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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (12 page)

»¡Pobres damas! Permita que me ría; imagine mi risa con su deseo, ya que con sus oídos sólo escucharía un aullido indignado: ¡pobres damas!; he sido engañada, señor, he sido engañada; llegamos al amanecer a ese convento; yo estoy en manos de mi servicio; sin ellos no puedo dar un paso; a ellos les corresponde prepararlo todo, nada debe faltarnos, mi hijo es generoso y ha puesto a mis órdenes lo que usted ha visto, una guardia de cuarenta y tres alabarderos y sus oficiales, un mayordomo, un regidor, contralores, médicos, tesoreros, criados, botelleros, un alguacil, ocho damas de honor y quince dueñas (ah, señor caballero, deje que me ría, no se asuste de mi risa), catorce ayudas de cámara, dos plateros y sus ayudas, dieciocho cocineros y sus pinches; un monje preceptor y treinta y tres cautivos, falsos conversos de Mahoma y de la judería, pues así hace ver mi hijo el Señor, en el curso de mi errancia, a todos los villorrios de España cuán cierto es nuestro combate para arrancar de raíz las creencias malditas, y acallar así las voces que contra nosotros murmuran, haciendo creer que toda la marranada, fingiendo falsa conversión, se ha metido a los concilios del reyno y allí debaten y disponen en nuestro nombre; no, que todos vean la pertinacia de nuestra persecución contra la pertinaz infidelidad y hólgome en mezclar a judíos y árabes, que entre sí se detestan, pues es la ley que judío roba a árabe y árabe mata a judío, y aquí andan todos revueltos y humillados y sin próximo fin para sus cuitas entre muleros, mensajeros, caballerangos, cazadores, gentiles hombres de servicio y pensionados, mis trece sacerdotes y un atambor y paje: todo lo que usted ha visto y también lo que no ha visto: Barbarica, la Barbarica, mi fiel compañera, la única mujer que puede acompañarme; usted no la puede ver porque es muy pequeñita y como tiene un feo defecto, insiste en viajar dentro de un baúl de mimbre...Señor caballero: ¿qué más podía esperar de la gratitud filial, yo que nada he pedido más que una cosa, yo que de buena gana recorrería estos caminos a solas, con mi carga a cuestas, yo que sin necesidad de esta procesión me iría de pueblo en pueblo y de claustro en claustro, vestida con un sayal, implorando caridad y albergue, contentándome con lo poco que exijo: soledad, desnudez y oscuridad, de día y de noche? Yo sola, con mi carga a cuestas. Si tuviera fuerzas, si me fuese físicamente posible...

»Ésa es mi voluntad. Ni él está para bailes y galanteos, ni yo estoy para los lujos y los partos. Se acabaron las fiestas y nos quedamos solos. Mandé quemar toda la ropa que él tocó; ordené que con nuestra cama se hiciera una pira en el patio y si primero quise seguir vestida hasta mi muerte como en el momento en que supe de la suya, hasta que las faldas se me cayeran a jirones y las zapatillas se me adelgazaran como papel y los corpiños se descosieran por su cuenta, después opté por desvestirme una sola vez más y ponerme para siempre este hábito de costales remendados y unidos con costuras de cuerda. Pero ya ve usted; me envuelven en trapos negros, no me dejan ver, no me dejan respirar y ahora ya no puedo quitarme nada sola. Otra fue mi voluntad. Comería lo indispensable, pan mojado con agua, a veces un amasijo de avena, cuando mucho un caldo de gallina. Dormiría en el suelo.

»¿Puede toda la sordidez humana, señor, compensar el vacío que deja la muerte? Eso quise, eso hago. Pero puesto que mi hijo insiste en ello, viajo y cuento con este minucioso servicio. Mis reglas son simples. Se sorprendería, señor caballero que parece andar por el mundo sin un jumento sobre el cual descansar sus pesares y sin un humilde par de zahones que lo protejan de piedras y espinas, se sorprendería, le digo, de la manera como las disposiciones más sencillas se complican en cuanto las secuestra el ceremonial. Al cabo, la ceremonia se convierte en la sustancia y el meollo del asunto pasa por apariencia secundaria.

