Por primera vez en sus veintidós veranos, cerró la ventana y se detuvo sin saber qué hacer. Apenas pudo darse cuenta de que en ese instante empezó a añorar el signo suficiente de su libertad que era esa ventana siempre abierta, de día y de noche, en invierno y en verano, lloviese o tronase. Apenas pudo identificar su desacostumbrada indecisión con un sentimiento de que él, y el mundo en torno a él, envejecían sin remedio. Apenas pudo vencerla con una rápida pregunta: ¿qué está sucediendo, que me obliga a cerrar por primera vez mi ventana libre y abierta, estarán quemando basura, no, olía a carne, estarán quemando animales, epidemia, sacrificio? Inmediatamente, Polo Febo, que había dormido desnudo (otra imagen bien meditada de su libertad) entró a la ducha portátil, escuchó el ruidoso tamborileo del agua contra la hojalata pintada de blanco, se enjabonó cuidadosamente hasta acumular la espuma en el dorado vello del pubis, levantó su único brazo y dirigió la regadera hacia el rostro, dejó que el agua corriera entre sus labios, cerró la llave, se secó, salió del pequeño e impecable confesionario que esa mañana le lavó de todas las culpas menos una, la de la inocente sospecha y, sin pensar en prepararse el desayuno, calzó sandalias de cuero, se puso unos Levi’s de pana amarilla y una camisa color fresa, echó una rápida mirada al cuarto donde había sido tan feliz, se golpeó la cabeza contra el techo bajísimo y descendió rápidamente, sin hacer caso de los botes de basura vacíos y olvidados en cada descanso de la escalera.
En el entresuelo, se detuvo y tocó con los nudillos a la puerta de la conserje. No obtuvo respuesta y decidió entrar a recoger una improbable correspondencia. Como todas las puertas de conserje, ésta era mitad de madera y mitad de vidrio, y Polo sabía que si el rostro ensimismado de Madame Zaharia no asomaba entre las cortinillas, era porque Madame Zaharia estaba ausente y, sin nada que ocultarle al mundo (pues tal era su más repetida expresión: ella vivía en casa de cristal) no tenía inconveniente en que los inquilinos entraran a recoger las escasas cartas que ella dejaría separadas junto al espejo. Polo, en consecuencia, decidió entrar a esa cueva de perdidas gentilezas, donde el vapor de un eterno cocido de coles empañaba los mementos fotográficos de soldados muertos y sepultados, primero bajo las tierras de Verdun y ahora bajo la película de vapor. Y si unos minutos antes la indecisión se había apoderado del ánimo de Polo Febo, al no encontrar los olores del verano, como un aviso de desencanto y vejez, ahora la actividad (entrar a la pieza de la conserje en busca de un correo improbable) le pareció un acto de inocencia primigenia. Absorto en esta sensación, cruzó el umbral. Pero la novedad física fue más fuerte que la novedad del espíritu. Por primera vez desde que recordaba, nada hervía en la cocina y las fotos de los soldados muertos eran un límpido espejo de sacrificios inútiles y tiernas resignaciones. El olor también se había despedido de la habitación de Madame Zaharia. No así el ruido. En su camastro, sobre las colchonetas floreadas de viejos inviernos, la conserje, menos ensimismada que de costumbre, retenía en la garganta un espumoso aullido.
