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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (21 page)

BOOK: Terra Nostra
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El sueño de Pedro

Tú vives en tu comuna feliz, viejo; las cosechas son de todos y cada uno toma y recibe de su vecino. La comuna es un islote de libertad rodeado por un mar de esclavitudes. Un atardecer, mientras contemplas tranquilamente la puesta del sol desde tu choza reconstruida, oyes voces y conmoción. Un hombre es traído ante ti; ha sido capturado, se le acusa de robar, debe ser juzgado. Es el primer hombre que falta a la ley de la comuna.

Conduces a este hombre ante la asamblea del pueblo reunido en el granero y le preguntas: ¿Por qué robaste, si aquí todas las cosas son comunes?

El hombre pide que se le perdone; no sabía lo que hacía; la excitación del crimen fue más fuerte que el sentimiento del deber. Más que la codicia, pues aquí todo es, en efecto, de todos, le animaron el gusto del peligro, la aventura, el riesgo; ¿cómo suplantar de un día para otro estas antiguas inclinaciones? Ha regresado para confesar su culpa y ser perdonado. Robó algo que no tenía valor alguno, una vieja botella larga y verde, musgosa, cubierta de telarañas, sellada con un yeso muy viejo, que encontró en las despensas de la comuna. Robó por sentir el excitante temblor del peligro. Pero luego sintió vergüenza y miedo, y huyó de la comuna. Cayó en manos de los soldados del Señor. Fue llevado al alcázar. Y allí, sometido a tortura, reveló la existencia de la comuna al Señor.

Contienes tu cólera, viejo; y disfrazas tu temor, pues sabes bien que tu mejor defensa es la invisibilidad; sabes que el Señor no les visitará hasta que se recoja la próxima cosecha o hasta que haya una boda, para ejercer su derecho de pernada. Por ello has prohibido que nadie se case antes de la cosecha, confiando en que para entonces la comuna será lo suficientemente fuerte para enfrentarse al Señor. Le preguntas al hombre arrepentido que está ante ti: ¿por qué regresaste, si podías haberte quedado bajo la protección del Señor con tu botella robada?

El hombre flaco, con los tobillos heridos por las sogas de la tortura, te contesta: —He regresado a hacer penitencia por mi doble traición; he regresado a luchar en defensa de mis amigos, pues mañana el ejército del Señor marchará contra nosotros y aplastará nuestro sueño…

Tú le preguntas: ¿dónde está la botella que robaste? y él baja la cabeza y admite que el Señor, inexplicablemente, le desposeyó de ella; pero suplica:

—Soy un traidor y ladrón confeso; déjenme regresar con ustedes y luchar con ustedes. No desprecien mis pobres huesos.

Tú decides perdonarle. Pero la asamblea protesta; las voces se escuchan exigiendo la muerte del hombre como un ejemplo para cualquiera que se sienta tentado de repetir sus crímenes. Es más: muchos alegan que si este hombre ha regresado, es porque el Señor piensa utilizarlo como espía dentro de la comuna. Tú, viejo, argumentas con calor; jamás debe derramarse una gota de sangre aquí; y en silencio te dices que así como el ladrón y delator no pudo cambiar de la noche a la mañana sus instintos, la multitud aquí reunida tampoco puede sofocar los suyos. Los comuneros te desafían: una vez que el Señor ataque, el derramamiento de sangre será inevitable; simplemente, el plazo para esa lucha fatal ha sido brutalmente acortado. Tú señalas los tobillos del delator, sangrantes aún por la tortura; un comunero te contesta que se trata de un ardid evidente del Señor para que, perdonado, el delator permanezca en la comuna y siga delatando. Te acusan de evadir los hechos y varios hombres fuertes corren afuera; pronto escuchas el rumor de los martillos y serruchos trabajando en la tibia noche de primavera.