»Trasládenme cada atardecer a mi carruaje; corran las cortinas y sellen cada vez puertas y ventanas; tengan aparejados los caballos; ruede la carroza negra detrás de la mía; enciéndanse las antorchas que habrán de guiarnos; viájese la noche entera; acérquense cada madrugada los monjes y algunos alabarderos al monasterio más cercano y pidan, con humildad y poder, un refugio contra el sol insoportable; trasládenme como siempre lo hacen, oculta, envuelta en trapos, cargada por los soldados, a un aposento desnudo; descienda detrás de mí el cuerpo de mi marido; prepárese la misa de réquiem; avísenme la hora, celébrese la misa; abandónenme al pie del catafalco, sin más compañía que mi fiel Barbarica; recójannos al crepúsculo; reiníciese el viaje después de pagar un óbolo a los monjes.

»Respétese mi dolor. Respétese mi compañía solitaria con la muerte. ¡Ninguna mujer se acerque! Ninguna, salvo Barbarica, que casi no lo es y ninguna pasión o celo podría despertar. Escucho los pasos, pasos de mujer, vocecillas de mujer, tafetanes rozando, miriñaques crujiendo, risas agudas, suspiros de entrega; los muros de los conventos gimen con voces de amor; las huecas paredes aúllan con indecentes satisfacciones; detrás de la puerta de cada celda una mujer llora y grita su placer... ¡Ninguna mujer se atreva! Lo tolero todo, señor caballero, la compañía dispendiosa que mi hijo me ha impuesto, la violación de mi declarada voluntad de anonimato, la burla de mi suprema intención de sacrificio: pobre mujer, desnuda y hambrienta, envejecida y solitaria, en harapos, arrastrando por los caminos su pesada carga envuelta, como ella, en los sayales de la mendicidad. Todo lo acepto, menos la presencia cercana de una mujer. Ahora él es mío, sólo mío, para siempre.

»La primera vez que volví a besarlo, señor caballero, tuve que romper el sello de plomo, la madera, las telas de cera que le envolvían. Pude, por fin, hacer lo que quise con ese cuerpo. Habían sido generosos y permisivos conmigo. Que nadie la contraríe en nada, que nadie haga nada que pueda malcontentarla; hágase su voluntad y protéjase su salud y que poco a poco ella misma se convenza de la necesidad de enterrar al cuerpo: eso murmuraron, con estúpido aire de compasión.

»Encerrada en mi castillo, yo pude, al fin, hacer lo que quise. Apartar la capa de piel y rasgar la camisa de seda (así, así, señor caballero, así) y arrancar el medallón de su pecho y el gorro de terciopelo de su cabeza; pude bajar sus calzones de brocado (así, Barbarica, así) y sus medias color de rosa y saber si era cierto lo que de él se decía y murmuraba tanto en recámaras como en antesalas, cocinas, establos y conventos, son mary estoit beau, jeune et fort bien nourrv, et luy sembloit qu’il pouvoit beaucoup plus accomplir des oeuvres de nature qu’il n’en faisoit; et d’autre part, il entoit avec beaucoup de jeunes gens et jeune conseil, qui et l’oeuvre luy faisoient et disoient paroles en présens de belles filies, et le ménoient souvent en plussieurs lieux dissoluz...Porque yo tenia que saber si era cierto; porque yo sólo le conocí en alcobas tan negras y oscuras como este carruaje, señor caballero, a la hora de su gusto y saber, sin previo anuncio, sin palabras, sin luz, sin que él me mirase siquiera, pues él sólo miraba y se dejaba mirar de las hetairas de las villas sobradas y de las campesinas con las que ejercía su derecho de señorío; a mí me tomaba a oscuras; a mí me tomaba para procrear herederos; conmigo invocaba el ceremonial que veda todo deleite de vista y de tacto, de preludio y contentamiento prolongado a un casto matrimonio español y católico, sobre todo si se trata de la pareja real, cuyo apresurado acoplamiento no tiene más razón de ser que cumplir las estrictas leyes de la multiplicación; ¿ve usted, señor caballero, cómo pueden morir los sentidos y la ceremonia sofocarlos y dejarnos sin más continente que la imaginación excarnada? Sólo ahora, muerto, puedo verlo entero y a solas, inmóvil y sometido por entero a mi capricho, cada noche en nuestro hueco de piedra fría, sin adorno alguno, sin un reclinatorio siquiera.

