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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (3 page)

—Están retrasados, les dijo Polo.

—No; es la tercera vez esta mañana que regresamos por más provisiones, le contestó el Patrón con una mirada de condescendencia.

—Ustedes tienen derecho de llegar hasta las primeras filas; qué envidia.

La patrona sonrió, mirando los cartelones y aprobando la fidelidad de Polo a su empleo: —Más que derecho. Obligación. Sin nosotros, morirían de hambre.

Polo hubiese querido preguntarles, ¿qué ha pasado?, ¿por qué dos tacaños miserables como ustedes —me consta, no me quejo— andan regalando comida, qué cosa temen, por qué lo hacen? Discretamente, se limitó a preguntar:

—¿Puedo unirme a ustedes?

Los dueños del Café encogieron los hombros y le dijeron con un gesto que los acompañara a lo largo de la antigua calleja hasta la bocacalle donde la señora se colocó el cesto en la cabeza y empezó a gritar pidiendo paso para los víveres, paso para los víveres y el Patrón y Polo forzaron un camino entre la multitud festiva que se apiñaba entre las casas y las barreras levantadas por la policía al filo de la acera. Una mano se alargó para robar un queso; el Patrón le pegó un manotazo en la cabeza al truhán:

—¡Es para los penitentes, sinvergüenza!

Y también la Patrona le dio un coscorrón al bromista:

—¡Tú tienes que pagar; y si quieres comer gratis, hazte peregrino!

—La taza, dijo Polo entre dientes. ¿Venimos a reír o a llorar; estamos naciendo o muriendo?; Principio o fin, causa o efecto, problema o solución: qué estamos viviendo? Nuevamente la razón propuso las interrogantes; pero la memoria, más veloz que la razón, regresaba hasta atrás, a un cine del Barrio Latino; Polo acompañaba a sus patrones cargados de víveres a lo largo de la rué du Dragón; Polo recordaba una vieja película que había visto de niño, espantado, paralizado por la abundancia insignificante de la muerte, una película llamada «Noche y niebla» —niebla, el humo de la plaza Saint-Sulpice, la bruma que escapaba de sus torres custodiadas por buitres—, noche y niebla, la solución final, causa, efecto, problema, solución…

El espectáculo estalló ante su mirada y le arrancó de la actitud nostálgica, temerosa, pensativa. Circo o tragedia, ceremonia bautismal o vigilia fúnebre, el evento había resucitado un sentimiento ancestral. A lo largo de la avenida, las cabezas se protegían del sol con gorros frigios; abundaban las escarapelas tricolores y los banderines surtidos. La primera fila de asientos en las gradas había sido reservada para unas cuantas viejas que, naturalmente y en obsequio a consabidas imágenes, tejían sin cesar y lanzaban exclamaciones a medida que pasaban frente a ellas los contingentes de hombres, muchachos y niños portando banderas y cirios encendidos en pleno día. Cada contingente venía precedido por un monje con cilicio y guadaña al hombro y todos, descalzos y fatigados, iban llegando a pie de los diversos puntos que sus pendones color escarlata anunciaban con letras de brocado: Mantés, Pontoise, Bonnemarie, Nemours, St. Saens, Senlis, Boissy-Sans-Avoir-Peur. Bandas de cincuenta, de cien, de doscientos hombres sucios y barbados, muchachos que movían con dificultad los cuerpos adoloridos, niños con manos negras, mocos y lagañas; todos entonando esa cantinela obsesiva:

El lugar es aquí,

El tiempo es ahora,

Ahora y aquí,

Aquí y ahora.

