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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (7 page)

Por el momento, la armada de atalaya sufriría bajo la lluvia, en lo alto de una muela de peñas; la bruma cegaría su vista y silenciarían sus voces así la orden de evitar el ruido como el rumoroso viento, capaz de acallar no sólo los brutales gritos de estos serranos, sino el más penetrante bocinazo de un cuerno de caza. Quizás, encaramados en la sierra, recordaban al Señor que por un momento se había dignado fulminarlos con una mirada, sin necesidad de hablarles; y si su padre tenía razón, de esa mirada nacerían multiplicadas soberbias y rebeldías. Quizás los monteros maldicientes imaginaban al Señor en su puesto, un puesto escogido para que pudiese, mejor que nadie, experimentar el placer supremo de la caza: ver entrar la busca, ver cómo se levanta la caza, determinar qué yerros se cometen y cómo remediarlos; dominar el conjunto y la culminación del acto; asignar premios y castigos de la jornada. Si aquellos pobres monteros subieron de mala gana a la sierra por verse alejados del centro real y excitante de la cacería, seguramente lo imaginaban todo menos que el Señor, como ellos, pudiese sufrir la congoja de la espera, escondido de la lluvia dentro de una tienda de campaña, sin más herida que el accidental rasguño de la carlanca, sin saber en qué términos andaba la montería. El Señor cubrió con un pañuelo de holanda el rasguño del dedo, la sangre apenas corre, se seca, esta vez no moriré, gracias Dios mío. Posiblemente, si lo viesen metido en la tienda con el perro, los bárbaros monteros murmurarían de nuevo: la estirpe del Señor ha perdido el gusto de la montería, que es sólo el renovado ensayo de la guerra; quizás los humos de las sacristías y las blandezas de la devoción han agotada» los arrestos del jefe; y sólo es jefe porque puede más, sabe más, arriesga y resiste más que cualquier súbdito, pues de no ser así, el súbdito merecería ser jefe, y el jefe, siervo; y cuando el Señor muera, ¿quién le sucederá?, ¿dónde está su hijo?, ¿por qué anuncia la Señora preñeces que jamás llegan a buen puerto sino que naufragan siempre en el aborto? Esto murmuraban en sierras y en ventas, en fraguas y en tejares…

El alano Bocanegra se incorporó de repente sobre sus presas gruesas y cortas. La coraza y la carlanca refulgieron en la tenue luz de la tienda y el perro salió corriendo, se escurrió bajo la lona y desapareció, ladrando. Y el Señor ya no quiso pensar en nada, atribuir a nada esa conducta escandalosa del can; mejor cerrar los ojos detrás de la mano envuelta en el pañuelo y quedarse solo con su buena razón mortificada; pedir mejor que un lechoso vacío ocupase el espacio de memoria, sobresalto, premonición…Murmuró una oración en la que le preguntaba a Dios si bastaba que Dios y su vasallo el Señor supieran que si en la caza y la muerte de un venado había algún placer, el vasallo, aunque no lo sintiese, lo rechazaría para la mayor gloria del Creador.

«Es él» le dice al grupo que le rodea el hombre que cree reconocer, en el cuerpo yacente del náufrago, los signos de cierta identidad.

Todos pican espuelas y descienden envueltos por el polvo oscuro de las dunas. Los caballos relinchan al acercarse al cuerpo postrado; los caballeros descienden, avanzan y le rodean. Las botas suenan como latigazos al pisar los charcos de agua tibia. Los caballos resoplan nerviosamente cerca del inesperado olor y parecen intuir el miedo que acoraza ese profundo y extraño sueño. Y el mar sigue lengüeteando sin prisa, sin respuestas, cálido y teñido después de la tormenta.