Pasarán muchos soles antes de que Polo Febo condescienda a analizar las impresiones que el estado y la postura, o sea la causa y el efecto, de Madame Zaharia, le provocaron. Acaso sea posible adelantar, sin autorización del protagonista, que los términos de su ecuación matutina se invirtieron: el mundo, irremediablemente, rejuvenecía y era preciso tomar decisiones. Sin detenerse a pensarlo, corrió a llenar un balde de agua, prendió el fuego de la estufa y puso a hervir el agua mientras con una mezcla de sabiduría atávica y de simple estupefacción, reunía toallas y rasgaba sábanas. El hecho singular que vivía la conserje se había repetido demasiadas veces durante los pasados treinta y tres días y medio. Polo se arremangó con los dientes el único brazo útil (la otra manga la traía sujeta con alfileres a la altura del muñón) y se hincó entre las piernas abiertas y los febriles muslos de Madame Zallaría, listo a recibir la cabecita que pronto debía asomar. Entonces la conserje soltó sus aullantes espumarajos. Polo escuchó el agua hervir, recogió el balde del fuego, arrojó adentro las trizas de sábanas y regresó al pie de la cama para recibir, no la esperada cabeza, sino dos pequeñísimos pies azules. El vientre de Madame Zallaría gimió con las contracciones del océano y el muñón de Polo latió como un mármol que añora la compañía de su pareja.
Cuando el niño nació con los pies por delante y una vez que Polo nalgueó a la criatura, cortó el cordón, amarró el ombligo, arrojó la placenta al balde y trapeó la sangre, hizo ciertas cosas en añadidura: miró el sexo masculino del infante, contó seis dedos en cada pie y observó con asombro la marca de nacimiento en la espalda: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. No supo si acercar al niño a los brazos de esa vieja de más de noventa años que acababa de parirlo, o si, más bien, él mismo debía cargarlo y arrullarlo y apartarlo de una sospecha de contaminación y muerte por asfixia. Optó por lo segundo: sintió, en verdad, miedo de que la anciana Madame Zaharia ahogase o devorase a un hijo llegado tan fuera de temporada y se acercó al antiguo espejo de marco dorado donde la conserje acostumbraba encajar, entre vidrio y marco, las escasas e improbables cartas dirigidas a los inquilinos.
Sí: allí estaba una carta dirigida a él. Pensó que sería una de tantas notificaciones que de tarde en tarde le llegaban, siempre con sumo retraso, pues el desplome casi total de los servicios postales era ya un hecho normal de esta época en la cual todo lo que había significado progreso cien años antes, ahora dejaba de funcionar con eficacia y prontitud. Ni la clorina purificaba las aguas, ni el correo llegaba a tiempo. Y los microbios habían impuesto su reino triunfal sobre las vacunas: indefensos humanos, gusanos inmunes.
Se acercó al sobre y se fijó en que la carta no traía un sello postal reconocible; la retiró del marco, apretando al recién nacido sobre el lecho. La carta sólo venía lacrada con un yeso antiguo y musgoso, y el sobre era amarillo y viejo, como la letra del remitente era curiosa, vieja, obsoleta. Y al tomar la carta, unas gotas de azogue tembloroso rodaron sobre el papel y cayeron al piso. Sin dejar de apretar al niño, Polo rompió con los dientes el sello de yeso rojo y extrajo un pergamino adelgazado, arrugado, casi una hoja de seda transparente. Y leyó el siguiente mensaje:
«En el Dialogus Miraculorum, el cronista Caesarius von Heisterbach advierte que en la ciudad de París, fuente de toda sabiduría y manantial de las escrituras divinas, el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia en algunos hombres sabios. Debes estar alerta. Las dos fuerzas luchan entre sí, en todo el mundo y no sólo en París, aunque aquí el combate te parezca más agudo. Los azares del tiempo decidieron que aquí nacieras, crecieras y vivieras. Tu vida y este tiempo pudieron haber coincidido en otro espacio. No importa. Muchos nacerán, pero sólo uno tendrá seis dedos en cada pie y una cruz de carne en la espalda. A ése, debes bautizarlo con este nombre: Johannes Agrippa. Ha sido esperado largos siglos y suya es la continuidad de los reinos originarios. Además, aunque en otro tiempo, es hijo tuyo. No faltes a este deber. Te esperamos; te encontraremos; no hagas nada por buscarnos».