Dentro del granero, tu pueblo primero debate y luego dicta: sólo podremos vivir en paz cuando nuestras reglas de vida sean aceptadas por todo el mundo; mientras tanto, debemos olvidar nuestro propio código de fraternidad y destruir activamente a quienes no la merecen: nuestros enemigos. Tratas de calmarlos, viejo; dices que debemos vivir aislados y en paz, con la esperanza de que nuestro buen ejemplo, tarde o temprano, cunda; dices que debemos vencer con la persuasión, no con la guerra. Los comuneros te gritan a la cara: debemos defendernos, pues si somos destruidos no podremos ofrecer ejemplo alguno. Insistes, débilmente: negociemos con el Señor, entregándole esta vez la cosecha a cambio del derecho de proseguir nuestro nuevo modo de vida. Entonces la asamblea se ríe abiertamente de ti.

El traidor es condenado a muerte y colgado esa misma noche de la flamante horca erigida en mitad del campo público. El pueblo elige a uno de los carpinteros para que organice la defensa; las primeras órdenes del nuevo jefe son que se levanten barricadas en los campos, se integre un ejército popular y se vigile a los vecinos para impedir futuras traiciones.

Viejo: se te suplica que permanezcas en tu choza; y a ella, de tarde en tarde, llegan grupos de militas a entregarte flores y a honrarte como el fundador de la comuna; pero no te atreves a averiguar lo que realmente está sucediendo. El nuevo jefe te ha advertido eme si vuelves a hablar, que si vuelves a repetir las razones que expresaste durante la asamblea, serás exiliado de la comuna; y si, fuera de ella, insistes en argumentar, serás considerado traidor y asesinado a la luz del día. Miras, desde tu ventana, la horca levantada en la plaza comunal. Tienes la impresión de que sólo el verdugo y tú permanecen inmóviles, esperando, siempre, mientras un mundo incomprensible corre velozmente ante tu mirada, manifestándose sin concierto, con rumores de cabalgata y llanto, arcabucería e incendio. ¿De dónde provienen las armas que los comuneros emplean para luchar contra el Señor :’ Lo averiguas el día en que ves en la plaza comuna] los pendones y la infantería de un Señor rival del que a ustedes los ha oprimido siempre. Todos los días nuevos hombres son colgados; tú ya no sabes, ni quieres saber, si son hombres de la comuna o soldados del Señor. Se dice (a veces las mujeres dolientes se atreven a comunicarte los rumores) que muchos comuneros se han opuesto a las alianzas que, invocando la necesidad de sobrevivir, ha concluido el nuevo jefe con los nobles rivales del Señor. Una vez, el nuevo jefe te visitó y te dijo:

—Pedro, espero que algún día, cuando volvamos a vivir en paz, podamos levantarte un monumento allí donde ahora está el patíbulo.

El sueño de Celestina

Felipe tomó la mano de la muchacha.

Tú me has escogido, ¿no es cierto, Celestina? Y yo creo que te he escogido a ti. Ven, bebamos a nuestro amor. Trabajemos junto con nuestros nuevos amigos y terminemos de construir la barca del viejo: viajaremos a una tierra nueva y mejor. Nos hemos hecho buenos amigos; todos; los cinco: pero tú y yo, amor mío, nos amamos bajo las estrellas mientras el barco, suavemente, rompe las olas del mar desconocido.

También Ludovico, el estudiante, se ha hecho amigo nuestro; pero cada noche, mientras bebemos después de las duras faenas del día, yo miro tus ojos y él trata de esconderlos detrás de la copa; en ellos veo reflejado mi amor hacia ti.

Tú y yo no tenemos necesidad de explicarnos, Celestina; pronto, Ludovico se recuesta con nosotros todas las noches bajo las mantas; yo le quiero como a un hermano y tú amas lo que yo amo; no puede haber odio, sospecha o celo; sólo un deseo satisfecho cuando yo te hago el amor y luego permito que él te haga el amor.