El jefe del grupo se hinca junto al cuerpo, roza con los dedos la cruz de la espalda, luego le toma de la axila y le voltea, bocarriba. Los labios del joven náufrago se abren y la mitad del rostro está ennegrecido por la arena. El hombre del largo bigote trenzado hace un gesto con la mano y los otros alzan al joven en vilo, la botella se desprende del puño y regresa al oleaje, el náufrago es conducido a uno de los caballos y tendido como una presa de caza sobre el lomo del animal; sujetan sus brazos a la montura y la cabeza colgante se apoya contra el flanco sudoroso. El jefe da nueva orden y todos ascienden por las dunas; ganan la plataforma rasa y rocosa que se extiende hasta el límite de la lejana sierra.

Entonces, en el centro de la bruma, aparece primero un rumor como de espuelas arrastradas o de otro metal chocando contra los pedruscos; detrás del rumor, una litera de ébano pulido; bajo su peso, cuatro negros que la cargan y se acercan al grupo que conduce al náufrago sobre un caballo.

Una campanilla suena dentro de la litera y los negros que la portan se detienen. La campanilla vuelve a sonar. Los porteros, con un gemido concertado, izan el palanquín con sus brazos poderosos y en seguida, suavemente, lo depositan sobre la tierra del desierto. Vencidos por el esfuerzo y por el calor húmedo de las horas que siguen a la tormenta, los cuatro hombres desnudos caen al suelo y se friegan los torsos y los muslos con su propio sudor.

—¡De pie, canalla!, les grita el hombre del bigote trenzado, que comunica su furia al caballo que se encabrita mientras el jinete levanta el látigo, lo azota contra la espalda de uno de los porteros y corre en un círculo nervioso alrededor de la litera. Los cuatro negros, giminíelo, se ponen de pie y en sus ojos amarillos hay un descontento vidrioso que se prolonga hasta que una voz de mujer habla detrás de Lis cortinillas cerradas:

Déjalos en paz, Guzmán. El viaje ha sido pesado.

Y el jinete, sin dejar de correr en círculos, sin dejar de azotar a los negros, grita por encima del resoplido del caballo:

—La Señora hace mal en salir sin más compañía que estos brutos. Los tiempos son demasiado peligrosos.

Una mano enguantada asoma entre las cortinas: —Si los tiempos fuesen mejores, no necesitaría la protección de mis hombres. Nunca me fiaré de los tuyos, Guzmán.

Y las corre, abriéndolas.

El náufrago se creía embalsamado por el mar; entreabrió los ojos:

La sangre le pulsaba en las sienes y la visión de este desierto de brumas rasgadas quizás no era demasiado distinta de la que pudo encontrar al tocar el fondo del océano, que imaginaba de fuego, pues al caer del castillo de proa al mar lo único que miró no fueron las olas a las que se acercaba, sino el corposanto ardiente del que se alejaba: el fuego de San Telmo en las puntas del palo mayor. Y al ser arrojado, inconsciente, a la playa, le rodeaba una bruma ciega, pero en el momento de abrir los ojos, se apartaron las cortinas de la litera y en vez del mar, o el desierto, o el fuego, o la niebla, encontró otra mirada.

—¿Es él?, preguntó la mujer que miraba al joven como él miraba los ojos negros de la mujer, muy hundidos en los pómulos altos, muy brillantes en su contraste con la palidez plateada del rostro; que le miraba sin saber que él, a través de las pestañas arenosas que velaban su mirada, la miraba también.

—Déjame ver la cara, dijo la mujer.

El joven pudo distinguir el movimiento seguro y altivo del cuerpo drapeado en telas negras que descansaba dentro de la litera como un pájaro reposaba, nervioso pero inmóvil, sobre el puño enguantado de la mujer. El hombre del bigote trenzado tomó el pelo del náufrago con un puño y levantó violentamente la cabeza prisionera: la mirada opaca del joven se fijó en el gesto impaciente de la cabeza de la mujer, enmarcada por las altas alas blancas de una gola.

La mujer levantó un brazo de mangas abombadas y dijo, al tiempo que con el dedo índice ordenaba a la guardia de negros: —Tómenlo.