Firmaban esta extraordinaria misiva
Ludovico y Celestina
. Asombrado por la reversión de la muerte que había olido en el humo de Saint-Sulpice y adivinado en sus buitres celosos, a la vida que mantenía con un solo brazo y que creía haber extraído mas no introducido, como misteriosamente lo indicaba la carta, Polo no tuvo tiempo de releerla. Negó dos veces con absoluta certeza: a nadie conozco que se llame Ludovico o Celestina; jamás me he acostado con esta anciana. Tomó un poco de agua sangrante entre los dedos, roció la coronilla de este ser tan nuevo como excepcional; murmuró de acuerdo con lo que le pedían en la carta:
—Ego baptiso te: Johannes Agrippa.
Al hacerlo, guiñó el ojo en dirección de la foto del recio
poilu
muerto durante alguna olvidada guerra de trincheras, tanques y gases bacteriológicos, que fue el marido certificado, efímero y único de la anciana Madame Zaharia; colocó al niño en brazos de la vieja de ojos azorados, se lavó las manos y, sin volver a mirar, salió de la pieza con la satisfacción del deber cumplido.
¿Realmente? Abrió el pesado portón que da a la rué des Ciseaux, esa estrechísima calle que lleva siglos corriendo, imperturbable, de la rué du Four al boulevard Saint-Germain y debió luchar contra una nueva alarma que se quería imponer a su deseo de gozar esta gloriosa mañana de julio. ¿El mundo rejuvenecía o envejecía? Como la calle misma, la cabeza de Polo era una esquina bañada por el sol y también un sombrío desierto.
El Café Le Bouquet, de suyo tan concurrido, invitaba con las puertas abiertas y las mesas
y
sillas sobre la acera; pero en el muro de espejos detrás de la barra sólo se reflejaban las ordenadas filas de botellas verdes y ambarinas y en el largo pasamanos de cobre apenas se distinguían las apresuradas huellas digitales. La televisión había sido desconectada y unas abejas zumbaban cerca del muestrario de cigarrillos. Polo alargó la mano y bebió, directamente de la botella, un trago de anís. Luego buscó detrás de la barra y encontró los dos cartones que anunciaban el bar-café-tabaquería. Metió la cabeza entre los cartones y ajustó los tirantes de cuero que los unían sobre sus hombros. Habilitado en hombre-sandwich, salió de nuevo a la rué du Four y ya no se preocupó al pasar al lado de los negocios abiertos y abandonados.
En el joven cuerpo de Polo se escondía, quizás, un viejo optimismo. Emparedado entre los anuncios, no sólo cumplía el trabajo por el que recibía un modesto estipendio. Repetía, además, la regla de seguridad según la cual cuando el tren subterráneo se detiene durante más de diez minutos y las luces de la caverna se apagan, lo indicado es seguir leyendo el periódico como si nada sucediera. Polo Avestruz. Mientras a él no le sobrevinieran accidentes como el de Madame Zaharia (¿y quién metería la única mano en el fuego, dados los tiempos que corren?) no tenía por qué interrumpir el ritmo normal de su existencia. No. Mucho más: sigo creyendo que el sol sale todos los días y que cada nuevo sol anuncia un día nuevo, un día que ayer fue futuro; sigo creyendo que hoy prometerá un mañana en el instan te de cerrar una página, imprevisible antes, irrepetible después, del tiempo. Sumergido en estas reflexiones, no advirtió que un humo cada vez más espeso le envolvía. Con la inocencia de la costumbre (que inevitablemente será congelada por la malicia de la ley) había dirigido sus pasos a la plaza Saint-Sulpice y se aprestaba a mostrar a los acostumbrados parroquianos de los cafés los cartones que por delante le cubrían hasta las rodillas y por detrás hasta las corvas. Lo primero que pensó, al verse envuelto por el humo, fue que nadie podría leer las letras que recomendaban asistir, de preferencia, al Café Le Bouquet. Levantó la mirada y se dio cuenta de que ni siquiera las cuatro estatuas de la plaza eran visibles; sin embargo, eran ellas los únicos testigos de la publicidad cargada por Polo, encargada a Polo. El muchacho se dijo, idiotamente, que la humareda se originaba en las bocas de los oradores sagrados. Pero ni de los dientes de Bossuet, los labios de Fénelon, la lengua de Massillon o el paladar de Fléchier, asépticas cavidades de piedra, podía surgir ese olor nauseabundo, el mismo que antes le impresionó desde la ventana de su bohardilla. Ahora lo acentuaba, más que la cercanía, el compás de una marcha invisible que su oído situó primero en la rué Bonaparte. Pronto pudo distinguir lo que era: un rumor universal y circulante.
