Luego, mientras los perros se manchaban los hocicos con sangre y carbón, Guzmán trazó con el cuchillo una cruz en la punta del corazón del venado, y en seguida lo cortó a la redonda, de manera que quedase dividido en cuartos. Se carcajeó secamente y arrojó un pedazo de corazón a cada punto cardinal, mientras los monteros reían con él, satisfechos de la jornada, y a cada gesto airoso del sotamontero, que de esta manera exorcizaba el mal de ojo, gritaban: al Pater Noster, al Ave María, al Credo y al Salve Regina.
—Señor, le dijo Guzmán cuando por fin se acercó a él; a Vuesa Merced corresponde distribuir los galardones y castigos de la jornada.
Y añadió, sonriente, herido, fatigado, manchado: —Hágalo ya, que la gente está cansada y quisiera regresar al punto al puerto de la sierra.
—¿Quién hirió primero?, preguntó el Señor.
—Yo. Sire, contestó el sotamontero.
—Regresaste a tiempo, dijo el Señor, apoyando el mentón en un puño.
—No comprendo, Sire.
El Señor jugueteó con el dedo índice sobre el grueso labio inferior. Nadie pudo darse cuenta de que los ojos del amo, escondidos por la caperuza, observaban las botas del sotamontero; y en ellas observaban la huella de la negra arena de la costa, tan distinta de la tierra parda v seca de los montes. Guzmán vio por primera vez la herida gemela ni la mano del amo y escondió, indeciso y turbado, la suya. ¿Galardón y castigo?, pensaron al mismo tiempo el Señor y Guzmán, ¿para quiénes? pensaron Guzmán y el Señor en Guzmán y el Señor, el perro Bocanegra, la frustrada y rebelde armada de atalaya.
Lo despierta la mano de la mujer que acaricia su rostro y al hacerlo lo limpia de los granos de arena negra y húmeda de la costa. El joven despierta de un segundo sueño, entra al siguiente, adormilado por el vaivén del lecho en el que va recostado, capturado entre almohadillas de seda y cobertores de armiño, cortinas de brocado y un intenso perfume que, en su profunda y abierta molicie, el muchacho ve al tiempo que respira y ve con un color: negro.
Se dice a sí mismo que va recostado dentro de una cama en movimiento, muelle y aérea. Una de las manos de la mujer no deja de acariciarle; pero la postura obliga al muchacho a mirar la otra mano de esta aparecida y la otra mano lleva puesto un guante, rugoso y sebado, sobre el cual se mantiene muy derecho un azor. Los ojos zumidos del ave no se apartan de los del náufrago, pero si él parpadea entre la vigilia y el sueño, la mirada del azor es invariable, hipnótica, como si un artesano hubiese insertado dos monedas de cobre viejo, gastado, ennegrecido, en la cabeza del pájaro, y en esa mirada hay dos números sin tiempo. El sañudo halcón se mantiene inmóvil, con el pecho levantado y bien abierto de piernas para asentarse mejor sobre el guante de su dueña. Es tal la unión de las patas del ave con la mano de la mujer, que las uñas negras del pájaro parecen una prolongación de los dedos engrasados del guante. De tan fijo, diríase que es una estatuilla de Malta; sólo los cascabeles atados a las patas indican movimiento y vida en el ave de presa; su rumor de sonaja se funde con los otros ruidos, persistentes, de hebillas y puntas de fierro arrastradas a lo largo del camino.
El joven mueve la cabeza para mirar la cara de la mujer que le acaricia, seguro de que una vez más logrará ver e! rostro de palidez plateada que esa mañana apareció entre la bruma, detrás de las cortinillas de la litera, preguntando si él era él, mirándole sin saber que ella era mirada por él. Pero esta vez, los velos negros ocultan las facciones de la mujer en cuyo regazo el joven reposa, duerme, despierta.
La Señora (pues así la llamó el hombre brutal que amarró al náufrago a la silla del caballo) es una estatua de trapos negros, brocados, terciopelos, sedas: de la cabeza a los pies, los velos y drapeados la ocultan.
