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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (49 page)

BOOK: Terra Nostra
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Al concluir la ceremonia nupcial, el Príncipe bobo permaneció largo rato de pie, con la mirada fija en la nada y el cuerpo inmóvil; el fraile Julián se mantuvo con la cabeza baja; la enana disfrazada de reina y novia tiraba impacientemente de la capa y el jubón de su marido y con la mirada le rogaba a la Dama Loca, que se vayan todos, por favor, mi Ama, diles que se larguen al diablo; esto se acabó; ahora comienza mi festín mío y la vieja Señora, con la suya, pedía silencio y atención: fijo como una medalla, vivo y muerto a la vez, suspendida toda animación, el Príncipe inmóvil la recompensaba de todos sus afanes, llantos, sufrimientos, amores y odios; en la cabeza loca de la Dama, todos los soberanos del pasado, todos los muertos del presente y todos los fantasmas del futuro se reunían, cobraban forma y concluían en la figura de su heredero; fabricado por ella, animado por ella, por ella suspendido en esta fijeza estatuaria.

Entonces el bobo levantó un brazo, movió los largos dedos cerosos, observó con la mirada extraviada los rincones de la mazmorra donde se arrejuntaban los cautivos moros y judíos, extendió el brazo y por primera vez habló: son libres, murmuró, pueden ir en libertad, levántense, caminen, salgan de aquí tan libres como el día en que nacieron, vuelvan a la vida, déjense crecer la cabellera y las barbas, ya no se rasguen las vestiduras, cubran con velos los rostros de sus mujeres, adoren a quien gusten, sean libres en mi nombre, por favor, pónganse de pie y salgan de aquí; ésta es mi voluntad, el día de mis bodas: aléjense de aquí; han sido perdonados; déjennos solos, a mi esposa, a la Dama y a mí; aléjense de esta tierra; sálvense…

Cantó el gallo. Y antes de que su lejano rumor pereciese, lo continuó, con melancolía, el de una flauta.

—¡Mi atambor!, gritó la vieja, moviendo la cabeza como una gallina nerviosa, ¡ha regresado!

Pero sus ojos desorbitados sólo encontraron, confundidos entre los incrédulos de los cautivos liberados, y entre los rencorosos de los mendigos que algo más que un banquete esperaban de la largueza del Príncipe, los ojos verdes y bulbosos de un flautista. Era o parecía viejo, pero fuerte; vestía andrajos y tocaba la flauta, acuclillado junto a un muro de esta mazmorra. Miraba con la perseverancia de un espejo al Príncipe bobo. Pero los ojos de ese flautista —gimió la anciana— no podían ver. Los cubría la verde opacidad de la ceguera. Y así, en los trastocados sentidos de la Dama, se confundieron en esa hora, como el flautista se confundía con cautivos y mendigos, las impresiones de la opulencia y de la miseria, y no supo si ricas o pobres eran estas fiestas, estas bodas, estos banquetes, la ceguera de un músico, la libertad de unos cautivos, la voluntad de un Príncipe.

Gallicinum

Brillaron los ojos avejentados del herrero y afuera, en la hora del gallo, el joven compañero de Celestina, movido por una atracción irresistible, caminó hacia el palacio, recorrió uno de los costados de la interminable construcción y se detuvo junto a la alta cerca de un jardín amurallado.

