimas que bien se guardaron de darme la cara a nuestra llegada, enviando en su embozada representación a unos infelices y barbilampiños acólitos que allí prestan servicios, y no sólo a la hora de la santa misa, ¡imagínese usted!, de manera que las monjas no se mostraron sino hasta después de que el féretro fue instalado en la cripta; y entonces, revoloteando como negras mariposas, astutas y voraces como gatas en celo, las mujeres pasaron por encima de mi dolor, mofáronse de mi presencia y, como en vida, adoráronle.

»¿Mariposas? ¿Gatas? No, sino las hijas de Forcis y Ceto con las cabezas de serpiente rapadas; Medusas de las celdas penitenciarias; abadesas con miradas de piedra; Circes de los cirios chirriantes; nonas con los párpados incendiados; Grayas místicas con el ojo común y un solo afilado colmillo para la aberrante pluralidad de sus cuerpos; novicias de enmarañada cabellera gris; Tifeos de los altares; Arpías ahorcadas con sus propios escapularios; Quimeras que volaban en picada desde la corona de los crucifijos, clavando los labios secos en los muertos labios de mi esposo; Equidnas que mostraban sus blancas ubres de mármol emponzoñado; mírelas volar, señor caballero, mírelas besar, tocar, mamar, ahuecar el ala velluda, abrir las patas de cabra y clavar las uñas de leona y ofrecer los fundillos de perra y olfatear con las narices húmedas el despojo de mi esposo: huela el incienso y el pescado, señor caballero, la mirra y el ajo, sienta la cera y el sudor, el óleo y el orín, ahora sí, despierten sus sentidos y sientan lo que yo sentí: que ni en la muerte podía el cuerpo de mi hombre ser mío. Vea el vuelo de las cofias blancas y la ambición de las garras amarillas, escuche el rumor de los rosarios desgranados y de las sábanas desgarradas: sus negros hábitos envuelven el cuerpo que sólo a mí me pertenece, a los conventos que famosamente profanó regresa el cuerpo de mi esposo y allí le profanan ahora, pues no hay mujer en este reino que no prefiera las muertas caricias de mi putañero príncipe a la viva inexperiencia de un imberbe acólito. Recen, monjas; reina, reyna.

»De esa confusión huimos; de esos contactos intolerables; y por eso pudo usted encontrarnos de día y en los caminos. Señor caballero: nadie dirá que es cosa de risa lo que yo hago: poseer un cuerpo, para mí, en muerte si no en vida; tal era mi proyecto y ya ve usted cómo lo frustraron los comunes apetitos de mi marido embalsamado y de las muy coleantes jerónimas; pero si no a mí, ese cuerpo pertenecerá a nuestra dinastía; moriremos nosotros, mas no nuestra imagen sobre la tierra. La posesión perpetua y el perpetuo cortejo del muy alto príncipe cuyo cuerpo arrastro conmigo es duelo, es ceremonia, sí, pero también, créame, yo lo sé, yo no me engaño, locura llaman al puerto final de mi lucidez, es juego y es arte y es perversión; y no hay poder personal, como el nuestro, que sobreviva si a la fuerza no añade la imaginación del mal. Esto le ofrecemos los dueños de todo a quienes nada tienen, ¿me entiende usted, pobre desposeído? Sólo quien puede darse el lujo de este amor y de este espectáculo, señor caballero, merece el poder. No hay trueque posible. Le regalo a España lo que España no puede ofrecerme: la imagen de la muerte como un lujo inagotable y devorador. Dénnos sus vidas, sus escasos tesoros, sus brazos, sus sueños, sus sudores y su honra para mantener vivo nuestro panteón. Nada puede mellar, pobrecito de usted, el poder que se levanta sobre el sinsentido de la muerte, pues para los hombres sólo la muerte, fatal certeza, tiene sentido, y sólo la inmortalidad, improbable ilusión, sería locura.