Un jadeo infinito viene corriendo por el desierto; una respiración que le da cuerpo a la bruma; un cuerpo palpitante y veloz; la velocidad de un perro blanco que al fin gruñe y se lanza contra el caballo del jefe que por un momento no sabe qué hacer, que en seguida arranea del cinturón el hierro corto, mientras el perro salta tratando de morder la pierna del jinete y logra encajar una púa en el vientre del caballo que se levanta, relinchando, sobre las patas traseras; el jinete se sujeta de las riendas y asesta una puñalada rasgante sobre la cabeza del perro que alcanzaba a rasguñar con la carlanca de púas el puño del hombre, lanza un quejido y cae al suelo, mirando con tristeza los ojos del viajero olvidado.

Al caer la noche, el Señor, fatigado, entró a la tienda de campaña, se sentó en la silla y se echó un cobertor sobre los hombros. Había dejado de llover y durante varias horas los criados buscaron a Boca- negra, pero los sabuesos, en vez de seguirle el rastro al can fugitivo, rondaron estúpidamente la tienda, como si el olor del perro maestro fuese inseparable del de su amo y al cabo el Señor, con grande pesadumbre, se resignó a la pérdida del alano y sintió más frío aún.

Tomó un breviario y se disponía a leer cuando Guzmán, con todas las señas de la prolongada cacería en el rostro sudoroso y en los hábitos manchados, apartó la lona de la entrada a la tienda y le avisó que el venado acababa de ser traído al campamento. Pidió excusas: la lluvia cambió el rastro; el venado fue cazado y muerto lejos del portillo reservado para el placer del Señor.

El Señor tembló ligeramente y el breviario cayó por tierra; sintió el impulso de recogerlo y aun se inclinó un poco; pero Guzmán se dio prisa e, hincado ante su amo, tomó el libro de devociones y lo ofreció al dueño. Desde su posición arrodillada, Guzmán, al levantar la mirada para entregar el breviario, miró fijamente, por un instante, al Señor y debió arquear las cejas de una manera que ofendió al amo; pero éste no podía reprocharle a su servidor la celeridad con que demostraba su obediencia y respeto; el acto visible era el del más excelente vasallo, aunque la intención secreta de la mirada se prestase, más que nada por indefinida, a interpretaciones que el Señor, a un tiempo, deseaba admitir y rechazar.

La herida de la mano de Guzmán rozó la herida de la mano del Señor; los pañuelos que las cubrían eran de bien diferentes calidades; idénticos los rasguños de las púas de una carlanca.

El Señor se puso de pie y Guzmán, sin esperar a que expresara su voluntad —¿seguiría leyendo, saldría al campamento?— ya tenía entre las manos la gabardina de Vizcaya, ya la abría, ya la ofrecía a los hombros del amo.

—Hice bien en traer abrigo, comentó el Señor.

—El buen montero no se fía del tiempo, dijo Guzmán.

El Señor permaneció inmóvil mientras el sotamontero le echaba la capa sobre la espalda. En seguida, Guzmán apartó de nuevo la lona y esperó a que el Señor saliese, escondiendo el rostro bajo la caperuza, al campamento donde los fuegos nocturnos ardían. Hizo un gesto de deferencia y el Señor salió y se detuvo a mirar el cadáver del venado arrojado a sus pies.

Uno de los monteros avanzó hacia el animal con el cuchillo en la mano. El Señor miró a Guzmán; Guzmán levantó una mano; el montero arrojó la daga y el sotamontero la tomó en el aire. Se hincó frente al venado y de un solo y preciso tajo lo degolló.

Luego cortó con el cuchillo de monte los cuernos y en seguida el cuero de las patas traseras, desconcertándolas por las coyunturas para descubrir los nervios.

Se puso de pie y ordenó que colgasen al venado por los nervios desde una estaca y allí lo desollaran.

Devolvió el cuchillo al montero y permaneció frente a la estaca: entre Guzmán y el Señor, colgaba el cadáver del venado.