Con las manos, la Señora trazaba, una vez más, los contornos del muchacho que yacía a su lado; más que de costumbre pesaba el aire de la recámara, donde los olores de la goma arábiga se aliaban a los aromas de perfumes secuestrados y la respiración cautiva de los alelíes se conjuntaba a la exhalación secreta de los saquitos llenos de hierbas guardados bajo las almohadas, donde también habitaba el sabio y pelraso mur; donde los vapores del baño de azulejos levantaban una ligerísima, imperceptible niebla desde el piso cubierto de arena blanca. Las yemas de los dedos de la mujer despertaban así, en la hora del gallo, la carne dormida del joven; creían prepararla para la aurora y el nuevo amor; no sabían que el joven llamado Juan todo lo había escuchado y entendido durante la hora pasada por Guzmán en la alcoba; pero esta vez el tacto veloz de la Señora cumplía una nueva función (y la Señora, sin querer admitirlo, lo sabía; ¿no le había dicho el ratoncillo diabólico de su verdadera noche de bodas sobre las baldosas del patio del alcázar que de allí en adelante los menguados sentidos se doblarían en poder, extensión y angustias también, viendo más, tocando más, oliendo más, gustando más, escuchando más, exaltados como por una droga inconciente que era ese pacto secreto entre una reina virgen y un satánico mur colado entre sus piernas?); pero esto no podía saberlo el otro muchacho, el compañero de Celestina; ni era él quien con el ratoncillo había pactado; y sin embargo, mientras miraba desde su puesto junto a la barda hacia la ventana de la Señora, el tercer joven encontrado en la playa sintió que unas manos invisibles le acariciaban, le despertaban, le convocaban y entonces se recargó contra el muro, desfalleciente, presa de un frío sudor y de una angustia que él vivía pero que adivinaba ajena, que hubiese querido comunicar con un grito de alarma a un cuerpo en peligro, un cuerpo que no era el suyo pero que del suyo dependía, como él dependía de ese cuerpo que sentía, a la vez, inmediato y lejano, entrañable y ajeno: unas manos acariciaban, al mismo tiempo, al hombre cercano y al hombre ausente, y aquél, al despertar de la carne, iba añadiendo el despertar de otra cosa, perdida hasta ese momento, perdida desde que la Señora y Guzmán le recogieron en la playa del Cabo de los Desastres; no quería la Señora saber lo que convocaba con su tacto (por más que el mur que le devoró la delgada pared de carne que la separaba del goce se lo hubiese advertido: sentirás más, Isabel, y por ello sabrás más; pero sentirás más de lo que sabrás; en mí delegarás la sabiduría que tus sentidos te procuren; tuyo será el placer y mío el conocimiento; tal será nuestro pacto, concluido esta noche de grises ráfagas y negros relámpagos sobre las heladas piedras del patio; sentirás; y sólo más tarde, mucho después, sabrás lo que has sentido, hecho y deshecho con tus uñas, tus ojos, tu olfato, tu oído y tu boca) ; y el joven llamado Juan, tocado así por la mujer, recordaba; y al recordar, temía; y al temer, imaginaba; imaginaba, temía, recordaba algo que hasta ese momento, hundido en la pesada inconciencia de la alcoba, sometido al sopor de unos agudos sentidos ajenos que todo lo vivían en su nombre, no había vuelto a preocuparle; también él se preguntó: ¿quién soy?, otra vez, por primera vez desde que fue conducido en la litera, a lo largo del páramo, a lo alto de la meseta, por la Señora oculta detrás de los velos y por el ave heráldica de helados humores y desgarbada cabeza.

La Señora acercó su perfil al del muchacho y él, aterrado, recordó instantáneamente el último segundo de su conciencia previa, en la litera, cuando la Señora acercó su aliento al cuello del náufrago, cuando el rostro de luna plateada asomó detrás de los velos y entre los labios encarnados asomaron los colmillos feroces, sangrientos, ávidos…

—¿Quieres verte, Juan? ¿Quieres conocerte y, al verte, amarte a ti mismo como yo te amo?

Y junto con el perfil, la Señora acercó al rostro de Juan un espejo de negro mármol, y al penetrar sus turbiedades el muchacho se vio a sí mismo, desnudo, se reconoció y, por un instante, se amó, y más se amó mientras más se miró, pero ese amor y esa mirada, prolongadas, edificaban sobre los temblores del amor de sí un odio rígido que pronto cobró cuerpo; él era él, esta imagen, reflejo o sombra, pues otra prueba de ellas no poseía, y desde la playa su única certeza había sido que suyo sería el nombre y suyo el rostro que primero le pusiesen o mostrasen; él era él, reproducido desnudo en el espejo negro que la Señora le ofrecía, y ese yo indudable, sin cambiar de facciones, sin abandonar su rostro primero, se iba vistiendo poco a poco con las prendas de una mujer; y ese cuerpo que era el suyo, sin cambiar de forma, se iba revistiendo con los ajuares de la Señora y, como la Señora, yacía boca arriba sobre las baldosas de un patio y la lluvia lavaba la carne y los ropajes sin que la identidad de hombre y mujer perfectamente asimilados se despintase en la imagen del espejo; cesó de llover cuando el sol remontó a su cénit; la sombra del cuerpo común de Juan y la Señora, de la Señora con las facciones de Juan, de Juan con las ropas y el peinado y las joyas de la Señora, desapareció, y Juan sofocó un gemido; el espejo reprodujo ese temblor mortal, la figura reflejada suspiró por última vez, la Señora que era él, rodeada de indiferentes alguaciles y premiosas dueñas y curiosos alabarderos, expiró en el patio de su suplicio, murieron juntos ella y él, sin brazos dignos de recogerlos, abandonado el cuerpo del amor por el Amo que libraba en tierras flamencas su último combate de armas; murieron en el espejo, en el mismo instante, las dos almas que habitaban el mismo cuerpo, y murieron sólo por un instante; el ratón que a su vez habitaba el guardainfante se coló rápidamente entre las piernas del cadáver, se abrió paso entre la maraña del vello, entró por la lúbrica vagina, ascendió por las entrañas, devoró el corazón de la figura muerta y yacente, subió hasta sus ojos, su cerebro, su lengua, los tiñó con un negro orín, salió por la boca del cadáver y el cadáver volvió a respirar, la sombra del cuerpo reapareció y comenzó a alargarse hacia el ocaso, el movimiento del patio, momentáneamente suspendido, reanudóse, los alabarderos volvieron a contarse bromas groseras y a codearse entre sí, las camareras acercaron los cucharones soperos a la boca del ser yacente, todo sucedió en un instante, la muerte pasó sin dejarse ver, sin dejarse, casi, sentir; pero entre vida, muerte y resurrección, ese cuerpo fue poseído, ese pacto fue concluido; el ratón le devolvió la vida, la mujer que era la Señora con el rostro de Juan: ¿qué le daría la mujer con el rostro de Juan, en cambio, al satánico mur?