El humo le rodeaba; pero alguien sitiado por el humo cree mantener un espacio de claridad alrededor de su propia presencia física: nadie, capturado por la bruma, se siente materialmente devorado por ella; no soy la bruma, se dijo Polo, la bruma sólo me rodea como rodea a las estatuas de los cuatro oradores sagrados. Alargó desde el humo pero también hacia el humo la única mano y en seguida la retiró, espantado, para guardarla detrás del cartel que le cubría el pecho ; en un par de segundos, su mano extendida, introducida dentro del humo, había rozado carne ajena, cuerpos veloces, desnudos y ajenos. Escondió los dedos que recordaban y conservaban el tacto de un grueso aceite, casi una manteca, Cuerpos ajenos, cuerpos invisibles y sin embargo presentes, veloces, cubiertos de grasa. Su única mano no mentía. Nadie lo observó; pero Polo sintió vergüenza por haber sentido miedo. El verdadero motivo de ese miedo no fue el descubrimiento casual de una veloz fila de cuerpos, escondidos por el humo y en marcha hacia la iglesia, sino la simple imagen de su única mano adelantada, devorada por el humo. Invisible. Desaparecida. Mutilada por el aire. Sólo tengo una. Sólo me queda una. Se tocó los testículos con la mano recuperada para asegurarse de la prevalencia de su ser físico. Su cabeza, allá arriba, lejos de la mano y el sexo, giraba en otra órbita y la razón, de nuevo triunfante, le advertía que las causas surten efectos, los efectos proponen problemas y los problemas exigen soluciones que, a su vez, se convierten, en virtud de su éxito o de su fracaso, en causas de nuevos efectos, problemas y soluciones. Esto le dijo la razón, pero Polo no entendió qué relación podía tener semejante lógica con las sensaciones que acababa de experimentar. Y seguía allí, detenido en medio del humo, exhibiendo unos carteles que nadie miraba.
—La insistencia es desagradable y contraproducente, le había amonestado el patrón del Café al contratar sus servicios. Un par de vueltas frente a cada café competitivo y adiós, aleop, rápido a otro lugar.
Polo empezó a correr lejos de la plaza Saint-Sulpice, lejos del humo y el tacto y el hedor: no había otro olor porque el de Saint-Sulpice se había impuesto a todos los demás; el olor de grasa, de carne, uña y pelo quemados era el asesino de los recordados perfumes de flor y tabaco, de paja y acera mojada. Corrió.
Nadie negará que a pesar de sus ocasionales resbalones, nuestro héroe es básicamente un hombre digno. La conciencia de serlo le hizo disminuir el paso apenas vio que se acercaba al bulevar y que, a menos que todo hubiese cambiado de la noche a la mañana, allí lo esperaría el acostumbrado (desde hace treinta y tres días y medio) espectáculo.
Trató de imaginar por cuál de las calles podría acercarse con menos dificultad a la iglesia, pero lo mismo desde la rué Bonaparte que desde la rué de Rennes que desde la rué du Dragón desiertas pudo distinguir, en el boulevard Saint-Germain, esa masa compacta de espaldas y cabezas, esa multitud alineada de seis en fondo, encaramada a los árboles o sentada en gradas que habían sido ocupadas desde la noche anterior, si no antes. Se encaminó por la rué du Dragón que era, de todos modos, la más alejada del espectáculo mismo, y en dos zancadas alcanzó al dueño del Café Le Bouquet que se dirigía con su esposa y un canasto lleno de panes, quesos y alcachofas, al bulevar.