Sólo sus manos indican que está viva y presente: con una, acaricia y limpia la arena del rostro del joven; con la otra sostiene a la inmóvil ave de rapiña. El náufrago teme la pregunta que ella debería formularle: ¿Quién eres? La teme porque no sabría contestarla. Arrullado dentro de la litera honda y perfumada, se da cuenta de que sólo es el hombre más vulnerable del mundo: no podría contestar esa pregunta; debe esperar a que alguien le diga: «Tú eres…» y revele una identidad que él deberá aceptar, por amenazante, desagradable o falsa que sea. so pena de quedarse sin nombre. Está a merced de la primera persona que le ofrezca un nombre: sólo esto, arrullado, piensa y sabe. Pero a pesar de las brumas espesas que sofocan sus sentidos —sueño, vaivén, perfume, la mirada hipnótica del azor— el roce de esos dedos femeninos sobre su frente y sus mejillas le mantiene despierto, le permite agarrarse a una flotante tabla de lucidez como el halcón se prende a la mano enguantada de la Señora. El débil argumento del náufrago, fortalecido porque no tiene otro a la mano, es que si alguien le reconoce y le nombra él podrá, al mismo tiempo, reconocer y nombrar a quien le identifique y, en ese acto, saber quién es: quiénes somos.
Por eso, con gran suavidad, roza con los dedos las faldas de la mujer, se entretiene en ello un largo rato y, cuando siente que de nuevo el vaivén, el perfume y la fatiga van a vencerle, levanta ambas manos y las acerca a los velos que encubren el rostro de la mujer.
Ella grita; o él cree que grita; no ve la boca detrás de los velos y sin embargo sabe que un aullido ha pulverizado esta pesada atmósfera; sabe que ella grita cuando él acerca las manos al rostro de la mujer y todo sucede al mismo tiempo: la litera se detiene, unas voces gruesas gimen, la mujer guía la cabeza desgarbada del azor hacia la del joven y el ave resucita de su letargo heráldico, los cascabeles se agitan con furia y mientras la mano de la Señora, antes acariciante, ahora rapaz, tapa violentamente los ojos del náufrago, éste apenas tiene tiempo de ver, detrás de los velos apartados, una boca que se abre y muestra los dientes afilados como las púas de la carlanca de un can de presa y luego el azor cae sobre su cuello quemado por el sol y la sal de mares ardientes y él siente en la carne el helado humor que sale por las ventanas del pico largo, ancho y grueso; escucha las palabras de ese grito detenido en el espacio, sepultado por el lujo opresor de la litera; ese grito que clama y reclama el derecho que tiene cada ser de llevarse un secreto a la tumba. Y el joven prisionero no sabe distinguir entre el aliento del halcón y el de la mujer, entre el helado pico del ave y los afilados dientes de la Señora, cuando los alfileres de un hambre tenaz se clavan en su cuello.
Esa noche, Bocanegra entró a la venta, derrengado, con la cabeza sangrante. Su aparición echó a perder las celebraciones de los monteros. Dejaron de beber y cantar las coplas.
Que hartos te vienen días
de congojas tan sobradas
que las tus ricas moradas
por las chozas o ramadas
de los pobres trocarías…
Las exageradas pláticas se acallaron; las riñas se interrumpieron; todos miraron con asombro e inquietud al finísimo alano blanco, abalulo, sucio, c la negra arena de las costas en las patas y en la herida abierta de la cabeza.
Fue conducido al aposento del Señor y, allí mismo, éste ordenó que se le curase. A la luz de las velas, los criados pudieron al fin abrir los morrales. El Señor se hincó en el reclinatorio y dejó abierto el breviario, pero dio la espalda al crucifijo negro que le acompañaba en sus viajes; miró hacia los criados que, primero, quisieron retirar al perro y curarlo en los corrales, pues hacerlo en la recámara del amo no era lo más correcto. El Señor dijo que no, que lo curasen allí mismo; los criados se inclinaron de mala gana ante la voluntad superior. La presencia del amo les impediría comentar con alboroto lo ocurrido y ofrecer increíbles versiones de los hechos probables.
Nuevamente, hincado y mudo, el Señor se preguntó si los criados se rebelaban en silencio y desde su baja condición exigían algo más que el favor del amo y el cumplimiento de un trabajo que les daba un cango mayor al de los demás sirvientes del reino. Pero pronto la actividad hizo olvidar a unos su indiscreto descontento y al otro su discreta duda.