»Mandé traer al docto varón y boticario don Pedro del Agua para que vaciara perfectamente las entrañas de mi marido y todos los demás órganos excepto el corazón, que el propio señor del Agua recomienda conservar dentro del cuerpo; lavóle las cavidades e incisiones con un cocimiento de acíbar, alumbre, alcaparra, ajenjos y lejía, que hirvió según arte, añadiéndole aguardiente de cabeza, vinagre fuerte y sal molida. Bien lavado el cuerpo, lo dejó secar durante ocho horas entre dos fanegas de sal molida. Después lo rellenó muy cumplidamente con polvos de ajenjos, romero, estoraque, benjuí, piedra alumbre, cominos, escordio, mirra, cal viva, treinta manojos del árbol del ciprés y todo el bálsamo negro que cupo en el cuerpo. Rellenas las cavidades, el señor del Agua recogió los bordes de ellas con costura que se llama de pellejero y aguja esquivada y procedió luego a untar el cadáver, menos la cabeza, cara y manos, esparciendo con un hisopo el betún de sustancias derretidas: trementina, pez negra, benjuí y acacia. Seguidamente fajó toda la parte untada con vendas embebidas en un licor mezclado de reina, estoraque, cera, almáciga y tragacanto.

Y el doctor del Agua se fue, afirmando que mi marido se conservaría sin que las ruinas del tiempo le ofendiesen. Así lo hice mío.

»Hasta los altares he mandado retirar y las ventanas he mandado pintar de negro, para que cada capilla que visitamos sea idéntica al servicio que presta. El propio catafalco real me parecía una ofensa a la severidad que quise, pedí y obtuve. El manto púrpura que le cubría, las chapas de plata y el crucifijo labrado eran una mofa; los cuatro candelabros, una injuria; la luz de los cirios, una parpadeante ofensa. Me contaron: Señora, en vida amó el lujo y las fiestas. Recuerde: usted misma, dio a luz una noche de baile, en el patio del palacio de Brabante; mientras su esposo perseguía a las muchachas de Flandes usted sintió los dolores del parto y se fue a esconder a la letrina y allí la encontramos y allí nació su hijo nuestro actual Señor. A tiempo llegaron las comadronas, pues el cordón umbilical estrangulaba al infante, una asfixia azul congestionaba su cara y un baño de sangre ahogaba su cuerpo. Así fue referido. Ahora negaré el exceso de esos fastos y encontraré motivo de vida en el espectáculo de la muerte embalsamada, como antes casi conocí la muerte en el acto de dar la vida a mi hijo; como Raquel, pude proclamar al mío filius doloris mei y al mundo advertirle: los hijos del dolor materno tienen simpatía con las felicidades. Besé los pies desnudos del despojo vendado y relleno de especias de mi esposo y el silencio fue repentino y absoluto.