A veces, te asalta la tentación de la duda: «Soy la única mujer a bordo. Es natural que los dos me deseen». Pero la pasión de Ludovico, su tierno tacto, aun sus palabras recién acuñadas, tan distintas de su acostumbrado verbo dogmático, la excelencia del placer que te da y de ti recibe, todo ello te dice que él te ama porque eres Celestina y que a ninguna otra mujer podría amar. Tú eres Celestina: tú eres mía: Ludovico es tuyo.

Entonces yo empiezo a pensar que quizás mi amigo te quiere más que yo, Celestina, pues él nos ama a ti y a mí, o a mí a través de ti; y tú temes que te estás acercando demasiado a él y alejándote de mí, a causa de tu sentido de libre lealtad hacia mí; yo le amo, él es mi hermano, tú debes agradarme amándole cada vez más a él.

Durante el día, el viejo Pedro permanece al timón y el monje ora y pesca. Ludovico y yo cumplimos las tareas fatigantes; subimos al palo mayor, aparejamos el velamen, oteamos el horizonte y preparamos el treo si vemos nubarrones, sondeamos y barremos, lustramos y miramos eternamente al océano sin fin de cuyo centro nunca parecemos alejarnos, como si hubiésemos puesto la nave a la corda. Nuestros hombros y nuestras manos se tocan constantemente; hemos aprendido a tirar con pareja fuerza de las cuerdas, a conocer el poder y la gracia de nuestro músculo común, pues ahora inclusive caminamos como gemelos, como si la distribución simétrica del peso de nuestros cuerpos fuese esencial para el equilibrio de la nave. Y nuestros cuerpos sudan juntos bajo el sol de verano; nuestras pieles están oscuras y nuestras cabezas teñidas por el oro del océano. Tú, Celestina: tú estás pálida; tú estás apartada de nosotros todo el día, en las sombras, salando el pescado y rebanando las hogazas endurecidas; ajena a nuestro trabajo activo; ajena a nuestras bromas culteranas, latinoides, y morosamente humillada porque no puedes participar de las agudezas y retruécanos de nuestra educación común cuando Ludovico me dice: —Crinis flavus, os decorum cervixque candidula, sermo blandus et suavis; sed quid laudem singula?; y yo le contesto, acariciando su nuca: —Totus pulcher et decorus, nec es ni te macula, sed vacare castitati talis necquit formula…

Ahora nos acercamos a ti cada noche para acercarnos el uno al otro; yo me excito pensando en él y entonces hago el amor contigo; él no necesita decirme que le sucede lo mismo. Las noches lentas pasan a la deriva; cada vez más, tú eres el pasaje de nuestro deseo, la cosa que debemos poseer a fin de poseernos. Y una noche, por fin, tú estás sola y nosotros estamos juntos. Los cuerpos musculosos y quemados han cumplido su deseo, pero han frustrado el tuyo.

Ahora sabes, acurrucada aparte de nosotros, que si tratas de alcanzar tu propio deseo otra vez, deberás herirme a mí o dañar a mi amante, mi hermano. Miras al otro lado de la oscilante cubierta, hacia donde está el monje. Vas y te sientas a sus pies y allí, nuevamente, empiezas a coser tus muñequitas de trapo y sientes una urgencia oscura y distante: aúllas, Celestina, aúllas como una perra perdida y buscas en el fosforescente rocío del mar que moja tus labios el beso de tu único amante, el Demonio.

El sueño de Simón

Cuando Felipe terminó de hablar, el monje Simón negó con la cabeza y dijo: —Te equivocas. Has comenzado por el final. Antes de que pueda haber paz verdadera o verdadero amor, justicia y placer auténticos, no debe haber más enfermedad o más muerte.

Felipe miró los ojos claros y adoloridos de Simón y recordó el ceño oscuro y voluntarioso de su padre. Y le dijo al monje:

—Tú, hermano Simón, has vivido la terrible epidemia que nos contaste hoy mientras comíamos; viste a los hombres luchar contra la muerte. Pero los únicos hombres que realmente lucharon fueron tus prisioneros: a ellos se les había prometido la libertad. Pero en el mundo perfecto que has imaginado, la muerte no tendrá existencia. Y sin la certeza de la muerte, ¿puede haber afán de libertad?