»Es lástima que usted no vivirá tanto como yo, señor caballero; lástima grande que no pueda penetrar mis sueños y verme como yo me veo, eternamente postrada al pie de las tumbas, eternamente cerca de la muerte de los reyes, deambulando enloquecida por las galerías de palacios que aún no se construyen, loca, sí, ebria de dolor ante la pérdida que sólo el matrimonio del rango y la locura saben soportar. Me veo, me sueño, me toco, señor caballero, errante, de siglo en siglo, de castillo en castillo, de cripta en cripta, madre de todos los reyes, mujer de todos, a todos sobreviviendo, finalmente encerrada en un castillo rodeado de lluvia y pastos brumosos, llorando otra muerte acaecida en tierras del sol, la muerte de otro príncipe de nuestra sangre degenerada; me veo seca y encogida, pequeña y temblorosa como un gorrión, vestida como una muñeca anciana, con un ropón de encajes rotos y amarillos, susurrando, desdentada, a las orejas indiferentes: ‘No olvidéis al último príncipe, y que Dios nos conceda un recuerdo triste pero no odioso...’

»Un verdadero regalo no admite una recompensa equivalente. Una ofrenda auténtica supera toda comparación y todo precio. Mi honor y mi rango, señor caballero, me impiden aceptar algo que, en contrapartida, pueda superar o siquiera equivaler a mi regalo: una corona o un cuerpo totales, finales, incomprables e incomparables. Yo ofrezco mi vida a la muerte. La muerte me ofrece su verdadera vida. La primera vez, al nacer, creía morir y sin saberlo nacía. La segunda vez, al morir, he vuelto a nacer sabiendo. Tal es el regalo. Tal es la ofrenda insuperable de mi culto. No. Mi obra no es perfecta. Pero es suficiente. Ahora descanse. Olvidará usted todo esto que le he dicho. Todas mis palabras han sido dichas mañana. Esta procesión va en sentido opuesto al de ese tiempo que usted sabe contar. Venimos de la muerte: ¿qué clase de vida podrá aguardarnos al final de la procesión? Y ahora, gracias a su maldita curiosidad, usted se ha unido a ella. Que nunca se hable mal de mi largueza, empero. A usted, señor caballero, también le tengo un regalo. Nos esperan, señor caballero, nos han dado cita. Sí, sí...»

Junta de rumores

El silencio jamás será absoluto; esto te dices al escucharlo. El abandono, posiblemente, sí; la desnudez sospechada, también; la oscuridad, cierta. Pero el aislamiento del lugar o el de las figuras abrazadas para siempre (te dice; señor caballero) parece convocar esa junta sonora (el atambor; las ruedas rechinantes del carruaje; los caballos; el cántico solemne, luminis claritatem; el jadeo de la mujer; el lejano estallido de la costa donde hoy amaneciste, otra vez, en otra tierra tan desconocida como tu nombre) que en el aparente silencio (como si aprovechase la fatiga de sus propias armas) incrusta su insinuación más pertinaz, más afilada, más rumorosa: el silencio que nos rodea señor caballero; te dice, con la cabeza recostada sobre tus rodillas) es la máscara del silencio: su portavoz.

No puedes decir nada; los labios de la viajera silencian tu boca y mientras te besa repites lo que ella dice y lo dices sin desearlo: “No se engañe, señor caballero; es mi voz y son sus palabras las que salen de su garganta y de su boca”; lo dices en nombre de lo que ella convoca, arrojada encima de ti. Como ella, eres la inercia que se transforma en conducto de la energía; fuiste encontrado en los caminos: tu destino era otro; ella separa sus labios de los tuyos y unas manos demasiado pequeñas recorren tus facciones, como si dibujasen sobre el rostro que te pertenece pero que tú nunca has logrado ver. Los dedos son minúsculos, pero pesados y rugosos. Diríase que poseen colores y piedras y plumas que se ordenan sobre tu rostro, tu antigua faz perdida a cada trazo de esos deditos mojados. Las uñas acarician tus dientes como si los afilaran. Las palmas regordetas peinan tu cabellera espesamente, como tiñéndola, y al pasar sobre tus mejillas, esas manitas hacen brotar una barba ligera como un plumaje de canario: sorprendido, te llevas la mano a la quijada. Ese extraño tacto, tan alejado de la voz de la mujer que parece ajeno a ella, construye sobre tu antigua piel y súbitamente deja de escucharse el ritmo monótono y permanente del tambor, sólo se escucha el gemido atrapado entre los labios cerrados del cautivo musulmán; luego también ese cántico perece. Ella te lo advirtió; se hace el silencio y puedes escuchar cómo te crecen el pelo y las uñas, cómo te cambian las facciones, cómo se borran, desvían y renacen las líneas tutelares de tus manos.