Uno de los criados tiró el cabello del perro hasta dos dedos alrededor de la llaga, limpió la herida y luego la cosió tomando bien el cuero y un poco de carne, con una aguja fea y cuadrada y nada delgada. Otro hirvió compresas en un perol y un tercero calentó vino. El hilo grueso fue cosiendo la herida con muchos puntos ni muy flojos ni muy apretados. En seguida, el primer criado sacó del morral y echó encima de la llaga hojas de encina, cortezas de palma, sangre de drago, raza y ordión quemado, hojas de nísporas y raíz de pinta pole. El segundo criado remojó las estopas calientes en vino, las exprimió muy bien y las colocó encima de los polvos mientras el terceto, encima de las primeras, ponía otras estopas secas y finalmente ataba el todo con una faja de tela.
El triste Bocanegra gimoteaba tirado en el suelo, los criados salieron en silencio y el Señor se quedó dormido, arrodillado en el reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el brazo de terciopelo, mareado por la peste de los polvos, el humo de los peroles y un sabor metálico y viejo que dejaba (en el aire) la sangre del perro y (en el piso) el rastro de oscuro polvo de la costa donde tú yaces de vuelta, idéntico a ti mismo, tu huella nueva sobre tu antigua huella, tu cuerpo colocado una segunda vez dentro del recortado perfil de arena que un cuerpo como el tuyo abandonó esta mañana cuando el mar te abandonó a ti; yaces en la misma playa, con los brazos enredados en algas y abiertos en cruz, una cruz entre las cuchillas de la espalda y una larga y sellada botella verde empuñada, tus viejos y tus nuevos recuerdos borrados por la tempestad y el fuego, tus pestañas, tus cejas y tus labios cubiertos por el polvo de las dunas, mientras Bocanegra gimotea y el Señor, en su sueño, recuerda obsesivamente el día de su victoria y se la cuenta al perro; pero el perro sólo quiere aprender el terror de la negra costa pero el Señor sólo quiere justificar su regreso, mañana, al palacio que mandó construir, para honrarla, el día de esa victoria.
La plaza cayó después de una lucha feroz. Se lo comunicaron en el campamento: dentro de la siguiente hora estaba entrando a la ciudad vencida y en su memoria negra y brillante como las corazas de los mercenarios alemanes de su ejército, turbia y líquida como las lagunas que rodeaban el burgo sitiado, resucitaban, atropelladamente, las imágenes de este duro combate contra la herejía en las bajas tierras del Brabante y la Batavia, donde encontraban refugio los pertinaces descendientes de aquellos valdenses e insabattatos combatidos y vencidos en tierra española por los lejanos antecesores del Señor, y que con su cauda de fautores y relapsos habían encontrado propicio solar de resurrección en estas comarcas del norte, tradicionalmente aptas para la recepción y el ocultamiento de herejes que cual topos roían desde sus túneles los cimientos de la fe, en tanto que en León, Aragón o Cataluña mostrábanse y proclamábanse con luciferina soberbia a la luz del día, y así con facilidad eran perseguidos.
Miró el Señor los chatos contornos de estos países bajos y pensó que su llanura misma quizás exigía cavar hondo para actuar lento, mientras que la accidentada Iberia tentaba el honor y el orgullo de los hombres, y les animaba a imitar la escarpada altura de sierras y picachos, y desde ellos proclamar los desafíos, y abiertamente reunir a los ejércitos inermes de la blasfemia tal cual lo hizo Pedro Valdo, mercader de León, al predicar públicamente la pobreza, censurar la riqueza y vicios de los eclesiásticos, instaurar una iglesia laica en la que todos, hasta las mujeres, tenían derecho de oficiar y de administrar sacramentos, y se lo negaban a los que consideraban sacerdotes indignos, y huían de los templos, diciendo que bastaba orar en casa propia, y así organizó Pedro Valdo a una temible turba llamada los insabattatos, porque llevaban los zapatos cortados por arriba, en signo de pobreza, y eran ricos que siguiendo las prédicas del heresiarca habían renunciado a sus bienes, y eran los llamados pobres de León que de limosnas vivían y negaban todo linaje de propiedad, y no había entre ellos ni mío ni tuyo, y a Roma llamaban codiciosa y falsa, malvada, loba rapiosa y sierpe coronada, y muchos discípulos atraían por sus místicas austeridades, y aliáronse con los herejes cátaros y sus rebeldes trovadores provenzales, que del cuerpo humano hacían asiento del dolor y el pecado, sin que valiese consolación terrena de Jesucristo y de sus santos, ni en vida ni a la hora de la muerte de tal modo que el cuerpo debía agotar en el mundo su naturaleza pecaminosa, a fin de llegar purificado y digno de la divina mirada al Cielo: con celo extirpó Don Pedro el Católico la herejía valdense y el pertinaz tumulto de los pobres de León. El Señor entendía las palabras de su antepasado y las repetía ahora para sí: «Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le mata o mutila o despoja de sus bienes o le causa cualquier otro daño, no por eso ha de tener ningún castigo; antes bien, merecerá nuestra gracia».