La imagen de mármol se desvaneció. La Señora apartó el espejo de la cara del muchacho. El joven, con un grito, se llevó las manos al cuello herido, imaginó su propio cuerpo pálido como la cera, tal y como lo acababa de ver en el espejo, muerto en vida, vivo en la muerte, y se repitió, con una memoria de relámpagos tan oscuros como los de ese mediodía en el patio del alcázar, memoria despertada ahora por el canto del gallo, la historia que la Señora le contó, la primera noche, en esta misma alcoba; abrió los ojos, buscó en vano las facciones de la niña traída de Inglaterra que se entretenía disfrazando a las camareras, jugando con muñecas y enterrando huesos de durazno en el jardín; vio a una mujer madura a su lado, a punto de corromperse, detenida en el filo azaroso de una plenitud dibujada con exactísimas rayas de negra y delgada tinta, aquí la sombra impenetrable de los ojos, aquí la blancura estallante de la carne, aquí otra vez la oscuridad malsana de la cabellera; ni un paso más, ni un minuto más, o el equilibrio se rompería y esta Señora que aquí le guardaba., aquí le amaba, aquí le alimentaba y aquí se alimentaba de él, se desmoronaba como estatua de polvo, se reticulaba como tela de araña, se vencía como socavón de arena, se derretía como nieve en primavera, se pudría como fruta abandonada a la inclemencia del sol, la lluvia y el viento (¿de ti me alimento, el llamado Juan Agrippa según la noticia del fraile pintor llamado Julián, a ti te muerdo el cuello y a ti, aquí, te desangro, sin darme cuenta, sin desearlo, pues yo sólo he querido amarte, beberte, tocarte, besarte como cualquier mujer ansiosa de su hombre, sin ir más lejos que cualquier mujer enamorada, te lo juro, Juan, no me doy cuenta de que mis uñas y mis dientes vayan más lejos, muerdan carne, arañen nervio, chupen sangre, pues a mi cuerpo, al cuerpo de mi vida normal, le bastaría lo que a toda mujer le basta, pero mi cuerpo es doble, Juan, mi cuerpo es mi cuerpo y el de mi verdadero dueño, el diablo ratón que se alimenta de mí como yo de ti y él te besa a través de mí y por vía de mi carne te desangra y fornica contigo; pobre mur, era tan pequeño, pelraso, hambriento, roedor; debe envidiar tu belleza, Juan, seguramente quisiera ser como tú; un ángel…)

Como fruta abandonada… El muchacho la recordó, la convocó de vuelta, recostada en el patio del castillo, invadida por los ratones, descascarada por el sol, azotada por la lluvia y la vio convocando, en ese momento, al poder final de los afligidos, el único ser capaz de salvarla, el príncipe caído que podía pactar con ella y prometerle la salvación, la vida y el amor a cambio de la sumisión a sus mandatos; pero esto él lo sabía ya, desde que la Señora narró su historia el primer día del cautiverio amoroso; y ahora, después de ver el negro espejo, sabía algo más; que esa Señora era él mismo, y que el pacto concluido con el mur no sólo salvé) a la Señora de su yacente suplicio, sino de una muerte actual aunque instantánea, fugaz sólo porque el ratón no permitió que se prolongase en la extinción perpetua, y que esa muerte, Dios mío, fue. doble; de ella y de él. salvada ella de la tortura de un ceremonial absurdo y de las angustias de una carne intocada, pero salvada también de la muerte, y salvada de la muerte junto con el amante que era él, el joven náufrago, anunciado ya en las facciones idénticas de la Señora; y así, el muchacho vio desfilar ante su mirada febril a los fantasmas de otros jóvenes que le habrían precedido o le seguirían en esta recámara ; sus oídos se nublaron con el rumor de los pasos perdidos de los jóvenes sin número y sin nombre, que de la alcoba de la Señora habían pasado o pasarían a la hoguera y al cadalso, donde, al morir llorando, engendraron o engendrarían nuevos seres subterráneos, arrancados de noche a sus húmedas tumbas y traídos al oasis del palacio, a la recámara de arenas blancas e intensos perfumes y brillantes azulejos y suntuosos brocados; pues, ¿a dónde podía conducir esta alcoba (le preguntó a Juan su imaginación despierta y temerosa) sino a la tumba, y de la tumba a este lecho, y de este lecho a la tumba, sin otras avenidas que las del infierno: la repetida fatalidad?; escuchó el canto del gallo y se dijo que no quería ser uno más de ese número, de esa legión de fantasmas creados, como muñecos de cera, por el amor y el odio y la insatisfacción y el anhelo de la Señora.