—El cuerpo de mi esposo sólo es mío en mi pensamiento; se lo regalo, señor caballero, para que lo habite, no en nombre de mi amor, sino de nuestro poder. Tal es mi ofrenda. No puede usted ni rechazarla ni correspondería.

Te rodea algo que sólo puede llamarse la nada. Ese atambor, a pesar de todo, era un mensaje desde el mundo externo, un hilo para salvarse de la oscuridad impenetrable de la carroza, igual que el extraviado canto morisco buscando el vuelo hacia la sagrada Mocea. Era: el latido de un corazón (señor caballero sin oficio ni beneficio). Era: el corazón de la muerte (¿no le conté, señor caballero, que el doctor Pedro del Agua extrajo todas las visceras menos el corazón?). Lo has escuchado todo el tiempo, sin darte cuenta; y cuando sabes que lo escuchas, es demasiado tarde; su rumor desacostumbrado cede el lugar a todas las presencias escandalosas. Entonces el barullo, la conseja, la pandorga, la alharaca y la gran tabahola les rodean y el carruaje se detiene por primera vez desde que fuiste arrojado, no sabes cómo ni por dónde, era tal la amenaza combinada de los mendigos y los alabarderos y el monje, dentro de él.

La puerta de la carroza se abre o más bien se abre la luz como un motín de navajas blancas y la mujer aúlla por encima de la algazara y el güirigüiriguay asombrado de alabarderos que giran sobre los talones con las armas en las manos, sin saber a quién atacar o a quién defender, pero instintivamente alertados a un peligro aun más amenazante por intangible, y monjes que corren hacia las carrozas como ruedas de molinos, tan incrédulos como torpes, y falsas damas de compañía que descuidan sus frágiles disfraces, dejan caer sus pelucas, se levantan las faldas para revelar piernas torcidas y velludas, y mendigos que se hincan alrededor de la carroza cantando el Alabado, pues ellos fueron los primeros en ver el milagro, por ser siempre los más cercanos a la carroza fúnebre, y el árabe de la canción atrapada grita al fin, ¡el alma es una, una es el alma, murió el viejo Averroes, mas no su ciencia!, y la morisca que con las manos se ocultaba el rostro desvelado canturrea, los corazones caídos dan señal de maravilla, en España y su cuadrilla grandes daños son venidos; y los judíos, más circunspectos, murmuran entre sí, sefirot, sefirot, todo emana de todo y todo emana de uno, treinta y dos son los caminos de Adonai, uno es el Dios, pero tres son las madres que paren las emanaciones, tres madres y siete dobles: habló la Cábala, y oyéndoles, el delirante monje preceptor clama, tuve razón, tuve razón, entre mis flacos dedos se me escapó el marrano relapso judaizante, montó a real carroza, hechizó a nuestra Altísima Reyna, hízola prisionera de su filosofía de las transformaciones mientras yo quería hacerle a él prisionera de nuestra verdad de las unidades, transfórmase el infiel en pájaro y culebra, unicornio y cadáver, siendo el cristiano sólo uno, imagen del Creador que uno es, aunque el cristiano nazca, padezca y muera, pero siempre uno, uno, uno, no dos, ni tres, ni siete, sino uno, y pinches que arrojan las liebres podridas y corren a esconderse entre los chatos arbustos del camino de la sierra, y notables caídos de las literas bruscamente abandonadas por los palafreneros, y jarras rotas al estrellarse contra las rocas pues aquí todo es la confusión y el bullicuzcuz y a tu lado, en la carroza, un bulto encalado por el sol sin funda de esta tarde de verano tiempla y esconde el rostro detrás de la cascada de trapos con que la cubre una enana mofletuda que te mira con ojos agrios y apapujados y sonríe con una boca desdentada.

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