Cada contingente se iba uniendo a los demás frente a la iglesia de Saint-Germain, en medio de los vivas, los brindis y las bromas de algunos, el sepulcral espanto y fascinación de otros, y los ocasionales, dispersos, flotantes coros que volvían a cantar La Carmagnole y Ca Ira. Contradictoria y simultáneamente, las voces exigían la horca para el poeta Villon y el fusilamiento para el usurpador Bonaparte, pedían marchas contra la Bastilla y contra el gobierno de Thiers en Versalles, recitaban sin concierto al poeta Gringoire y al poeta Prévert, clamaban contra los asesinos del Duque de Guisa y los excesos de la reina Margot, anunciaban confusamente la muerte del amigo del pueblo en su tina de agua tibia y el nacimiento del futuro rey Sol en el lecho helado de Ana de Austria; éste gritaba un pollo en cada cazuela, aquél un bastón de mariscal en cada mochila, el otro París bien vale una misa, el de más allá ¡enriquecéos!, el de más acá ¡la imaginación al poder! y una voz aguda, ululante, anónima, vencía a todas las demás, gritando, repitiendo, obsesivamente, oh crimen cuántas libertades se cometen en tu nombre; de la rué du Four al Carrefour de l’Odéon, miles de personas luchaban por un lugar de preferencia, cantaban, reían, comían, gemían, se agotaban, se abrazaban, se repelían, bromeaban entre sí, lloraban y bebían, mientras el tiempo se colaba hacia París como hacia un drenaje turbulento y los peregrinos descalzos se tomaban de las manos para formar un doble círculo cuyos extremos tocaban, al norte, la Librería Gallimard y el Café Le Bonaparte, al oeste el Café des Deux Magots, al sur Le Drugstore y la disquería Vidal y la boutique Ted Lapidus y al oeste la propia iglesia, alta, severa y techada. Un ex presidiario y un inspector de policía levantaban tímidamente la tapa metálica de una atarjea, miraban lo que pasaba sin dar crédito a sus ojos y volvían a desaparecer, perdidos en el negro panal de las alcantarillas de París. Una cortesana tísica miraba detrás de las ventanas cerradas de su alto apartamento con desgano y desengaño, corría las cortinas, se recostaba en un canapé y, en la penumbra, cantaba un aria de despedida. Un hombre joven, delgado y febril, vestido con levita, sombrero alto y pantalón de Nankin, caminaba lentamente, indiferente a la multitud, su atención fija en la diminuta piel de onagro que por minutos se encogía sobre la palma de su mano. Polo y los patrones llegaron hasta la esquina del Deux Magots y allí, según lo convenido, la señora le entregó la canasta a su marido.

—Ahora vete, le dijo el Patrón a su esposa. Ya sabes que de las mujeres no aceptan nada.

La señora se perdió entre la multitud, no sin antes musitar:

—Una novedad cada día. La vida se ha vuelto maravillosa.

Polo y el Patrón se dirigieron al doble círculo de peregrinos que comenzaban a desnudarse en silencio; los más próximos, al acercarse los dos hombres con el cesto, se miraron entre sí sin dirigirse la palabra; suprimieron una exclamación y una probable alegría; cayeron de rodillas y sin levantar las cabezas humilladas ante los dos proveedores tomaron cada uno un pedazo de pan y otro de queso y una alcachofa y los devoraron, siempre de rodillas, con actitud sacramental y las cabezas inclinadas, rompiendo el pan, saboreando el queso, deshojando la alcachofa, como si éstos fuesen actos primarios y a la vez finales, como si estuviesen recordando y previendo el acto básico de comer, como si no quisieran olvidarlo, como si quisieran inscribirlo en los instintos del porvenir (Polo Antropólogo) ; comieron con prisa creciente, pues ahora, desde el centro del círculo, avanzaba hacia ellos el Monje con un látigo en la mano. Los peregrinos volvieron a inclinar las cabezas ante Polo y el Patrón y terminaron de desvestirse hasta quedar, como todos los demás hombres, muchachos y niños que formaban el doble círculo, cubiertos sólo por una estrecha falda de yute que les caía de la cintura a los tobillos.