»Hay que taponearse los oídos con cera, señor caballero; no se puede vivir aguzando involuntariamente el oído, cerrando los ojos y diciéndose que no tardarán en sucederse el rechinar de una puerta, el desplazamiento de un cuerpo torturado, la hoquedad de pisadas invisibles, la lenta regeneración de las facciones, el crepitante crecimiento del vello y de las uñas de un cuerpo muerto, el renacimiento de las líneas borradas de las manos de un cadáver que las perdió al morir, como no las tuvo al nacer, no, señor caballero, asesine sus sentidos, se lo he dicho, no hay otra solución si se quiere estar solo con lo que se ama. Se fue el doctor Pedro del Agua y no supe si agradecer o maldecir sus diligencias. Era dueña absoluta de un cuerpo incorrupto, que mantenía la semblanza de la vida y que por ello era vecino de otros hombres, y las mujeres podrían confundirlo sólo con un hermoso durmiente. ¿No las oye usted? ¡Son las mujeres! Sí, maldije la ciencia del señor del Agua, que me restituyó a mi marido con la apariencia que en vida tuvo y la promesa de su incorruptibilidad corpórea; pero me arrebató lo único que podía ser mío, un cadáver corrupto, carne apestosa, polvo y gusanos, blancos huesos míos...¿Entiende usted lo que le cuento, señor caballero? ¿Sabe que hay momentos que no pueden medirse? Momentos que todo lo reúnen: la satisfacción de un deseo cumplido junto con su remordimiento, el anhelo y el temor simultáneos de lo que fue, y el simultáneo miedo y deseo de lo que será. No, quizás usted no sabe de lo que hablo. Usted cree que el tiempo avanza siempre hacia adelante. Que todo es porvenir. Usted quiere un futuro; no se imagina sin él. Usted no quiere darle ninguna oportunidad a los que necesitamos que el tiempo se desvanezca y luego regrese sobre sus pasos hasta encontrar el momento privilegiado del amor y allí, sólo allí, se detenga para siempre. Embalsamé al príncipe don Felipe para que, semejante a la vida, la vida vuelva sin violencia a él si mi proyecto se cumple y el tiempo me obedece, marchando hacia atrás, remontándose sin conciencia al momento en que yo diga: detente, allí, nunca más te muevas, ni hacia adelante ni hacia atrás, allí, detente. Y si ese proyecto se frustra, entonces confío en que el parecido de mi esposo con la vida atraiga hacia su cuerpo a otro hombre capaz de habitarlo, deseoso de habitarlo, de cambiar su pobre envoltura mortal por la inmortal figura de mi marido incorrupto.

»Usted me mira con sorna y cree que estoy perdida. Usted sabe contar el tiempo. Yo no. Primero porque me sentí idéntica; después porque me sentí diferente. Entre antes y después, perdí para siempre mi tiempo. Sólo lo cuentan quienes nada pueden recordar y nada saben imaginar. Digo primero y después pero hablo del único instante que es siempre y antes y después porque es siempre, un siempre en unión perfecta, amorosa unión. ¿Cree usted sentir mis manos sobre su boca, señor caballero? Río y le arrullo, le acaricio la cabeza. Pronto, Barbarica. No trate de tocarme, señor caballero. A pesar de todo, a pesar de todo, ve usted, poseemos dos cuerpos singulares que por ser diferentes son inmediatamente enemigos. No basta una vida para reconciliar dos cuerpos nacidos de madres antagónicas; hay que forzar a la realidad, someterla a nuestra imaginación, extenderla más allá de sus ridículos límites. Pronto, Barbarica; él nunca regresará, ésta es nuestra única oportunidad, date prisa, corre, vuela, vete, regresa, chiquitita! Intento respirar al ritmo de su cuerpo, imitar su cuerpo, joven caballero; cada vez concentro en esa imitación toda la lasitud de mi propio cuerpo y todo el filo de mi mente; que no encuentre usted resistencia; a fin de escucharle respirar, yo misma dejo de respirar; su aliento mudo será el primer signo de mi deseo y de su retorno; ese aviso puede escapar a mi atención por culpa de una distracción cualquiera, usted debe comprenderme; si me muevo, no sabré si él, si usted, ha vuelto a respirar. He asesinado todos los rumores, menos el de ese cántico igual a mi pena y ese tambor idéntico al ritmo de mi corazón. Duerme abrazado a mí, señor caballero, duerme (tú; él) abrazado a su gemela mortal y quizás esta mañana (de noche sólo viajamos, yo en la carroza sellada, él, tú, en la carroza negra) hable en sueños y el sueño de él sea diferente a toda la soñada identidad de una pareja.

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