Permíteme hacer una pausa, buen monje, y pedirte que vuelvas a recordar tu ciudad, pero esta vez sin muerte. Un niño nace en un castillo señorial; al mismo tiempo, nace un niño en una de las oscuras pocilgas de tu ciudad. Todos se alegran, los padres ricos y también los pobres, pues saben que sus hijos vivirán para siempre.

Los dos niños crecen. Uno excede en las artes de la cetrería, la arquería, la montería y el latín; el otro sigue la profesión paterna: aprenderá a darle forma al fierro, a mantener los hornos al rojo vivo y a manejar un poderoso fuelle. Digamos que el muchacho nacido y criado en el alcázar se llama…

—Felipe, murmuró Celestina.

Sí, Felipe, supongamos; y supongamos también que el nombre del joven herrero es…

—Jerónimo, murmuró Celestina.

Supongamos, prosiguió Felipe; imagina, monje, al aprendiz de herrero: al cumplir veinte años se enamora de una muchacha del campo, semejante a Celestina, y se casa con ella; pero la noche de la boda, el joven príncipe del castillo aparece y toma para sí a la virgen, invocando el indiscutible derecho señorial. La melancolía de Celestina se asemeja a la locura; prohíbe que su novio se acerque a ella. El joven herrero alimenta un sentimiento de odio y de venganza contra mí, Felipe, el joven señor.

Pero ambos somos inmortales. Él no puede matarme. Yo no puedo asesinarle.

Debemos encontrar algo que sustituya a la muerte que ninguno de los dos puede infligirle al otro.

Yo sustituyo a la muerte con la inexistencia. Puesto que no puedo matar al joven herrero poique me odia, ni a ti, viejo, por rebelde, ni a ti, Celestina, por tus brujerías, ni a ti, Ludovico, por tu herejía, a todos les condeno a la muerte en vida; para mí no existen, les considero muertos.

Ve, monje, ve tu ciudad poblada por mis esclavos, ve tu ciudad amurallada, rodeada por mis hombres y mis armas; escucha el paso de tus fantasmas en mis vastas ciudades encarceladas. He sitiado la ciudad. Y les he puesto cerco a ustedes: no a sus cuerpos inmortales, sino a sus almas, mortales dentro de la carne inmortal.

Pues ésta es la flaqueza de tu sueño, monje: si la carne no puede morir, entonces el espíritu morirá en su nombre. La vida deja de tener valor; yo he negado la libertad de los hombres y ahora los hombres no pueden cambiar la esclavitud por la muerte. No pueden ofrecer la única riqueza que un hombre oprimido es capaz de dar por la libertad de otros hombres: su muerte.

Y yo, monje, viviré para siempre encerrado en mi castillo, protegido por mis guardias, sin atreverme a salir; temo conocer algo peor que mi propia, imposible muerte: la centella de la rebelión en los ojos de mis esclavos. No, no hablo de la rebelión activa que tú, monje, o tú, viejo, pudieran conocer o desear, aunque a veces yo también pueda temer la marejada simple e irracional de lo numeroso, la ola de los fantasmas vivientes ahogando mi isla, mi alcázar e, incapaces de asesinar a su tirano, convirtiéndole en uno más de su infinita y anónima compañía. No, monje, no: temo a la rebelión que simplemente deje de reconocer mi poder.

Yo no los he matado; sólo he decretado su inexistencia. ¿Por qué no habían ellos de pagarme con la misma moneda? Ésta será la venganza del joven herrero; me asesinará olvidándose de que existo. Tú caminas, monje Simón, entre la muchedumbre espectral de tu ciudad, ofreciendo en vano tu inútil caridad e inútilmente buscando esa centella que yo temo, pues los inmortales no se rebelarán sin la certeza de que morirán por ello. Me asesinarán olvidándome; mí poder no tendrá objeto.

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