Negra y brillante, turbia y líquida memoria de lo inmediato: pertrecháronse los herejes en ciudad amurallada, situada en collado no muy alto, rodeada de gran foso y protegida por pantanosas lagunas, como protegidos eran los herejes por los duques brabantinos y batavos que les azuzaban invocando potestades temporales contra la divina potestad de Roma, reclamando para sí la parte del César contra la parte de Dios para librarse del pago de diezmos, retener en sus arcas el producto de venta de indulgencias y favorecer a los mercaderes y usureros de los grises puertos nórdicos; y así, sonrió amargamente el Señor, los heréticos emparentados con la austeridad valdense y el pecado cátaro, y que ahora llamábanse adamitas, terminaban por servir a lo que decían combatir, la avaricia y la riqueza y el poder, y ello bastaba para justificar esta guerra contra herejes, príncipes rebeldes a Roma y mercaderes que sólo eran fieles a sus arcones repletos. Dame fuerza. Señor, para combatirles en Tu nombre v en el del cristianísimo poder que me legó mi padre batallador.
«Toma siempre ejemplo de tu padre», le había dicho desde niño al Señor su madre, «que en una ocasión durmió treinta días seguidos con el armadura puesta, y así reunió el sacrificio del cuerpo y la batalla del alma». El Señor, entrando a la ciudad vencida por el sitio, declaróse a sí mismo digno de la herencia dinástica: en su memoria permanecían, temblorosas, las imágenes de los rostros desgajados por la pólvora, la carne mutilada y cruda, los ojos y manos volados por la ballesta y el cañón en los sitios de combate donde se habían empleado estas novedades; y la pareja crueldad en los sitios donde la lucha había obedecido a las viejas costumbres señoriales: los eslabones de la malla enterrados en la carne herida por los golpes de hacha ; la cal viva arrojada a los ojos del enemigo; el combate de cuerpo contra cuerpo, caballo contra caballo; la muerte de los jinetes enemigos sólo muertos porque sus cabezas herméticamente encerradas en fierro dieron contra el suelo, asesinados por sus propios cascos más que por acción alguna del contrincante, y ahogados dentro de sus pesadas armaduras al cruzar la laguna, y muertos por insolación dentro de las corazas crujientes, y atravesados por las espadas del Señor al caer del caballo, bocarriba, luchando como tortugas para incorporarse, impedidos por el peso de las armaduras. Ligereza, en cambio, fue la regla de guerra de las tropas del Señor; trajo infanterías españolas que servían para cavar y minar, siendo asturianos y mineros de origen, y de retaguardia invasora una vez que la caballería ligera, verdadera arma de la victoria, se imponía a las pesadas falanges del duque protector de herejes ; la victoria se debía a los contingentes asalariados, reclutados entre alemanes oriundos del Alto Rhin y el Danubio, la fuerza montada que mejor servia para la guerra nueva, siempre que el sueldo no faltase, pues se corría el riesgo, si tal hubiera, de que se pasaran con facilidad al enemigo; los
reiters
germanos que usaban la novedad de las pistolas, la ligera arma inventada en la itálica villa de Pistoia, que con cinco o seis de ellas aseguraban brillante movilidad en los choques, embarazando y descomponiendo en el primer encuentro a las masas de caballería pesada del enemigo, con sus caballeros impedidos por las armaduras y las desmesuradas lanzas que llevaban. Los alemanes de la banda negra, así llamados por traer toda la armadura y arneses de color negro.