El Monje, desde el centro del doble círculo, hizo tronar una vez el látigo y los peregrinos del primer círculo, el interno, se dejaron caer bocabajo y con los brazos abiertos sobre el suelo, uno tras otro, lenta y sucesivamente. El murmullo impaciente, distraído o vital de la multitud comenzó a apagarse. Ahora, cada hombre, muchacho o niño que seguía de pie detrás de los que se habían postrado separó las piernas y pasó encima de uno de los cuerpos yacentes, rozándolo con el látigo. Pero en el enorme círculo, no todos descansaban bocabajo y con los brazos abiertos. Algunos adoptaron posturas grotescas y Polo Catequista, al recorrer el círculo con la mirada, pudo repetir, casi ritualmente, los nombres de las expiaciones capitales (¿no hemos sido educados para saber que todo pecado contiene su propio castigo?) que merecían esos puños crispados con ira, esas manos apretadas con avaricia contra el pecho, esos cuerpos apartados y verdosos, esas delgadas grupas agitadas sin contención, esos vientres mostrados con plenitud satisfecha al sol, esas poses soberanas de desdén y de soberbia, esas cabezas apoyadas dócilmente contra una mano exangüe, esos buches groseros y esos ojos codiciosos.

A ellos se dirigió el Monje y una sábana de silencio descendió sobre la multitud: el látigo tronó primero en el aire y en seguida contra los puños, las manos, las grupas, los vientres, las cabezas, los ojos, los labios. Casi todos retuvieron los gritos. Alguno sollozó. A cada latigazo, el Monje repetía la fórmula:

—Levántate, por el honor del santísimo martirio. Cualquiera que diga o piense que los cuerpos humanos resucitarán en forma de esfera y sin parecido con el cuerpo que tuvimos, anatematizado sea…

Y la volvió a repetir cuando se detuvo frente al viejo de espaldas cargadas y canosas que crispaba los puños a un paso de Polo. Nuestro joven y bello amigo se sacudió y se mordió un dedo con cada latigazo que hería las manos purpurinas del penitente; sintió que en torno a él la cerrada multitud se sacudía y se mordía los labios como él, idéntica a él y que, como él, nadie tenía ojos sino para el fuete del Monje y las manos azotadas del viejo. Sin embargo, una fuerza superior obligó a Polo a levantar la mirada. Al hacerlo, encontró la del Monje. Oscura. Perdida en el fondo de la cofia. Una mirada sin expresión incrustada en el rostro sin color.

El Monje fustigó por última vez al viejo de domeñada iracundia y repitió la fórmula, mirando directamente a Polo. Polo ya no escuchó las palabras; solamente pudo oír la voz sin timbre, jadeante, como si el Monje respirase por esa boca abierta y fuese incapaz de cerrarla jamás. El Monje dio la espalda a Polo y regresó al centro del círculo.

El primer acto había terminado y una ruidosa exclamación surgió de las gargantas; las viejas hicieron chocar las agujas entre sí; los hombres gritaron; los niños agitaron las ramas de los platanares donde estaban encaramados. El inspector de policía, con una linterna en alto, continuó persiguiendo al fugitivo en los oscuros laberintos de ratas y aguas negras. La cortesana rodeada de tinieblas tosió. El flaco y afiebrado joven apretó el puño con desesperación: la piel del asno salvaje se había evaporado en su mano, como la vida parecía huir de su líquida mirada. Un nuevo latigazo en el aire y un nuevo silencio. Los penitentes se pusieron de pie. Cada uno tenía en la mano un fuete con seis correas terminadas en puntas de fierro. El Monje entonó un himno y Polo apenas pudo escuchar las primeras palabras:

—Nec in aerea vel quali bet alia carne ut quídam delirant surrecturos nos credimus, sed in ista, qua vivimus, consistimus et movemur.

Nuevas y antiguas, viejas y jóvenes de treinta y tres días con doce horas, las palabras iniciales del oficiante eran esperadas. Pero fueron recibidas con el mismo asombro que las nimbó la primera vez que este hombre encapuchado tomó su lugar en el centro del doble círculo de penitentes frente a Saint-Germain y, por primera vez, las cantó. Parece que en aquella lejanísima ocasión el publico permaneció en silencio hasta el final del himno y luego las muchedumbres corrieron a agotar los manuales de latín en las librerías del Barrio, pues el que más sabía apenas sabía que
Gallia divisa est in partes tres
. Pero ahora, como si todos intuyesen que las oportunidades de la excitación inédita tendrían que volverse cada vez menos frecuentes o por lo menos, menos exaltantes, el Monje cantó las primeras palabras y la multitud estalló en gritos y sollozos.