—Guzmán, Guzmán, suspiró con tristeza Juan, Guzmán, ¿poiqué no te atreviste a tomarla para ti, por qué? Tu cuerpo de hombre habría roto la sucesión de los fantasmas. Me habrías salvado, Guzmán, lo supe, te lo dije, te lo imploré en silencio, me has condenado, Guzmán, me has condenado a ser idéntico a la mujer que me ama para amarse y a la que yo amo para amarme; me has encerrado en el espejo, Guzmán… con ella, como ella, soy ella, ella es yo. Y así, a cada caricia de la Señora que con las manos quería asegurar su posesión y la pasividad del hombre poseído, el primer joven salvado del mar oponía una interrogante, ¿quién soy yo?, y la respuesta era siempre la misma: yo soy ella, y si soy ella al amarla me amo y al amarme la amo y al cabo no podré contestar esta pregunta, ¿quién soy yo? pues este amor habrá destruido para siempre mi propio yo, y a cada beso repulsivo de su carcelera contestaba con las estrofas ardientes de una letanía que al calificarla a ella lo definían a él, él sería igual a ella para distinguirse de ella, ella nada obtendría del yo verdadero y secreto de él, ella sólo recogería del bello y fecundo y tibio cuerpo de él lo que ella misma era, y él sería en el mundo lo que ella era en esta alcoba encerrada, mujer avariciosa y fallida, envidiosa, maldiciente, ladrona, golosa, inconstante, cuchillo de dos tajos (Juan: temo, imagino y recuerdo para identificarme y sólo puedo identificarme con lo primero que veo al despertar, con lo único que conozco fuera de mí: yo soy tú porque fuera de mí sólo estás tú), mujer soberbia, vanagloriosa, mentirosa, parlera, indiscreta, descubridora, lujuriosa (Isabel: deseo y rechazo, admito y niego: te ves en mí, y ése es mi triunfo, odias lo que en mí ves, y ésa es mi tristeza, me arrebatas lo que soy para ser tú, y ésa es mi derrota, nos identificamos y ésa es nuestra miserable verdad), raíz de todo mal, ¿quién contará tus mentiras, tus tráfagos y cambios, tu liviandad y lágrimas, tus alteraciones y osadías, tus engaños y olvidos, tu ingratitud y desamor, tu inconstancia y testimonios, tu negar y revolver, tu presunción, tu abatimiento y tu locura, tu desdén, tu parlería y tu sujeción, tu golosina y locura, tu miedo y atrevimiento, tu escarnio y tu desvergüenza?; esta mujer, ésta (Juan: tus manos me despiertan: soy tu), puerta del diablo (Isabel: miento, temo, imagino: este muchacho no soy yo, eres tú, mur del demonio, roedor de mi himen, de mí te valiste para penetrarme y extraer de mí tu imagen deseada, tu ángel de luz, tu corazón caído dentro de un cuerpo anterior a la creación de los infiernos que habitas), descubridora del árbol vedado, desamparadora de la ley de Dios, persuasora del hombre (Juan: voy despertando: soy tú, ¿soy una mujer?), cabeza del pecado, arma del diablo, expulsión del paraíso, madre del pecado, corruptela de la ley, enemiga de la amistad, pena que no se puede huir (Isabel: ratón, demonio, serpiente caída y que me hiciste caer, encuentra de vuelta tu cuerpo de luz, encuentra al ángel que un día fuiste, poséelo), mal necesario, tentación natural, calamidad deseada (Juan: despierto: soy tú; ¿eres tú una mujer?, ¿te reflejo o me reflejas?, ¿son tus atributos los tuyos y los tuyos los míos?), peligro doméstico, detrimento deleitable, naturaleza del mal (Juan: ¿o reflejamos tú y yo a otro ser?), naufragio del varón, tempestad de la casa, impedimento de holganza, cautiverio de la vida (Isabel: pero sin mí no serías ni tú ni otro: no tendrías rostro ni virtud ni defecto; si no eres yo, no eres nada, eres sólo lo que por mí pasa y da lo mismo), daño cotidiano, rija voluntaria, batalla suntuosa, fiera convidada, solicitud de asiento, leona que nos abraza (Juan: un espejo, por favor, otra vez el espejo), peligro adornado (Isabel: la noche, por favor, otra vez la noche), animal malicioso, la mujer, esta mujer.

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