Los monteros comenzaron a abrir el pellejo del animal desde el jarrete hasta lo hueco y de allí por toda la barriga. Al terminar, lo abrieron por delante y le sacaron la vejiga, la panza y las tripas; luego las arrojaron al cubo hacia donde escurría la sangre del venado, llenándolo gota a gota.

El Señor agradeció la doble máscara de la noche y de la caperuza; pero Guzmán le observaba con la ayuda del desigual resplandor de las fogatas. Los monteros rompieron el pecho del venado hasta el pescuezo y sacaron la asadura, el hígado y el corazón. Guzmán adelantó la mano y el corazón le fue entregado; las otras visceras cayeron dentro de la cubeta de sangre con un ruido idéntico al latido del corazón inquieto del Señor, que sin darse cuenta unió las manos en un resto de piedad mientras Guzmán acariciaba la empuñadura de su hierro corto.

La cabeza fue cortada por el cogote y aunque siguió la tarea de hacerle cuartos al venado, el Señor ya sólo pudo mirar, junto al fuego, esa testa privada de su cornamenta, boquiabierta, estúpida y estremecedoramente tierna: los ojos pardos y vidriosos, entreabiertos, poseían una vida simulada; pero detrás de ellos acechaba, triunfante, el azoro de la muerte.

Ahora varios monteros cortaban en pequeños pedazos las tripas del animal, las tostaban al fuego y por fin las mezclaban y revolvían con la sangre y el pan. Y si mientras se descocotó, apioló y descuartizó al venado sólo su cadáver separaba al Señor del lugarteniente, ahora toda una multitud ansiosa los alejó e indiferenció. Las tripas, la sangre y el pan fueron depositados al lado de la fogata mientras alrededor de ella se colocaban los monteros con los sabuesos que habían participado en la montería. Con una mano, frenaban a los canes; con la otra, sostenían la bocina de caza. La excitada confusión había desplazado al Señor del lugar privilegiado que hasta ese momento ocupó; la multitud de canes nerviosos y jadeantes, la aplicación de los monteros a su doble tarea de retenerlos y manejar las bocinas, le hubiesen permitido al amo regresar en ese instante a la tienda y reiniciar la piadosa lectura sin que nadie lo apercibiese. Pero él sabía que el siguiente acto requería una orden suya: un gesto cualquiera, rápido y formal, para que todos los monteros tocasen las bocinas al unísono, celebrando el término ritual de la caza.

Se disponía a levantar un brazo desde la oscuridad hacia la cual fue desplazado; pero antes de que pudiera hacerlo, los monteros tocaron las bocinas. Los poderosos cuernos hicieron que la oscuridad trepidara. Se integró un solo gemido ronco, que más que volar parecía galopar sobre el tambor de la tierra, armado con pezuñas de metal, de regreso a los montes de donde había sido arrancado. Pero el Señor no había hecho ningún gesto. Y sin embargo todo sucedía, todo se cumplía, como si lo hubiese hecho. Y cuando por fin lo hizo, su brazo permaneció en el aire, estupefacto. Ya era demasiado tarde. Agradeció que Guzmán estuviese lejos, perdido en la ocupación que a todos concertaba en ese momento; lejos de la faz azorada y de la boca entreabierta cuyas órdenes rituales se cumplían puntualmente, aunque hubiesen faltado las palabras y el gesto que debían indicarlas.

Al ruido, los sabuesos se habían lanzado a comer; la lumbre de las fogatas iluminó los belfos codiciosos y dibujó el temblor de los lomos. Rodeado por la jauría famélica, Guzmán levantó las tripas en alto, en la punta de un venablo. Los sabuesos saltaron para alcanzarlas. Embriagados por el concierto ensordecedor de las bocinas y por su natural braveza, los perros eran un río de carne luminosa; sus lenguas, chispas que incendiaban el cuerpo erecto de Guzmán, también sudoroso y alegre, con el venablo en alto, encamando a los canes que se quedarían sabrosos de aquel plato y codiciosos de nueva caza. El Señor dio la espalda al espectáculo; le dominaba el sudor frío de un pensamiento circular e infinito.

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