Ese aullido, eco de sí mismo, larguísima y ululante onda lanzada de voz en voz, agotada en una esquina, resucitada en la siguiente, perdida entre dos manos, recuperada entre dos alientos, era sólo una vasta onomatopeya: campana, oración, poema, canto, sollozo en el desierto, aullido en la selva. Los penitentes miraban al cielo y cantaban, el Monje les exhortaba a la oración, a la piedad y al terror de los días por venir y los látigos golpeaban las espaldas desnudas con un chasquido rítmico que sólo se interrumpía cuando un punzón de metal se clavaba en la carne de un penitente, como ahora: ese joven cuya cabellera revuelta formaba una aureola negra y fugaz bajo el sol, gritó por encima del anticipado aullido de la multitud, de los gemidos de sus compañeros y de la cantinela del Monje; al chasquido de cuero sobre la piel se unió el rasgar de fierro contra la carne: el joven robusto, capturado dentro del movimiento rítmico, circular, perpetuo de los flagelantes, se arrancó como pudo el dardo del muslo; el chorro de sangre manchó las baldosas del atrio; entonces Polo se dijo que la carne de este hombre, más que morena, era una delgada inflamación tumefacta, verdosa. Vio en los ojos verdes y bulbosos del flagelante herido una transitoria agonía y en su frente aceitunada una coraza de sudores fríos.

La noticia de la autoflagelación fue comunicada de boca en boca, hasta estallar en una patética ovación, mezcla de misericordia y placer. Polo dio la espalda al espectáculo y caminó hacia la Plaza Furstenberg, abriéndose paso gracias a esos cartones que eran, también, su coraza, las astas de su molino inválido. Y al alejarse de esa abadía que fue tumba de los reyes merovingios, quemada por los normandos, reconstruida por el séptimo Luis y consagrada por el tercer papa Alejandro, ya no pudo ver cómo adelantaba los brazos el hombre que se flageló, buscando a Polo y diciéndole con la voz muy sorda y en un hispánico francés de dientes cerrados:

—Soy Ludovico. Te escribí. ¿No recibiste mi carta? ¿Ya no te acuerdas de mí?

La Plaza no había sido tocada. Polo se sentó en una banca y admiró el recogimiento simétrico de este remanso de flamboyanes en flor y redondos faroles blancos cuyo privilegio era creer —y hacer creer— que el tiempo no transcurría. Polo se cubrió una oreja con la mano: París era una imagen: la Patrona del Café se alejaba con gratitud; la vida se había vuelto maravillosa; sucedían cosas; la desesperada rutina había sido rota. Para ella (¿para cuántos más?) las cosas volvían a tener un sentido; para muchos (¿para ella también?) la existencia encontraba de nuevo un imaginario, una correspondencia con todo lo que, distinto de la vida, identifica a la vida. Los labios del Monje se movían; sus palabras eran ahogadas por el estrépito de público y flagelantes. Polo no tenía pruebas de que el hombre de la mirada muerta hubiese dicho realmente lo que ahora, sentado en la banca de la Plaza Furstenberg, él le atribuía, sin entender los corolarios de esta sencillísima proposición: en París, esta mañana, una anciana había dado a luz y una Patrona de café había estado encantada de la vida. Típica, rechoncha, adorable Patrona con sus mejillas encendidas y su chongo restirado; vil, avara, sin imaginación, contando cada céntimo que entraba a las arcas. ¿Qué fuerza espantable, qué terrible temor la obligaba a ser generosa? Polo miró su mano única y los restos de manteca que se obstinaban en empastelarse y endurecerse entre las líneas de vida y fortuna, amor y muerte. De niño había visto una película, la noche y la niebla, la abundancia insignificante de la muerte, la solución final…Polo sacudió la cabeza.

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